Intencionario
Quiero abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima, y no el capricho de ejecutar una zalagarda ideológica o atolondrada travesura del intelecto. Pienso probar que la personalidad es una trasoñación, consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal. Quiero aplicar, por ende, a la literatura las consecuencia dimanantes de esas premisas, y levantar sobre ellas una estética, hostil al psicologismo que nos dejó el siglo pasado, afecta a los clásicos y empero alentadora de las más díscolas tendencias de hoy.
Derrotero
He advertido que en general la aquiescencia concedida por el hombre en situación de leyente a un riguroso eslabonamiento dialéctico, no es más que una holgazana incapacidad para tantear las pruebas que el escritor aduce y una borrosa confianza en la honradez del mismo.
Pero una vez cerrado el volumen y dispersada la lectura, apenas queda en su memoria una síntesis más o menos arbitraria del conjunto leído. Para evitar desventaja tan señalada, desecharé en los párrafos que siguen toda severa urdimbre lógica y hacinaré los ejemplos.
No hay tal yo de conjunto. Cualquier actualidad de la vida es enteriza y suficiente. ¿Eres tú acaso al sopesar estas inquietudes algo más que una indiferencia resbalante sobre la argumentación que señalo, o un juicio acerca de las opiniones que muestro?
Yo, al escribirlas, sólo soy una certidumbre que inquiere las palabras más aptas para persuadir tu atención. Ese propósito y algunas sensaciones musculares y la visión de límpida enramada que ponen frente a mi ventana los árboles, construyen mi yo actual.
Fuera vanidad suponer que ese agregado psíquico ha menester asirse a un yo para gozar de validez absoluta, a ese conjetural Jorge Luis Borges en cuya lengua cupo tanto sofisma y en cuyos solitarios paseos los tardeceres del suburbio son gratos.
No hay tal yo de conjunto. Equivócase quien define la identidad personal como la posesión privativa de algún erario de recuerdos. Quien tal afirma, abusa del símbolo que plasma la memoria en figura de duradera y palpable troj o almacén, cuando no es sino el nombre mediante el cual indicamos que entre la innumerabilidad de todos los estados de conciencia, muchos acontecen de nuevo en forma borrosa. Además, si arraiga la personalidad en el recuerdo, ¿a qué tenencia pretender sobre los instantes cumplidos que, por cotidianos o añejos, no estamparon en nosotros una grabazón perdurable? Apilados en años, yacen inaccesibles a nuestra anhelante codicia. Y esa decantada memoria a cuyo fallo hacéis apelación, ¿evidencia alguna vez toda su plenitud de pasado? ¿Vive acaso en verdad? Engáñanse también quienes como los sensualistas, conciben tu personalidad como adición de tus estados de ánimo enfilados. Bien examinada, su fórmula no es más que un vergonzante rodeo que socava el propio basamento que construye; ácido apurador de sí mismo; palabrero embeleco y contradicción trabajosa.
Nadie pretenderá que en el vistazo con el cual abarcamos toda una noche límpida, esté prefigurado el número exacto de las estrellas que hay en ella.
Nadie, meditándolo, aceptará que en la conjetural y nunca realizada ni realizable suma de diferentes situaciones de ánimo, pueda estribar el yo. Lo que no se lleva a cabo no existe, y el eslabonamiento de los hechos en sucesión temporal no los refiere a un orden absoluto. Yerran también quienes suponen que la negación de la personalidad que con ahínco tan pertinaz voy urgiendo, desmiente esa certeza de ser una cosa aislada, individualizada y distinta que cada cual siente en las honduras de su alma. Yo no niego esa conciencia de ser, ni esa seguridad inmediata del aquí estoy yo que alienta en nosotros. Lo que sí niego es que las demás convicciones deban ajustarse a la consabida antítesis entre el yo y el no yo, y que ésta sea constante. La sensación de frío y de espaciada y grata soltura que está en mí al atravesar el zaguán y adelantarme por la casi oscuridad callejera, no es una añadidura a un yo preexistente ni un suceso que trae apareado el otro suceso de un yo continuo y riguroso.
Además, aunque anduviesen desacertadas las anteriores razones, no daría yo mi brazo a torcer, ya que tu convencimiento de ser una individualidad es en un todo idéntico al mío y al de cualquier espécimen humano, y no hay manera de apartarlos.
No hay tal yo de conjunto. Basta caminar algún trecho por la implacable rigidez que los espejos del pasado nos abren, para sentirnos forasteros y azorarnos cándidamente de nuestras jornadas antiguas. No hay en ellas comunidad de intenciones, ni un mismo viento las empuja. Lo han declarado así aquellos hombres que escudriñaron con verdad los calendarios de que fue descartándolos el tiempo. Unos, botarates como cohetes, se vanaglorian de tan entreverada confusión y dicen que la disparidad es riqueza; otros, lejos de encaramar el desorden, deploran lo desigual de sus días y anhelan la popular lisura. Copiaré dos ejemplos. El primero lleva por fecha el año 1531 y es el epígrafe del libro De Incertitudine et Vanitate Scientiarum que en las desengañadas postrimerías de su vida compuso el cabalista y astrólogo Agrippa de Nettesheim. Dice de esta manera:
Entre los dioses, sacuden a todos las befas de Momo.
Entre los héroes, Hércules da caza a todos los monstruos.
Entre los demonios, el Rey del Infierno, Plutón, oprime todas las sombras.
Mientras Heráclito ante todo llora. Nada sabe de nada Pirrón.
Y de saberlo todo se glorifica Aristóteles.
Despreciador de lo mundanal es Diógenes.
A nada de esto, yo Agrippa, soy ajeno.
Desprecio, sé, no sé, persigo, río, tiranizo, me quejo.
Soy filósofo, dios, héroe, demonio y el universo entero.
La atestiguación segunda la saco del tercer trozo de la Vida e historia de Torres Villarroel. Este sistematizador de Quevedo, docto en estrellería, dueño y señor de todas las palabras, avezado al manejo de las más gritonas figuras, quiso también definirse, y palpó su fundamental incongruencia; vio que era semejante a los otros, vale decir, que no era nadie, o que era apenas una algarada confusa, persistiendo en el tiempo y fatigándose en el espacio. Escribió así:
Yo tengo ira, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza, furia, mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y reprehensibles ejercicios que se puedan encontrar en todos los hombres juntos o separados. Yo he probado todos los vicios y todas las virtudes, y en un mismo día me siento con inclinación a llorar y a reír, a dar y a retener, a holgar y a padecer, y siempre ignoro la causa y el impulso destas contrariedades. A esta alternativa de movimientos contrarios, he oído llamar locura; y si lo es, todos somos locos, grado más o menos, porque en todos he advertido esta impensada y repetida alteración.
No hay tal yo de conjunto. Allende toda posibilidad de sentenciosa tahurería, he tocado con mi emoción ese desengaño en trance de separarme de un compañero. Retornaba yo a Buenos Aires y dejábale a él en Mallorca. Entrambos comprendimos que salvo en esa cercanía mentirosa o distinta que hay en las cartas, no nos encontraríamos más. Aconteció lo que acontece en tales momentos. Sabíamos que aquel adiós iba a sobresalir en la memoria, y hasta hubo etapa en que intentamos adobarlo, con vehemente despliegue de opiniones para las añoranzas venideras. Lo actual iba alcanzando así todo el prestigio y toda la indeterminación del pasado...
Pero encima de cualquier alarde egoísta, voceaba en mi pecho la voluntad de mostrar por entero mi alma al amigo. Hubiera querido desnudarme de ella y dejarla allí palpitante. Seguimos conversando y discutiendo, al borde del adiós, hasta que de golpe, con una insospechada firmeza de certidumbre, entendí ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo circunstancial, no éramos nadie. Y abominé de todo misteriosismo.
El siglo pasado, en sus manifestaciones estéticas, fue raigalmente subjetivo. Sus escritores antes propendieron a patentizar su personalidad que a levantar una obra; sentencia que también es aplicable a quienes hoy, en turba caudalosa y aplaudida, aprovechan los fáciles rescoldos de sus hogueras. Pero mi empeño no está en fustigar a unos ni a otros, sino en considerar la vía crucis por donde se encaminan fatalmente los idólatras de su yo. Ya hemos visto que cualquier estado de ánimo, por advenedizo que sea, puede colmar nuestra atención; vale decir, puede formar, en su breve plazo absoluto, nuestra esencialidad. Lo cual, vertido al lenguaje de la literatura, significa que procurar expresarse, y querer expresar la vida entera, son una sola cosa y la misma. Afanosa y jadeante correría entre el envión del tiempo y el hombre, quien a semejanza de Aquiles en la preclara adivinanza que formuló Zenón de Elea, siempre se verá rezagado...
Whitman fue el primer Atlante que intentó realizar esa porfía y se echó el mundo a cuestas. Creía que bastaba enumerar los nombres de las cosas, para que enseguida se tantease lo únicas y sorprendentes que son. Por eso, en sus poemas, junto a mucha bella retórica, se enristran gárrulas series de palabras, a veces calcos de textos de Geografía o de Historia, que inflaman enhiestos signos de admiración, y remedan altísimos entusiasmos.
De Whitman acá, muchos se han enredado en esa misma falacia. Han dicho de esta suerte:
No he mortificado el idioma en busca de agudezas imprevistas o de maravillas verbales. No be urdido ni una leve paradoja capaz de alborotar vuestra charla o de chisporrotear por vuestro laborioso silencio. Tampoco inventé un cuento al derredor del cual se apiñarán las largas atenciones como en la recordación se apiñan muchas horas inútiles al derredor de una hora en que hubo amor. Nada de eso hice ni determino hacer y sin embargo quiero perdurar en la fama. Mi justificación es la que sigue: Yo soy un hombre atónito de la abundancia del mundo: yo atestiguo la unicidad de las cosas. Al igual de los más preclaros varones, mi vida está ubicada en el espacio, y las campanadas de los relojes unánimes jalonan mi duración por el tiempo. Las palabras que empleo no son resabios de aventadas lecturas, sino señales que signan lo que he sentido o contemplado. Si alguna vez menté la aurora, no fue por seguir la corriente fácil de uso. Os puedo asegurar que sé lo que es la Aurora: he visto, con alborozo premeditado, esa explosión, que ahueca el fondo de las calles, amotina los arrabales del mundo, humilla las estrellas y ensancha en muchas leguas el cielo. Sé también lo que son un Jacarandá, una estatua, un prado, una cornisa... Soy semejante a todos los demás. Ésa es mi jactancia y mi gloria. Poco importa que la haya proclamado en versos ruines o en prosa mazorral.
Lo mismo, con más habilidad y mayor maestría, afirman los pintores. ¿Qué es la pintura de hoy —la de Picasso y sus alumnos—, sino la verificación absorta de la preciosa unicidad de un rey de espadas, de un quicial, o de un tablero de ajedrez? La egolatría romántica y el vocinglero individualismo van así desbaratando las artes. Gracias a Dios que el prolijo examen de minucias espirituales que éstos imponen al artista, le hacen volver a esa eterna derechura clásica que es la creación. En un libro como Greguerías ambas tendencias entremezclan sus aguas e ignoramos al leerlo si lo que imanta nuestro interés con fuerza tan única es una realidad copiada o es pura forja intelectual.
El yo no existe. Schopenhauer, que parece arrimarse muchas veces a esa opinión la desmiente tácitamente, otras tantas, no sé si adrede o si forzado a ello por esa basta y zafia metafísica —o más bien ametafísica—, que acecha en los principios mismos del lenguaje. Empero, y pese a tal disparidad, hay un lugar en su obra que a semejanza de una brusca y eficaz lumbrerada, ilumina la alternativa. Traslado el tal lugar que, castellanizado, dice así:
Un tiempo infinito ha precedido a mi nacimiento; ¿qué fui yo mientras tanto? Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo siempre fui yo; es decir, todos aquellos que dijeron yo durante ese tiempo, fueron yo en hecho de verdad.
La realidad no ha menester que la apuntalen otras realidades. No hay en los árboles divinidades ocultas, ni una inagarrable cosa en sí detrás de las apariencias, ni un yo mitológico que ordena nuestras acciones. La vida es apariencia verdadera. No engañan los sentidos, engaña el entendimiento, que dijo Goethe: sentencia que podemos comparar con este verso de Macedonio Fernández:
La realidad trabaja en abierto misterio.
No hay tal yo de conjunto. Grimm, en una excelente declaración del budismo (Die Lehre des Buddha, München, 1917), narra el procedimiento eliminador mediante el cual los indios alcanzaron esa certeza. He aquí su canon milenariamente eficaz: Aquellas cosas de las cuales puedo advertir los principios y la postrimería, no son mi yo. Esa norma es verídica y basta ejemplificarla para persuadirnos de su virtud. Yo, por ejemplo, no soy la realidad visual que mis ojos abarcan, pues de serlo me mataría toda obscuridad y no quedaría nada en mí para desear el espectáculo del mundo ni siquiera para olvidarlo. Tampoco soy las audiciones que escucho pues en tal caso debería borrarme el silencio y pasaría de sonido en sonido, sin memoria del anterior. Idéntica argumentación se endereza después a lo olfativo, lo gustable y lo táctil y se prueba con ello, no solamente que no soy el mundo aparencial —cosa notoria y sin disputa— sino que las apercepciones que lo señalan tampoco son mi yo. Esto es, no soy mi actividad de ver, de oír, de oler, de gustar, de palpar. Tampoco soy mi cuerpo, que es fenómeno entre los otros. Hasta ese punto el argumento es baladí, siendo lo insigne su aplicación a lo espiritual. ¿Son el deseo, el pensamiento, la dicha y la congoja mi verdadero yo? La respuesta, de acuerdo con el canon, es claramente negativa, ya que estas afecciones caducan sin anonadarme con ellas. La conciencia —último escondrijo posible para el emplazamiento del yo— se manifiesta inhábil. Ya descartados los afectos, las percepciones forasteras y hasta el cambiadizo pensar, la conciencia es cosa baldía, sin apariencia alguna que la exista reflejándose en ella.
Observa Grimm que este prolijo averiguamiento dialéctico nos deja un resultado que se acuerda con la opinión de Schopenhauer, según la cual el yo es un punto cuya inmovilidad es eficaz para determinar por contraste la cargada fuga del tiempo. Esta opinión traduce el yo en una mera urgencia lógica, sin cualidades propias ni distinciones de individuo a individuo.
"La nadería de la personalidad" [Artículo] se publicó
en Proa, primera época, Buenos Aires, Año 1, N°1
Esta es la versión de Inquisiciones de 1925
Anotación en Textos recobrados 1919-1929, de donde fue excluido este texto
Buenos Aires, Sudamericana, 2011
Luego, con cambios en sucesivas ediciones y en OOCC de 2011 y 2016
Imagen: Borges retratado por Roberto González (1981), en Proa, tercera época, 1999