B.: Sí, por qué no. Pregúnteme lo que usted quiera.
A.: ¿Cuál fue su primera lectura literaria, Borges?
B.: Creo que mi primera lectura fueron los cuentos de Grimm en una versión inglesa. Yo era muy chico, no recuerdo bien.
A.: ¿Qué edad tenía?
B.: Y, no sé… Pero yo no recuerdo una época de mi niñez en la que no supiera leer ni escribir. Yo fui educado en la biblioteca de mi padre, tal vez más que en el colegio o en la universidad. Mucho de esa formación se la debo a mi abuela, que era inglesa y que conocía La Biblia de memoria. Así que yo podría decir que entré en la literatura por el camino del Espíritu Santo y por los versos que oía en mi casa. Mi madre, por ejemplo, recordaba de memoria El Fausto de Estanislao del Campo.
A.: Su educación fue además bilingüe, ¿verdad?
B.: Sí, en mi casa mi abuela inglesa hablaba en su lengua madre; el resto de la familia en español. Yo era muy chico, pero sabía que con mi abuela materna, Leonor Acevedo de Suárez, debía hablar en español y que con mi abuela paterna, Frances Haslam Arnett, lo debía hacer en inglés. En cuanto a mis lecturas, que yo recuerdo, las primeras fueron en inglés, ya que la biblioteca de mi padre contenía libros preferentemente ingleses. También, por esa época de mi vida, yo leí algunos libros en compañía de mi hermana Norah; creo que eran cuentos de Poe y novelas de Hugo, de Dumas y de Walter Scott.
A.: ¿Su infancia estuvo muy unida a la de su hermana Norah?
B.: Sí. Yo le llevo solo dos años. Y, como es natural, nuestra infancia se confunde. Norah era siempre la que ideaba nuestros juegos, yo era tímido y estaba siempre en segundo plano. Ella se dedicó luego a la pintura; Norah es una gran pintora. Cuando éramos chicos y nos trasladamos a Adrogué, ella comenzó a interesarse por la pintura. Y en Suiza se perfeccionó con un maestro.
A.: ¿Su bachillerato lo hizo en Suiza?
B.: Sí. Y eso fue ventajoso para mí, porque yo era un buen latinista y llegué a componer versos en latín con la ayuda del Gradas ad Parnasum de Guicherat. En latín mis lecturas preferidas eran Séneca y Tácito.
A.: ¿En qué año se trasladó su familia a Suiza, Borges?
B.: En 1914. Vivimos allá todo el período de la Primera Guerra Mundial. Yo recuerdo que vi movilizar en una semana cerca de 300 000 hombres para defender la frontera. El ejército suizo contaba con tres coroneles y se propuso elevar el rango de general a uno de ellos durante el tiempo que durase la guerra. El cargo recayó sobre el coronel Odeou, que era vecino de nosotros. Y él aceptó con la condición de que no le aumentasen el sueldo. ¡Qué curioso, no! En la Argentina es todo lo contraído; hay más generales que tanques o más almirantes que barcos. Y se pasan la vida aumentándose los sueldos.
A.: Por aquellos años usted se enseñó el idioma alemán, ¿no?
B.: Sí. Fue en el último o penúltimo año de la guerra. Yo tenía diecisiete años. El culto de Alemania se lo debo a Carlyle, pero yo decidí enseñarme ese idioma para leer en el original El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y también a Heine y Goethe.
A.: Usted ha dicho en alguna oportunidad que una de las personas que más lo estimularon para que escribiera fue su padre. ¿Cómo era el doctor Jorge Guillermo Borges? ¿Qué recuerdos tiene usted de él?
B.: Mi padre era un ser admirable desde todo punto de vista. Era profesor de psicología y lenguas vivas. Yo lo recuerdo como un hombre brillante, aunque tal vez un poco tímido. Creo que yo heredé de él mi timidez. Mi padre daba tres clases por semana y ganaba un sueldo bastante digno, que le alcanzaba para mantener a su familia. El dinero que le quedaba lo gastaba en libros para enriquecer su biblioteca y para obsequiarlos a sus alumnos. Creo que de algún modo él presintió que yo podía ser escritor, que mi destino era literario, y me estimuló para que lo cumpliera. Recuerdo que mi padre me aconsejó siempre que escribiera mucho, que nunca dejara de escribir, pero que solo lo hiciera cuando sintiera necesidad de hacerlo y, fundamentalmente, que no me apresurara a publicar, que para eso siempre había tiempo.
A.: ¿Cuándo se decidió a publicar su primer libro, Borges?
B.: Bueno, siguiendo ese consejo de mi padre, me decidí a hacerlo cuando ya había escrito el tercero o el cuarto libro. Ese primer libro se llamó (se llama) Fervor de Buenos Aires y fue publicado en el año 1923. El que lo financió fue mi padre; me dio 300 pesos para la impresión y yo corrí entusiasmado a la imprenta. Recuerdo que viajábamos a Europa y el libro hubo que hacerlo en seis días. Luego se repartió entre mis amigos en Buenos Aires. En España, Gómez de la Serna le hizo una crítica elogiosa; una crítica sin duda inmerecida.
A.: En 1926 usted ya era un poeta conocido y César Tiempo y Juan Pedro Vignale lo invitan a participar en una antología, compilada por ellos. Un año después, publica su segundo libro de poemas: Luna de enfrente.
B.: Esa antología se llamó Exposición de la actual poesía argentina y demoró dos años en publicarse. Allí, yo aclaraba al presentar mis poemas, que estaba escribiendo otro libro de versos porteños o palermeros (Palermo era mi barrio), que se titularía, dulcemente, Cuaderno San Martín. En 1929 se publicó y yo ni remotamente imaginé que con ese libro de versos iba a lograr varias distinciones; entre ellas el segundo premio Municipal de Literatura. Pero si me permite una pequeña digresión, le voy a contar algo gracioso.
A.: Pero sí, por supuesto.
B.: Bueno, en 1930 recibí una grata sorpresa. Esto era que a lo largo de ese año, se habían vendido veintisiete libros míos. Yo estaba tan emocionado que quería saber el nombre de cada uno de mis lectores para ir a agradecerles personalmente por haber comprado mi libro. Esto se lo conté a mi madre y ella se emocionó mucho. «Veintisiete libros es una cantidad increíble», me dijo. Y agregó: «Estás empezando a ser un hombre famoso, Georgie».
A.: Usted acaba de mencionar a su madre, Borges, un ser a quien personalmente conocí y aprecié mucho. Le propongo que evoquemos a doña Leonor.
B.: Mi madre era un ser extraordinario. Yo debería hablar, ante todo, de lo buena que ella fue conmigo. Le voy a hacer una confesión: me siento un poco culpable de no haber sido un hombre feliz para darle a ella una felicidad merecida. Siento esa culpa; tal vez yo debería haber sido más comprensivo con ella. Pero no sé, supongo que todos los hijos, cuando muere la madre, sienten que la han aceptado como se acepta la Luna o el Sol o las estaciones del año y que han abusado de ella. Antes uno no se da cuenta. Mi madre era un mujer inteligente y amable, que creo que no tuvo enemigos. Era amiga de toda clase de personas. A veces venían negras muy viejas a visitarla a mi casa; esas mujeres eran descendientes de esclavos que habían pertenecido a mi familia. Una de esas negras se llamaba igual que mi madre: Leonor Acevedo. En el siglo pasado algunos esclavos tomaban el nombre de sus dueños; por eso esa mujer se llamaba como mi madre. Yo recuerdo que durante los duros años del peronismo, cuando yo fui expulsado de la presidencia de la Sociedad de Escritores, por negarme a poner el retrato de Perón, fuimos amenazados por un matón. El sujeto llamó a altas horas de la noche y lo atendió mi madre: «Yo voy a matarte a vos y a tu hijo», dijo una voz debidamente tosca y profesionalmente maleva. «¿Por qué, señor?», preguntó mi madre. «Porque soy peronista», agregó el anónimo individuo. Entonces mi madre le respondió: «Bueno, en cuanto a matarlo a mi hijo es muy fácil. Él sale todas las mañanas a las ocho para ir a su trabajo; usted no tiene más que esperarlo. En cuanto a mí, señor, he cumplido 80 años y le aconsejo que se apure si quiere matarme, porque a lo mejor yo me le muero antes».
A.: Una actitud admirablemente valiente, digna de doña Leonor…
B.: ¡Qué lindo, además ese «yo-me-le-muero-antes»! ¿No? Es algo dicho de una manera bien criolla. Ahora, ¡qué tonta la amenaza! Bueno, en realidad, todas las amenazas de muerte son tontas y ridículas. ¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo inteligente, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad…
A.: ¿Esa amenaza no se cumplió, por supuesto?
B.: No, no se cumplió. Yo le estoy contando a usted esa anécdota y mi madre se murió de muerte natural casi a los 100 años. ¡Pobre madre! Se quejaba de que Dios la hiciera vivir tantos años. Recuerdo que al cumplir los 95, me dijo: «Caramba, Georgie, se me fue la mano». Todas las noches ella le pedía a Dios, no despertarse al día siguiente. Y luego se despertaba y lloraba; pero no se quejaba. Hubo una noche que seguramente Dios la oyó y se murió a las cuatro de la mañana.
A.: ¿Su madre no admiraba a los compadritos ni a los guapos, que con el tiempo usted fue incluyendo en su obra, a partir del ensayo sobre Evaristo Carriego, no?
B.: No, ella no los admiraba. Una vez me dijo; «Que sea la última vez que escribís sobre guarangos. Ya estoy harta de tus cuchilleros. Vos los describís como hombres valientes y todos los guapos no son más que una sarta de flojos». A mi madre no le gustaba para nada ese tema y lo culpaba al pobre Carriego, que también tenía ese culto al coraje, de haberme contaminado.
A.: ¿Carriego, que era de su mismo barrio, llegó a codearse con los guapos, verdad?
B.: Sí, él los conoció personalmente a casi todos los malevos de su época. Yo, en cambio, los conocí también, pero un poco en desuso cuando ya estaban jubilados. Al guapo Nicolás Paredes, por ejemplo, yo lo conocí cuando ya estaba muy viejo, y me hice amigo de él. La última vez que lo visité en su casa, me regaló una naranja. Vivía en la miseria y antes de marcharme me dijo: «De mi casa nadie se va con las manos vacías, Borges». Y como no encontraba otra cosa para darme, me dio una naranja, que a mí me habría gustado conservar para siempre.
A.: ¿Y de Evaristo Carriego, que era amigo de su familia, qué opinaba su madre?
B.: Opinaba que era un buen muchacho, pero sin ningún mérito. Carriego murió en 1912, y en 1930 yo publiqué ese libro. Mi madre me preguntó entonces: «¿Por qué escribiste un libro sobre ese muchacho?». Yo le expliqué, buscando una excusa, que porque había sido vecino de nosotros. «Pero, hijo —me contestó ella—, si vas a escribir un libro sobre cada uno de nuestros vecinos, estamos arreglados».
A.: Usted suele mencionar muy a menudo al escritor andaluz Rafael Cansinos-Asséns, del que se considera discípulo, ¿qué recuerdos guarda de él, Borges?
B.: Ah, magníficos recuerdos. Fue una de las últimas personas que vi antes de dejar Europa, y fue como si me encontrara con todas las bibliotecas de el Occidente y de el Oriente a un mismo tiempo. Cansinos-Asséns se jactaba de poder saludar a las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Era un hombre que había leído todos los libros del mundo; por lo menos esa era la impresión que a mí me daba cuando hablaba con él. Tradujo a Barbusse del francés, a Secuence del inglés, a Las Mil y Una Noches del árabe. Tradujo a escritores latinos y una excelente selección del Talmud, directamente del hebreo.
A.: ¿Tuvo un trato muy asiduo con Cansinos-Asséns?
B.: Bastante, sí. Yo concurría a una tertulia que él hacía en un café de Madrid. Por aquellos años había varias tertulias en España; la otra era la de Ramón Gómez de la Serna, en el famoso café de Pombo. A esa tertulia concurría el pintor Gutiérrez Solana, que pintó un gran cuadro con todos sus concurrentes. Yo fui una sola vez y no me gustó; prefería la de Cansinos-Asséns.
A.: ¿Cansinos-Asséns era un hombre de condición muy modesta, no?
B.: Sí. Vivía de una manera modesta y se ganaba la vida haciendo traducciones. Era un hombre que casi no salía de su biblioteca. Recuerdo que había escrito un poema muy lindo, dedicado al mar. Yo lo felicité y él, con su acento andaluz, me contestó: «Sí, sí, el mar debe ser sin duda muy hermoso; espero verlo alguna vez».
A.: ¿O sea que no conocía el mar?
B.: No, nunca había visto el mar. Como Coleridge él tenía el arquetipo en su imaginación y así había resuelto la cosa de una manera admirable.
A.: Borges, usted dijo que Gómez de la Serna había celebrado la aparición, de su primer libro, Fervor de Buenos Aires, hace un momento dijo que no le gustaba la tertulia del café de Pombo, que animaba el autor de La Nardo, junto a Gutiérrez Solana. ¿Cuáles eran las razones?
B.: No me agradó porque Gómez de la Serna era una especie de dictador, que hablaba mal de todo el mundo: la tertulia de Cansinos-Asséns era todo lo contrario. Allí no se permitía que nadie hablase mal de nadie. Cuando yo fui a la tertulia de Gómez de la Serna, invitado por él, me molestó, sobre todo, un pobre diablo que había, una especie de bufón profesional que concurría todos los sábados con una pulsera de cascabel en la muñeca. Gómez de la Serna lo hacía dar la mano, la pulsera sonaba, y entonces él preguntaba: «Cascabel, cascabel, ¿dónde está la serpiente?». Y todos los presentes se reían de esa miseria. Eso a mí me pareció muy triste. Pensé que no tenía ningún derecho a usar a un pobre hombre para lograr esa broma cruel, que más vale no recordar. Cuando yo me retiré (convencido, por otra parte, de que nunca más regresaría), Gómez de la Serna me dijo: «Estoy seguro que usted jamás habrá visto algo como esto en Buenos Aires». «No, felizmente no he visto nada parecido», le contesté yo.
A.: Sin embargo, ¡qué gran escritor fue Ramón Gómez de la Serna! ¿Usted en alguna oportunidad reconoció que era un hombre de genio?
B.: Es verdad. Yo no dudo que era un hombre de genio. Un gran escritor con un sentido poético de la vida. Pero creo que lamentablemente se perdió por el acto de pensar en burbujas, con eso que él llamaba Greguerías.
A.: ¿Usted considera que fueron negativas las Greguerías en la obra de Gómez de la Serna?
B.: Totalmente. Yo estoy seguro que él habría logrado una obra mejor si se hubiera dedicado a pensar de un modo consecutivo. Era dueño de una prosa admirable; junto a Alfonso Reyes ha sido uno de los mejores prosistas de la lengua castellana. Pocos han manejado el idioma como Gómez de la Serna, pero le repito, se perdió por esa manía de pensar en fragmentos. Él, desgraciadamente, leyó un libro de Jules Renard, que se llamaRegará, y que está hecho de brevedades. Gómez de la Serna le dio a sus burbujas el nombre de Greguerías y comenzó a inventar esas atomizaciones del pensamiento. Yo recuerdo ahora que Baldomero Fernández Moreno, definió las Greguerías diciendo que son «ingeniosas ocurrencias efímeras». Y es cierto. Es eso. Una de esas greguerías dice, para citar un ejemplo, «El pez más difícil de pescar es el jabón en el agua». A mí me parece que esa es una ocurrencia simpática que puede sorprender, pero no pasa de ser una ocurrencia momentánea. La metáfora, a mi entender, debe corresponder a afinidades más profundas. Y la afinidad entre el jabón y el pez no es para nada interesante. Es más o menos como aquella metáfora de Vicente Huidobro que dice: «Los ascensores suben como termómetros». Efectivamente, los ascensores suben como una columna mercurial, pero no sé si esa afinidad, un poco frívola y trivial, puede llegar a emocionar a alguien; por lo menos a mí no.
A.: Sí, no es obviamente una metáfora esencial. En todo caso puede asombrar, pero no emocionar.
B.: Si uno usa una metáfora como por ejemplo: «Nadie baja dos veces al mismo río», encontramos que el contenido es más hondo. La idea de río y de tiempo corresponden a una afinidad esencial, porque al pensar en el tiempo pensamos en un río. El tiempo es algo que fluye y que uno no lo puede imaginar de otro modo; es imposible imaginar al tiempo como una serie de decimales o como algo estático. El tiempo tiene movimiento. En él están el pasado y el futuro y, como dice Browning, «el presente es el instante en que el futuro se disgrega en el pasado». Por eso él creía que el manantial del tiempo es el porvenir y no el pasado. Pero volviendo a la metáfora. Yo creo que la comparación del río y del tiempo hacen de lo que cité una metáfora verdadera e inevitable, por otra parte. Pero si yo comparo el jabón con un pez y el ascensor con el termómetro, eso aparece como algo meramente publicitario y ajeno al pensamiento poético.
A.: ¿Fue publicada en algún diario madrileño la crítica a su libro Fervor de Buenos Aires?
B.: No. Fue publicada en una revista famosa: La Revista de Occidente, que nunca supe por qué se llamaba así. Debería haberse llamado La Revista de El Occidente. De El es la forma correcta y no De. Pero, bueno, dejémoslo así. El conocimiento del castellano suele faltar muchas veces, por desgracia.
A.: Esa revista fue la que fundó y dirigió José Ortega y Gasset, ¿no?
B.: Sí, la misma. Y, bueno, ¡qué podemos hacer nosotros!
A.: Y del poeta Oliverio Girondo, ¿qué opina?
B.: Girondo era un hombre voluntariosamente extravagante. Yo creo que él era un trabajoso imitador de Gómez de la Serna. A mí no me gustó nunca lo que escribía. Hace poco Mujica Láinez me recordó unos versos que Girondo escribió sobre Venecia y en los que dice: «Bajo los puentes, los gondoleros fornican con la noche…». ¡Qué miseria, no! A mí esos versos me parecen horribles. Si uno puede admirar unos versos así, es difícil saber qué no debe admirarse.
A.: ¿Entonces a Oliverio Girondo usted no le reconoce genio como a Gómez de la Serna?
B.: Bueno, creo que ni sus peores enemigos pueden imputarle ese calificativo.
A.: Borges, ¿cómo era el Buenos Aires de los años 20, cuando usted regresó de Europa?
B.: Era muy activo. Había una gran vida cultural, semejante a la de cualquier país europeo; a mí eso me llamó mucho la atención. La cultura, por esos años, era una cosa viva. Yo recuerdo que en todos los cafés había personajes interesantes que le ponían interés y sabor a las cosas. Las bromas también eran ingeniosas. Se hacían bromas notables en Buenos Aires. Yo lo conocí a José Ingenieros, que también tenía su tertulia y era famoso en esos días. Él y Macedonio Fernández hacían bromas memorables; tenían mucho sentido del humor. Lamentablemente, me dicen, todo eso se ha terminado; es una lástima, ¿no le parece?
A.: Es cierto. Estoy de acuerdo con usted. Sobre todo, las tertulias han desaparecido en Buenos Aires… ¿Podemos hablar un poco de sus amigos? ¿Quiénes eran sus amigos de aquellos años?
B.: Bueno, los amigos que yo más recuerdo, casi todos ahora están muertos, pero le podría nombrar a Enrique Amorim, a Francisco Luis Bernárdez, a Ernesto Palacio, con quien después nos distanciamos porque él se hizo peronista, a Carlos Mastronardi, a Ulyses Petit de Murat, a Eduardo González Lanuza, a Ricardo Molinari, a Xul Solar… ¡Caramba, son tantos! ¡Yo no quisiera olvidar a ninguno!
A.: Y a Adolfo Bioy Casares, ¿cuándo lo conoció?
B.: Hace mucho; pero Adolfito es menor que yo algunos años. Lo que no recuerdo es en qué circunstancia lo conocí; y, menos aún, la fecha, ya que mis fechas siempre son vagas. Después la conocí a Silvina Ocampo, y cuando se casó con Adolfito, en una estancia que él tenía en la provincia de Buenos Aires, yo fui el testigo de la boda; yo y el capataz de la estancia.
A.: La amistad de ustedes ha sido beneficiosa para la literatura, ya que en colaboración han escrito las famosas historias de Bustos Domecq, ese curioso personaje que hace más de cuarenta años habita el no muy dilatado territorio de nuestras letras. Además, usted y Bioy fundaron y dirigieron por años la colección de El Séptimo Círculo, que divulgó en castellano las más notables obras del género policial.
B.: ¡Qué extraño, no!: a Silvina Ocampo no le gustaban las historias de Bustos Domecq. Cuando Adolfito y yo las leíamos en voz alta a algunos de nuestros amigos, ella decía que eran una sarta de pavadas y se iba. Esos cuentos, en realidad, nosotros los inventamos para divertirnos; a mí ahora me choca el estilo barroco en el que están escritos.
A.: Sin embargo, Silvina y Bioy escribieron en colaboración una excelente novela policial, Los que aman, odian, un buen aporte al género, en un estilo, no similar, pero bastante parecido. ¿Recuerda esa novela?
B.: Sí. Es muy buena. ¡Qué pena que Adolfito y Silvina no hayan escrito otras cosas en colaboración! Silvina es una mujer de genio. Yo diría que es el mejor cuentista argentino.
A.: Comparto plenamente su opinión. ¿Y de Bioy, qué opina?
B.: Bioy Casares es el único hombre clásico que me ha sido dado tratar. Yo le debo tantas cosas… Adolfito es el lector menos supersticioso que conozco, es una persona inmune a todos los fanatismos, que profesa, quizá ante el escándalo general, el culto del doctor Johnson, de Voltaire y de Confucio. Él ha escrito una de las novelas más perdurables de la literatura argentina; una novela fantástica que yo tuve el honor de prologar y que no dudé en calificar de perfecta: me refiero a La invención de Morel. Le voy a contar algo de Adolfito. A veces, en su casa, suele tomar un libro, y sin decir de quién es, leer en voz alta algunos párrafos para que los presentes se diviertan. Luego resulta que es alguno de sus primeros libros, María Marmeluza la planchadora o La estatua casera. ¿No es gracioso eso? Es un buen rasgo de humor, ¿no le parece?