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2/12/16

Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [IV de IV]






Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges

El padre de Borges

Creo que fue en el año de la publicación de El Hacedor, en 1960, cuando Borges me habló de su padre, por primera vez y largamente. No recuerdo la fecha precisa (pudo ser antes o después de la salida del libro), ni las circunstancias, aunque debió ocurrir una mañana de los días en que estudiábamos inglés antiguo, quizás en la Biblioteca Nacional, quizás en una calle del barrio sur, andando y conversando en dirección al norte, donde estaba su casa. Pero recuerdo bien mi desconcierto.

En aquel entonces, Borges hablaba tan poco de su pasado que uno podía imaginar que no lo había tenido. A una edad —sesenta años— cuando la infancia y la juventud toman la lejanía de un país extranjero y surge el gusto compulsivo de contar a los otros, a la gente que no estuvo ahí, cómo era ese país, él lo excluía de la conversación urbanamente, a la manera en que una persona respetuosa del aburrimiento del prójimo se niega a hablar del clima o de sus problemas de salud. De hecho, lo reservaba para tamizarlo en la escritura, eligiendo y puliendo los trozos más brillantes del material un tanto burdo que es nuestra propia historia, hasta encontrarle un único sentido, el literario, y un lugar en los libros.

Ancestros militares como el coronel Francisco Borges, intelectuales como Francisco Narciso de Laprida, presente del Congreso de Tucumán que declaró la Independencia en 1816, crónicas de frontera, personajes de mala vida del barrio de Palermo, poetas, ciudades, amores entrevistos o fracasados, no se deslizaban del anecdotario más común, el que detalla y rememora hablando. Pero en la discreción de Borges se abría un camino: el de los relatos y poemas que finalmente, minuciosamente, escribiría, sin dejar una página de ese pasado en blanco. Que Borges se extendiera en hablar de su padre era un hecho inusual; que subrayara cuánto le debía en términos de conocimiento y de lecturas, de apoyo para cumplir su "destino literario", me sorprendió comprensiblemente. 

Como todo el mundo, yo suponía que había sido la madre, Leonor Acevedo de Borges, quien había encauzado el talento del escritor en formación. ¿Acaso ahora, cuando la ceguera del hijo creía parejamente con la fama, no seguía vigilando la marcha de su obra, leyendo para él, tomando dictado, acompañándolo en las conferencias y los viajes? El mismo Borges declaraba en reportajes: "Fue ella, aunque tardé en darme cuenta, quien silenciosa y eficazmente estimuló mi carrera literaria".

La introducción de la memoria del padre en un diálogo sobre espadas sajonas y poesía medieval no fue abrupta ni producto de un repentino golpe de nostalgia. Cortésmente, borgeanamente, los recuerdos se presentaron con un libro que me había traído, un pequeño volumen en inglés sobre las batallas más importantes para la historia de Occidente. Entre las dieciséis (el título, algo escolar, era Sixteen decisive battles) estaban las de Salamina y Maratón.

“Mi padre”, dijo, “me explicaba esas batallas sobre la mesa, con migas de pan. Ésta, decía, era la posición de los persas, ésta la de los griegos. Durante mucho tiempo yo seguí pensando en ejércitos y en barcos, en héroes y en batallas, como migas de pan”.

La escena de las batallas ilustradas con migas de pan despertó mi curiosidad. Revelaba a un hombre inteligente tomándose su tiempo para interesar a un niño inteligente en un tema fuera de lo común y de su edad. Pero además contradecía la versión oficial de un Borges educándose sólo o bajo la mirada atenta de su madre. Ciertamente, de un modo muy sutil, cuando Borges se refería a sus primeras lecturas, daba la imagen de un precoz autodidacta, que descubre sin otra guía que su voracidad el mundo inagotable de los libros.

Una huella del estilo elusivo con que borraba de las revelaciones literarias otra presencia que no fuera la suya quedó en unas líneas de la Autobiografía, dictada a Norman Thomas di Giovanni.

“Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. Creo no haber salido nunca de esa biblioteca.” El hecho capital que señalaba era la biblioteca, no su padre.

Cuando en otra página enumera las lecturas favoritas del padre, libros sobre metafísica y psicología (Berkeley, Hume, William James), libros sobre Oriente (Lane, Burton y Payne) usa un tono de afectuosa distancia, omitiendo la transferencia de esas lecturas a las suyas y la marca imborrable que dejaron en su visión del mundo. Sólo hay un momento en que Jorge Guillermo Borges se ve nítidamente en primer plano: “Fue él quien me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música. Cuando ahora recito un poema en inglés, mi madre me dice que lo hago con la voz de mi padre”.

La memoria siempre es más sabia que la voluntad de recordar. En 1960, Borges podía mirar su pasado literario desde la altura de una obra y El Hacedor tiene algo de conciencia del camino hecho y la melancólica incredulidad. En los últimos versos de “La lluvia”, uno de los poemas del libro, se filtra una inesperada evocación del padre:

... La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Si estos versos emocionan es porque en ellos hay una verdad. Alguien querido muere y uno descubre que el tiempo borra aquello que parecía grabado para siempre: los rasgos de una cara vista todos los días, las singularidades de un cuerpo. Nada más frágil de retener en la memoria que la voz humana, aire en el aire. Y sin embargo, cuando se ha olvidado casi todo del muerto, el recuerdo de su voz perdura, inconfundible, extrañamente vivo.

Otra verdad, no menos importante, es el deseo de esa voz. Para que una voz vuelva del pasado y se haga oír en un poema que ni siquiera la titula, debió escucharse con atención, ser una compañía amiga, mucho más que una nota de música de la infancia. Injustamente, el dueño de esa voz quedó en la historia de la obra de Borges como una sombra silenciosa.

Los datos biográficos cuentan que Jorge Guillermo Borges (1874-1938) era entrerriano, hijo del coronel Francisco Borges y de Frances Ann Haslam. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires, se recibió de abogado, fue profesor de psicología en el Lenguas Vivas, heredó de su abuelo Haslam la progresiva ceguera que en 1914 lo obligó a jubilarse. Publicó una novela, El caudillo y algunos poemas, tradujo a Omar Jayyam de la versión inglesa de Fitzgerald. Tuvo dos hijos con Leonor Acevedo: Norah, que se dedicaría a la pintura, y Jorge Luis, de quien esperaba que cumpliría el destino literario que las circunstancias le negaron a él.

Vista desde la sequedad de los datos, la del padre de Borges sugiere una vida mediocre con un toque patético: el escritor fracasado que da un genio de la literatura. Vista desde los adjetivos que se le aplicaron, su personalidad aparece todavía más deslucida. Un hombre inteligente, bueno y tan modesto que quería ser invisible. ¿Cómo podría ese hombre borroso influir en la marcha de la importante obra de su hijo?

La supuesta paradoja se desvanece al examinar los pormenores y matices que la escueta biografía de Jorge Guillermo Borges pasa por alto. Ya el matrimonio de sus padres tiene algo de novelesco.

El coronel Francisco Borges, comandante de las fronteras norte y oeste de la provincia de Buenos Aires, se enamora de una inglesa, Fanny Haslam, nacida en Staffordshire, Nortumbia. Jorge Guillermo nace unos meses después de la muerte del coronel Borges en la batalla de La Verde. La madre, que habla pobremente español, no sólo le transmite su idioma sino su experiencia de la vida de frontera y, más importante para él que los relatos del desierto, una tradición familiar literaria. Edward Young Haslam, el abuelo, doctorado en filosofía en la universidad de Heidelberg, director de un diario inglés, el Southern Cross; la hermana de su madre, Caroline, educada en Inglaterra, profesora de literatura. Del lado paterno, Juan Crisóstomo Lafinur, uno de los primeros poetas argentinos.

Jorge Guillermo no se destaca como alumno en el Colegio Nacional de Buenos Aires pero su curiosidad intelectual no es inferior a la de su compañero de estudios, Macedonio Fernández, que se convierte en su mejor amigo. Juntos cursan el secundario, juntos ingresan en la Facultad de Leyes y reciben el título de abogado el mismo año. La amistad y las conversaciones sobre filosofía y literatura duran toda la vida. Su timidez, tan recordada, no le impidió dialogar interminablemente con un hombre cuya inteligencia encandilaba a quien lo conocía.

Fue abogado con resignación y disgusto. En la única novela que escribió, dice de la abogacía: “Protege los intereses mezquinos de la sociedad, su afán de lucro, las pequeñas preocupaciones de familia, nacionalidad, Estado…” De la escuela, sostiene que “es nefasta cuando la sociedad es lo que es, mezcla de cuartel y de fábrica, explotación de los más por los menos, clases y casetas y deificación del éxito”.

Ese hombre tímido lleva a la práctica sus ideas de librepensador, de anarquista individualista. Educa a sus hijos en casa y no en la lengua imperante en la cultura de esa época, el francés. Les impone el inglés, un idioma tan de minorías entonces que el hijo afirmará, exagerando un poco, “que aprender inglés era tan raro como hoy aprender sueco”.

En casa de los Borges se habla en inglés, se lee y se recita poesía inglesa. El desafío de Jorge Guillermo Borges a las convenciones de su tiempo va todavía más lejos. No someterá a sus hijos al yugo de una carrera universitaria. Pueden formarse solos con el mejor de los medios, el libro, para el mejor de los mundos, el del pensamiento y el arte. El resto es simplemente vida. Jorge Luis, de seis años, acompaña al padre en las sesiones de lectura en la Biblioteca Nacional de la calle México. La madre lleva a los chicos al Zoológico.

El énfasis que ponen los testigos sobre la modestia y la timidez de Jorge Guillermo Borges sugiere a un hombre recluido en sí mismo y con una vocación de escritor que se manifiesta avergonzada, como un secreto de familia. Por el contrario, esa vocación era abierta y gregaria.

Todos los domingos había reunión de amigos en la casa de Palermo. Los amigos del padre de Borges eran, entre otros, Evaristo Carriego, Macedonio Fernández, Enrique Banchs, Manuel Gálvez, Alfredo Palacios y el primo Álvaro Melián Lafinur, que trabajaba en la revista Nosotros, donde Jorge Guillermo Borges publicaba sus poemas. Se hablaba de filosofía, de literatura y de política. Como correspondía a sus ideas sobre la educación, los hijos estaban presentes.

No es extraño que el cuento de Oscar Wilde, “El príncipe feliz”, traducido por Jorge Luis Borges a los nueve años, apareciera en el diario El País, donde colaboraba su tío Melián Lafinur, ni extraño que se pensara que era una traducción de Jorge Borges padre. Libros, revistas, artículos, tendencias, crítica, poesía, eran comentados y discutidos en la inolvidable biblioteca de la que el hijo no hubiera querido salir nunca y familiarizaron al niño con un mundo –el literario– del que nunca salió.

Que Jorge Guillermo Borges le asignara a un chico que no había cumplido diez años la pesada carga de un sueño irrealizable para él, es una leyenda interesante pero falaz. Durante la infancia de Borges, el padre estaba muy seguro de llevar a cabo sus proyectos literarios y ni siquiera la pérdida de la vista le impidió escribir una novela, ayudado por su mujer, que le leía y a quien le dictaba.

Fue con el propósito de dedicarse exclusivamente a esa novela que después de la estadía en Ginebra (Borges iba a cumplir veinte años) llevó a su familia a España y eligió Mallorca como residencia, porque le habían recomendado la tranquilidad del lugar. Un hecho fuera de lo común y de la brecha generacional es que padre e hijo compartían la misma pasión por la literatura. Jorge Guillermo Borges, novelista, aceptaba las sugerencias de Jorge Luis Borges, poeta barroco, fervoroso ultraísta. El padre escuchaba al hijo, el hijo escuchaba al padre y años después repetiría muchos de sus consejos sobre el oficio de escribir.


Me pregunto si Borges, en 1960, cuando por primera vez me habló del padre, no había empezado a hacer la cuenta de su herencia. Una herencia de lecturas, de amistades, de protección y estímulos; un rico legado de temas en rasgos de identidad, en la ascendencia literaria, en el amor de la lengua inglesa, de historia y de filosofía. Quizá ya adivinaba que la brillante influencia paternal en su iniciación a la literatura sería oscurecida por la cálida imagen de la madre, viva y presente en esta nueva etapa. Quizá, porque la conversación era para Borges el filtro de interminables borradores, se proponía corregir la invisibilidad que su padre había deseado. Pero sólo un eco de esas páginas no escritas se oye en la Autobiografía y en reportajes, y el poema "A mi padre" de 1976, suena pomposo y artificial, como plagiado de otros versos suyos.


La voz evocada en "La lluvia" debió parecerle suficiente. En términos de poesía, no se equivocó.




En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006
Foto: Jorge Guillermo Borges en 1912 (s.d)



18/11/16

Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [III de IV]









Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges



El tesoro de Sutton Hoo 

En 1939, en Sutton Hoo, una finca situada en Suffolk, Inglaterra, se descubrió la tumba de un rey anglosajón, Redwald, muerto en 625 d.C. El entierro, sin cuerpo, era el de un barco totalmente equipado para un viaje en el otro mundo y contenía una cincuentena de objetos de oro puro y de plata. Espadas, monedas, untensilios. En 1959, parte de ese tesoro, ya restaurado, se expuso al público. 

La noticia de la exhibición apareció en un diario mientras yo cursaba literatura inglesa con Borges, precisamente sobre el tema de antiguas literaturas germánicas y la épica de Beowulf, el poema más importante de la literatura anglosajona, compuesto entre 750 y 780, una suerte de Mio Cid de la lengua inglesa. La pasión de Borges por batallas y espadas había despertado mi curiosidad más que el poema en sí, que nunca terminó de gustarme. Era de una heroicidad primitiva, una sucesión demasiado rápida de cortes de cabeza en forma de metáforas. Pero una de las dos fotos de Sutton Hoo que vi en el diario mostraba las espadas oscuras y roídas antes de la restauración; la otra, una proa de barco asomando entre montículos de tierra. Esa proa alzada, curva, irreal como si estuviera a punto de zarpar en un viaje imposible, me conmovió particularmente y por primera vez desde el inicio de las clases esperé a Borges en la puerta del aula y le hice una pregunta.

No puedo recordar qué pregunté. Quizás alguna precisión sobre una fecha o sobre los entierros de barcos. Hablamos, es decir, hablaba Borges, en el helado pasillo que daba a la calle Viamonte. Antes de que atinara a despedirme, Borges me tomó del brazo y me pidió que lo acompañara a tomar un café.

La naturalidad de la conversación en la confitería Richmond de la calle Florida me sorprendió mucho. Honestamente, todo lo que esperaba del profesor al que sólo había visto aislado en su tarima eran explicaciones doctorales del tema que nos había reunido. Por el contrario, Borges se interesaba en conocer mis circunstancias. De dónde provenía mi apellido, qué edad tenía, por qué elegí la carrera de Letras, qué libros y autores me gustaban. Con el tiempo, descubriría que esta indagación cortés respondía en parte a su civilidad, en parte a la necesidad de hacerse una imagen de su interlocutor para recordarlo después (como una de las fichas que desdeñaba), en parte para romper el hielo y sumergirse en la conversación, que era lo que realmente le importaba, y que el amable interrogatorio lo aplicaba siempre y a todos los que se acercaban a hablarle. Antes de darme cuenta, había aceptado su invitación a estudiar inglés antiguo, fuera de la Facultad y del programa, los sábados a la mañana, si me parecía bien.

Me parecía muy bien. La proa de la fotografía había establecido una conexión peculiar entre el tema, tan poco común, y mi imaginación. Por otra parte, no estaba cómoda en la Facultad. Aunque había hecho un secundario exigente y pasado el examen de evaluación para el ingreso en Letras con notas inesperadamente altas, las materias que estaba cursando en la universidad ya me habían convencido de que era ignorante y estúpida. Mi incapacidad de relacionarme con más de una persona a la vez me excluía de los grupos de estudiantes, a quienes admiraba, temía e intentaba vanamente emular en sus discusiones intelectuales de vanguardia. Pero mis lecturas y preferencias literarias era bochornosamente anticuadas y dispersas. Dickens, Kipling, Conrad, Shaw, novelas inglesas y norteamericanas contemporáneas, los dramas de Anouihl, de Pirandello, el teatro que iba a leer todos los mediodías a la biblioteca Lincoln de la Embajada de los Estados Unidos en la calle Florida, O'Neill, Tennessee Williams, novelas policiales, ciencia ficción (una manía que había heredado de mi padre), los novelistas rusos, más cualquier cosa que me cayera en las manos. Los jóvenes que se reunían en el café que estaba en frente de la Facultad citaban a Ionesco, admiraban a Beckett, mientras yo leía Don Juan, el poema satírico de Lord Byron, con un diccionario en la mano. No es extraño que en esa primera conversación con Borges, quien a cada mención de mis autores favoritos respondía con más información y evidente placer, me sintiera menos sola y en una compañía amistosa. Debo aclarar que en esos días no lo había leído aunque sabía que era un escritor (pero en la Facultad había tantos, hasta el bedel seguramente estaba por publicar un libro, suponía) y que sólo me deslumbraba la inteligencia y los conocimientos del profesor. 

Éste no era el caso de los otros dos estudiantes invitados a la primera reunión de aquel sábado en la Biblioteca Nacional. No recuerdo sus nombres. Los recuerdo como Borges los caracterizó inmediatamente: un ingeniero de ascendencia italiana, de unos treinta años; un muchacho algo mayor que yo, de ascendencia portuguesa. Los dos admiraban su obras, estaban realmente emocionados con el privilegio de asistir a lo que consideraban un seminario sobre inglés antiguo dictado por un gran autor para unos pocos. 


Borges nos condujo a las sala de la Dirección. Nos sentamos a la larga, antigua mesa que había pertenecido a Groussac. Sobre la mesa estaban los libros de estudio. Un pequeño volumen, The Anglo-Saxon Chronicles, un manual modestamente titulado Primeros pasos en Inglés Antiguo. Borges empujó suavemente los libros hacia nosotros y preguntó sonriendo: "¿Quién quiere empezar a leer?"

Hubo un largo, incómodo silencio. En ese silencio comprendimos qué significa la ceguera. Finalmente, porque mis compañeros me miraban suplicantes, me animé y leí como pude el comienzo de las Crónicas Anglosajonas escritas por monjes del siglo X, que cuenta la llegada de Julio César a Bretaña: Julius Caius se Casere, aerest Romana Bretonlond gesohte...
Es mañana de sábado de otoño quedaría registrada en el poema de Borges "Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona" (El Hacedor). 

El sábado leímos que Julio el César
fue el primero que vino de Romeburg para develar a Bretaña;
antes que vuelvan los racimos habré escuchado
la voz del ruiseñor del enigma
y la elegía de los doce guerreros
que rodean el túmulo de su rey.
Símbolos de otros símbolos, variaciones
del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
que alguna vez fueron imágenes
y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;


Borges encaró el estudio del anglosajón como un misterio que podía resolverse a fuerza de inteligencia, mediante la asociación y el análisis de pistas que aparentemente no daban a ninguna parte. Con "variaciones del futuro inglés o alemán" y su agilidad para moverse en la etimología de palabras enterradas como el barco de Sutton Hoo, iba abriendo camino. Era un avance muy lento. La ceguera y nuestra ignorancia le impedían acelerarlo. Estaba obligado a escuchar descripciones de runas, de acentos marcados por líneas, de vocales pegadas entre sí, como un pintor ciego que depende de la voz de torpes aprendices para que le cuenten las formas y colores de un cuadro hecho por otro. Pero no demostraba impaciencia. Por el contrario, en las pausas de espera, mientras buscábamos en el glosario una palabra que no sabíamos si era un sustantivo o un verbo, intentaba llenar esas pausas hablando sobre el contexto histórico, ilustrando con citas de poemas una reflexión sobre las crónicas que se descifraban gota a gota.

Cuando al cabo de unas dos horas dimos por terminada la clase, se levantó y fue hacia el escritorio circular de Groussac. Ahí, junto al antiguo y enorme globo terráqueo, había unos libros. Los tomó y pegó la cara a cada uno, acercando el lomo a los ojos para identificarlos. Eran regalos que nos había traído para agradecernos el favor de compartir con él esta exploración intelectual. Recuerdo mi asombro al ver mi libro: una obra sobre budismo zen, del profesor Suzuki. Seguramente, en la conversación de la confitería Richmond, le había comentado que la única materia que me hacía feliz era Filosofía de las Religiones, que dictaba Vicente Fatone, y mi descubrimiento del budismo zen, que entendía a medias. No lo olvidó. Tampoco a mis compañeros. El ingeniero italiano recibió un libro de autor italiano, el joven portugués una novela de Eça de Queirós.

Creo que fue ese mismo sábado que caminamos desde la calle México hasta su departamento en la calle Maipú, simplemente porque yo era la única de los tres estudiantes que iba en esa dirección, a tomar un tren en la estación Retiro. Borges hablaba emocionado de algunas palabras aprendidas, de la mañana que había transcurrido, del primer contacto con una lengua que hasta ese momento sólo había sido para él un eco de bellas metáforas. Para su sorpresa (y la mía) yo recordaba el texto entero. Sin darme cuenta, había memorizado incluso las escuetas nociones de gramática que hallamos en el manual de Sweet.

El comienzo de un amistad que duraría hasta poco antes de la muerte de Borges fue un agradecimiento mutuo. El mío era por descubrirme una memoria que había estado dormida o en estado latente, siempre en falta cuando debía rendir exámenes, que me desesperaba con su lentitud y que ahora, misteriosamente, absorbía sin esfuerzo todo lo que leía o escuchaba para devolvérmelo después, enriquecido por asociaciones inmediatas. Borges agradecía a esa memoria, esa especie de diccionario ambulante, el poder consultarla cuando no teníamos los textos, como en esa primera caminata y en las que siguieron. Y agradecía con libros.

A cada encuentro llegaba con un libro de regalo, que sacaba de su biblioteca. Libros anotados en la última página con esa letra minúscula, en diagonal, de cuando aún escribía, o con la letra angulosa de la madre de cuando ella le leía. Y nunca sabía qué iba a recibir. Pero en la generosidad de Borges había un orden. En general, esos libros eran respuestas a preguntas que yo hacía en la conversación, a mi curiosidad por un tema o por un autor, y sobre todo a las quejas de mi propia ignorancia. Hoy pienso que también, de algún modo, en esas lecturas viejas para él recuperaba las de su juventud, podía mirarse retrospectivamente en mis comentarios o en mis dudas.

El estudio de anglosajón prosiguió con cambios en el grupo inicial y en el sitio de las reuniones. Mis dos compañeros abandonaron pronto, desanimados por lo que juzgaban un esfuerzo inútil. Uno de ellos me confesó que no podía seguir perdiendo el tiempo en esas clases sin un certificado de asistencia que diera validez a su currículum. Peor aun, el estudio era considerado por todo el mundo como una manía personal de Borges. Desde el punto de vista de un estudiante atento a su carrera, el muchacho tenía razón en cuanto a la inutilidad de aprender esta lengua muerta. Pero Borges era un incansable predicador de los méritos de del inglés antiguo y logró, pese a las deserciones, cierta continuidad y más conversos. Durante un tiempo, las clases en grupo salieron de la Biblioteca Nacional para adquirir el carácter de un seminario que se dictaba en una sala adjunta a la cátedra de Literatura Inglesa. Luego, a lo largo de los años, pasarían al living de su departamento, en las tardes de domingo.

Borges comenzó a estudiar antiguo noruego, el idioma de las sagas escandinavas, cuando sintió que había agotado las posibilidades de nuevos hallazgos y emociones en el conjunto de las obras en anglosajón. Yo no lo seguí. La prosa de las sagas, directa y seca, leída en la lengua original no agregaba mucho a las traducciones en inglés. Los poemas y crónicas en anglosajón, por el contrario, conservaban el hermoso timbre de sus voces remotas, con un centro elusivo, intraducible. Del largo estudio, en nuestra amistad quedaron frases y citas salpicando la conversación, mitad en serio y mitad en broma: "Wyrde-gebraecon" ("destrozado por el destino") cuando estábamos tristes, o decir de alguien que era "maligno como la madre de Gretel" aludiendo al poema de Beowulf.

Borges nunca quiso ser profesor ni maestro. La sola idea de tener discípulos lo horrorizaba. Pero sí creía con fervor en la transmisión de conocimientos adquiridos —nunca infalibles, siempre relativos y expuestos a una futura corrección— como alimento de la curiosidad. Y cuando tuvo la oportunidad, como profesor, lo hizo. En cuanto al anglosajón, una verdad estética se expresa en el poema "Composición escrita en un ejemplar de la gesta de Beowulf", que transcribo completo. 

A veces me pregunto qué razones
me mueven a estudiar sin esperanza
de precisión, mientras mi noche avanza
la lengua de los ásperos sajones.
Gastada por los años la memoria
deja caer la en vano repetida
palabra y es así como mi vida
teje y desteje su cansada historia.
Será (me digo entonces) que de un modo
secreto y suficiente el alma sabe
que es inmortal y que su vasto y grave
círculo abarca todo y puede todo.
Más allá de este afán y de este verso
me aguarda inagotable el universo.







En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006

Fotos: 
Vlady Kociancich por Alejandra López
The Sutton Hoo helmet. Photograph David Levene


23/9/16

Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [II de IV]






Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges


Borges profesor y estudiante

De Borges, lo que mejor recuerdo es la risa. Todavía la oigo resonar en el ámbito enmaderado de la sala Groussac, en la vieja Biblioteca Nacional, de la que era director. Ahí, en 1959, Borges, profesor titular de la cátedra de Literatura Inglesa en la Facultad de Letras, empezó a estudiar anglosajón, la lengua de Inglaterra entre el siglo V y el XI.

Era un frío sábado de otoño. Sé que era sábado y que la Bilioteca estaba cerrada porque el mismo Borges abrió la puerta principal de la calle México con una llave que buscó largamente en los bolsillos de su sobretodo. Los tres estudiantes de su cátedra, ateridos y respetuosos, esperábamos que Borges encontrara la llave y la metiera en la cerradura. Ya habíamos notado su impaciencia ante cualquier ofrecimiento de ayuda, el ademán brusco y leve a la vez con que apartaba una mano ajena y rechazaba el brazo que él no había buscado aferrar.

Borges era un ciego difícil. La peculiaridad de su ceguera —una entrenoche que se iluminaba de pronto— hacía que uno no supiera cuándo veía y cuándo no. Durante muchos años, caminando solo en pleno centro de Buenos Aires conservó la ilusión de que no había perdido la vista. A veces, antes de cruzar una calle, solía detener a una persona y pedirle que lo guiara entre automóviles. Otras, con una confianza suicida en los conductores, cruzaba sin ayuda. Esa mañana que describo todavía podría ver la cerradura de una puerta. Borges en 1959. El profesor, no el Poeta Ilustre.

La fama le llegó tarde pero de golpe y dispuesta a cobrarse cada minuto de privacidad. Con el tiempo aprendió a resignarse e incluso a divertirse con esta malversación ficcional de los más casuales de sus gestos, sobre todo la que generaba el periodismo. Hace cuarenta años, lo indignaba. Por no mostrarse furioso, se reía. La risa de Borges, cuando venía del enojo, era suave y mortífera. Aquella mañana en la Biblioteca Nacional, a punto de emprender el estudio de la lengua anglosajona con sus tres estudiantes, documenta los malentendidos que siempre rodearon a Borges.

Claramente había dicho que no iba a enseñar sino a aprender. Nos invitaba a acompañarlo en una aventura que para mí duraría unos cuatro años de encuentros semanales, de lecturas que más se parecían a un lento descifrar de palabras, al armado de versos sueltos que iban revelando un poema, que al aprendizaje de un idioma.

En el fondo, era un juego poético. Había algo heroico en jugarlo con unas pocas piezas: un par de libros, un diccionario, la memoria y, sobre todo, la imaginación. Había algo de orgullo también. No existían cátedras ni seminarios ni cursos de posgrado sobre anglosajón en ninguna universidad latinoamericana. Cuando dos años después Borges viajó a Texas como profesor invitado, asistió deliberadamente a las clases de inglés antiguo que dictaba un colega norteamericano. "Sabe menos que nosotros", me dijo Borges a la vuelta, entre desilusionado y satisfecho. Y agregó: "Qué raro, un americano tan tímido". No se le ocurrió pensar en el azoramiento del profesor cuando se encontró a Borges sentado entre sus estudiantes, escuchando la clase.

La decisión de entrar en el mundo de una poesía recién nacida y escrita en una lengua muerta se originó en la soledad de la ceguera. Había escrito un libro sobre literaturas germánicas, en colaboración con María Esther Vázquez. Había leído textos y poemas traducidos al inglés moderno, en busca, como tantas veces en su obra, de los orígenes, del camino inicial que lleva a Shakespeare, pero también atraído por la fascinación de la épica y por un deseo nostálgico de ser parte de ella, de afirmarse en la corriente de su ascendencia inglesa, los Haslam, que eran de Nortumbria.

Esta curiosidad, entre sentimental y literaria, le había proporcionado una base de conocimientos sobre el tema, pero la lengua era para él una puerta cerrada. En este momento de su vida otra puerta se había cerrado definitivamente: la que daba a los libros. Todos los libros. Podría ver aún, borrosamente, la silueta del mundo. Perfiles de una calle, a veces una cara, el reloj de bolsillo con enormes y negros números romanos que miraba acercándolo a los ojos, las tapas y el lomo de un libro, pero no podía leer.

Para un hombre que literalmente vivía de la lectura éste era el más atroz de los exilios. Se encontró inerme y en un país extraño. La lectura es un placer en soledad y esta soledad placentera ahora le estaba vedada. Para entrar a las páginas de un libro, necesitaba a otro lector que hiciera de intermediario. Tampoco podía escribir a solas. Obligado a dictar, la escritura de un cuento o de un poema ya no era una acción privada, siempre habría un testigo. La presencia del otro, la exposición del impulso secreto, todavía en borrador, ante alguien que no sabe, que no entiende, que juzga o discrimina, es un infierno para los escritores.

Fue en estos primeros día de su exilio que Borges escribió el "Poema de los dones". 

Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración
de la maestría de Dios, que con magnífica ironía,
me dio a la vez los libros y la noche.

El poema se refiere específicamente a su nombramiento como Director de la Biblioteca Nacional, pero el tono de resignación, de pena y de asombro, la majestuosa cadencia del dolor contenido por la dignidad de los versos, revelan el impacto más profundo del golpe. Un estupor muy cercano a la asfixia.

A Borges nunca le faltó coraje. De ese infierno se hizo un purgatorio que disimuló con capas de bromas y de sincera gentileza. Era muy tímido y lo aterraba hablar en público. Pero se sobrepuso para dar conferencias y dictar clases en la Universidad. Convirtió la gran sombra de la Biblioteca Nacional en una biblioteca metafísica y se habituó a escuchar los libros ya que no podía verlos.

La memoria de Borges había sido una memoria obsesivamente visual. Me contaba con tristeza, sin vanidad alguna, que veía mentalmente la ubicación exacta de una frase en una página, la tipografía, el espacio que ocupaba un fragmento. Mientras la ceguera avanzaba, trabajó duramente en perfeccionar la memoria auditiva, recitando en voz alta, hablando como si recitara, recurriendo una y otra vez al texto o a los nombres que quería retener. Abandonó el verso libre y usó la rima de apoyo para recordar y corregir sus poemas antes de dictarlos. Cuando me hablaba de un cuento que se le había ocurrido lo sabía como si lo estuviera escribiendo, de modo que cada frase de una página en prosa estaba muy pensada y casi corregida antes de dictarse. El estilo conciso, perfecto, que deslumbraba a quien ocasionalmente le tomaba nota, era un producto de horas y de días de escritura en silencio. A su ya poderosa memoria natural le añadía una nueva, afinada en la desesperación y en el tedio.

Esta memoria, sin embargo, pedía ejercitarse y las conferencias, las lecturas, las charlas, no eran suficientes. Borges decidió que necesitaba una gimnasia intelectual muy diferente: aprender la lengua que habían escrito los ingleses del siglo IX al XII. Bromeaba: "Bueno, hago como esas señoras que siguen un curso de ikebana para llenar horas vacías": La horas vacías de aquel tiempo eran muchas.

En un momento de felicidad por el hallazgo de una nueva metáfora en uno de los poemas que traducíamos, me confesó: "Creo que si no me hubiera puesto a estudiar anglosajón me habría vuelto loco". También se reía de la indignación de su madre. Porque la madre, Leonor Acevedo, lo escuchaba recitar en inglés antiguo y rezongaba: "Si querés ponerte a estudiar, estudiá algo decente, como el griego. Esto es una lengua de brutos".

Aunque hoy parezca extraño, a Borges le costó reclutar compañeros de estudio entre sus alumnos. Hasta a mí, que lo recuerdo llegando solo y saliendo solo de la Facultad, sin la muchedumbre de espectadores que diez años después lo circundaría como un aura, hoy me parece raro. Pero la veneración de Borges, el mito de Borges, no había empezado aún y ni siquiera se insinuaba.

La cátedra era de Literatura Inglesa y Norteamericana. El profesor Jaime Rest dictaba la norteamericana. Su aula siempre estaba desbordante de alumnos. La de Borges no. En ocasiones, los estudiantes no eran más de diez, quince a lo sumo.

Borges era un escritor admirado (en nuestro país, a cierta distancia y con reservas porque no había recibido todavía el consagratorio Premio Formentor que compartió con Samuel Beckett) y un profesor algo exasperante. Inteligencia, humor, erudición, hacía de su hora de literatura inglesa una hora de espléndidas revelaciones literarias. Nadie lo negaba. Pero tampoco la tensión y la fatiga de escuchar una voz apagada por la timidez, cortada con frecuencia por el tartamudeo. La ceguera de Borges aumentaba la solemnidad de las clases. Había que guiarlo hasta la mesa encaramada sobre una tarima, había que ayudarlo a bajar. Uno tenía la sensación de que estaba hecho de cristal y que podía romperse en cualquier momento. El alumno que se ofrecía a conducirlo a la tarima sudaba bajo la responsabilidad y la mirada ansiosa de los otros.

En un libro que escribió su sobrino, Miguel de Torre, vi una foto poco conocida del Borges de esos años. Era la de un hombre mucho más joven, más robusto, más alto, que el anciano de piel blanca y traslúcida, de manos trémulas, que había guardado mi memoria. Un cuarto de siglo después de tomada esa foto, Borges se le parecería. Pero el Borges que conocí en la Facultad era un hombre muy fuerte, que agotaba a sus amigos en largas caminatas y conversaciones que duraban hasta la madrugada. La foto desmiente la imagen de intimidatoria ancianidad registrada por mis días de estudiante. ¿Había caído en la trampa de modificar los rasgos del pasado con el modelo del presente? Finalmente, descubrí la verdad. A los dieciocho, la edad que yo tenía, la gente de más de cuarenta, con arrugas y canas, ya nos parece vieja.

Una joven norteamericana que preparaba su tesis de doctorado sobre Borges me preguntó si era cierto que nunca aplazó a un alumno. Para su escándalo, le respondí que era muy posible. Uno de los motivos de la suspicacia que despertaba en el ámbito académico era su desprecio por los exámenes y las fichas. Pensaba que los exámenes eran ridículos. La literatura, sostenía, no debe estar sometida a un régimen de premios y castigos con números. "Estimulan la pedantería y desalientan la curiosidad." Cuando le decían que sin la obligación de rendir examen los estudiantes no estudiaban, respondía que le estaban dando la razón. Si por el temor de los exámenes acudían a los libros, se habían equivocado de carrera. ¿Por qué no se dedicaban al comercio? Y sobre las fichas: "Aquello que la memoria no guarda por placer, por amor o por necesidad, sólo merece guardarse en esa caja de zapatos". Coherente hasta el fin de sus días en su amor por la literatura, las clases que preparaba cuidadosamente tenían la misma calidad y originalidad de los ensayos que hoy se leen con infinita reverencia. Era un lector apasionado que hablaba para lectores, un escritor que se dirigía a futuros escritores, un guía de grandes obras (jamás citó la suya) en la selva de las teorías críticas de moda.

La inteligencia de Borges despertaba una admiración instintiva. Carecía de vanidad y de amor propio, no ocultaba su emoción cuando citaba versos de su autor favorito y sabía transmitir esa emoción. La voz débil e incierta se afirmaba entonces y tomaba una cadencia peculiar. El lento, grave balanceo de las frases, daba a las palabras una sonoridad extraordinaria. Uno sentía que en la memoria de Borges había un tesoro literario y que de ahí sacaba un puñado de joyas para despertar la codicia de los alumnos. Recuerdo la sonrisa de felicidad con que ponía punto y aparte a esas citas; Borges era uno de los raros escritores a quienes colma de alegría el acierto de los otros. Ya célebre por su erudición, se burlaba de los eruditos. Intelectual por excelencia, se retraía ante cualquier alarde de la razón que prescindiera de los sentimientos. Crítico apasionado, lo irritaba que la crítica nos fuera impuesta como lectura obligatoria. Era muy respetuoso del programa de estudios pero no vacilaba en apartarse del tema para divertirnos con anécdotas, aspectos menos conocidos y poco reverentes de los escritores o de las obras.


En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006
Foto: Borges y Vlady Kociancich ca. 1960 por A. Bioy Casares 


16/9/16

Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [I de IV]





Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges

La risa de Borges

Leo hoy la noticia de que parientes de Borges reclaman la exhumación y cremación del cadáver y su traslado a Buenos Aires. Aluden a la voluntad de Borges, supuestamente manifestada antes de su última residencia en Ginebra. Si el pleito prospera, engrosará las página de la mala literatura, pretenciosa y feroz, que está inspirando su secreta agonía, su recoleta muerte en Suiza.

Estos trajines necrófilos le hubieran hecho poca gracia a Borges, el escritor. Su obra es singularmente rica en muertes limpias de la chambonería de la carne. La muerte borgeana, expurgada de sangre, de dolor, de humillaciones corporales, nunca se presenta más que como una cesación, brusca y poética, de afanes, o como una revelación, lírica o irónica, de sueños o de pesadillas. El muerto no entorpece la acción de un cuento con el bulto de su cadáver, la muerte calla juiciosamente el trámite aborrecible que la divorcia de la vida. Muerto y muerte se estilizan en un gesto, una frase.

A mí no me cuesta imaginar que Borges, consciente de su próximo fin, encontraría algún consuelo en la precisión literaria de morirse en Ginebra. De todo su pasado, era el tramo que mejor convenía a su estética. La ciudad de los días de estudiante era una ciudad abstracta. El estudiante no era mucho más real. En cuando al sentimiento de su juventud, está claramente expresado en su relato "El Otro": Borges habla con Borges, de Borges.

En los últimos años, mientras el gran amante de las ciudades se echaba en brazos de una o de otra, enamorado persistente e infiel, no agregó un detalle al puñado de escasas anécdotas que lo unía a Ginebra. Tampoco le asestó ninguno de los zarpazos burlones e ingeniosamente peyorativos que intercalaba como una fe de erratas en el libros de sus amores. Uno podría pensar que guardó esa ciudad como un papel en blanco para escribir su epitafio.

Hay mucho del escritor atento a su lector (y Borges era de esa raza) en la organización de los materiales de Ginebra. Un ciudad de la memoria, un adolescente reflejado en el espejo donde se mira el muerto.

El solemne funeral religioso con que se lo enterró ha sorprendido a quienes en la intimidad y en público lo oímos repetir cortésmente, pero con firmeza, su condición de ateo. Que en ese entierro oficiaran simultáneamente dos sacerdotes (uno por la Iglesia Católica, otro por la Protestante) como si un solo delegado del otro mundo no baste para convencernos de que Borges conseguirá alojamiento en algún Paraíso, suena a broma de Borges. Que un tribunal civil dispute por la consumación ígnea o biológica de sus restos hubiera desconcertado al mismo Borges, tan poco atento al destino del cuerpo, esa edición de autor. ¿Se hubiera reído, finalmente?

El Borges que yo conocí en 1959, sí. A carcajadas.



En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006
Foto: Captura Borges. Encuentro con las Artes y las Letras -1976,  RTVE 


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