Isaías, VI, 5.
—Dice bien, Lumbeira. Hay espíritus netamente recalcitrantes, que prefieren una porción de cuentos que hasta el Nuncio bosteza cuando los oye por milésima vez, y no un debate mano a mano sobre un temario que no trepido en calificar de más elevado. Usted abre la boca, que por poco se desnuca, para emitir un fallo fenómeno sobre la inmortalidad del cangrejo y antes que se le ganen las moscas le meten la empanada de un cuento que si usted lo oye no lo pescan más en esa lechería. Hay gente que no sabe escuchar. Ni chiste, viejito, mientras me mando otro completo a bodega, que si no me apura voy a facilitarle un caso concreto que si usted no se cae de espaldas, será porque cuando le dieron vuelta el sobretodo usted estaba adentro. Por muy doloroso que sea reconocerlo —y me animo a hablar, porque de usted se dirá con toda justicia que ni bañado con pasta Johnston, pero no que no es argentino— hay que gritar como un destetado que en materia lombricidas la República ha dado un paso atrás que no contribuirá a colocarla en una situación auspiciosa. Otro gallo me cantaba cuando mi yerno se infiltró bajo el ala del nepotismo en el Instituto de Previsión «Veterinarias Diogo» y, con una paciencia de preso, abrió una sólida brecha en el frente único que vuelta a vuelta no se dejaba de materializar a la sola mención de mi nombre. Es lo que siempre le repito al Lungo Cachaza —el Tigre de la Curia,usted sabe—, hay cada atrabiliario que con tal de remover la mugre saca a relucir chimentones que tienen bien ganado su nicho junto al Tatú Gigante: historias que ya son del dominio público, verbigracia la vuelta que me multaron cuando el decomiso de atún o aquel traspié de las partidas de defunción para la Maffia Chica de Rafaela. Ah, tiempos, me bastaba con apretar el fierrito de mi Chandler 6, para presentar un cuadro completo del despertador desarmado y reírme hasta quedar sin emplomaduras de los mecánicos de tierra adentro que acudían como moscas con el espejismo de poner en forma el carromato. Otras vueltas hacían el gasto los cuarteadores, que sudaban como sus patas para desatascarme del barro blanco cuando no de una banquina en proyecto. Aquí caigo y aquí levanto, yo sabía arrastrarme en un circuito de ochocientos kilómetros, que no aceptaban los restantes colegas, ni con el cuento de participar en la tómbola de las obras del viejo Palomeque. Como avanzada del progreso que siempre he sido, mi cometido era pulsar blandito el mercado en vista de nuestro nuevo departamento que abarcaba el piojo de los porcinos y que no era otra cosa que nuestro viejo amigo el Polvo de Tapioca Envasado.
Con el pretexto de la inexplicable enterecolitis que diezmó el acervo porcino en faja del sudoeste bonaerense, le tuve que decir chaucito al Chandler, a medio recolectar en Leubuco y, confundido con la nube de energúmenos apalabrados para rellenarme hasta el punto de empaste con polvo de tapioca, pude formar en una de las cuadrillas veterinarias y ganar sano y salvo los perímetros de Puán. Mi lema siempre ha sido que zona donde el hombre al día es un luchador inteligente que da al porcino la medicina y el alimento racional que éste exige para su más elevado rinde en jamón libre de grasa y hueso —el Piojicida Diogo y la Cementina Vitaminizada Diogo, digamos— reviste a la primer ojeada contornos optimistas, alentadores. Sin embargo, como esta vuelta no reportaría nada engrupirlo como a un miserable contribuyente, usted me creerá si le pinto con el brochazo más renegrido el cuadro que brindaba la campaña al observador atribulado, a la hora en que el ocaso se perdía entre los pajonales, por el hedor casi repugnante de tanto chancho muerto.
Aprovechando que hacía un frío que a uno se le paspaba el umbligo, a lo que agregue usted el ambo de brin, menos el saco que un Duroc-Jersey se lo puso en los últimos estertores de la agonía y el guardapolvo disfraz que lo cedí, a cambio de un acarreo de mi persona en su camioneta rural, a un agente de la Saponificadora Silveyra, que hacía su agosto cargando grasa de osamenta, me colé en el Hotel y Fonda de Gouveia, donde pedí un completo bien calentito que el sereno satisfizo, alegando que a todo esto ya serían las nueve pasadas, con una soda Sifonazo a una temperatura que resultaba francamente inferior. Trago va, chucho viene, me las compuse para sonsacar al sereno, que era uno de esos mudos que cuando se sueltan a hablar tienen más bocas que la desgranadora a plazos Diogo, la hora aproximativa del primer tren carreta a Empalme Lobos. Ya me entonaba de que sólo me restaban ocho horas de santa espera, cuando un chiflón me dio vuelta como una media y era una hendija que se abría para que entrara ese panzón de Sampaio. No se mande la parte que no lo identifica a ese gordo, porque me consta que Sampaio no es delicado y se da con cualquier basura. Ancló en la misma mesa de mármol donde yo estaba tiritando y debatió media hora con el sereno las ventajas de un chocolate con vainillas versus un bol de caldo gordo, dejándose a las cansadas convencer en favor del primero, que el sereno, a su modo, interpretó sirviéndole una soda Sifonazo. Por aquel invierno Sampaio, con un pajizo hasta el cogote y un saquito rabón, había encontrado un cauce proficuo para su comezón literaria y redactaba con letra firulete una listita kilométrica de criadores, invernadores y reproductores de cerdos, para una edición refundida de la Guía Lourenzo.
Así, mientras acurrucados junto al termómetro nos castañeteaban los postizos, miramos ese recinto desmantelado y oscuro —piso de baldosas, columnas de fierro, el mostrador con la máquina del express— y recordamos tiempos mejores cuando pugnábamos por desbancarnos mutuamente ante la clientela y andábamos por esos terragales de San Luis mascando tierra, que cuando regresábamos al Rosario la limpiadora de alfombras se atascaba. El gordo, por más que oriundo de la nación de no sé qué república tropical, es un panza relámpago y me quiso regalar el espíritu con la lectura de su elucubración en libretas; yo, los primeros tres cuartos de hora, me hacía el chiquito y mantenía a todo vapor el cacumen con la ilusión de que esos Ábalos y Abarrateguis y Abatimarcos y Abbagnatos y Abbatantuonos eran firmas que operaban dentro de mi radio de acción, pero muy pronto Sampaio se deschavetó con la indiscreción de que eran criadores del noroeste de la provincia, zona interesante por la densidad demográfica, eso sí, pero desgraciadamente absorbida por la propaganda innocua y oscurantista de la competencia. ¡Mire que hace años que yo me lo sabía de memoria al gordo Sampaio y nunca se me había pasado por la testoni que ahí, entre tanta grasa, hubiera todo un plumífero de garra y fuste! Agradablemente sorprendido aproveché con toda agilidad el perfil ilustrado que iba tomando nuestro chamuyo y con una zancadilla que en su más garufiante juventud me envidiara el P. Carbone, desvié el temario hacia los Grandes Interrogantes con la idea fija de zampar de cabeza a ese panzón valioso en la Casa del Catequista. Resumiendo grosso modo las directrices de una cartillita golazo del P. Fainberg, lo dejé mormoso con la pregunta de cómo el hombre, que viaja como un tren de ferrocarril entre una y otra nada, puede insinuar que son puro infundio y macana lo que sabe hasta el último monaguillo sobre los panes y los peces y la Trinidad. No se me quede dormido con la sorpresa, amigo Lumbeira, si le revelo que Sampaio ni tan siquiera izó bandera blanca ante ese rotundo mazazo. Me dijo más fresquito que un helado de café con leche que en punto a trinidades nadie había pulsado como él las tristes resultas de la superstición y de la ignorancia y que era inútil que yo ensayara una sola sílaba porque ipso facto me iba a barrenar debajo de la peluca una vivencia personal que lo había estancado en la vía muerta del materialismo grosero. Don Lumbeira, le juro y le perjuro que para desatascar al gordo de ese proyecto quise tentarlo con la idea de echar un sueñito sobre las mesas de billar, pero el hombre recurrió al despotismo y me enjaretó sin asco este cuento que yo se lo pasaré ni bien reduzca, con unos buchecitos de feca, las existencias de manteca y de miga que ahora me taponan la boca. Dijo, clavándome los ojos en la campanilla que yo se la mostraba con un bostezo:
—No colija por estas actualidades —jipi en desuso y terno remendón— que siempre anduve redondeando circuitos donde se alterna la planada en que hiede el verraco con el hostal en que opila el conversante. Conocí tiempos galanos. Más de una vez ya le inculqué que mi cuna queda allá en Puerto Mariscalito, que siempre fue la playa novedosa donde acuden las niñas de mi tierra con la ilusión de capear la malaria. Mi padre fue uno de los diecinueve trabucos de la cabildada del 6 de junio; cuando volvieron los moderados pasó, con todo el sector de los repúblicos, del grado de Coronel de Administración al de carterillo fluvial entre los aguazales. La mano que antes revoleara, temida, el trabuco de caño corto, ahora se resignaba a divulgar el lío lacrado, cuando no los sobres oblongos. Por de contado, le pondré en la oreja que mi padre no fue un postal de esos que se reducen a cobrar el sellado en limas, chirimoyas, papayas y cachos de frutales; antes hacía del destinatario pasivo un indio alerta y gananciero, que se allanaba a la adquisición regular de toda suerte de baratijas a trueque de percibir la correspondencia. Cánteme usted, don Mascarenhas ¿quién fue el bisoño que lo auxiliaba en ese patriotismo? El niño de bigotes de manubrio que ahora le anoticia estos fidedignos. Mis primeros gateos fueron colgados del botalón de la piragua; mi primera lembranza, de un agua verde, con reflejos de hojas y espesura de caimanes, donde yo, a lo niño, rehusaba entrar, y mi padre, que era un Catón, me arrojó a lo súbito para curarme del miedo.
Pero esta panza con dos piernas[1] no era hombre para estarse in aeternum engolosinando con baratijas al sencillo habitante de los bohíos; anhelé gastar las suelas en procura del paisaje-novedad, llámelo Cerro de Montevideo cuando no niña lunareja. Ganoso de postales colorinas para el álbum que siempre fui, aproveché una “captura recomendada” que me buscaba como a cosa buena y dije adiós desde la cala de un pescadero a los bonancibles llanos morados, a las verdes maniguas y a las moteadas tembladeras, que son mi país y mi patria, mi nostalgia bonita.
Cuarenta días y cuarenta noches perduró aquella travesía marítima entre pejes y estrellas, con paisajes a toda policromía, que por cierto no olvidaré porque algún marinante de cubierta se dolía del pobre mareado y bajaba a contarme lo que veían esos exagerantes. Pero hasta el paraíso tiene coto y día llegó que me descargaron como tapete enrollado en la dársena de Buenos Aires, entre el polvillo del tabaco y la hoja del plátano. No le brindaré el cuadro alfabético de cuánta cesantía he cursado en mis primeros años de argentino, que si las pongo en fila no cabemos bajo estas tejas. Le haré una minucia, eso sí, de lo que pasó a cortina cerrada en la razón social Meinong y Cía., cuyo personal engrosé como empleado único. Quedaba el caserón al 1300 de la calle Belgrano y era una firma importadora de tabaco holandilla, que el exilado, al cerrársele de noche los ojos que encallecía la industriosa fatiga, se pensaba desterronando la hierba en los deseados tabacales de Alto Redondo. Había un escritorio a nivel, para encandilar a los clientes, y en el sótano teníamos el subsuelo. Yo, que en aquellos años mozos acusaba el activismo de mi juventud, hubiera dado todo el oro negro de Panuco para mudar de sitio tan siquiera una de las mesillas ratonas que la retina registraba a la manderecha, pero don Alejandro Meinong me había vetado el cambio más nulo en la distribución y baraje del mobiliario, haciendo valer que era ciego y que de memoria transitaba por la casa. A él, que nunca me vio, ahora me figuro estar viéndolo, con sus anteojos negros que eran dos noches, barba de rabadán y piel de miga, sin embargo de una aventajada estatura. Yo no cesaba de repetirle: “Usted, don Alejandro, en cuanto las calores aprietan carga pajizo”, pero lo más cierto es que portaba un casquete de terciopelo, que ni para despertarse lo omitía. Bien lo recuerdo, tenía uno de esos anillos de espejo y yo me rasuraba en su dedo. Le saco la palabra de la boca y la corro a la mía para decir que don Alejandro era, como yo, un grumo más del moderno mantillo inmigratorio, porque iba para medio siglo que no apuraba el porro de cerveza en la Herrengasse. Apilaba en el salón-dormitorio porción de biblias en todos los distintos idiomas y era miembro de número de una corporación de calculistas que buscaba el ajuste de las disciplinas geológicas a la cronología marginal que adorna la Escritura. Ya tenía abocado su capital, que no era una indigencia, a los fondos de esos orates, y gustaba iterar que a la nieta Flora le emboscaba una herencia de más quilates que oro capote, u sea el amor a la cronología de la Biblia. Esa heredera era una niña enteque, de nueve años a más contar, de ojos con lejos, como si divisaran el piélago, rubia de pelo, con un estarse decoroso y suavito, como la silvestre lengua de vaca que quién no fue a coger en la madrugada por esas praderías y barrancos de Cerro Presidente. Esa niña, sin compañía de su corta edad, se contentaba oyéndome entonar, en ratos de asueto, el Himno Nacional del terruño, que yo lo acompañaba con pandero; pero bien dicen que no siempre está para monerías el mono, y cuando yo bregaba con la clientela o me despachaba un descanso, la niña Flora jugaba al Viaje al Centro de la Tierra, en el sótano. Al abuelo estas expediciones no le placían. Porfiaba que había peligro en el sótano; a él, que se desplazaba como un correo por toda la casa, le bastaba bajar a lo oscuro para decir que le habían mutado el sitio de las cosas y que tenía la impresión de extraviarse. Para el entendimiento romo esas quejas nomasito eran lujos del desvarío, porque hasta el gato Moño sabía que el depósito no recelaba otras sorpresas que pila sobre pila del holandilla en hoja y un remanente de enseres en desuso de la ex Martillera de Artículos Generales E. K. T., que había sido inquilino del local, antes que mi don Alejandro. Mentado Moño, vano es persistir ocultando que este gato se sumaba a la cofradía de los desafectos al sótano, porque vez que bajaba por la escalera ciento que huía como si lo espoleara el Patas. Tales repentes en un gatazo, por lo capón, tranquilo, hubieran suscitado el alarmismo del más pachorra, pero yo siempre sigo la derechura, como la piedra imán, aunque de mejor consejo hubiera sido, en ese apretado, sujetar el burdégano. Lueguito, cuando caí en la cuenta, ya era bien tarde y como para gatazos quedé con tanta desventura.
El calvario que usted, aunque se muña de una rueda suplementaria, ya no se me escapa de oír, comenzó en momentos que don Alejandro casi se acomoda en un maletín de cuerina, con la comezón de ir a La Plata. Otro cucufato vino por él y lo vimos partirse lo más vistoso para el congreso de los bíblicos en el cine-salón Dardo Rocha. Desde el portal me dijo que lo esperara el lunes que viene con la cafetera de silbido bien pertrechada. Agregó que el viaje duraría tres días y que yo cuidara de la niña Flora como de oro en paño. Bien sabía él que esta recomendación era un ocio, pues aunque usted aquí me está viendo tan negro y tan grande, mi mejor timbre era ser el perro custodio de la niña.
Una tarde que, provisto hasta el colodrillo de leche asada, me corrí un sueñito que ni regente de los vacajes, la niña Flora dio en aprovechar el relaje de la vigilancia prolija para trabucarse en el sótano. A la oración, hora que acostó a su muñeca, la divisé con fiebre en los pulsos, con alucinaciones y el miedo. Atendiendo que ya le mucheaba el calosfrío, le rogué se ganara los debajos de la cubija y le invertí una infusión de yerbabuena. Esa noche, para que reposara con sosiego, recuerdo que velé a los pies de la cama, tendido en el felpudillo de palma. La niña amaneció tempranera, todavía malilla, no tanto por las fiebres, que habían bajado, cuanto por la pavor. Más a lo tarde, cuando la hubo confortado el cafeto, le puse pregunta de qué la congojaba. Me dijo que la víspera había columbrado en el sótano una cosa tan rara que no podía describir cómo era, salvo que era con barbas. Yo di en pensar que esa fantasía con barbas no era causante de la fiebre, sino lo que el practicón llama síntoma, y la distraje con el cuento del jíbaro que lo eligieron diputado los monos. Al otro día andaba la niña por todo el caserón, lo más cabrita. Yo, que suelo amainar ante la escalera, le pedí que bajase a buscar una hoja avería, con miras al cotejo. Mi demanda sobró para demudarla. Como la sabía niña valiente, le persistí que sin demora satisfaciera la orden, para de una buena vez aventar esas musarañas morbosas. Me lo acordé, en un pronto, a mi padre, botándome del bongo, y no me dejé ganar por las compasiones. Para no desolarla, fui con ella hasta el arranque de la escalera y la vi bajar muy tiesa y durita, como el soldadillo-silueta del tiro al blanco. Bajaba con los ojos cerrados y se entró derecha entre los tabacos.
Apenas daba yo la vuelta con la espalda, cuando oí el grito. No era fuerte, pero ahora me parece que vi en él, como en espejo diminuto, lo que amedrentaba a la niña. Bajé a pantuflo corrido y la pillé tirada en las baldosas. Se me abrazó como si buscara carena, con los brazos como alambrito y ahí, mientras yo le repetía que no dejara solo a su tío San Bernardo (como ella me apodaba) dio su espíritu, quiero decir que se murió.
Quedé hecho nadie y tuve la impresión que toda mi vida, hasta esa ocurrencia, la había ido cursando un ajeno. A lo pronto, el momento en que bajé la escalera se me antojó lejano. Yo seguía sentado en el piso; mis manos, como por cuenta propia, liaban un cigarrillo de papel. La mirada rondaba, también ausente.
Fue entonces que atisbé, sentada en un sillón de hamaca, de mimbre, que iba y venía dulcemente, la causa del temor de la niña, por ende de su muerte. Ya me nombrarán insensible, pero el hecho es que tuve que sonreír cuando vi la sencillez que me había traído esa desventura. Lo primerizo, dese un envión y arranque como vuelo. Vea, de a un tiempo, en un santiamén, los tres combinados que en una suerte de entrevero tranquilo animaban el sillón: como científicamente los tres se estaban en un solo lugar, sin atrás, ni adelante, ni abajo arriba, dañaban un poco la vista, con especialidad en el primer vistazo. Campeaba el Padre, que por las barbas raudales lo conocí, y a la vez era el Hijo, con los estigmas, y el Espíritu, en forma de paloma, del grandor de un cristiano. No sé con cuántos ojos me vigilaban, porque hasta el par que le correspondía a cada persona era, si bien se considera, un solo ojo y estaba, a un mismo tiempo, en seis lados. No me hable de las bocas y pico, porque es matarse. Dé, también, en sumar que uno salía de otro, en una rotación atareada, y no se admirará que ya me lindara un principio de vértigo, como de asomante a un agua que gira. Dijérase que se iluminaban con el propio mover y venían a quedar a unas pocas varas, que si distraído alargo la mano, por ventura me la lleva ese remolino. Oí, en ésas, al tranvía 38, discurriendo por Santiago del Estero y pensé que en el sótano faltaba el ruido de la hamaca. Cuando miré más, era cosa de risa: la hamaca estaba quieta; lo que yo había tomado por balanceo era el ocupante.
¡Ahí me la tengo a la Santísima, pensé yo, creadora del cielo y de la tierra, y mi don Alejandro en La Plata! Bastó ese pensamiento para librarme de la inercia en que estaba. No eran momentos de abundar en amenas contemplaciones: don Alejandro era varón chapado a la antigua, que no escucharía con buena oreja mi explicación de haber negligido a la niña.
Estaba muerta, pero no me avine a dejarla tan cerca de esa hamaca y así la cargué en brazos y la acosté en la cama, con la muñeca. Le di un beso en la frente y me salí, dolido de tener que abandonarla en ese caserón tan vacío y tan habitado. Ganoso de evitar a don Alejandro, salí de la ciudad por el Once. Noticias me llegaron un día que la casa de la calle Belgrano la derribaron cuando el ensanche.
Pujato, 11 de septiembre de 1946
En H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables (1946)
Obras Completas en Colaboración
© María Kodama, 1995 / © Barcelona, Emecé Editores, 1979, 1991, 1997