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1/2/16

Jorge Luis Borges: La escritura del dios








La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja, en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la Pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios, pero éste no me abandonó y me mantuve silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui debelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después, empecé a avistar el recuerdo; era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más vulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mí busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda la palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche —entre mis días y mis noches, ¿qué diferencia cabe?— soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que despertaba y que había dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando; con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil; la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente.
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: Ni una arena soñada puede matarme ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la rodaja, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales) y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
A Ema Risso Platero



El Aleph (1949)
Imagen: Ilustración de Elbio Fernández en Nicolás Cócaro: Las manos de Borges (Buenos Aires 1966)
incluida en Jorge Luis Borges - Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973

27/10/15

Jorge Luis Borges: Los teólogos







     Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla. Un siglo después, Aureliano, coadjutor de Aquilea, supo que a orillas del Danubio la novísima secta de los monótonos (llamados también anulares) profesaba que la historia es un círculo y que nada es que no haya sido y que no será. En las montañas, la Rueda y la Serpiente habían desplazado a la Cruz. Todos temían, pero todos se confortaban con el rumor de que Juan de Panonia, que se había distinguido por un tratado sobre el séptimo atributo de Dios, iba a impugnar tan abominable herejía.
Aureliano deploró esas nuevas, sobre todo la última. Sabía que en materia teológica no hay novedad sin riesgo; luego reflexionó que la tesis de un tiempo circular era demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. (Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia). Más le dolió la intervención —la intrusión— de Juan de Panonia. Hace dos años, éste había usurpado con su verboso De septima affectione Dei sive de æternitate un asunto de la especialidad de Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perteneciera, iba a rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la Serpiente, a los anulares… Esa noche, Aureliano pasó las hojas del antiguo diálogo de Plutarco sobre la cesación de los oráculos; en el párrafo veintinueve, leyó una burla contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones. El hallazgo le pareció un pronóstico favorable; resolvió adelantarse a Juan de Panonia y refutar a los heréticos de la Rueda.
Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de Panonia para curarse del rencor que éste le infundía, no para hacerle mal. Atemperado por el mero trabajo, por la fabricación de silogismos y la invención de injurias, por los nego y los autem y los nequaquam, pudo olvidar ese rencor. Erigió vastos y casi inextricables períodos, estorbados de incisos, donde la negligencia y el solecismo parecían formas del desdén. De la cacofonía hizo un instrumento. Previo que Juan fulminaría a los anulares con gravedad profética; optó, para no coincidir con él, por el escarnio. Agustín había escrito que Jesús es la vía recta que nos salva del laberinto circular en que andan los impíos; Aureliano, laboriosamente trivial, los equiparó con Ixión, con el hígado de Prometeo, con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con muías de noria y con silogismos bicornutos. (Las fábulas gentílicas perduraban, rebajadas a adornos). Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin; esa controversia le permitió cumplir con muchos libros que parecían reprocharle su incuria. Así pudo engastar un pasaje de la obra De principiis de Orígenes, donde se niega que Judas Iscariote volverá a vender al Señor, y Pablo a presenciar en Jerusalén el martirio de Esteban, y otro de los Academica priora de Cicerón, en el que éste se burla de quienes sueñan que mientras él conversa con Lúculo, otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen puntualmente lo mismo, en infinitos mundos iguales. Además, esgrimió contra los monótonos el texto de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera más el lumen naturæ que a ellos la palabra de Dios. Nueve días le tomó ese trabajo; el décimo, le fue remitido un traslado de la refutación de Juan de Panonia.
Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y luego con temor. La primera parte glosaba los versículos terminales del noveno capítulo de la Epístola a los Hebreos, donde se dice que Jesús no fue sacrificado muchas veces desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la consumación de los siglos. La segunda alegaba el precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es precioso como la sangre que por él vertió Jesucristo. El acto de un solo hombre (afirmó) pesa más que los nueve cielos concéntricos y trasoñar que puede perderse y volver es una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria y también para el fuego. El tratado era límpido, universal; no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por todos los hombres.
Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar su propio trabajo, luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses después, cuando se juntó el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo alcanzaron las llamas.
Cayó la Rueda ante la Cruz[*], pero Aureliano y Juan prosiguieron su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo han perdurado veinte palabras). Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arríanos, que negaban la generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de Cosmas, que enseña que la tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo. Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra tempestuosa herejía. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y Bossuet no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en Tréveris. Pareció estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del Señor, en Cesárea, la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos cismáticos.
La historia los conoce por muchos nombres (especulares, abismales, cainitas), pero de todos el más recibido es histriones, que Aureliano les dio y que ellos con atrevimiento adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y también en Dardania. Juan Damasceno los llamó formas; justo es advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord. No hay heresiólogo que con estupor no refiera sus desaforadas costumbres. Muchos histriones profesaron el ascetismo; alguno se mutiló, como Orígenes; otros moraron bajo tierra, en las cloacas; otros se arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria) «pacían como los bueyes y su pelo crecía como de águila». De la mortificación y el rigor pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades toleraban el robo; otras, el homicidio; otras, la sodomía, el incesto y la bestialidad. Todas eran blasfemas; no sólo maldecían del Dios cristiano, sino de las arcanas divinidades de su propio panteón. Maquinaron libros sagrados, cuya desaparición deploran los doctos. Sir Thomas Browne, hacia 1658, escribió «El tiempo ha aniquilado los ambiciosos Evangelios Histriónicos, no las Injurias con que se fustigó su Impiedad»: Erfjord ha sugerido que esas «injurias» (que preserva un códice griego) son los evangelios perdidos. Ello es incomprensible, si ignoramos la cosmología de los histriones.
En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 («perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores») y 11:12 («el reino de los cielos padece fuerza») para demostrar que la tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13:12 («vemos ahora por espejo, en oscuridad») para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo.
También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún eco de esas doctrinas perduró en Bloy). Otros histriones discurrieron que el mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibilidades; ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos más infames, para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre. Los más, como Pitágoras, deberán transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberación; algunos, los proteicos, «en el término de una sola vida son leones, son dragones, son jabalíes, son agua y son un árbol». Demóstenes refiere la purificación por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los proteicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron, como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo (Lucas 12:59), y solían embaucar a los penitentes con este otro versículo: «Yo he venido para que tengan vida los hombres y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10). También decían que no ser un malvado es una soberbia satánica… Muchas y divergentes mitologías urdieron los histriones; unos predicaron el ascetismo, otros la licencia, todos la confusión. Teopompo, histrión de Berenice, negó todas las fábulas; dijo que cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo.
Los herejes de la diócesis de Aureliano eran de los que afirmaban que el tiempo no tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo acto se refleja en el cielo. Esa circunstancia era rara; en un informe a las autoridades romanas, Aureliano la mencionó. El prelado que recibiría el informe era confesor de la emperatriz; nadie ignoraba que ese ministerio exigente le vedaba las íntimas delicias de la teología especulativa. Su secretario —antiguo colaborador de Juan de Panonia, ahora enemistado con él— gozaba del renombre de puntualísimo inquisidor de heterodoxias; Aureliano agregó una exposición de la herejía histriónica, tal como ésta se daba en los conventículos de Genua y de Aquilea. Redactó unos párrafos; cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria; las admoniciones de la nueva doctrina («¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna. ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro. ¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo que Dios está por crear el mundo») eran harto afectadas y metafóricas para la transcripción. De pronto, una oración de veinte palabras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente después, lo inquietó la sospecha de que era ajena. Al día siguiente, recordó que la había leído hacía muchos años en el Adversus annulares que compuso Juan de Panonia. Verificó la cita; ahí estaba. La incertidumbre lo atormentó. Variar o suprimir esas palabras, era debilitar la expresión; dejarlas, era plagiar a un hombre que aborrecía; indicar la fuente, era denunciarlo. Imploró el socorro divino. Hacia el principio del segundo crepúsculo, el ángel de su guarda le dictó una solución intermedia. Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa. Después, ocurrió lo temido, lo esperado, lo inevitable. Aureliano tuvo que declarar quién era ese varón; Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones heréticas.
Cuatro meses después, un herrero del Aventino, alucinado por los engaños de los histriones, cargó sobre los hombros de su hijito una gran esfera de hierro, para que su doble volara. El niño murió; el horror engendrado por ese crimen impuso una intachable severidad a los jueces de Juan. Éste no quiso retractarse; repitió que negar su proposición era incurrir en la pestilencial herejía de los monótonos. No entendió (no quiso entender) que hablar de los monótonos era hablar de lo ya olvidado. Con insistencia algo senil, prodigó los periodos más brillantes de sus viejas polémicas; los jueces ni siquiera oían lo que los arrebató alguna vez. En lugar de tratar de purificarse de la más leve mácula de histrionismo, se esforzó en demostrar que la proposición de que lo acusaban era rigurosamente ortodoxa. Discutió con los hombres de cuyo fallo dependía su suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio y con ironía. El veintiséis de octubre, al cabo de una discusión que duró tres días y tres noches, lo sentenciaron a morir en la hoguera.
Aureliano presenció la ejecución, porque no hacerlo era confesarse culpable. El lugar del suplicio era una colina, en cuya verde cumbre había un palo, hincado profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de leña. Un ministro leyó la sentencia del tribunal. Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yacía con la cara en el polvo, lanzando bestiales aullidos. Arañaba la tierra, pero los verdugos lo arrancaron, lo desnudaron y por fin lo amarraron a la picota. En la cabeza le pusieron una corona de paja untada de azufre; al lado, un ejemplar del pestilente Adversus annulares. Había llovido la noche antes y la leña ardía mal. Juan de Panonia rezó en griego y luego en un idioma desconocido. La hoguera iba a llevárselo, cuando Aureliano se atrevió a alzar los ojos. Las ráfagas ardientes se detuvieron; Aureliano vio por primera y última vez el rostro del odiado. Le recordó el de alguien, pero no pudo precisar el de quién. Después, las llamas lo perdieron; después gritó y fue como si un incendio gritara.
Plutarco ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no lloró la de Juan, pero sintió lo que sentiría un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Éfeso, en Macedonia, dejó que sobre él pasaran los años. Buscó los arduos límites del Imperio, las torpes ciénagas y los contemplativos desiertos, para que lo ayudara la soledad a entender su destino. En una celda mauritana, en la noche cargada de leones, repensó la compleja acusación contra Juan de Panonia y justificó, por enésima vez, el dictamen. Más le costó justificar su tortuosa denuncia. En Rusaddir predicó el anacrónico sermón Luz de las luces encendida en la carne de un réprobo. En Hibernia, en una de las chozas de un monasterio cercado por la selva, lo sorprendió una noche, hacia el alba, el rumor de la lluvia. Recordó una noche romana en que lo había sorprendido, también, ese minucioso rumor. Un rayo, al mediodía, incendió los árboles y Aureliano pudo morir como había muerto Juan.
El final de la historia sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.


[*] En las cruces rúnicas los dos emblemas enemigos conviven, entrelazados.


En El Aleph (1949)
Foto © Borges en Palermo (Sicilia) en 1984 
© Ferdinando Scianna-Magnum Photos



2/10/15

Jorge Luis Borges: La otra muerte






Un par de años hará (he perdido la carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú, anunciando el envío de una versión, acaso la primera española, del poema The Past, de Ralph Waldo Emerson, y agregando en una posdata que don Pedro Damián, de quien yo guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas, de una congestión pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la sangrienta jornada de Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta convencional, porque don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido las banderas de Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomó en una estancia de Río Negro o de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última; repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últimos treinta años los pasó en un puesto muy solo, a una o dos leguas del Ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas luces. El sonido y la furia de Masoller agotaban su historia; no me sorprendió que los reviviera, en la hora de su muerte… Supe que no vería más a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo recordé una fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo episodio se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del entrerriano me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de Masoller; Emir Rodríguez Monegal, a quien referí el argumento, me dio unas líneas para el coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, «porque el gaucho le teme a la ciudad», de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vivido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián.
—¿Damián? ¿Pedro Damián? —dijo el coronel—. Ése sirvió conmigo. Un tapecito que le decían Daymán los muchachos. —Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que, antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían coaligado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada…
Absurdamente, la versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado, sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de Damián; no las había dictado la modestia, sino el bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un hombre meramente animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos memorable que Lord Jim y que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martín Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales—. En lo que Tabares dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llamaba artiguismo: la conciencia (tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo… Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada efusión.
En el invierno, la falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico (que torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la casa del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también había militado en la revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de Masoller. Amaro refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como quien está pensando en voz alta:
—Hicimos noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un mozo esquilador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí con acritud.
—Ya sé —le dije—. El argentino que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos me miraban perplejos.
—Usted se equivoca, señor —dijo, al fin, Amaro—. Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. Serían las cuatro de la tarde. En la cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la infantería colorada; los nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en pleno pecho. Se paró en los estribos, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos. Estaba muerto y la última carga de Masoller le pasó por encima. Tan valiente y no había cumplido veinte años.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí.
—Malas palabras —dijo el coronel—, que es lo que se grita en las cargas.
—Puede ser —dijo Amaro—, pero también gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos callados. Al fin, el coronel murmuró:
—No como si peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con sincera perplejidad:
—Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Damián.
No pudimos lograr que lo recordara.
En Buenos Aires, el estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante los once deleitables volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería inglesa de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. Le pregunté por su traducción de The Past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le ecordé que me había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de Damián. Preguntó quién era Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que me oía con extrañeza, y busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más diestro y sin duda más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más debo registrar. En abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares; éste ya no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualeguaychú; no di con el rancho de Damián, de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de Damián; meses después, hojeando unos álbumes, comprobé que el rostro sombrío que yo había conseguido evocar era el del célebre tenor Tamberlick, en el papel de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más fácil, pero también la menos satisfactoria, postula dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904. Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes de la memoria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar, una conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero). Más curiosa es la conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kühlmann. Pedro Damián, decía Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; «murió», y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos del canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de identidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino así. Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales. En la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Ésta es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso del puestero Abaroa; éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián.
En cuanto a mí, entiendo no correr un peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a los hombres, una suerte de escándalo de la razón; pero algunas circunstancias mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo ese nombre para creer algún día que su historia me fue sugerida por los argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencioné en el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a los veinte años en una triste guerra ignorada y en una batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades.



En El Aleph (1949)
Foto: Borges con Emir Rodríguez Monegal
Buenos Aires, sin fecha Vía


5/7/15

Jorge Luis Borges: Epílogo [El Aleph]




borgestodoelanio.blogspot.com




Fuera de Emma Zunz (cuyo argumento espléndido, tan superior a su ejecución temerosa, me fue dado por Cecilia Ingenieros) y de la Historia del guerrero y de la cautiva que se propone interpretar dos hechos fidedignos, las piezas de este libro corresponden al género fantástico. De todas ellas, la primera es la más trabajada; su tema es el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres. A ese bosquejo de una ética para inmortales, lo sigue El muerto: Azevedo Bandeira, en ese relato, es un hombre de Rivera o de Cerro Largo y es también una tosca divinidad, una versión mulata y cimarrona del incomparable Sunday de Chesterton. (El capítulo XXIX del Decline and Fall of the Roman Empire narra un destino parecido al de Otálora, pero harto más grandioso y más increíble.) De Los teólogos basta escribir que son un sueño, un sueño más bien melancólico, sobre la identidad personal; de la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, que es una glosa al Martín Fierro. A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La casa de Asterión y el carácter del pobre protagonista. La otra muerte es una fantasía sobre el tiempo, que urdía la luz de unas razones de Pier Damiani. En la última guerra nadie pudo anhelar más que yo que fuera derrotada Alemania; nadie pudo sentir más que yo lo trágico del destino alemán; Deutsches Requiem quiere entender ese destino, que no supieron llorar, ni siquiera sospechar, nuestros "germanófilos", que nada saben de Alemania. La escritura del dios ha sido generosamente juzgada; el jaguar me obligó a poner en boca de un "mago de la pirámide de Qaholon", argumentos de cabalista o de teólogo. En El Zahir y El Aleph creo notar algún influjo del cuento The Crystal Egg (1899) de Wells.


J.L.B.
Buenos Aires, 3 de mayo de 1949


Posdata de 1952. Cuatro piezas he incorporado a esta reedición. Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto no es (me aseguran) memorable a pesar de su título tremebundo. Podemos considerarlo una variación de Los dos reyes y los dos laberintos que los copistas intercalaron en las 1001 Noches y que omitió el prudente Galland. De La espera diré que la sugirió una crónica policial que Alfredo Doblas me leyó, hará diez años, mientras clasificábamos libros según el manual del Instituto Bibliográfico de Bruselas, código del que todo he olvidado, salvo que a Dios le corresponde la cifra 231. El sujeto de la crónica era turco; lo hice italiano para intuirlo con más facilidad. La momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me deparó lo historia que se titula El hombre en el umbral; la situé en la India para que su inverosimilitud fuera tolerable.




El Aleph (1949, 1952)
Foto Raúl Urbina/Cover/Getty Images

29/6/15

Jorge Luis Borges: Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)







I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats, The Winding Stair


El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto; Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada. Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal; noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.

En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:

En los últimos días del mes de junio de 1870 recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado; en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carnes a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Éste, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro.




En El Aleph (1949)
Retrato de J.L. Borges, Agencia DyN
©Archivo DyN & L.Servente


8/6/15

Jorge Luis Borges: Historia del guerrero y de la cautiva






En la página 278 del libro La poesía (Bari, 1942), Croce, abreviando un texto latino del historiador Pablo el Diácono, narra la suerte y cita el epitafio de Droctulft; éstos me conmovieron singularmente, luego entendí por qué. Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud («contempsit caros, dum nos amat ille, parentes») y el peculiar contraste que se advertía entre la figura atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:
Terribilis visu facies mente benignus,
Longaque robusto pectores barba fuit![*].
Tal es la historia del destino de Droctulft, bárbaro que murió defendiendo a Roma, o tal es el fragmento de su historia que pudo rescatar Pablo el Diácono. Ni siquiera sé en qué tiempo ocurrió: si al promediar el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia; si en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Imaginemos (éste no es un trabajo histórico) lo primero.
Imaginemos, sub specie æternitatis, a Droctulft, no al individuo Droctulft, que sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra del olvido y de la memoria. A través de una oscura geografía de selvas y de ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia, desde las márgenes del Danubio y del Elba, y tal vez no sabía que iba al Sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en cabaña en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de monedas y ajorcas. Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los apreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido:
Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes,
Hanc patriam reputans esse, Ravenna, suam.
No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue un iluminado, un converso. Al cabo de unas cuantas generaciones los longobardos que culparon al tránsfuga procedieron como él; se hicieron italianos, lombardos y acaso alguno de su sangre —Aldíger— pudo engendrar a quienes engendraron al Alighieri… Muchas conjeturas cabe aplicar al acto de Droctulft; la mía es la más económica; si no es verdadera como hecho, lo será como símbolo.
Cuando leí en el libro de Croce la historia del guerrero, ésta me conmovió de manera insólita y tuve la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido mío. Fugazmente pensé en los jinetes mogoles que querían hacer de la China un infinito campo de pastoreo y luego envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir; no era ésa la memoria que yo buscaba. La encontré al fin; era un relato que le oí alguna vez a mi abuela inglesa, que ha muerto.
En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín; más allá, a cuatro o cinco leguas uno de otro, la cadena de los fortines; más allá, lo que se denominaba entonces la Pampa y también Tierra Adentro. Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi abuela comentó su destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo; le dijeron que no era la única y le señalaron, meses después, una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza. Vestía dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo que otra inglesa quería hablar con ella. La mujer asintió; entró en la comandancia sin temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de cierva; las manos, fuertes y huesudas. Venía del desierto, de Tierra Adentro, y todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles.
Quizá las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su isla querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor. Haría quince años que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después en la revolución del 74; quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino…
Todos los años, la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y «vicios»; no apareció, desde la conversación con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez. Mi abuela había salido a cazar; en un rancho, cerca de los bañados, un hombre degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre caliente. No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo.
Mil trescientos años y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de Droctulft. Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
A Ulrike von Kühlmann



[*] También Gibbon (Decline and FallXLV) transcribe estos versos.

En El Aleph (1949)
Foto de Grete Stern según La Nación, sin verificación posible




27/4/15

Jorge Luis Borges: El inmortal








Salomón dice:  No hay nada nuevo sobre la tierra . De modo que, así como Platón tenía imaginación, todo conocimiento no era más que recuerdo; Entonces Salomón pronunció su sentencia de que toda novedad no es más que olvido.
FRANCIS  BACON EnsayosLVIII
En Londres, a principios de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada del Papa . La princesa los adquirió; al recibirlos intercambió con él unas palabras. Era, nos dice, un hombre desgastado y terrenal, de ojos y barba grises, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en varios idiomas; en pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una enigmática combinación de español de Salónica y portugués de Macao. En octubre, la princesa supo por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, regresando a Esmirna, y que había sido enterrado en la isla de Ios. En el último volumen de la Ilíada encontró este manuscrito.
El original está escrito en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I
Que yo recuerde, mis obras comenzaron en un jardín de Hekatómpylos de Tebas, cuando Diocleciano era emperador. Había luchado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, fui tribuno de una legión que estaba acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumían a muchos hombres que codiciaban magnánimamente el acero. Los mauritanos fueron derrotados; la tierra anteriormente ocupada por las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutones; Alejandría, derrotada, imploró en vano la misericordia de César; Hace un año las legiones informaron del triunfo, pero apenas logré distinguir la faz de Marte. Esa privación me dolió y fue quizás la razón por la que me lancé a descubrir, a través de desiertos temibles y difusos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis obras comenzaron, ya lo he dicho, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, porque algo peleaba en mi corazón. Me levanté poco antes del amanecer; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color que la arena infinita. Un jinete derrotado y ensangrentado llegó desde el este. A unos pasos de mí, montaba el caballo. Con voz débil e insaciable, me preguntó en latín el nombre del río que bañaba las murallas de la ciudad. Respondí que era Egipto, que alimenta las lluvias.  Otro es el río que persigo , respondió con tristeza,  el río secreto que purifica a los hombres de la muerte . Sangre oscura fluyó de su pecho. Me dijo que su tierra natal era una montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña era famoso que si alguien caminaba hacia el oeste, donde termina el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Añadió que en el margen más alejado se levanta la Ciudad de los Inmortales, rica en bastiones, anfiteatros y templos. Antes del amanecer murió, pero decidí descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien se acordó de la llanura elísea, en el fin de la tierra, donde perdura la vida de los hombres; Alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos habitantes viven desde hace un siglo. En Roma hablé con filósofos que sentían que prolongar la vida de los hombres significaba prolongar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. No sé si alguna vez creí en la Ciudad de los Inmortales: creo que entonces me bastó con la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me dio doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que decían conocer los caminos y que eran los primeros en desertar.
Los acontecimientos posteriores han distorsionado el recuerdo de nuestros primeros días hasta el punto de hacerlo inextricable. Dejamos Arsinoe y nos adentramos en el desierto abrasador. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del oficio de la palabra; el de los garamantas, que tienen mujeres en común y se alimentan de leones; el de las águilas, que sólo adoran al Tártaro. Nos cansamos de otros desiertos, donde la arena es negra; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, porque el fervor del día es intolerable. Desde lejos vi la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece la euforbia, que anula los venenos; en la cima habitan los sátiros, una nación de hombres salvajes y rústicos, inclinados a la lujuria. Que aquellas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, nos parecía a todos inconcebible. Continuamos la marcha, porque hubiera sido una afrenta regresar.  Algunos temerarios dormían con el rostro expuesto a la luna; la fiebre los quemó; en el agua depravada de los aljibes otros bebieron locura y muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los disturbios. Para reprimirlos, no dudé en ejercer severidad. Procedí correctamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ansiosos por vengar la crucifixión de uno de ellos) estaban tramando mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. 
Una flecha cretense me laceró. Vagué varios días sin encontrar agua, o un solo día enorme multiplicado por el sol, por la sed y por el miedo a la sed. Dejé el camino a la voluntad de mi caballo. Al amanecer, la distancia se erizó de pirámides y torres. Insoportablemente soñé con un laberinto estrecho y claro: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaron, mis ojos lo vieron, pero las curvas eran tan intrincadas y desconcertantes que supe que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Cuando finalmente me desenredé de esa pesadilla, me encontré tendido y esposado en un nicho de piedra alargado, no más grande que una fosa común, excavado superficialmente en la ácida ladera de una montaña. Los costados estaban húmedos, más pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí un doloroso latido en el pecho, sentí que ardía de sed. Me incliné y grité débilmente. Al pie de la montaña, un arroyo impuro, obstruido por escombros y arena, se extendía silenciosamente; en la orilla opuesta brillaba (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: los cimientos eran una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, similares al mío, surcaban la montaña y el valle. Había pozos poco profundos en la arena; de esos diminutos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, con barbas negligentes, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían al linaje bestial de los trogloditas, que infestan las costas del Golfo Arábigo y las cuevas de Etiopía; No me sorprendió que no hablaran y que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me volvió imprudente. Calculé que estaba a unos diez metros de la arena; Me lancé, con los ojos cerrados y las manos atadas a la espalda, montaña abajo. Hundí mi cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como beben los animales. Antes de perderme de nuevo en el sueño y el delirio, repetí inexplicablemente algunas palabras griegas:  los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra de Esopo ...
No sé cuántos días y noches me pasaron por encima. Doloroso, incapaz de recuperar el amparo de las cuevas, desnudo en la arena desconocida, dejé que la luna y el sol jugaran con mi miserable destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir ni a morir. En vano les rogué que me mataran. Un día, con el filo de un pedernal me rompí las ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar –yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma– mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia por ver a los Inmortales, por tocar la Ciudad sobrehumana, casi me impedía dormir. Como si hubieran penetrado en mi propósito, los trogloditas tampoco durmieron: al principio intuí que me observaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como se pueden contagiar los perros. Para alejarme del pueblo bárbaro elegí la hora más pública, el ocaso de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran al oeste, sin verlo. Recé en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Crucé el arroyo que obstruían las dunas y me dirigí hacia la Ciudad. Confusamente, dos o tres hombres me siguieron. Eran (como los demás de ese linaje) de estatura disminuida; no inspiraban miedo, sino repulsión. Tuve que rodear algunas oquedades irregulares que parecían canteras; eclipsada por la grandeza de la ciudad, la había pensado cerca. Hacia la medianoche, di un paso, erizado de formas idólatras sobre la arena amarilla, la sombra negra de sus paredes. Una especie de santo horror me detuvo. Tan abominables para el hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el final. Cerré los ojos y esperé (sin dormir) a que amaneciera el día.
He dicho que la Ciudad fue fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta con forma de acantilado no era menos ardua que las paredes. En vano cansé mis pasos: los cimientos negros no descubrían la menor irregularidad, las invariables paredes no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día me hizo refugiarme en una cueva; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se sumergía en la oscuridad de abajo. Yo baje; A través de un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en ese sótano; ocho conducían a un laberinto que conducía falsamente a la misma cámara; el noveno (a través de otro laberinto) conducía a una segunda cámara circular, igual que la primera. Ignoro el número total de cámaras; mi desgracia y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; no había otro ruido en aquellas profundas redes de piedras que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; Hilos de agua oxidada se perdían silenciosamente entre las grietas. Horriblemente me acostumbré a ese mundo dudoso; Me pareció increíble que pudiera haber algo más que sótanos provistos de nueve puertas y largos sótanos que se bifurcan. No sé el tiempo que tuve que caminar bajo tierra; Sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los cúmulos.
Al final de un pasillo, una pared inesperada me cerró el paso, una luz remota cayó sobre mí. Levanté mis ojos nublados: en lo vertiginoso, en lo muy alto, vi un círculo de cielo tan azul que hubiera creído que era violeta. Unos escalones de metal subían por la pared. El cansancio me relajaba, pero subí, deteniéndome de vez en cuando para sollozar torpemente de felicidad. Vi capiteles y astrágalos, frontones y bóvedas triangulares, pompas confusas de granito y mármol. Así estaba destinado a ascender desde la región ciega de negros laberintos entrelazados hasta la Ciudad resplandeciente.
Salí a una especie de plaza; mejor dicho, desde el patio. Estaba rodeado por un único edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las distintas cúpulas y columnas. Más que cualquier otra característica de ese increíble monumento, me quedé suspendido por la antigüedad de su fábrica. Sentí que estaba ante los hombres, ante la tierra. Aquella notoria antigüedad (aunque algo terrible para la vista) me pareció adecuada para el trabajo de trabajadores inmortales. Con cautela al principio, con indiferencia después, con desesperación al final, deambulé por las escaleras y aceras del inextricable palacio. (Más tarde descubrí que la longitud y la altura de los escalones eran inconstantes, hecho que me hizo comprender el singular cansancio que me inculcaban).  Este palacio es la fábrica de los dioses , pensé al principio. Exploré los recintos deshabitados y corregí:  Los dioses que lo construyeron han muerto . Noté sus peculiaridades y dije:  Los dioses que lo construyeron estaban locos . Lo dije, bien lo sé, con una reprobación incomprensible que era casi remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se sumaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente sin sentido. Había atravesado un laberinto, pero la clara Ciudad de los Inmortales me asustaba y me daba asco. Un laberinto es una casa construida para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que exploré imperfectamente, la arquitectura era infinita. Abundaban el pasillo sin salida, la ventana alta e inalcanzable, la voluminosa puerta que daba a una celda o a un pozo, la increíble escalera invertida, con los escalones y la balaustrada bajados. Otros, atados aéreamente al costado de un muro monumental, murieron sin llegar a ninguna parte, después de dos o tres vueltas, en la oscuridad superior de las cúpulas. No sé si todos los ejemplos que enumeré son literales; Sé que durante muchos años han perseguido mis pesadillas; Ya no puedo saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de los modos que han perturbado mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y permanencia, aunque esté en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el futuro y de alguna manera compromete las estrellas. Mientras dure, nadie en el mundo podrá ser valiente ni feliz. No quiero describirlo; un caos de palabras heterogéneas, el cuerpo de un tigre o de un toro, en el que han pululado monstruosamente dientes, órganos y cabezas, conjugados y odiándose, pueden (quizás) ser imágenes aproximadas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los hipogeos polvorientos y húmedos. Sólo sé que no me abandonó el miedo de que, al salir del último laberinto, volvería a estar rodeado por la infame Ciudad de los Inmortales. No puedo recordar nada más. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; tal vez las circunstancias de mi fuga fueron tan ingratas que, algún día no menos olvidado, juré olvidarlas.
III
Quienes hayan leído atentamente el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me siguió como me seguiría un perro, incluso hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la cueva. Estaba tendido en la arena, donde torpemente dibujó y borró una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio pensé que era una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a escribir. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo que excluía o eliminaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre los dibujó, los miró y los corrigió. De repente, como si el juego le molestara, los borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande fue el alivio que me inundó (tan grande y terrible fue mi soledad) que dice pensar que aquel rudimentario troglodita, que me miraba desde el suelo de la cueva, me había estado esperando. El sol calentaba la llanura; Cuando emprendimos el regreso al pueblo, bajo las primeras estrellas, la arena estaba caliente bajo nuestros pies. El troglodita me precedió; Esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y tal vez a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (pensé) son capaces de lo primero; muchos pájaros, como el ruiseñor de los Césares, de los últimos. Por muy tosca que fuera la comprensión de un hombre, siempre sería superior a la de lo irracional.
La humildad y la miseria del troglodita me trajeron a la mente la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea , así que lo llamé Argos y traté de enseñarle. Fallé y volví a fallar. Las arbitrariedades, el rigor y la obstinación fueron en vano. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que intentaba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Tumbado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejó que el cielo girara sobre él, desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche. Consideré imposible que no se hubiera dado cuenta de mi propósito. Recordé que entre los etíopes corre el rumor de que los monos deliberadamente no hablan para no obligarlos a trabajar, y atribuí el silencio de Argos a la sospecha o al miedo. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos en universos diferentes; Pensé que nuestras percepciones eran las mismas, pero que Argos las combinaba de diferente manera y construía otros objetos con ellas; Pensé que tal vez no había para él objetos, sino un juego vertiginoso y continuo de impresiones muy breves. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; Consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de epítetos indeclinables. Así pasaron los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad pasó una mañana. Llovió, con fuerza y ​​lentamente.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero eso había sido un incendio. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas había devuelto un pez dorado) venía a rescatarme; sobre la arena roja y la piedra negra pude oírlo acercarse; Me despertaron el frescor del aire y el ajetreado murmullo de la lluvia. Corrí desnudo a recibirla. La noche iba decayendo; Bajo las nubes amarillas la tribu, no menos feliz que yo, se ofrecía a las intensas lluvias en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes poseen la divinidad. Argos, con los ojos fijos en la esfera, gimió; torrentes rodaron por su rostro; no sólo de agua, sino (después me enteré) de lágrimas. Argos , le grité, Argos .
Entonces, con suave admiración, como si hubiera descubierto algo perdido y olvidado hacía mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras:  Argos, perro de Ulises . Y luego, también sin mirarme:  Este perro tirado en el estiércol .
Aceptamos fácilmente la realidad, tal vez porque sentimos que nada es real. Le pregunté qué sabía sobre la Odisea . La práctica del griego le resultaba dolorosa; Tuve que repetir la pregunta.
Muy poco , dijo.  Menos de lo que habla de los más pobres. Han pasado mil cien años desde que lo inventé .
IV
Todo me fue explicado ese día. Los trogloditas eran los Inmortales; el arroyo de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había extendido hasta el Ganges, habrían transcurrido nueve siglos desde que los Inmortales la devastaron. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la ciudad abandonada que visité: una especie de parodia o al revés y también un templo de los dioses irracionales que gobiernan el mundo y de los que no sabemos nada, excepto que no te parezcas al hombre. Esa base fue el último símbolo al que los Inmortales condescendieron; marca una etapa en la que, juzgando que toda empresa es vana, decidieron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Construyeron la fábrica, se olvidaron de ella y se fueron a vivir a las cuevas. Absortos, apenas percibían el mundo físico.
Esas cosas a las que se refería Homero, como alguien hablando con un niño. Me habló también de su vejez y del último viaje que emprendió, impulsado, como Ulises, por el propósito de alcanzar a hombres que no saben lo que es el mar, ni comen carne sazonada con sal, ni sospechan lo que es un remo. Vivió durante un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando fue derribado, aconsejó la fundación del otro. Esto no debería sorprendernos; es famoso que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creó el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es una tontería; excepto el hombre, todas las criaturas lo son, porque ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, a pesar de las religiones, esa convicción es muy rara. Israelíes, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que rinden al primer siglo demuestra que sólo creen en él, ya que asignan a todos los demás, en número infinito, para recompensarlo o castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el todo... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de los hombres inmortales había alcanzado la perfección de tolerancia y casi de desprecio Sabía que en un período de tiempo infinito todas las cosas le suceden a cada hombre. Por sus virtudes pasadas o futuras, cada hombre es acreedor de todo bien, pero también de toda traición, por su infamia pasada o futura. Así como en los juegos de azar los números pares y los impares tienden a equilibrarse, así también el ingenio y la estupidez se anulan y corrigen, y quizás el poema rústico del Cid sea el contrapeso que requiere un solo epíteto de las Églogas o una frase de Heráclito. . El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes hicieron el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pasados... Vistos así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales ni intelectuales. Homero compuso la Odisea ; Postulado un período infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, ni siquiera una vez, la Odisea . Nadie es alguien, un hombre inmortal son todos los hombres. Como Cornelio Agripa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy diablo y soy mundo, lo cual es una manera fastidiosa de decir que no lo soy.
El concepto del mundo como un sistema de compensaciones precisas influyó mucho en los Inmortales. Primero, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que fragmentaban los campos del otro lado; un hombre cayó al abismo, no podía hacerse daño ni morir, pero ardía de sed; Pasaron setenta años antes de que le echaran una cuerda. Tampoco estaba interesado en su propio destino. El cuerpo era un animal doméstico sumiso y, cada mes, le bastaba la limosna de unas horas de sueño, un poco de agua y un trozo de carne. Que nadie quiera reducirnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregamos. A veces, un estímulo extraordinario nos devolvería al mundo físico. Por ejemplo, esa mañana, el viejo elemental disfrutó de la lluvia. Esos lapsos fueron muy raros; todos los Inmortales eran capaces de una perfecta quietud; Recuerdo a alguien a quien nunca había visto de pie: un pájaro anidado en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay una cosa que no sea compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos llevó, a finales o principios del  siglo X , a dispersarnos por la faz del mundo. tierra. Cabe en estas palabras:  Hay un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas lo aniquilarán . El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorre el mundo acabará, un día, bebiendo de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) vuelve a los hombres preciosos y patéticos. Estos se mueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecuten puede ser el último; no hay rostro que no esté a punto de desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo accidental. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que lo precedieron en el pasado, sin comienzo visible, ni el fiel augurio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el punto de vértigo. No hay nada que no esté como perdido entre espejos incansables. Nada puede suceder una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo sepulcral, lo ceremonial, no se aplican a los Inmortales. Homero y yo nos despedimos a las puertas de Tánger; No creo que nos hayamos despedido.
v
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 luché en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que pronto encontró su suerte, o en las de aquel desafortunado Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. . En el siglo VII de la Hégira, en el suburbio de Bulaq, transcribí con una caligrafía lenta, en una lengua que he olvidado, en un alfabeto que no conozco, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la prisión de Samarcanda jugué mucho al ajedrez. En Bikanir he practicado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y luego en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada del Papa ; Sé que los frecuentaba con deleite. Hacia 1729 hablé del origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; Sus razones me parecieron irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el  Patna , que me llevaba a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa de Eritrea [1] . Yo baje; Recordé otras mañanas muy viejas, también frente al Mar Rojo, cuando era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un chorro de agua clara; Lo probé por costumbre. Mientras subía a la orilla, un espino me laceró el dorso de la mano. El dolor inusual me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. Nuevamente soy mortal, me repetí, nuevamente me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el amanecer.
... He revisado, después de un año, estas páginas. Sé que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, e incluso en ciertos párrafos de los demás, creo percibir algo falso. Esto es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, que , que he descubierto una razón más íntima. Lo escribiré; No me importa si piensan que soy fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque mezcla los acontecimientos de dos hombres diferentes . En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que anteriormente dio a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es Egipto; ninguna de estas locuciones le conviene, pero Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada , de Hekatómpylos de Tebas, y en la Odisea , por boca de Proteo y Ulises, dice invariablemente Egipto junto al Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia algunas palabras en griego; esas palabras son homéricas y se encuentran al final del famoso catálogo de barcos. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "un reproche que fue casi remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, quien había proyectado aquel horror. Esas anomalías me perturbaban; otros, de carácter estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo los incluye; allí está escrito que luché en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa del Papa . Dice,  entre otras cosas : "En Bikanir he practicado la astrología y también en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de que se hayan destacado. El primero de todos parece propio de un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no presta atención a la guerra sino al destino de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; Lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dijo el romano Flaminio Rufo. Lo son, dicho por Homero; es raro que copiara, en el siglo XIII, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubriera, después de muchos siglos, en un reino boreal y una lengua bárbara, las formas de su Ilíada . En cuanto a la frase que recoge el nombre de Bikanir, se ve que ha sido elaborada por un hombre de letras, deseoso (como el autor del catálogo de barcos) de desplegar palabras espléndidas [2] .
Cuando se acerca el final, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido a quienes un día me representaron con quienes fueron símbolos de la suerte de quienes me acompañaron durante tantos siglos. Yo he sido Homero; pronto seré Nadie, como Ulises; pronto lo seré todo: estaré muerto.

Postfecha de 1950 . Entre los comentarios que ha suscitado la publicación anterior, el más curioso, por no ser el más urbano, es el que se titula bíblicamente  Un abrigo de muchos colores  (Manchester, 1948) y es obra de la tenaz pluma del doctor Nahum Cordovero. Cubre alrededor de cien páginas. Habla de los centones griegos, los bajos centones latinos, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con fragmentos de Séneca, del  Virgilius evangelizans  de Alexander Ross , de los artificios de George Moore y Eliot y, finalmente, de "la narrativa atribuida al anticuario José Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, las breves interpolaciones de Plinio ( Historia naturalisV , 8); en el segundo, por Thomas de Quincey ( EscritosIII , 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw ( Volver a MatusalénV ). De estas intrusiones o robos se deduce que todo el documento es apócrifo.
En mi opinión, la conclusión es inadmisible.  Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus,  ya no hay imágenes de la memoria; sólo quedan palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las  horas y siglos.
A Cecilia Ingenieros




Notas [1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizás se haya borrado el nombre del puerto. [2] Ernesto Sábato sugiere que el "Giambattista" que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; Ese italiano sostenía que Homero es un personaje simbólico, como Plutón o Aquiles. Primera edición: Annales de Buenos Aires , 1947 Luego incluida en El Aleph (1949) Post propuesto por Francisco Alvez Francese [FB] Foto: Borges, Perú 1978 (Archivo Histórico de El Comercio)

  

 












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