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14/3/19

Jorge Luis Borges: Prólogo «De dama a zorro». «Un hombre en el Zoológico». «La vuelta del marinero» de David Garnett









No ensayaré el inútil examen de las tres narraciones inolvidables que integran este libro, no trataré de destejer el arco iris, como escribió John Keats. Quiero que su virtud toque directa y asombrosamente al lector, no a través de un resumen. En el caso de Garnett, y tal vez en todos los casos, el argumento es lo de menos. Lo que realmente importa es el modo, las palabras y las cadencias que lo refieren. El más famoso de los cuentos de Kafka, resumido apretadamente, sería casi Lady Into Fox. Sin embargo, ambos textos son muy distintos. Kafka es desesperado y abrumador; Garnett narra su fábula con la delicada ironía y la precisión de un prosador del siglo XVIII. Chesterton escribe que el tigre es un emblema de terrible elegancia. Ese epigrama que aplicaría después a Bernard Shaw sería del todo justo para Garnett.

  David Garnett fue el heredero de una larga tradición literaria. Su padre, Richard Garnett, curador del Museo Británico, nos ha dejado breves y pulcras biografías de Milton, de Coleridge, de Carlyle y de Emerson y una historia de la literatura italiana; su madre, Constance Garnett, vertió al inglés las obras de Gogol, de Dostoievski y de Tolstoi.

 Sus obras ulteriores, que constan de varias novelas y de una larga autobiografía que se titula irónicamente The Golden Echo, no han superado a las primeras, a las que debe ahora su fama.

  Los dos primeros cuentos de este libro son de índole fantástica. Sólo ocurrieron para siempre en la imaginación. El último, The Sailor’s Return, es realista. Esperemos que nunca haya ocurrido, tan verosímil y tan dolorosa es la trama. 

  Estas historias pertenecen al más antiguo de los géneros literarios, la pesadilla.



Antologado en Biblioteca personal (1987)
Véase Prólogo a Biblioteca personal 

Luego en Obra Crítica (2000)

Arriba: David Garnett, from drawing by Frank E. Slater
Photograph: Alamy 
Source







8/3/19

Jorge Luis Borges: Epílogo de «El hacedor» (1960)






Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar, porque las escribí con otro concepto de la literatura) sea menos evidente que la diversidad geográfica o histórica de los temas. De cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos y en interpolaciones. Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra.

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.


    J.L.B.
    Buenos Aires, 31 de octubre de 1960





El hacedor (1960)
Luego antologado en OOCC (sucesivas ediciones)

Foto original color: Borges en Sicily, Palermo, 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos

23/12/18

María Kodama: Inscripción (prólogo 1993) para «El tamaño de mi esperanza»






Prologar un libro de Borges sería una tarea para mí inabordable por muchos motivos que no vienen al caso. Prefiero que esto sea sólo una nota explicativa para los lectores de Borges o para los que lo descubran a través de El tamaño de mi esperanza, que vio la luz en el año 1926, editado por Proa, y al que desterró "para siempre" de su obra.

Como el Gran Inquisidor, a través de un donoso escrutinio, Borges creyó haber alcanzado su destrucción pero como él sabía el "para siempre" y el "jamás" no les están permitidos a los hombres.

Una tarde de 1971, después de recibir su Doctorado honoris causa en Oxford, mientras charlábamos con un grupo de admiradores, alguien habló de El tamaño de mi esperanza. Borges reaccionó enseguida, asegurándole que ese libro no existía, y le aconsejó que no lo buscara más. A continuación cambió de tema y me pidió que le contara a esa gente amiga algo más interesante; por ejemplo, nuestro viaje a Islandia. Todo pareció quedar ahí, pero al día siguiente un estudiante lo llamó por teléfono y le dijo que el libro estaba en la Bodleiana, que se quedara tranquilo porque existía. Borges, terminada la conversación, con una sonrisa me dijo: ¡Qué vamos a hacer, María, estoy perdido!

Todos estos avatares rodearon de misterio y de curiosidad a esta obra de la que abjuraba e hicieron que, de todos modos, circulara a través de nefastas fotocopias entre los que se creían integrantes de círculos elegidos.

Habiendo dado Borges su acuerdo para que partes de este libro se tradujeran al francés en la colección de La Pléiade, pensó que de algún modo la prohibición ya no era tan importante para él y que sus lectores en lengua española, y sobre todo sus estudiosos, merecían saber y juzgar por sí mismos qué pasaba con esta obra.

El primer libro de ensayos de Borges fue Inquisiciones, publicado en 1925; el segundo, El tamaño de mi esperanza.

A través del índice, el lector puede darse cuenta de que los temas tratados son los mismos que irá decantando y puliendo a lo largo de su vida. Creo que a fascinación de sus libros de juventud se debe, en gran parte, a que nos permiten comprobar de qué modo, como el flujo y reflujo del mar, están presentes siempre su apego a lo criollo, a la pampa, al suburbio, a Carriego y su cariño por la Banda Oriental; todo ello junto con su inquietud como crítico literario, que abarca desde Fernán Silva Valdés a Wilde, pasando por Milton y Góngora. Si a esto agregamos páginas como "El idioma infinito" y "La adjetivación", que nos hablan de su preocupación por el lenguaje y de la necesidad de utilizar con sobriedad los adjetivos, encontramos ya aquí todo lo que posteriormente nos presentará, aunque con una variante: el abandono de los neologismos o de palabras deliberadamente criollas, de términos que buscaba en un diccionario de argentinismos, según él mismo contó. Creo que esto es lo que más fuertemente despertó el rechazo de Borges por El tamaño de mi esperanza.

En cuando al contenido, puede destacarse que, pese a su juventud, ya se había definido un equilibrio entre su amor por Buenos Aires y por lo universal. Equilibrio que los años transformaron en armonía, logrando al fin el tamaño de su esperanza, después de haber fundado míticamente su ciudad, de haberle dado una poesía y una metafísica, y de haber "ensanchado la significación" de la palabra "criollismo", hasta lograr "ese criollismo que sea conversador del mundo, del yo, de Dios y de la muerte". Llegó a decir que, a través de ser esencialmente de su país, logró trascender a lo universal.

Quizá el Gran Inquisidor, en su afán de buscar lo perfecto, fue injusto con ese libro de juventud. Creo que los lectores se alegrarán de que la obra exista.

María Kodama
Octubre 1993


Prólogo 1993 para El tamaño de mi esperanza 
©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926

Imagen arriba: María Kodama por Vasco Szinetar, Caracas 1982













19/12/18

Jorge Luis Borges: Prólogo para Francisco de Quevedo: «Prosa y verso»






Como la otra, la historia de la literatura abunda en enigmas. Ninguno de ellos me ha inquietado, y me inquieta, como la extraña gloria parcial que le ha tocado en suerte a Quevedo. En los censos de nombres universales el suyo no figura. Mucho he tratado de inquirir las razones de esa extravagante omisión; alguna vez, en una conferencia olvidada, creí encontrarlas en el hecho de que sus duras páginas no fomentan, ni siquiera toleran, el menor desahogo sentimental. ("Ser sensiblero es tener éxito", ha observado George Moore.) Para la gloria, decía yo, no es indispensable que un escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el patetismo. Ni la vida ni el arte de Quevedo, reflexioné, se prestan a esas tiernas hipérboles cuya repetición es la gloria... 

Ignoro si es correcta esa explicación; yo, ahora, la complementaría con ésta: virtualmente, Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente. Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Lucrecio tiene el infinito abismo estelar y las discordias de los átomos; Dante, los nueve ciclos del Infierno y la Rosa; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Cervantes, el afortunado vaivén de Sancho y de Quijote; Swift, su república de caballos virtuosos y de yahoos bestiales; Melville, la abominación y el amor de la Ballena Blanca; Franz Kafka, sus crecientes y sórdidos laberintos. No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; éste, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo. Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como tipos del escritor que laboriosamente elabora una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of Grass. De Quevedo, en cambio, sólo perdura una imagen caricatural. "El más noble estilista español se ha transformado en un prototipo chascarrillero", observa Leopoldo Lugones (El imperio jesuítico, 1904, página 59). 

Lamb dijo que Edmund Spenser era the poets' poet, el poeta de los poetas. De Quevedo habría que resignarse a decir que es el literato de los literatos. Para gustar de Quevedo hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras; inversamente, nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo. 

La grandeza de Quevedo es verbal. Juzgarlo un filósofo, un teólogo o (como quiere Aureliano Fernández-Guerra) un hombre de estado, es un error que pueden consentir los títulos de sus obras, no el contenido. Su tratado Providencia de Dios, padecida de los que la niegan y gozada de los que la confiesan: doctrina estudiada en los gusanos y persecuciones de Job prefiere la intimidación al razonamiento. Como Cicerón (De natura deorum, II, 40-44), prueba un orden divino mediante el orden que se observa en los astros, "dilatada república de luces", y, despachada esa variación estelar del argumento cosmológico agrega: "Pocos fueron los que absolutamente negaron que había Dios; sacaré a la vergüenza los que tuvieron menos, y son: Diágoras milesio, Protágoras abderites, discípulos de Demócrito y Theodoro (llamado Atheo vulgarmente), y Bión borysthenites, discípulo del inmundo y desatinado Theodoro", lo cual es mero terrorismo. Hay en la historia de la filosofía doctrinas, probablemente falsas, que ejercen un oscuro encanto sobre la imaginación de los hombres: la doctrina platónica y pitagórica del tránsito del alma por muchos cuerpos, la doctrina gnóstica de que el mundo es obra de un dios hostil o rudimentario. Quevedo, sólo estudioso de la verdad, es invulnerable a ese encanto. Escribe que la transmigración de las almas es "bobería bestial" y "locura brutal". Empédocles de Agrigento afirmó: "He sido un niño, una muchacha, una mata, un pájaro y un mudo pez que surge del mar"; Quevedo anota (Providencia de Dios): "Descubrióse por juez y legislador desta tropelía Empédocles, hombre tan desatinado, que afirmando que había sido pez, se mudó en tan contraria y opuesta naturaleza, que murió mariposa del Etna; y a vista del mar, de quien había sido pueblo, se precipitó en el fuego". A los gnósticos, Quevedo los moteja de infames, de malditos, de locos y de inventores de disparates (Zahurdas de Pluton, in fine).

Su Política de Dios y gobierno de Cristo nuestro Señor debe considerarse, según Aureliano Fernández-Guerra, "como un sistema completo de gobierno, el más acertado, noble y conveniente". Para estimar ese dictamen en lo que vale, bástenos recordar que los cuarenta y siete capítulos de ese libro ignoran otro fundamento que la curiosa hipótesis de que los actos y palabras de Cristo (que fue, según es fama, Rex Judaeorum) son símbolos secretos a cuya luz el político tiene que resolver sus problemas. Fiel a esa cábala, Quevedo extrae, del episodio de la samaritana, que los tributos que los reyes exigen deben ser leves; del episodio de los panes y de los peces, que los reyes deben remediar las necesidades; de la repetición de la fórmula sequebantur, que "el rey ha de llevar tras sí los ministros, no los ministros al rey"... El asombro vacila entre lo arbitrario del método y la trivialidad de las conclusiones. Quevedo, sin embargo, todo lo salva, o casi, con la dignidad del lenguaje.[1] El lector distraído puede juzgarse edificado por esa obra. Análoga discordia se advierte en el Marco Bruto, donde el pensamiento no es memorable aunque lo son las cláusulas. Logra su perfección en ese tratado el más imponente de los estilos que Quevedo ejerció. El español, en sus páginas lapidarias, parece regresar al arduo latín de Séneca, de Tácito y de Lucano, al atormentado y duro latín de la edad de plata. El ostentoso laconismo, el hipérbaton, el casi algebraico rigor, la oposición de términos, la aridez, la repetición de palabras, dan a ese texto una precisión ilusoria. Muchos períodos merecen, o exigen, el juicio de perfectos. Éste, verbigracia, que copio: "Honraron con unas hojas de laurel una frente; dieron satisfacción con una insignia en el escudo a un linaje; pagaron grandes y soberanas victorias con las aclamaciones de un triunfo; recompensaron vidas casi divinas con una estatua; y para que no descaeciesen de prerrogativas de tesoro los ramos y las yerbas y el mármol y las voces, no las permitieron a la pretensión, sino al mérito". Otros estilos frecuentó Quevedo con no menos felicidad: el estilo aparentemente oral del Buscón, el estilo desaforado y orgiástico (pero no ilógico) de La hora de todos

"El lenguaje", ha observado Chesterton (G. F. Watts, 1904, página 91), "no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia." Nunca lo entendió así Quevedo, para quien el lenguaje fue, esencialmente, un instrumento lógico. Las trivialidades o eternidades de la poesía —aguas equiparadas a cristales, manos equiparadas a nieve, ojos que lucen como estrellas y estrellas que miran como ojos— le incomodaban por ser fáciles, pero mucho más por ser falsas. Olvidó, al censurarlas, que la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas... También abominó de los idiotismos. Con el propósito de "sacarlos a la vergüenza", urdió con ellos la rapsodia que se titula Cuento de cuentos; muchas generaciones, embelesadas, han preferido ver en esa reducción al absurdo un museo de primores, divinamente destinado a salvar del olvido las locuciones zurriburri, abarrisco, cochite hervite, quítame allá esas pajas y a trochimoche.

Quevedo ha sido equiparado, más de una vez, a Luciano de Samosata. Hay una diferencia fundamental: Luciano, al combatir en el siglo II a las divinidades olímpicas, hace obra de polémica religiosa; Quevedo, al repetir ese ataque en el siglo XVII de nuestra era, se limita a observar una tradición literaria. 

Examinada, siquiera brevemente, su prosa, paso a discutir su poesía, no menos múltiple. 

Considerados como documentos de una pasión, los poemas eróticos de Quevedo son insatisfactorios; considerados como juegos de hipérboles, como deliberados ejercicios de petrarquismo, suelen ser admirables. Quevedo, hombre de apetitos vehementes, no dejó nunca de aspirar al ascetismo estoico; también debió de parecerle insensato depender de mujeres ("aquél es avisado, que usa de sus caricias y no se fía de éstas"); bastan esos motivos para explicar la artificialidad voluntaria de aquella Musa IV de su Parnaso, que "canta hazañas del amor y de la hermosura". El acento personal de Quevedo está en otras piezas; en las que le permiten publicar su melancolía, su coraje o su desengaño. Por ejemplo, en este soneto que envió, desde su Torre de Juan Abad, a don José González de Salas (Musa II, 109): 
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos. 
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o secundan mis asuntos,
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos. 
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, oh gran don Joseph, docta la Imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.
 
No faltan rasgos conceptistas en la pieza anterior (escuchar con los ojos, hablar despiertos al sueño de la vida), pero el soneto es eficaz a despecho de ellos, no a causa de ellos. No diré que se trata de una transcripción de la realidad, porque la realidad no es verbal, pero sí que sus palabras importan menos que la escena que evocan o que el acento varonil que parece informarlas. No siempre ocurre así; en el más ilustre soneto de este volumen —Memoria inmortal de don Pedro Girón, duque de Osuna, muerto en la prisión—, la espléndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Campañas
y su Epitaphio la sangrienta Luna 
es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: el llanto militar, cuyo sentido no es enigmático, pero sí baladí: el llanto de los militares. En cuanto a la sangrienta Luna, mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué piraterías de don Pedro Téllez Girón. 

No pocas veces, el punto de partida de Quevedo es un texto clásico. Así, la memorable línea (Musa IV, 31): 
Polvo serán, mas polvo enamorado 
es una recreación, o exaltación, de una de Propercio (Elegías, I, 19):
Ut meus oblito pulvis amore vacet.
Grande es el ámbito de la obra poética de Quevedo. Comprende pensativos sonetos, que de algún modo prefiguran a Wordsworth; opacas y crujientes severidades [2]; bruscas magias de teólogo ("Con los doce cené: yo fui la cena"); gongorismos intercalados para probar que también él era capaz de jugar a ese juego [3]; urbanidades y dulzuras de Italia ("humilde soledad verde y sonora"); variaciones de Persio, de Séneca, de Juvenal, de las Escrituras, de Joachim du Bellay; brevedades latinas; chocarrerías; [4] burlas de curioso artificio [5], lóbregas pompas de la aniquilación y del caos.

Las mejores piezas de Quevedo existen más allá de la emoción que las engendró y de las comunes ideas que las informan. No son oscuras; eluden el error de perturbar, o de distraer, con enigmas, a diferencia de otras de Mallarmé, de Yeats y de George. Son (para de alguna manera decirlo) objetos verbales, puros e independientes como una espada o como un anillo de plata. Ésta, por ejemplo: 
Harta la Toga del veneno tirio,
o ya en el oro pálido y rigente
cubre con los thesoros del Oriente,
mas no descansa, ¡oh Licas!, tu martirio.

Padeces un magnífico delirio,
cuando felicidad tan delincuente
tu horror oscuro en esplendor te miente,
víbora en rosicler, áspid en lirio.

Competir su Palacio a Jove quieres,
pues miente el oro Estrellas a su modo,
en el que vives, sin saber que mueres.
Y en tantas glorias tú, señor de todo,
para quien sabe examinarte, eres
lo solamente vil, el asco, el lodo.

Trescientos años ha cumplido la muerte corporal de Quevedo, pero éste sigue siendo el primer artífice de las letras hispánicas. Como Joyce, como Goethe, como Shakespeare, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura.


Francisco de Quevedo: Prosa y verso
Selección y notas de J.L.B. y Adolfo Bioy Casares. Prólogo de J.L.B. 
Buenos Aires, Emecé Editores, Clásicos Emecé, 1948


Posdata de 1974 

Quevedo inicia la declinación de la literatura española que tuvo tan generoso principio. Luego vendría la caricatura, Gracián.


Notas

[1] Reyes certeramente observa (Capítulos de literatura española, 1939, pág. 133): "Las obras políticas de Quevedo no proponen una nueva interpretación de los valores políticos, ni tienen ya más que un valor retórico... O son panfletos de oportunidad, o son obras de declamación académica. La Política de Dios, a pesar de su ambiciosa apariencia, no es más que un alegato contra los malos ministros. Pero entre estas páginas pueden encontrarse algunos de los rasgos más propios de Quevedo".

[2] 
Temblaron los umbrales y las puertas, 
donde la majestad negra y oscura 
las frías desangradas sombras muertas 
oprime en ley desesperada y dura; 
las tres gargantas al ladrido abiertas, 
viendo la nueva luz divina y pura, 
enmudeció Cerbero, y de repente 
hondos suspiros dio la negra gente. 

Gimió debajo de los pies el suelo, 
desiertos montes de ceniza canos, 
que no merecen ver ojos del cielo, 
y en nuestra amarillez ciegan los llanos. 
Acrecentaban miedo y desconsuelo 
los roncos perros, que en los reinos vanos 
molestan el silencio y los oídos, 
confundiendo lamentos y ladridos. 
          (Musa IX)

[3] 
Un animal a la labor nacido 
y símbolo celoso a los mortales, 
que a Jove fue disfraz, y fue vestido; 
que un tiempo endureció manos reales, 
y detrás de él los cónsules gimieron, 
y rumia luz en campos celestiales.
          (Musa II)

[4] 
La Méndez llegó chillando 
con trasudores de aceite, 
derramado por los hombros 
el columpio de las liendres.
          (Musa V) 

[5] 
Aquesto Fabio cantaba
 a los balcones y rejas 
de Aminta, que aun de olvidarlo, 
le han dicho que no se acuerda.
          (Musa VI)


Antologado en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Pengüin House Mondadori


Es el mismo texto con pequeñas diferencias que bajo el título Quevedo, se publicó
en Otras inquisiciones (1952) [así publicado en nuestro blog]
y en Obras completas (Tomo II 1952-1972)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000


Imagen: Quevedo, en grabado de Joaquín Ballester, 1740-1808

Inscripción al pie de la estampa (aguafuerte 18 x 11 cm): 
"Si corpus Quevedo cupis: tibi præstat imago. Si exoptas animam, corpus opusque dabit"
Referencias: Iconografía Hispana, 7551-7



8/12/18

Jorge Luis Borges: Ise Monogatari [Ariwara no Narihira: «Los Cuentos de Ise»]







Como Francia, el Japón es, entre tantas otras cosas, un país literario, un país donde el común de la gente profesa el hábito y el amor a las letras. Un testimonio de ello son estos cuentos que datan del décimo siglo de nuestra era. Constituyen uno de los más antiguos ejemplos de la prosa japonesa y su tema central es la poesía lírica. La historia del Japón ha sido épica, pero, a diferencia de lo acontecido en otras naciones, en el principio de su poesía no está la espada. Desde el comienzo, los temas constantes han sido la naturaleza, los diversos colores de las estaciones y de los días, las venturas y desventuras del amor. Este libro incluye unos doscientos poemas breves y las circunstancias, reales o fabulosas, de su composición. El héroe de la obra es el príncipe Ariwara no Narihira a veces designado por su nombre. Kato, en su Historia de la literatura japonesa (1979), lo compara a Don Juan. Pese a las muchas aventuras eróticas que los cuentos refieren, esa comparación es errónea. Don Juan es un católico libertino que seduce a muchas mujeres y que transgrede temerariamente una ley que él sabe divina. Narihira es un hedonista en un mundo inocente y pagano, no perturbado aún por el Tao y por la recta observación del óctuple camino del Buddha. De este o del otro lado del bien y del mal, estas páginas clásicas del Japón ignoran lo moral y lo inmoral. 

Según el precitado doctor Kato, este volumen prefigura la famosa historia de Genyi. 

Como los cretenses, los habitantes de Ise tenían la fama de mentirosos. El título de la obra sugeriría que los relatos que contiene son falsos. No es imposible que el anónimo autor haya compuesto muchos de los poemas y haya imaginado después las dramáticas circunstancias que lo explicarían.






En Biblioteca Personal (1987)
Imagen: Borges con Alicia A. de Castagnino,  1971
Foto Acervo/Familia Castagnino
Al pie: portada del libro prologado


7/11/18

Jorge Luis Borges: Herman Melville (Prólogo «Bartleby»)






En el invierno de 1851, Melville publicó Moby Dick, la novela infinita que ha determinado su gloria. Página por página, el relato se agranda hasta usurpar el tamaño del cosmos: al principio el lector puede suponer que su tema es la vida miserable de los arponeros de ballenas; luego, que el tema es la locura del capitán Ahab, ávido de acosar y destruir a la Ballena Blanca; luego, que la Ballena y Ahab y la persecución que fatiga los océanos del planeta son símbolos y espejos del Universo. Para insinuar que el libro es simbólico, Melville declara que no lo es, enfáticamente: "Que nadie considere a Moby Dick una historia monstruosa o, lo que sería peor, una atroz alegoría intolerable" (Moby Dick, XLV). La connotación habitual de la palabra alegoría parece haber ofuscado a los críticos; todos prefieren limitarse a una interpretación moral de la obra. Así, E. M. Forster (Aspeas of the Novel, VII): "Angostado y concretado en palabras, el tema espiritual de Moby Dick es, más o menos, éste: una batalla contra el Mal, prolongada con exceso o de manera errónea".

De acuerdo, pero el símbolo de la Ballena es menos apto para sugerir que el cosmos es malvado que para sugerir su vastedad, su inhumanidad, su bestial o enigmática estupidez. Chesterton, en alguno de sus relatos, compara el universo de los ateos con un laberinto sin centro. Tal es el universo de Moby Dick: un cosmos (un caos) no sólo perceptiblemente maligno, como el que intuyeron los gnósticos, sino también irracional, como el de los hexámetros de Lucrecio.

Moby Dick está redactado en un dialecto romántico del inglés, un dialecto vehemente que alterna o conjuga procedimientos de Shakespeare y de Thomas de Quincey, de Browne y de Carlyle; Bartleby, en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka. Hay, sin embargo, entre ambas ficciones una afinidad secreta y central. En la primera, la monomanía de Ahab perturba y finalmente aniquila a todos los hombres del barco; en la segunda, el cándido nihilismo de Bartleby contamina a sus compañeros y aun al estólido señor que refiere su historia y que le abona sus imaginarias tareas. Es como si Melville hubiera escrito: "Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo". La historia universal abunda en confirmaciones de ese temor.

Bartleby pertenece al volumen titulado The Piona Tales (1856, Nueva york y Londres). De otra narración de ese libro observa John Freeman que no pudo ser comprendida con plenitud hasta que Joseph Conrad publicó cierta pieza congénere, casi medio siglo después; yo observaría que la obra de Kafka proyecta sobre Bartleby una curiosa luz ulterior. Bartleby define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento o, como ahora malamente se dice, psicológicas. Por lo demás, las páginas iniciales de Bartleby no presienten a Kafka; más bien aluden o repiten a Dickens... En 1849, Melville había publicado Mardi, novela inextricable y aun ilegible, pero cuyo argumento esencial anticipa las obsesiones y el mecanismo de El castillo, de El proceso y de América: se trata de una infinita persecución, por un mar infinito.

He declarado las afinidades de Melville con otros escritores. No lo subordino a estos últimos; obro bajo una de las leyes de toda descripción o definición: referir lo desconocido a lo conocido. La grandeza de Melville es sustantiva, pero su gloria es nueva. Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica lo considera un mero cronista de la vida marítima; Lang y George Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus historias de la literatura inglesa. Después, lo vindicaron Lawrence de Arabia y D. H. Lawrence, Waldo Frank y Lewis Mumford. Raymond Weaver, en 1921, publicó la primera monografía americana: Herman Melville, Mariner and Mystic; John Freeman, en 1926, la biografía crítica Herman Melville.

La vasta población, las altas ciudades, la errónea y clamorosa publicidad, han conspirado para que el gran hombre secreto sea una de las tradiciones de América. Edgar Allan Poe fue uno de ellos; Melville, también.


Herman Melville: Bartleby. Traducción y prólogo de J.L.B. 
Buenos Aires, Emecé Editores, Cuadernos de la Quimera, 1944 

Posdata de 1971. Valéry-Larbaud ha contrastado la pobreza de la literatura hispanoamericana con la abundancia de la de los Estados Unidos. Es común atribuir esa disparidad a razones de orden territorial y demográfico. No debemos olvidar, sin embargo, que los grandes escritores americanos procedieron de un área limitada: New England. Eran virtualmente vecinos. Inventaron todo, incluso la primera revolución y el Far West.









Antologado en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori



Imagen arriba: 
Herman Melville. Reproduction of photograph, frontispiece to Journal Up the Straits. Ca. 1860 
Location: DS48.M5 (Rare Book and Special Collections Division). Reference copy in Biographical File
Reproduction Number: LC-USZ62-39759



Ver el otro Prólogo que Borges dedicó a Bartleby 

24/8/18

Jorge Luis Borges: Obras Completas [Epílogo]








A riesgo de cometer un anacronismo, delito no previsto por el código penal, pero condenado por el cálculo de probabilidades y por el uso, transcribiremos una nota de la Enciclopedia Sudamericana, que se publicará en Santiago de Chile, el año 2074. Hemos omitido algún párrafo que puede resultar ofensivo y hemos anticuado la ortografía, que no se ajusta siempre a las exigencias del moderno lector. Reza así el texto:

"BORGES, JOSÉ FRANCISCO ISIDORO LUIS: autor autodidacta, nació en la ciudad de Buenos Aires, a la sazón capital de la Argentina, en 1899. La fecha de su muerte se ignora, ya que los periódicos, género literario de la época, desaparecieron durante los magnos conflictos que los historiadores locales ahora compendian. Su padre era profesor de psicología. Fue hermano de Norah Borges (q.v.). Sus preferencias fueron la literatura, la filosofía y la ética. Prueba de lo primero es lo que nos ha llegado de su labor, que sin embargo deja entrever ciertas incurables limitaciones. Por ejemplo, no acabó nunca de gustar de las letras hispánicas, pese al hábito de Quevedo. Fue partidario de la tesis de su amigo Luis Rosales, que argüía que el autor de los inexplicables Trabajos de Persiles y Segismunda no pudo haber escrito el Quijote. Esta novela, por lo demás, fue una de las pocas que merecieron la indulgencia de Borges; otras fueron las de Voltaire, las de Stevenson, las de Conrad y las de Eça de Queiroz. Se complacía en los cuentos, rasgo que nos recuerda el fallo de Poe, There is no such thing as a long poem que confirman los usos de la poesía de ciertas naciones orientales. En lo que se refiere a la metafísica, bástenos recordar cierta Clave de Baruch Spinoza, 1975. Dictó cátedras en las universidades de Buenos Aires, de Texas y de Harvard, sin otro título oficial que un vago bachillerato ginebrino que la crítica sigue pesquisando.

Fue doctor honoris causa de Cuyo y de Oxford. Una tradición repite que en los exámenes no formuló jamás una pregunta y que invitaba a los alumnos a elegir y considerar un aspecto cualquiera del tema. No exigía fechas, alegando que él mismo las ignoraba. Abominaba de la bibliografía, que aleja de las fuentes al estudiante.

Le agradaba pertenecer a la burguesía, atestiguada por su nombre. La plebe y la aristocracia, devotas del dinero, del juego, de los deportes, del nacionalismo, del éxito y de la publicidad, le parecían idénticas. Hacia 1960 se afilió al Partido Conservador, porque (decía) ‘es indudablemente el único que no puede suscitar fanatismos’.

El renombre de que Borges gozó durante su vida, documentado por un cúmulo de monografías y de polémicas no deja de asombrarnos ahora. Nos consta que el primer asombrado fue él y que siempre temió que lo declararan un impostor o un chapucero o una singular mezcla de ambos. Indagaremos las razones de ese renombre, que hoy nos resulta misterioso.

No hay que olvidar, en primer término, que los años de Borges correspondieron a una declinación del país. Era de estirpe militar y sintió la nostalgia del destino épico de sus mayores. Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa. Así, el más leído de sus cuentos fue El hombre de la esquina rosada, cuyo narrador es un asesino. Compuso letras de milonga, que conmemoran a homicidas congéneres. Sus estrofas de corte popular, que son un eco de Ascasubi, exhuman la memoria de cuchilleros muy razonablemente olvidados. 

Redactó una piadosa biografía de cierto poeta menor, cuya única proeza fue descubrir las posibilidades retóricas del conventillo. Los saineteros ya habían armado un mundo que era esencialmente de Borges, pero la gente culta no podía gozar de sus espectáculos con la conciencia tranquila. Es imperdonable que aplaudieran a quien les autorizaba ese gusto. Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar la mitología de un Buenos Aires, que jamás existió. Así, a lo largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas.

Pasemos al anverso. Pese a Las fuerzas extrañas (1906) de Lugones, la prosa narrativa argentina no rebasaba, por lo común, el alegato, la sátira y la crónica de costumbres; Borges, bajo la tutela de sus lecturas septentrionales, la elevó a lo fantástico. Groussac y Reyes le enseñaron a simplificar el vocabulario, entorpecido entonces de curiosas fealdades: acomplejado, agresividad, alienación, búsqueda, concientizar, conducción, coyuntural, generosidad, grupal, negociado, promocionarse, recepcionar, sentirse motivado, sentirse realizado, situacionismo, verticalidad, vivenciar… Las academias, que hubieran podido desaconsejar el empleo de tales adefesios, no se animaron. Quienes condescendían a esa jerga exhalaban públicamente el estilo de Borges.

¿Sintió Borges alguna vez la discordia íntima de su suerte? Sospechamos que sí. Descreyó del libre albedrío y le complacía repetir esta sentencia de Carlyle: 'La historia universal es un texto que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben'.

Puede consultarse su Obra Completa, Emecé Editores, Buenos Aires, 1974, que sigue con suficiente rigor el orden cronológico".


En: Obras Completas, Emecé Editores
Buenos Aires, 1974

5/8/18

Jorge Luis Borges: Lewis Carroll (Prólogo «Obras completas»)





En el capítulo segundo de su Symbolic Logic (1892), C. L. Dodgson, cuyo nombre perdurable es Lewis Carroll, escribió que el universo consta de cosas que pueden ordenarse por clases y que una de éstas es la clase de cosas imposibles. Dio como ejemplo la clase de las cosas que pesan más de una tonelada y que un niño es capaz de levantar. Si no existieran, si no fueran parte de nuestra felicidad, diríamos que los libros de Alicia corresponden a esta categoría. En efecto, ¿cómo concebir una obra que no es menos deleitable y hospitalaria que Las mil y una noches y que es asimismo una trama de paradojas de orden lógico y metafísico? Alicia sueña con el Rey Rojo, que está soñándola, y alguien le advierte que si el Rey se despierta, ella se apagará como una vela, porque no es más que un sueño del Rey que ella está soñando. A propósito de este sueño recíproco que bien puede no tener fin, Martín Gardner recuerda cierta obesa, que pinta a una pintora flaca, que pinta a una pintora obesa que pinta a una pintora flaca, y así hasta lo infinito.

La literatura inglesa y los sueños guardan una antigua amistad; Beda el Venerable refiere que el primer poeta de Inglaterra cuyo nombre alcanzamos, Caedmon, compuso su primer poema en un sueño; un triple sueño de palabras, de arquitectura y de música, dictó a Coleridge el admirable fragmento de "Kubla Khan"; Stevenson declara que soñó la transformación de Jekyll en Hyde y la escena central de Olalla. En los ejemplos que he citado el sueño es inventor de poesía; son innumerables los casos del sueño como tema y entre los más ilustres están los libros que nos ha dejado Lewis Carroll. Continuamente los dos sueños de Alicia bordean la pesadilla. Las ilustraciones de Tenniel (que ahora son inherentes a la obra y que no le gustaban a Carroll) acentúan la siempre sugerida amenaza. A primera vista o en el recuerdo, las aventuras parecen arbitrarias y casi irresponsables; luego comprobamos que encierran el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, que asimismo son aventuras de la imaginación. Dodgson, según se sabe, fue profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford; las paradojas lógico-matemáticas que la obra nos propone no impiden que ésta sea una magia para los niños. En el trasfondo de los sueños acecha una resignada y sonriente melancolía; la soledad de Alicia entre sus monstruos refleja la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad del hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole, ni otro placer que la fotografía, menospreciada entonces. A ello debemos agregar, por supuesto, las especulaciones abstractas y la invención y ejecución de una mitología personal, que ahora venturosamente es de todos. Queda otra zona, que mi incapacidad no entrevé y que los entendidos desdeñan: la de los pillow problems que urdió para poblar las noches del insomnio y para alejar, nos confiesa, los malos pensamientos. El pobre Caballero Blanco, artífice de cosas inservibles, es un autorretrato deliberado y una proyección, quizá involuntaria, de aquel otro señor provinciano, que trató de ser Don Quijote.

El genio algo perverso de William Faulkner ha enseñado a los escritores actuales a jugar con el tiempo. Básteme hacer mención de las ingeniosas piezas dramáticas de Priestley. Ya Carroll había escrito que el Unicornio reveló a Alicia el modus operandi correcto para servir el budín de pasas a los convidados: primero se reparte y luego se corta. La Reina Blanca da un grito brusco porque sabe que va a pincharse un dedo, que sangrará antes del pinchazo. Asimismo recuerda con precisión los hechos de la semana que viene. El Mensajero está en la cárcel antes de ser juzgado por el delito que cometerá después de la sentencia del juez. Al tiempo reversible se agrega el tiempo detenido. En casa del Sombrerero Loco siempre son las cinco de la tarde; es la hora del té y se agotan y se colman las tazas.

Antes los escritores buscaban en primer término el interés o la emoción del lector; ahora, por influjo de las historias de la literatura, ensayan experimentos que fijen la perduración, o siquiera la inclusión fugaz, de sus nombres. El primer experimento de Carroll, los dos libros de Alicia, fue tan afortunado que nadie lo juzgó experimental y muchos lo juzgaron muy fácil. Del último, Sylvie and Bruno (1889-93) sólo cabe honestamente afirmar que fue un experimento. Carroll había observado que la mayoría, o la totalidad, de los libros nace de un argumento previo cuyos diversos pormenores el escritor inserta después; resolvió invertir el procedimiento y anotar circunstancias que los días y los sueños le depararan y ordenarlas después. Diez lentos años consagró a plasmar esas formas heterogéneas que le dieron, escribe, una clara y abrumadora noción de la palabra caos. Apenas quiso intervenir en su obra con una que otra línea que sirviera de nexo necesario. Llenar un número determinado de páginas con un argumento y sus ripios le parecía una esclavitud a la que no tenía que someterse, ya que la fama y el dinero no le importaban.

A la singular teoría que he resumido, agrego otra: presuponer la existencia de hadas, su condición ocasional de seres tangibles ya en la vigilia, ya en el sueño, y el comercio recíproco del orbe cotidiano y del fantástico.

Nadie, ni siquiera el injustamente olvidado Fritz Mauthner, desconfió tanto del lenguaje. El retruécano es, por lo general, un mero alarde bobo de ingenio ("el alígero Dante", "el culto pero no oculto Góngora" de Baltasar Gracián); en Carroll descubren la ambigüedad que acecha en las locuciones comunes. Por ejemplo, el que acecha en el verbo to see:

He thought he saw an argument 
Thatproved he was the íbpe: 
He looked again, andfound tí was 
A Bar o/Mottkd Soap. 
"Afad so dread", hefaintly said, 
"Extinguishes all hope!" 

Ahí se juega con el doble sentido. De la voz to see; descubrir un razonamiento no es lo mismo que percibir un objeto físico.

Quien escribe para los niños corre peligro de quedar contaminado de puerilidad; el autor se confunde con los oyentes. Tal es el caso de Jean de La Fontaine, de Stevenson y de Kipling. Se olvida que Stevenson escribió A Child's Garden of Verses, pero también The Master of Ballantrae; se olvida que Kipling nos ha dejado las Just so Stories y los relatos más complejos y trágicos de nuestro siglo. En lo que a Carroll se refiere, ya dije que los libros de Alicia pueden ser leídos y releídos, según la locución hoy habitual, en muy diversos planos.

De todos los episodios, el más inolvidable es el adiós del Caballero Blanco. Acaso el Caballero está conmovido, porque no ignora que es un sueño de Alicia, como Alicia fue un sueño del Rey Rojo, y que está a punto de esfumarse. El Caballero es asimismo Lewis Carroll, que se despide de los sueños queridos que poblaron su soledad. Es lícito recordar la melancolía de Miguel de Cervantes, cuando se despidió para siempre de su amigo y de nuestro amigo, Alonso Quijano, "el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió". 



Lewis Carroll: Obras completas. Prólogo de J. L. B., Buenos Aires, Corregidor, 1976

Antologado en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori


Imagen: Chapter 12: Alice's evidence. MS Eng 718.6 (12) 
Tenniel, John, Sir, 1820–1914. Studies for illustrations to 
Alice's Adventures in Wonderland: drawings, tracings, 
ca. 1864 from Houghton Library, Harvard University


8/6/18

Jorge Luis Borges: Publio Virgilio Marón, «Eneida» [Prólogo]







Una parábola de Leibniz nos propone dos bibliotecas: una de cien libros distintos, de distinto valor, otra de cien libros iguales todos perfectos. Es significativo que la última conste de cien Eneidas. Voltaire escribe que, si Virgilio es obra de Homero, éste fue de todas sus obras la que le salió mejor. Diecisiete siglos duró en Europa la primacía de Virgilio; el movimiento romántico lo negó y casi lo borró. Ahora lo perjudica nuestra costumbre de leer los libros en función de la historia, no de la estética.
La Eneida es el ejemplo más alto de lo que se ha dado en llamar, no sin algún desdén, la obra épica artificial, es decir la emprendida por un hombre, deliberadamente, no la que erigen, sin saberlo, las generaciones humanas. Virgilio se propuso una obra maestra; curiosamente la logró.
Digo curiosamente; las obras maestras suelen ser hijas del azar o de la negligencia.
Como si fuera breve, el extenso poema ha sido limado, línea por línea, con esa cuidadosa felicidad que advirtió Petronio, nunca sabré por qué, en las composiciones de Horacio. Examinemos, casi al azar, algunos ejemplos.
Virgilio no nos dice que los aqueos aprovecharon los intervalos de oscuridad para entrar en Troya; habla de los amistosos silencios de la luna. No escribe que Troya fue destruida; escribe «Troya fue». No escribe que un destino fue desdichado; escribe «De otra manera lo entendieron los dioses». Para expresar lo que ahora se llama panteísmo nos deja estas palabras: «Todas las cosas están llenas de Júpiter».
Virgilio no condena la locura bélica de los hombres; dice «El amor del hierro». No nos cuenta que Eneas y la Sibila erraban solitarios bajo la oscura noche entre sombras; escribe:
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.
No se trata, por cierto, de una mera figura de la retórica, del hipérbaton; solitarios y oscura no han cambiado su lugar en la frase; ambas formas, la habitual y la virgiliana, corresponden con igual precisión a la escena que representan.
La elección de cada palabra y de cada giro hace que Virgilio, clásico entre los clásicos, sea también, de un modo sereno, un poeta barroco. Los cuidados de la pluma no entorpecen la fluida narración de los trabajos y venturas de Eneas. Hay hechos casi mágicos; Eneas, prófugo de Troya, desembarca en Cartago y ve en las paredes de un templo imágenes de la guerra troyana, de Príamo, de Aquiles, de Héctor y su propia imagen entre las otras. Hay hechos trágicos; la reina de Cartago, que ve las naves griegas que parten y sabe que su amante la ha abandonado. Previsiblemente abunda lo heroico; estas palabras dichas por un guerrero: «Hijo mío, aprende de mí el valor y la fortaleza genuina; de otros, la suerte».
Virgilio. De los poetas de la tierra no hay uno solo que haya sido escuchado con tanto amor. Más allá de Augusto, de Roma y de aquel imperio que a través de otras naciones y de otras lenguas, es todavía el Imperio. Virgilio es nuestro amigo. Cuando Dante Alighieri hace de Virgilio su guía y el personaje más constante de la Comedia, da perdurable forma estética a lo que sentimos y agradecemos todos los hombres.



Antologado en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori

También en Jorge Luis Borges: Biblioteca personal (1988)
1995 María Kodama
2011, Buenos Aires, Editorial Sudamericana
2016, Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial

Y en Obras Completas IV, Barcelona, 1996, p. 521

Imagen: Borges y uno de sus ilustradores, el pintor Juan Carlos Liberti (1981)
En Proa en las Letras y en las Artes: Borges: cien años
Buenos Aires, julio/agosto 1999, n° 42


8/5/18

Jorge Luis Borges: José Bianco, «Las Ratas»







Referida en pocas palabras, esta novela de ingenioso argumento corre el albur de parecer un ejemplo más de esas ficciones policiales. (The murder of Roger Ackroyd, The second shot, Hombre de la esquina rosada) cuyo narrador, luego de enumerar las circunstancias de un misterioso crimen, declara o insinúa en la última página que el criminal es él. Esta novela excede los límites de ese uniforme género; no ha sido elaborada por el autor para obtener una módica sorpresa final; su tema es la prehistoria de un crimen, las delicadas circunstancias graduales que paran en la muerte de un hombre.

En las novelas policiales lo fundamental es el crimen, lo secundario la motivación psicológica; en ésta, el carácter de Heredia es lo primordial; lo subalterno, lo formal, el envenenamiento de Julio. (Algo parecido ocurre en las obras de Henry James: los caracteres son complejos; los hechos, melodramáticos e increíbles; ello se debe a que los hechos, para el autor, son hipérboles o énfasis cuyo fin es definir los caracteres. Así, en aquel relato que se titula The death of the lion, el fallecimiento del héroe y la pérdida insensata del manuscrito no son más que metáforas que declaran el desdén y la soledad. La acción resulta, en cierto modo, simbólica). Dos admirables dificultades de James descubro en esta novela. Una, la estricta adecuación de la historia al carácter del narrador; otra, la rica y voluntaria ambigüedad. La repetida negligencia de la primera es, verbigracia, el efecto más inexplicable y más grave de nuestro Don Segundo Sombra; básteme recordar, en las veneradas páginas iniciales, a ese chico de la provincia de Buenos Aires, que prefiere no repetir "las chuscadas de uso", a quien la pesca le parece "un gesto superfluo" y que reprueba, con indignación de urbanista, "las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o perpendiculares entre sí...". En lo que se refiere a la ambigüedad, quiero explicar que no se trata de la mera vaguedad de los simbolistas, cuyas imprecisiones, a fuerza de eludir un significado, pueden significar cualquier cosa. Se trata en James y en Bianco de la premeditada omisión de una parte de la novela, omisión que permite que la interpretemos de una manera o de otra: ambas contempladas por el autor, ambas definidas.

Todo, en Las ratas, ha sido trabajado en función del múltiple argumento. Es de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa. "Necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a referir" leo en el segundo capítulo. ¿Cuántos escritores de nuestro tiempo sospechan esa necesidad? ¿Cuántos, en vez de interesar al lector, no se proponen abrumarlo e intimidarlo?

El estilo manejado por Bianco para referir su trágica fábula es engañosamente tranquilo, hábilmente simple. Lo rige una continua ironía, que puede confundirse con la inocencia. En el dramático decurso de la novela, el narrador no se inmuta una sola vez. Elude los epítetos estimativos y las alarmadas interjecciones. No usurpa la función del lector; deja a su cargo el eventual horror y el escándalo. (Que yo recuerde, sólo en este párrafo que atribuye a un profesor francés, la ironía es enfática: "Bajo cierto aspecto y en cierta medida, los experimentos bioquímicos que ha hecho Julio Heredia, el joven sabio argentino, para demostrar la influencia del aluminio en las enfermedades de los huesos y del intestino, no carecen, quizá, de una relativa importancia").

Ha primado hasta ahora en la formación de las novelas argentinas el influjo de la literatura francesa; en este libro (como en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares) prima el influjo de las literaturas de idioma inglés: un rigor más severo en la construcción, una prosa menos decorativa pero más pudorosa y más límpida.

Tres géneros agotan la novela argentina contemporánea. Los héroes del primero no ignoran que a la una se almuerza, que a las cinco y media se toma el té, que a las nueve se come, que el adulterio puede ser vespertino, que la orografía de Córdoba no carece de toda relación con los veraneos, que de noche se duerme, que para trasladarse de un punto a otro hay diversos vehículos, que es dable conversar por teléfono, que en Palermo hay árboles y un estanque; el buen manejo de esa erudición les permite durar cuatrocientas páginas. (Esas novelas, que nada tienen que ver con los problemas de la atención, de la imaginación y de la memoria, se llaman nunca sabré por qué psicológicas). El segundo género no difiere muchísimo del primero, salvo que el escenario es rural, que las diversas tareas de la ganadería agotan el argumento y que sus redactores son incapaces de omitir el pelo de los caballos, las piezas de un apero, la sastrería minuciosa de un poncho y los primores arquitectónicos de un corral. (Este segundo género es considerado patriótico). El tercer género goza de la predilección de los jóvenes: niega el principio de identidad, venera las mayúsculas, confunde el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia; no está destinado a la lectura, sino a satisfacer, tenebrosamente, las vanidades del autor...

Obras como ésta de José Bianco, premeditada, interesante, legible, insisto en esas básicas virtudes, porque son infrecuentes prefiguran tal vez una renovación de la novelística del país, tan abatida por el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez.



Prólogo a Bianco, José; Las Ratas
Buenos Aires, Editorial Sur, 1943
Reseña publicada en la revista Sur, Número 11, Enero de 1944
Luego en Borges en Sur (1999) y en Obra Crítica (2000)
Foto: Borges retratado por Bioy Casares
En diario Clarín, 12 de junio de 2016

2/5/18

Jorge Luis Borges: Versos de Carriego





Dos ciudades, Paraná y Buenos Aires, dos fechas, 1883 y 1912, definen en el tiempo y en el espacio el breve ciclo de la vida de Evaristo Carriego. Hombre de clara y vieja cepa entrerriana, sentía la nostalgia del destino valeroso de sus mayores y buscaba una suerte de compensación en las románticas ficciones de Dumas, en la leyenda napoleónica y en el culto idolátrico de los gauchos. Así, un poco pour épater le bourgeois, un poco por influjo de los Podestá o de Eduardo Gutiérrez, dedicó una poesía a la memoria de san Juan Moreira.* Las circunstancias de su vida pueden cifrarse en pocas palabras. Ejerció el periodismo, frecuentó los cenáculos literarios y se embriagó, como toda su generación, de Almafuerte, de Darío y de Jaimes Freyre. De chico, le he oído recitar de memoria las ciento y tantas estrofas de El misionero y a través del tiempo sigo escuchando la pasión de su voz. Poco sé de sus opiniones políticas; es verosímil conjeturar que era vaga y sonoramente anarquista. Como todos los sudamericanos cultos de principios de siglo, era, o se sentía, una especie de francés honorario y, hacia 1911, abordó el conocimiento directo de la lengua de Hugo, otro de sus ídolos. Leía y releía el Quijote y es acaso típico de su gusto que Lugones le agradara menos que Herrera. Los nombres que he enumerado hasta ahora bien pueden agotar el catálogo de sus módicas, pero no negligentes lecturas. Trabajaba continuamente, urgido por la fiebre suave de la tuberculosis. Fuera de alguna peregrinación a casa de Almafuerte, en La Plata, no hizo otros viajes que los que pueden deparar a la mente la historia y la historia novelada. Murió a los veintinueve años, a la misma edad y del mismo mal que John Keats. Los dos tuvieron hambre de gloria; la pasión era lícita en aquel tiempo, ajeno todavía a las malas artes de la publicidad.


Esteban Echeverría fue el primer espectador de la pampa; Evaristo Carriego, parejamente, fue el primer espectador de los arrabales. No hubiera ejecutado su labor sin la vasta libertad de vocabulario, de temas y de metros que el modernismo deparó a las literaturas de lengua hispánica, de este y del otro lado del mar, pero el modernismo que lo estimuló, también le fue adverso. Una buena mitad de Misas herejes consta de parodias involuntarias de Darío y de Herrera. Más allá de esas páginas y de las lacras eventuales de las que quedan, el descubrimiento, llamémosle así, de nuestro suburbio define el mérito esencial de Carriego.

Para la ejecución cabal de la obra hubiera convenido que el autor fuera un hombre de letras, sensible a los matices o a las connotaciones de las palabras, o un hombre inculto, no muy distante de los personajes humildes que le imponía el tema. Desdichadamente, Carriego no era ninguno de los dos. Las reminiscencias de Dumas y el vocabulario lujoso del modernismo se interpusieron entre él y Palermo, y fue así inevitable que comparara su cuchillero con D’Artagnan. En dos o tres composiciones de El alma del suburbio rozó la épica y en otras la protesta social; en La canción del barrio pasó de la “cósmica chusma sagrada” a la modesta clase media. A esta segunda y última etapa corresponden sus más famosas, ya que no sus mejores, piezas poéticas. Por este camino llegó a lo que no es injusto llamar la poesía de la desdicha cotidiana, de las enfermedades, del desengaño, del tiempo que nos gasta y nos desanima, de la familia, del cariño, de la costumbre y casi de los chismes. Es significativo que el tango evolucionara de un modo paralelo.

En Carriego se ha cumplido el destino de todo precursor. La obra que para los contemporáneos fue anómala, corre ahora el albur de parecer trivial. A medio siglo de su muerte, Carriego pertenece menos a la poesía que a la historia de la poesía.

Sabemos que fue suya la muerte joven que parece ser parte del destino del poeta romántico. Más de una vez me he preguntado qué hubiera escrito de no habernos dejado. Una composición excepcional —El casamiento— puede prefigurar una desviación hacia el humorismo. Esto, evidentemente, es conjetural; lo indiscutible es que Carriego modificó, y sigue modificando, la evolución de nuestras letras y que algunas páginas suyas integrarán aquella antología a la que tiende toda literatura. A los personajes de su obra —el guapo, la costurerita que dio aquel mal paso, el ciego, el organillero— fuerza es agregar otro, el muchacho tísico y enlutado que lentamente caminaba entre casas bajas, ensayando algún verso o deteniéndose para mirar lo que muy pronto dejaría.

Posdata de 1974. La poesía trabaja con el pasado. El Palermo de las Misas herejes fue el de la niñez de Carriego y yo no lo alcancé. El verso exige la nostalgia, la pátina, siquiera ligera, del tiempo. Esto lo vemos asimismo en el curso de la literatura gauchesca. Ricardo Güiraldes cantó lo que fue, lo que pudo haber sido, su Don Segundo, no lo que era cuando él redactó su elegía.

*Martín Fierro no había sido canonizado aún por Lugones.





Versos de Carriego. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges

Buenos Aires, Eudeba, Serie del Siglo y Medio, 1963.
En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975) 
Y en Miscelánea (1995, 2011)
Borges en la casa de Evaristo Carriego, Foto ©Pedro Raota

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