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2/5/19

Jorge Luis Borges: Edgar Wallace







El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad. Escribo extraño, porque para un criollo lo son. Martín Fierro, el santo desertor del ejército, y el aparcero Cruz, el santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina británica de que la ley tiene razón, infaliblemente, pero también les petrificaría el pensar que su desmadrada vida de cuchilleros fugitivos era emocionante o deseable. Matar, para el criollo, era desgraciarse: nada más opuesto a la idea de El asesinato considerado como una de las bellas artes del mórbidamente virtuoso De Quincey, o de la Teoría del asesinato moderado, del sedentario Chesterton.

Ambas pasiones –la de las aventuras singulares, la de la inmaculada legalidad– hallan satisfacción en la narración policial. Edgar Wallace, tengo entendido, era uno de los más conocidos artífices de ese género literario. No he leído su obra. Lamento esa omisión y tengo el propósito de corregirla, porque no soy de los que misteriosamente desdeñan las tramas misteriosas. Creo, por el contrario, que la organización y la aclaración, siquiera mediocre, de un suculento asesinato o de un doble robo, exigen un trabajo intelectual que es muy superior a la fétida emanación de sonetos sentimentales o de diálogos entre personajes de nombre griego o de poesías en forma de Carlos Marx o de ensayos siniestros sobre el centenario de Goethe o de meritorios estudios sobre el problema de la mujer, Oriente y Occidente, la ética sexual, el alma del tango, y otras inclinaciones de la ignominia.

Espero que nuestra literatura argentina merecerá tener, algún improbable día, su Edgar Wallace.






En: Textos Recobrados 1931-1955 (2001)
Primera publicación en: Edgar Wallace (autobiografía con reseñas críticas de diversos escritores), Buenos Aires
Colección Misterio de J. C. Rovira Editor distribuida por Editorial TOR, Número 75, 1932.*
Luego en: Diario La Capital, Rosario, 19 de diciembre de 1989.
Y en: Radar Libros, diario Página 12, 20 de agosto de 2012.
Retrato de Jorge Luis Borges en revista Gente, década de 1970, Editorial Atlántida.
Al pie, portadas de la Colección Misterio que integró este volumen. 



*Este texto está construido con los párrafos primero y último de Leyes de la narración policial.
Según comenta Alberto C. Vila Ortiz en Borges en Pichincha y otras memorias de un oficio perdido, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 1994, "la Colección Misterio, que aparecía todos los martes, era publicada por J. C. Rovira Editor. El tomo 75, en que se publica la autobiografía de Edgar Wallace, apareció poco después de la muerte del autor. Wallace murió en la madrugada del 10 de febrero de 1932 en Hollywood. [...] En este tomo se incluye un apéndice en el cual se nos dice que 'dos escritores argentinos de la nueva generación literaria expresan su autorizada opinión sobre la obra de Edgar Wallace: Jorge Luis Borges y Alberto Pinetta".

2/2/19

Jorge Luis Borges: Nota sobre "La tierra purpúrea"






Esta novela primogénita de Hudson es reducible a una fórmula tan antigua que casi puede comprender la Odisea; tan elemental que sutilmente la difama y la desvirtúa el nombre de fórmula. El héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras. A ese género nómada y azaroso pertenecen el Asno de Oro y los fragmentos del Satiricón; Pickwick y el Don Quijote; Kim de Lahore y Don Segundo Sombra de Areco. Llamar novelas picarescas a esas ficciones me parece injustificado: en primer término, por la connotación mezquina de la palabra; en segundo, por sus limitaciones locales y temporales (siglo dieciséis español, siglo diecisiete). El género es difícil, por lo demás. El desorden, la incoherencia y la variedad no son inaccesibles, pero es indispensable que los gobierne un orden secreto. He citado algunos ejemplos ilustres; quizá no haya uno que no exhiba defectos evidentes. Cervantes moviliza dos tipos: un hidalgo "seco de carnes", alto, ascético, loco y altisonante; un villano carnoso, bajo, comilón, cuerdo y dicharachero: esa discordia tan simétrica y persistente acaba por quitarles realidad, por disminuirlos a figuras de circo. Kipling inventa un Amiguito del Mundo Entero, el libérrimo Kim; después, imperdonablemente, le da el horrible oficio de espía. Anoto sin animadversión esas lacras; lo hago para juzgar The Purple Land con pareja sinceridad.


El mayor defecto de esta novela es (me parece) la vana y fatigosa complejidad de ciertas aventuras. Pienso en las del final: son lo bastante complicadas para fatigar la atención, pero no para interesarla. En esos onerosos capítulos, Hudson parece no entender que el libro es sucesivo (casi tan puramente sucesivo como los viajes de Simbad o como el Buscón) y lo entorpece de artificios inútiles. En realidad, su novela tiene dos argumentos. El primero visible: las aventuras del inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntimo, invisible: el acriollamiento de Lamb, su conversión gradual a una moralidad cimarrona que recuerda un poco a Rousseau y prevé un poco a Nietzsche. Sus Wanderjahre son Lehrjahre también.

Quizá ninguna de las obras de la literatura gauchesca aventaje a The Purple Land. Sería deplorable que tres o cuatro errores o erratas (Camelones por Canelones, Aria por Arias, Gumesinda por Gumersinda) nos escamotearan esa verdad... The Purple Land es fundamentalmente criolla. En Ascasubi hay una felicidad no menor, hay rasgos más vívidos, pero están inconexos y secretos en tres tomos incidentales, de cuatrocientas páginas cada uno. El Martín Fierro (pese al proyecto de canonización de Lugones) está falseado por inconvincentes bravatas y por una quejumbre casi italiana; Don Segundo, por el afán de magnificar las tareas más inocentes. Nadie ignora que su narrador es un gaucho; de ahí lo doblemente injustificado de ese gigantismo teatral que hace de un arreo de novillos una función de guerra. Güiraldes ahueca la voz para referir los trabajos cotidianos del campo; Hudson (como Ascasubi, como Hernández, como Eduardo Gutiérrez) narra con toda naturalidad hechos acaso atroces.

Alguien observará que en The Purple Land el gaucho no figura sino de modo lateral, secundario. Tanto mejor para la veracidad del retrato, cabe responder. El gaucho es hombre taciturno, el gaucho desconoce, o desdeña, las complejas delicias del recuerdo y de la introspección; mostrarlo autobiográfico y efusivo, ya es deformarlo.

Otro acierto de Hudson es el geográfico. Nacido en la provincia de Buenos Aires, en el círculo mágico de la pampa, elige sin embargo la tierra cárdena donde la montonera fatigó sus primeras y últimas lanzas: el Estado Oriental. Esta elección propicia le permite enriquecer el destino de Richard Lamb con el azar y con la variedad de la guerra: azar que favorece las ocasiones del amor vagabundo. Macaulay, en su artículo sobre John Bunyan, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre sean con el tiempo recuerdos personales de muchos otros. Las de Hudson perduran en la memoria: el gaucho ensimismado que pita con fruición el tabaco negro, antes de la batalla; la muchacha que se da a un forastero, en la secreta margen de un río.

Mejorando una frase que James Boswell ha divulgado, Hudson refiere que muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica, pero que siempre lo interrumpió la felicidad. La frase (una de las más hermosas del mundo) es típica del hombre y del libro. Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, The Purple Land es de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos. (Otro, también americano, también de sabor casi paradisíaco, es el Huckleberry Finn de Mark Twain).



Guillermo Enrique Hudson, Antología, Buenos Aires, Losada, 1941
Luego en Textos recobrados 1931-1955 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001

Otra versión de este texto en dario La Nación, 3 de agosto de 1941, con el título 
"Nota sobre The Purple Land", recogido después en J. L. Borges Otras inquisiciones
Buenos Aires, Emecé Editores, 1960 con el título "Sobre The Purple Land".

Imagen: Picture of William Henry Hudson. Unknown author (1918)
Frontispiece of Far Away and Long Ago (New York: E. P. Dutton & Co.) 






15/12/18

Jorge Luis Borges: En forma de parábola (1946)







Imaginemos un astrónomo que negara la corriente doctrina de los ocasos. Este renovador empieza por observar (con toda razón) que la palabra ocaso es una petición de principio, ya que postula una relación entre resplandor que algunas personas creen advertir en el occidente (¡otra petición de principio!) y la cotidiana puesta de sol. Observa luego que no tiene la intención de negar que esos resplandores han existido y acaso existan, sino que se proponen explicarlo, uno por uno, cosa que sus adversarios no han hecho. Acto continuo explica, no sin gran aparato documental, declaraciones de testigos, etc., que el resplandor "accidental" de la tarde del sábado se debía a una festividad religiosa, el del viernes a las iluminaciones decretadas por el intendente para festejar el centenario de Marx, el del jueves al día del reservista, el del miércoles al patriótico incendio de Villa Crespo, el del martes al incendio del Reichstag, el del lunes al brillo de la prosa del doctor Martínez Zuviría*. Agrega que se propone seguir dilucidando así todos los "ocasos" pretéritos y los que el porvenir le depare.

Ahora bien: por satisfactoria que sea cada explicación del astrónomo de mi fábula ¿quién no siente que el hecho de que sean tantas, las debilita y las anula? Algo parecido acontece con quienes tratan de explicar los actos oficiales que repetidamente nos sorprenden y nos consternan. Cada uno de esos actos llega provisto de su improvisado sofisma; lo grave es que todos ellos —y la suma total es casi tan vasta como la de los ocasos de mi parábola— son asimismo capaces de una explicación, que algunos llaman injusticia y otros nazismo.

La expoliación de que Ricardo Rojas** ha sido víctima es un ejemplo más de esa melancólica serie.


* La ironía de Borges de mencionar a Martínez Zuviría (seudónimo: Hugo Wast) se reitera varias veces en su obra y misceláneas. Adolfo Bioy Casares registra en su Borges, páginas imperdibles: 151, 184, 221, 433, 540, 761. [Nota de PD]

** En 1945 se otorga a Ricardo Rojas el Premio Nacional de Historia, pero el dictamen es anulado, y la SADE, cuyo jurado estaba integrado por Jorge Luis Borges, León Benarós, Ricardo Sáenz Hayes, Ulyses Petit de Murat y José Luis Romero, le adjudica el 18 de octubre de 1946, el Gran Premio de honor de 1945, por El profeta de la  pampa. Vida de Sarmiento.

Boletín de la Sociedad Argentina de Escritores
Buenos Aires, Año XIV, N° 29, diciembre de 1946

Luego en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001




9/11/18

Jorge Luis Borges: La génesis de "El cuervo" de Poe (1935)






En su entrega de abril de 1846 —el primer año de la guerra con México, el año de la travesía del Misisipí por las carretas del heresiarca polígamo Brigham Young—, el "Graham's Magazine" de Filadelfia publicó un artículo a dos columnas de su corresponsal Mr. Poe, titulado "The philosophy of composition". Edgar Allan Poe, en ese artículo procuraba explicar la morfología de su ya glorioso poema "The raven". Diversos traductores —desde el venezolano Pérez Bonalde a Carlos Obligado— han vinculado ese poema a la literatura española. Cabe, pues, descontar su conocimiento y proceder a las glaciales revelaciones de su creador.

Éste comienza por alegar los motivos fonéticos que le indicaron el estribillo melancólico nevermore (nunca más). Dice luego su necesidad de justificar de un modo verosímil el uso periódico de esa palabra. ¿Cómo reconciliar esa monotonía, ese "regreso eterno", con el ejercicio de la razón? Un ser irracional, capaz de articular el precioso adverbio, era la solución evidente. Un papagayo fue el primer candidato, pero inmediatamente un cuervo lo suplantó, más decoroso y lóbrego. Su plumaje aconsejó después la instalación de un busto de mármol, por el contraste de esa candidez y aquella negrura. Ese busto era de Minerva, de Palas: por la eufonía griega del nombre y para condecir con los libros y con el ánimo estudioso del narrador. Así de todo lo demás... No traslado la fina reconstrucción ensayada por Poe; me basta recordar unos eslabones.

Inútil agregar que ese largo proceso retrospectivo ha merecido la incredulidad de los críticos, cuando no su burla o su escándalo. ¡Del interlocutor de las musas, del poeta amanuense de un dios oscuro, pasar al mero devanador de razones! La lucidez en el lugar de la inspiración, la inteligencia comprensible y no el genio, ¡qué desencanto para los contemporáneos de Hugo y aun para los de Breton y Dalí! No faltó quien rehusara tomar en serio las declaraciones de Poe: ellas no pasaban, se dijo, de una maniobra para utilizar la notoriedad del poema anterior, una de esas ladinas segundas partes "que nunca fueron buenas". La conjetura es verosímil, pero cuidémonos de no confundir "lucrativo" y "malo", "oportuno y digno de vituperio"... Otro censor, más inteligente y letal, pudo haber denunciado en aquellas hojas una vindicación romántica de los procedimientos ordinarios del clasicismo, un anatema de lo más inspirado contra la inspiración. (Es la tarea vitalicia de Valéry). Otros, harto crédulos, temieron que el misterio central de la creación poética hubiera sido profanado por Poe, y recusaron el artículo entero. Se adivinará que no comparto esas opiniones. De hacerlo no ensayaría este comentario, que importaría el descaro de suponer que el mero hecho de anunciar mi adhesión iba a acreditarlas. Yo —ingenuamente acaso— creo en las explicaciones de Poe. Descontada alguna posible ráfaga de charlatanería, pienso que el proceso mental aducido por él ha de corresponder, más o menos, al proceso verdadero de la creación. Yo estoy seguro de que así procede la inteligencia: por arrepentimientos, por obstáculos, por eliminaciones. La complejidad de las operaciones descritas no me incomoda; sospecho que la efectiva elaboración tiene que haber sido aún más compleja, y mucho más caótica y vacilante. En mi entender, Poe se redujo a suministrar un esquema lógico, ideal, de los muchos y perplejos caminos de la creación. Sin duda, el proceso completo era irrecuperable, además de tedioso.

Lo anterior no quiere decir que el arcano de la creación poética —de esa creación poética— haya sido revelado por Poe. En los eslabones examinados, la conclusión que el escritor deriva de cada premisa es, desde luego, lógica; pero no es la única necesaria. Verbigracia, de la necesidad de un ser irracional capaz de articular un adverbio, Poe derivó un cuervo, luego de pasar por un papagayo; lo mismo pudo haber derivado un lunático, resolución que hubiera transformado el poema. Formulo esa objeción entre mil. Cada eslabón es válido, pero entre eslabón y eslabón queda su partícula de tiniebla o de inspiración incoercible. Lo diré de otro modo: Poe declara los diversos momentos del proceso poético, pero entre cada uno y el subsiguiente queda —infinitesimal— el de la invención. Queda otro arcano general: el de las preferencias. ¿Qué necesidad inevitable hizo que el poeta compusiera ese poema particular? ¿Qué anhelo satisficieron en él esos dos símbolos del cuervo y del mármol? Entiendo que esas interrogaciones (y las que quiera proponer el lector) son inteligentes; entiendo con no menos convicción que la sola esperanza de una respuesta es aventurada. Bástenos comprender que a Edgar Allan Poe le gustaban esos dos símbolos.

Esa comprensión no es tan irrisoria como parece. La mente, por no sé qué superstición alemana de la "profundidad", suele magnificar el valor del contenido (conjetural) de los símbolos y desconocer los encantos de su forma plástica o verbal. Las formas de un pirata, de Gary Cooper, de un gaucho cuchillero, de un granadero de Carlos XII, de un "cowboy", son diversos guarismos que manifiestan la idea de coraje, pero quién no ve las atracciones o repulsiones peculiares de cada uno. Otra cara de esa verdad: el verso funciona por el delicado ajuste verbal, por las "simpatías y diferencias" de sus palabras, no por la firmeza de las ideas en que lo resuelve después el conocimiento. Busco un ejemplo clásico, un ejemplo que el más insobornable de mis lectores no querrá invalidar. Doy con el insigne soneto de Quevedo al duque de Osuna, "horrendo en galeras y naves e infantería armada".

Es fácil comprobar que en el tal soneto la espléndida eficacia del dístico:

Su tumba son de Flandes las campañas 
y su Epitaphio la sangrienta Luna

es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: "el llanto militar", cuyo "sentido" no es discutible, pero sí baladí: "el llanto de los militares". En cuanto a la "sangrienta Luna", mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué meritorias piraterías de don Pedro Téllez Girón. En general, sospecho que la posible justificación lógica de esos versos (y de todos los versos) no es otra cosa que un soborno a la inteligencia. El agrado —el suficiente, máximo agrado— está en el equilibrio difícil, en el heterogéneo contacto de las palabras. De la palabra, a veces. En las 1001 Noches, en la entera novelística del Islam, es común el caso del héroe que se enamora de una mujer hasta la palidez y la muerte, por el solo encanto de su nombre.

¿Qué conclusiones autorizan los hechos anteriores? Juzgo que las siguientes: primero, la validez del método analítico ejercido por Poe; segundo, la posibilidad de recuperar y fijar los diversos momentos de la creación; tercero, la imposibilidad de reducir el acto poético a un puro esquema lógico, ya que las preferencias del escritor son irreducibles.

El valor del análisis de Poe es considerable: afirmar la inteligencia lúcida y torpe y negar la insensata inspiración no es cosa baladí. Sin embargo, que no se alarmen con exceso los nebulosos amateurs del misterio: el problema central de la creación está por resolver.


Diario La Prensa, Buenos Aires, 25 de agosto de 1935
Luego en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001


Imagen: Edgar Allan Poe (right), who spent time at the Academy doing research on mollusks; John Leidy, a young medical student (center); and Samuel George Morton, a physician and naturalist, at the Academy’s new building at Broad and Sansom Streets during the winter of 1842-43. This daguerreotype is the oldest known photograph of the interior of an American museum.
ANSP Archives




30/10/18

Jorge Luis Borges: Una declaración final






No hay en la tierra un hombre que secretamente no aspire a la plenitud: es decir, a la suma de experiencias de que un hombre es capaz. No hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Candorosamente pensaron ciertos filósofos que el hombre sólo aspira al placer; también aspira a la derrota, al riesgo, al dolor, a la desesperación, al martirio. Así, harto de gloria inútil, Oscar Wilde entabla un proceso que le franqueará la prisión, para enriquecerse de sombra... Hace veinte años, pudo sospechar mi país que las indescifrables divinidades le habían deparado un mundo benigno, y reversiblemente alejado de todos los antiguos rigores. Entonces, lo recuerdo, Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y exageraba, épicamente) las durezas de la vida de los troperos; a Francisco Luis Bernárdez y a mí, nos alegraba imaginar que en la alta ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con vana tenacidad, con propósito literario, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan incorregiblemente pacífico, nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos "el tiempo de lobos, tiempo de espadas" que habían logrado otras generaciones más venturosas. Los poemas gauchescos eran, entonces, documentos de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos.

Muchas noches giraron sobre nosotros y aconteció lo que no ignoramos ahora. Entonces comprendí que no le había sido negada a mi patria la copa de amargura y de hiel. Comprendí que otra vez nos encarábamos con la sombra y con la aventura. Pensé que el trágico año veinte volvía, pensé que los varones que se midieron con su barbarie, también sintieron estupor ante el rostro de un inesperado destino que, sin embargo, no rehuyeron. En esos días escribí este poema. Lo daré, como quien pone una viñeta al pie de una página.


Poema conjetural

El doctor Francisco Laprida, asesinado 
el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, 
piensa antes de morir:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.


En Jorge Luis Borges: Aspectos de la literatura gauchesca, Número, Montevideo, 16 de enero de 1950. Conferencia leída en el Paraninfo de la Universidad de Montevideo, el día 29 de octubre de 1945.

Cuando esta conferencia fue recogida en Jorge Luis Borges, Discusión, Buenos Aires, Emecé Editores, 1957, bajo el título "La poesía gauchesca", Borges excluyó "Una declaración final".
El "Poema conjetural" está publicado en  Jorge Luis Borges, El otro, el mismo, Buenos Aires, Emecé Editores, 1964.


Luego incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio e Zocchi
Buenos Aires, Emecé Editores, 2001
© María Kodama 2001

Imagen: Borges. Escultura en metal de Pablo Salvador Rocha


11/8/18

Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes: Estornudos literarios (cartas)







Jorge Luis Borges me escribe desde Buenos Aires*:

"Releo en la página 40 del Calendario: 'Un solo estornudo sublime conozco en la literatura: el de Zaratustra'. —¿Puedo proponerle otro? Es uno de los tormentosos presagios de la Odisea y está en el libro XVII, al final. La reina, fastidiada, hace votos por la terrible vuelta del héroe, y entonces (sigo la versión de Andrew Lang): 'Telemaco estornudó con vigor y en torno el techo resonó maravillosamente'.

"El ominoso carácter de la efusión es reconocido en seguida, y Penélope exclama: 'Eumeo ¿No adviertes que mi hijo ha estornudado una bendición sobre mis palabras? Ya sé de cierto que ningún destino a medio forjar caerá sobre los pretendientes y que ninguno de ellos conseguirá eludir la muerte y los hados'.

"Sería entretenido rastrear los escamoteos y las deformaciones de ese estornudo a través de los púdicos traductores. ¿Lo estornudó Mme. Dacier o lo falsificó? Chapman, en su versión de 1614, no lo silencia:

...in echoes round 
Her son's strange neesings made a horrid sound


"(Neesing, me informa el Diccionario, es una antigua forma de sneezing) — P.D. También, en una revista americana, este epíteto homérico: 'The not to be sneezed at sum of two thousand dollars'. — El estornudo, ahí, es despectivo".
J. L. B.


Amigo Jorge Luis:

No tengo a la mano a Mme. Dacier, ni tampoco la Ulixea, de Pérez, el padre del célebre secretario de Felipe II, libros ambos que se me han quedado en mi tierra. Ud. puede consultar allá a D. Leopoldo Lugones, experto en materia de Odisea. — En la traducción castellana de Segalá y Estalella, la página 453 se abre con el alegre estornudo. También lo encuentro en la versión de Bérard, III, página 45.
AR

* Carta de Jorge Luis Borges a Alfonso Reyes

Monterrey, Correo literario de Alfonso Reyes, Río de Janeiro, N° 8, marzo de 1932

Y en diario Clarín, Buenos Aires, 29 de marzo de 1990

Luego incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio e Zocchi
Buenos Aires, Emecé Editores, 2001
© María Kodama 2001


Imagen: Alfonso Reyes. Escultura de Augusto Escobado (Mexico)
Jardín de los Poetas - Palermo, Buenos Aires
Foto Patricia Damiano FB TW



8/7/18

Jorge Luis Borges: Sobre una alegoría china (1942)






Arthur Waley, cuyas delicadas versiones de Murasaki son obras clásicas de la literatura inglesa de nuestro tiempo, ha traducido, ahora, la Relación de viajes por las tierras occidentales de Wu Ch'eng-en. Se trata de una alegoría del siglo XVI; antes de comentarla, quiero examinar el problema o seudo problema que el género alegórico presupone.

Todos propendemos a creer que la interpretación agota los símbolos. Nada más falso. Busco un ejemplo elemental: el de una adivinanza. Nadie ignora que a Edipo le interrogó la Esfinge tebana: ¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos en el mediodía y tres a la tarde? Nadie tampoco ignora que Edipo respondió que era el hombre. ¿Quién de nosotros no percibe inmediatamente que el desnudo concepto de hombre es inferior al mágico animal que deja entrever la pregunta y a la asimilación del hombre común a ese monstruo variable y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie? Los símbolos, además del valor representativo, tienen un valor intrínseco; en los enigmas (que pueden constar de veinte palabras) es natural que no haya un solo rasgo injustificado: en las alegorías (que suelen rebasar las veinte mil) ese rigor es imposible. Es también indeseable, pues la pesquisa de continuas correspondencias minúsculas entorpecería toda lectura. De Quincey (Writings, onceno tomo, página 199) dictamina que a un personaje alegórico podemos atribuirle cualquier discurso o cualquier acto, siempre que éstos no contradigan o no confundan la idea personificada por él. "Los caracteres alegóricos", dice, "ocupan un lugar intermedio entre las realidades absolutas de la vida humana y las puras abstracciones del entendimiento lógico". La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es un emblema o letra de la avaricia: es una loba y es también la avaricia, como en los sueños. Esa naturaleza plural es propia de todos los símbolos. Por ejemplo los vividos héroes del Pilgrim's progress —Christian, Apollyon, Master Greatheart, Master Valian-for-truth— proponen una doble intuición, no unas figuras que se pueden canjear por nombres substantivos abstractos. (Un problema no irresoluble sería la ejecución de una alegoría breve y secreta, en la que todo lo que obrara o dijera una de las personas fuera esencialmente una injuria, lo de otra una merced, lo de otra una mentira, etc.).

De la novela traducida por Waley conozco una versión anterior, de Timothy Richard, curiosamente titulada A mission to Heaven (Shanghai, 1940). También he recorrido las excertas que incluye Giles en su History of Chinese literature (1901) y Sung-Nien Hsu en la Anthologie de la littérature chinoise (1933).

Quizás el rasgo más evidente de la vertiginosa alegoría de Wu Ch'eng-en es la vastedad panorámica. Todo parece transcurrir en un minucioso mundo infinito, con inteligibles zonas de luz y alguna de sombra. Hay ríos, grutas, cordilleras, mares y ejércitos; hay peces y tambores y nubes; hay una montaña de espadas y un lago punitivo de sangre. El tiempo no es menos pródigo que el espacio. Antes de recorrer el universo, el protagonista —un insolente mono de piedra, producido por un huevo de piedra— haraganea muchos siglos en una gruta. En sus peregrinaciones ve una raíz que cada tres mil años madura: quienes la huelen, viven trescientos sesenta años; quienes la comen, cuarenta y siete mil. En el Paraíso del Poniente, un Budha le habla de una divinidad cuyo nombre es el Emperador de Jade: hace mil setecientos cincuenta kalpas que se perfecciona ese Emperador y cada kalpa consta de ciento veintinueve mil años. Kalpa es término sánscrito; el amor de los ciclos de enorme tiempo y de los espacios ilimitados es típico de las naciones del Indostán, así como de la astronomía contemporánea y de los atomistas de Abdera. (Oswald Spengler, recuerdo, dictaminó que la intuición de un tiempo y de un espacio infinitos era privativa de la cultura que él llamó fáustica; pero el más inequívoco monumento de esa intuición del mundo no es el vacilante y misceláneo drama de Goethe sino el viejo poema cosmológico De rerum natura).

Un rasgo singular hay en este libro: la noción de que el tiempo de los hombres no es conmensurable con el de Dios. El mono se introduce en los palacios del Emperador de Jade; a la aurora regresa; en la tierra ha pasado un año. Las tradiciones musulmanas ofrecen un rasgo parecido. Refieren que el Profeta fue arrebatado por la resplandeciente yegua Alburak hasta el séptimo cielo y que conversó en cada uno con los patriarcas y ángeles que lo habitan y que atravesó la Unidad y sintió un frío que le heló el corazón cuando la mano del Señor le dio la palmada en el hombro. Al dejar el planeta, el casco sobrenatural de Alburak había derribado una jarra; a su regreso, el Profeta la levantó antes que se derramara una sola gota... En el relato musulmán, el tiempo de Dios es más rico que el de los hombres; en el relato chino, es más pobre y más dilatado.

Una mano exuberante, un cerdo haragán, un dragón de los mares occidentales convertido en caballo, un borroso y pasivo malhechor cuyo nombre es Arena, que emprenden la difícil aventura de la inmortalidad y que para obtenerla ejercen el fraude, la violencia y las artes mágicas: tal es el argumento general de esta composición alegórica. Justo es agregar que la empresa purifica los caracteres: todos, en el capítulo final, ascienden a Budhas y regresan al mundo con un cargamento precioso de cinco mil cuarenta y ocho libros canónicos. J. M. Robertson, en su Breve historia del Cristianismo, sugiere que los gnósticos delinearon las jerarquías divinas a imagen de la burocracia terrestre; los chinos han usado ese método: Wu Ch'eng-en satiriza con fruición la burocracia angelical y, por consiguiente, las de este mundo. En el género alegórico propende a la tristeza y al tedio; en este libro excepcional encontramos una irresponsable felicidad. Su lectura no nos recuerda el Criticón o los autos sacramentales: nos recuerda el último libro de Pantagruel o las Mil y una noches.

Los prodigios abundan en su decurso. El héroe, encarcelado por los demonios en una esfera de metal, crece mágicamente, pero la esfera crece también. El prisionero se achica hasta lo invisible, pero también se achica su cárcel... En otro capítulo pelean un demonio y un mago. El mago, herido, se convierte en cuatro mil magos. El demonio terriblemente le dice: "Multiplicarse es baladí; lo difícil es volver a juntarse".

También hay rasgos humorísticos. Un monje, convidado por unas hadas a un atroz banquete de carne humana, alega que es vegetariano y se va.

Uno de los capítulos terminales incluye un episodio en el que conviven lo patético y lo simbólico. Un hombre verdadero, Hsian Tsang, dirige a los fantásticos peregrinos. Al cabo de muchas adversidades les corta el paso un río dilatado y obscuro, de olas altísimas. Un barquero les propone llevarlos. Aceptan, pero el hombre percibe con horror que la barca no tiene fondo. El barquero declara que desde el principio del tiempo ha conducido en paz a miles de generaciones humanas. En la mitad del río ven un cadáver arrastrado por la corriente. De nuevo el hombre siente el frío del miedo: los otros le dicen que mire bien. Ese cadáver es el suyo: todos lo congratulan y abrazan.

La versión de Arthur Waley, aunque literariamente muy superior a la ejecutada por Richard, es acaso menos feliz en la selección de aventuras. Se titula Monkey y ha aparecido en Londres este año. Es obra de uno de los pocos sinólogos que es también un hombre de letras.


Diario La Nación, Buenos Aires, 25 de octubre de 1942
Y en Diario La Nación, Buenos Aires, 22 de agosto de 1999

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de  Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio e Zocchi
Buenos Aires, Emecé Editores, 2001
© María Kodama 2001

Imagen: Retrato de Borges. Dibujo por Esfumino (Felipe Felipe) Vía DeviantArt


9/5/18

Jorge Luis Borges: Tareas y destino de Buenos Aires * (1936)








Contrariando las leyes de este género de oraciones centenarias o seculares, omitiré las súplicas de indulgencia, las confesiones premeditadas de agitación y las declaraciones presumidas de incapacidad personal. Me consta que esos ritos no tienen otro fin que hacer tiempo (de un modo decoroso o inofensivo) mientras la atención del público se organiza. Entiendo que lo mismo se consigue, contradiciéndolos, y proclamando que uno los contradice. De otras omisiones deliberadas —o negligencias culpables— de este discurso, nada diré. Prefiero que mis auditores las noten. Básteme, por ahora, prometer que no ensayaré en el papel —o en los caminos invisibles del aire— una enésima "fundación" de nuestra ciudad. Por lo demás, el tema ya constituye de por sí un género literario. Cabe sin embargo conjeturar que data de este siglo, si bien el escribano público Pedro Hernández y el landsknecht bávaro Ulrich Schmidel siguen haciendo el gasto; el uno para las fechas necesarias, el otro para el rasgo trágico o azaroso. A fines del siglo pasado, Vicente Fidel López rehúsa el tema, como si le incomodara un poco admitir que a nuestra Buenos Aires, su Buenos Aires, la hubieran comenzado unos españoles: simples extranjeros, al fin. Groussac, en 1916, reúne sus dos fundaciones. Las juzgo magistrales, aunque me consta que ciertos lectores románticos no le perdonan su frecuente ironía, su continencia y su omisión realmente escandalosa de todo gimoteo sentimental...

Hacia 1926, un descendiente ya lejano y porteño de aquel Alonso Cabrera que acompañó a Mendoza, trató de imaginar por escrito la primera fundación. Repetiré su página, acaso tolerable o posible, por el tono conversado, oral, de sus alejandrinos asonantados. Su nombre:

La Fundación mitológica de Buenos Aires

¿ Y fue por este río de sueñera y de barro 
que las proas vinieron a fundarme la patria? 
Irían a los tumbos los barquitos pintados 
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río 
era azulejo entonces como oriundo del cielo 
con su estrellita roja para marcar el sitio 
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron 
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba repleto de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa, 
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo, 
pero son embelecos fraguados en la Boca. 
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera, pero en mitad del campo 
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas. 
La manzana pareja que persiste en mi barrio: 
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe 
brilló y en la trastienda conversaron un truco; 
el almacén rosado floreció en un compadre 
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

Una cigarrería sahumó como una rosa 
la nochecita nueva, zalamera y agreste. 
No faltaron zaguanes y novias besadoras. 
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: 
la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

Sin embargo Buenos Aires tuvo principio. A pesar de ese juicio alejandrino y sentimental, celebramos ahora un centenario —el cuarto— de la primera fundación de la patria. De esa patria que de algún modo estaba ya prefigurada en el tiempo, cuando los hombres de Mendoza arribaron, fatigados de mares y de esperanza, con el alivio elemental de quien recupera la tierra. De barro y de caña hicieron las primeras viviendas; erigieron alrededor una empalizada, pelearon con los querandíes del norte; encendieron fogatas para espanto de tigres y alegría de las noches; cumplieron, en fin, con la rutina heroica de los conquistadores. Ya ejecutadas las faenas rudimentarias, interrogaron la llanura. Parda, pública, abierta, los ojos alcanzaban el horizonte, sin encontrar asidero ni reposo. Descubrían un mundo de cosas nuevas, y le repartían nombres antiguos. Descubrían un mundo de fieras sin tamaño en la noche o de cualquier terrible tamaño, de fieras vanamente conjeturadas por la huella o por el rugido. Las necesidades guerreras o cinegéticas o simplemente los empleos del ocio les hicieron recorrer esos campos. Yo los querría imaginar en la soledad, en el despejo antiguo de esas mañanas, y sin querer los veo atravesando fantasmas: fantasmas del cargado porvenir que ahora es una realidad o un recuerdo. Fatalmente, proyecto la ciudad sobre aquel desierto: impongo edificios, torres, avenidas, plazas, árboles, calles, hombres y muchedumbres en el aire liviano de ese ayer que tiene (para mí) cuatro siglos. No en vano esos cuatrocientos años han transcurrido. No podemos recuperar la soledad genuina de esos primeros hombres de Buenos Aires sin el contraste falso de nuestro abarrotado presente. De ahí lo desesperado y lo apócrifo de toda evocación. De ahí también la inutilidad de recordar las aventuras y circunstancias de esa segunda fundación en que renació Buenos Aires, después de su primer vida quemada. La superposición de los muchos días oculta y pierde el pasado remoto; yo vuelvo resignado al presente. Al promediar el año de 1936 ¿qué piensa de la historia de Buenos Aires un escritor porteño? ¿Qué grado singular de pasión inspiró Buenos Aires a los hombres del cuarto siglo de su era? Me dicen que estas digresiones aéreas formarán un volumen; es lícito suponer que los venideros buscarán en ese volumen la contestación a tales preguntas. Antes de formularla, conviene rechazar un seudo problema, capaz de una infinita perplejidad. Hablo del sentido intrínseco de Buenos Aires. ¿Qué es Buenos Aires? ¿Quién es y quién ha sido Buenos Aires? Así planteado, el debate corre el albur de provocar mil y una respuestas, todas inverificables, todas diversas y todas igualmente mitológicas. Sucedería entonces lo que sucede con ciertos vanos y feroces debates sobre el color de las vocales. Claudel sostiene que la "A" es escarlata; otros dirán que es negra o es azul; otros no saldrán de su asombro ante la contumacia y perversidad de quienes no comprenden que es amarilla; todos, en fin, querrán participar en un juego tan fácil. Deliberadamente, elijo un ejemplo grotesco, pero una indagación de carácter sentimental sobre la "realidad" o el "alma" de Buenos Aires culminaría en resultados no menos personales, vanos e indiscutibles. Correríamos, por lo pronto, el serio peligro de aquel género de contestación que se puede llamar "topográfico". Alguien descubriría la substancia de Buenos Aires en los hondos patios del sur y en el fierro minucioso de sus cancelas; otro, en los saludos callejeros de Florida; otros, en los rotos arrabales que inauguran la pampa o que se desmoronan hacia el Riachuelo o el Maldonado; otro, en los tétricos cafés de hombres solos que se sienten criollos y resentidos mientras despacha tangos la orquesta; otros, en un recuerdo, un árbol, un bronce. Lo cual es tolerable, si entendemos por ello que ningún hombre puede sentirse vinculado a todos los barrios y falso, irreparablemente falso, si equivocamos esas preferencias o esas costumbres con una explicación o una idea. Además: pocas ciudades hubo en el tiempo o hay sobre la faz de la tierra, tan vaticinadas y descifradas como la nuestra. Cada invierno trae su conferencia:

augur de nuestro equívoco destino 
porque ha dado unos pasos por Florida

según lo definió —y lo aniquiló— Fernández Moreno. El tal augur, por lo demás, nos suele definir a su imagen. Si es español, descubre que también lo somos nosotros, y formula la previsible ecuación: Meseta de Castilla = Pampa. Corolario frecuente: Don Quijote = Martín Fierro. Esos parecidos impresionantes hieren con menos fuerza la imaginación del augur francés o italiano, que, tout bonnement, prefiere declararnos latinos y asimilarnos de ese modo a las glorias de la metódica pasión de Racine o de los tercetos infernales y paradisíacos. Es fácil ver en esos interesados intérpretes —tan equiparables al payador suburbano a quien le basta el nombre de un auditor para descargarle una décima— un mero síntoma de la riqueza del país, que los importa anual y suntuosamente para que conjeturen quiénes somos, y (sobre todo) quiénes seremos. Creo, sin embargo, que esa reacción "proteccionista", incivil, adolece de falsedad. Primero, el hecho indiscutible de que sea interesado el intérprete no invalida las exégesis que propone; segundo, si lo importante es la "diferencia" argentina, sólo un forastero puede decírnosla; tercero, "haber dado unos pasos por Florida" es uno de los actos necesarios al conocimiento de esta ciudad, aunque tal vez haya otros; cuarto, el no moverse de la calle Florida, es un rasgo típico del porteño. Ignorar la ciudad, "vivir atado por las dos o tres calles diarias", es una negligencia harto común, que sería injusto calificar de culpable. En cuanto a las definiciones propuestas por esos invitados o intrusos, es verosímil que una de ellas —la del "hombre a la defensiva"— esté en la verdad, aunque el auditor amargo o colérico ceda a la tentación de murmurar que en Junín, en Maipú o en Chacabuco, hemos sido, más bien, hombre "a la ofensiva". Una objeción no menos patriotera (y algo más seria) podría esgrimirse contra la supuesta fórmula mágica No te metás descubierta por Keyserling —fórmula ajena de virtud, pero que nos hizo gracia escuchar de boca tan germánica y erudita.

De esa vana diversidad de los pareceres, de esas polémicas rara vez divertidas y finalmente nulas, queda un solo hecho indiscutible, un axioma: la importancia de Buenos Aires. La importancia emblemática, simbólica, no menos que la real. Ocupar la Casa Rosada, regir el hueco y desairado perímetro de la Plaza de Mayo, es dominar la entera República. Ayer lo vimos, en un atardecer de septiembre. Esa jugada decisiva, ese jaque mate convencional de nuestro ajedrez partidario, suele merecer la ironía de los extranjeros —o su estupor— pero es capaz de una justificación casi mística. Todos sabemos que ningún otro lugar hay en Buenos Aires tan saturado, tan curado de historia. De historia, de sensible tiempo humano. Es común afirmar de nuestro país que es un país muy nuevo, en el sentido ufano de la palabra. Pero no es lo menos en otro; en el desusado, torpe, inmaduro. Después de cuatro siglos de "conquista", el hombre es todavía un intruso en estos confines de América. Nuestra Plaza de Mayo —la plaza del cabildo secular y de la modesta pirámide, la plaza de los ejércitos que regresan y de las decisiones civiles— es de todos los puntos del continente el más dulcificado y macerado por la costumbre humana. La historia de esa Plaza —y la de la ciudad más o menos sórdida que se fue estirando a su alrededor— es la historia argentina. No en vano he dicho lo de sórdida. Al promediar el año de 1867, Sarmiento, en Chile, se desahoga con Juan Carlos Gómez en una larga carta, de la que distraigo estas líneas: "Montevideo es una miseria, Buenos Aires, una aldea, la República Argentina una estancia". Era la verdad, y casi lo es. Pero también es la verdad que esa aldea —esa lenta ciudad de veredas altas y de arrabales cuchilleros y ecuestres— dio término feliz a las dos tareas capitales de nuestra historia: la clara guerra con España, las turbias guerras con el gaucho y el indio.

Sé que toda alusión a la primera corre el albur incómodo de parecer ingenua, escolar. Quizá tengan razón los que así sienten —aunque no razones, ya que prefieren abstenerse de formularlas. En cuanto a mí, confieso que me gusta recordar que hombres de Buenos Aires —hombres de esta ciudad y de mi sangre— atravesaron con caballos y lanzas los caminos de la Cordillera y libraron en un amanecer la acción de Chacabuco y en un día de otoño la de Maipú. Me gusta recordar que un porteño, Isidoro Suárez, decidió la victoria de Junín —esa victoria silenciosa y cansada, "en la que no se disparó un solo tiro" y en que todo lo hicieron los jinetes y las lanzas profundas. Cuido y frecuento esos recuerdos, aunque me consta que esas guerras lejanas de nuestra independencia no enternecen ya a Buenos Aires, acaso por la geografía que abarcan y la dificultad de imaginarse el lugar de su acción. De esa incurable vaguedad se han contaminado sus héroes. El hecho es de comprobación facilísima. Hace diez años lo anoté. En cuanto al general San Martín (escribí yo entonces) ya es un general de neblina para nosotros, con entorchados y medallas y charreteras de humo... Las imágenes de 1810 se han desvanecido, y las de nuestras guerras y de nuestras glorias más allá de los Andes. El Teatro Nacional, el verso octosílabo y la pintura al óleo prefieren, con morosa delectación, el tiempo de Rosas —tan rico en buenos federales de notorio chaleco punzó, en serenos canturreadores y cronométricos, en unitarios afantasmados por la zozobra, en candombes que aluden a Paul Robeson, en documentos oficiales puntuados de vivas y de mueras, en el rojo insistente de las divisas y de la brusca sangre. Esa charra época nos fascina. Lo diré con otras palabras: hemos sacrificado la decencia al color local. O, si se quiere, la estética ha primado sobre la ética.

Sé que me acusarán de reeditar la leyenda unitaria. Yo podría contestar, en último término, que la capacidad de crear una leyenda de vida tan variada y tan inmortal, es una prueba concluyente de la superioridad de los unitarios. Por otra parte, un azar burlón ha querido que esa misma "leyenda" que movilizó tantos ejércitos contra Rosas y acabó por arrojarlo a Southampton, cuide ahora su imagen y le suministre el interesante fulgor de un prestigio satánico. El donjuán Manuel según Mármol y según Sarmiento es el que preocupa, no el desvanecido general Rosas del historiador Adolfo Saldías. (Ese general cuyo más indiscutido hecho de armas fue la recepción de la espada de otro general. El episodio ha sido comentado así por Groussac: Es una puerilidad ir a buscar hoy en las simpatías epistolares del Protector por el Restaurador, los elementos de juicio histórico respecto de éste, a quien nosotros estudiamos y aquél no estudió. No es dudoso que el famoso legado de la espada de Maipo al "héroe del desierto" importa un juicio, pero quien de él sale juzgado es San Martín). Desgraciadamente, no todos los crímenes de Rosas fueron perpetrados por Rivera Indarte, según querría hacernos creer la novísima leyenda federal... Esos crímenes, ese cotidiano ritual de vivas y mueras, esa pedagogía de gritos callejeros y de colores, ese deliberado atontamiento de los espíritus, están en los recuerdos de Buenos Aires, en la memoria esencial de Buenos Aires. Por eso los he rememorado.

En mi sumario general de las atracciones de la época de Rosas, he omitido una, importantísima. Hablo del gaucho: numen o semidiós incorporado a nuestra figuración de ese tiempo. Hablar de semidiós o de numen es hablar de mitología; yo tengo para mí que el gaucho —no en cuanto hombre mortal de carne mortal, sino en cuanto figura de un culto— es uno de los mitos esenciales de Buenos Aires. No me propongo derribar ese mito tan firme; ya muchos lo intentaron y fracasaron. No ensayo una imposible demolición. Otro propósito me llama: el de indicar (siquiera sea de paso) lo paradójico y lo conmovedor de ese culto. Es sabido que las dos tareas de Buenos Aires fueron la independencia de la República y su organización; vale decir la guerra con España y la guerra con el caudillaje. En la primera, el gaucho tuvo su parcela de gloria —así como el orillero y el negro. El gaucho desgauchado, recreado, por una disciplina total. Mitre (Historia de San Martín, tomo primero, página 139,140) refiere ese trabajo. "El primer escuadrón de Granaderos a Caballo fue la escuela rudimental en que se educó una generación de héroes. En este molde se vació un nuevo tipo de soldado, animado de un nuevo espíritu, como hizo Cromwell en la revolución de Inglaterra; empezando por un regimiento para crear el tipo de un ejército... Bajo una disciplina austera, formó San Martín soldado por soldado, oficial por oficial, apasionándolos por el deber y les inoculó ese fanatismo frío del coraje que se considera invencible... Al núcleo de sus compañeros, fue agregando hombres probados en las guerras de la revolución, prefiriendo los que se habían formado por el valor desde la clase de tropa; pero cuidó que no pasaran de tenientes. A su lado creó un plantel de cadetes, que tomó del seno de las familias espectables de Buenos Aires, arrancándolos casi niños del brazo de sus madres. Era el amalgama del cobre y del estaño, que daba por resultado el bronce de los héroes". El ecuatoriano Rey Escalona confirma esa noticia (Campaña del Ecuador, página 131): "Nuestros jefes y oficiales quedaron gratamente impresionados cuando tuvieron en su presencia a los soldados del Sur que mandaba San Martín. Les llamaba la atención la elevada estatura de los granaderos a caballo, de tez bronceada, porte marcial y equipo a la europea que los diferenciaba en mucho de nuestros soldados... Eran esclavos de la disciplina y lo mismo maniobraban durante el combate, como lo realizaron poco después en Río Bamba y Pichincha, que en una formación ordinaria".

El hecho es de toda notoriedad. La educación y la animación de ese ejército es obra de su general y de quienes lo secundaron (Soler, Las Heras, Necochea, y los otros): vale decir, la obra de Buenos Aires. He alegado esos testimonios para invalidar el prejuicio común que limita la guerra al ejercicio del coraje instintivo y que no se avergüenza de un desorden o de una imprevisión.

Paso a la otra y más difícil tarea de Buenos Aires: la guerra con el caudillaje. Sesenta encarnizados años duró esa guerra, desde que don Manuel Dorrego fue derrotado en Arenranguá por los hombres de Artigas hasta la segunda rebelión de López Jordán, el 73. Esa es la guerra, la de los montoneros y las indiadas que se golpean la boca en son de burla y que una vez atan los baguales crinudos en las cadenas de la pirámide. Es la guerra de los hombres de campaña que odian la incomprensible ciudad. Lo raro, lo conmovedor, es que la ciudad no los odia —nunca los odia. Sin embargo, all the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, está en esa guerra. Laprida es fusilado en Pilar; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del Sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar un mito, cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la Pampa y del Gaucho.

Las historias de nuestra literatura han dedicado su atención justiciera a los libros canónicos de ese culto. Los investigadores de nuestro idioma los releen y comentan. El minucioso amor de los filólogos se demora en cada palabra; básteme recordar el extenso pleito (no liquidado aún) sobre la tenebrosa voz contramilla, pleito, por otra parte, más adecuado a la infinita duración del infierno que al plazo relativamente efímero de nuestras vidas... En tales circunstancias, parecerá un absurdo afirmar que el pathos peculiar de la literatura gauchesca está por definirse. Me atrevo a sospecharlo, con todo. Ese pathos, para mí, reside en el hecho —público y notorio, por lo demás— del origen exclusivamente porteño (o montevideano) de esas ficciones. Hombres de la ciudad las imaginaron, de la incomprensible ciudad que el gaucho aborrece. En su decurso es dable observar la formación del mito. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritos, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en sus primeras guitarreadas felices del Paulino Lucero. Hay alegría en esas guitarreadas y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo total con las efusiones germánicas (pasadas por Museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. De ahí el olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega; impenetrable sucesión de trece mil versos, urdida en el París desconsolado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. Ascasubi, en la advertencia de la primera edición, declara su propósito apologético. "Por último (nos dice) como creo no equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar, junto a las malas cualidades y tendencias del malevo, las buenas condiciones que adornan por lo general el carácter del gaucho". Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno del Martín Fierro, el de tapa celeste. Martín Fierro es precisamente un malevo, un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de "gauchos malos" para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen... Hacia 1913, vivos aún en la memoria de quienes lo aplaudieron las iluminaciones y los brindis del Centenario, Lugones dicta en el Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro —y en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. En ese libro de corteza realista y de entraña piadosa, el mito preferido de Buenos Aires alcanza perfección. (Una prueba de ello es que la única novela importante que lo sucede —El Paisano Aguilar, de Enrique Amorim— nada tiene de mítico. Lo mítico gauchesco queda agotado en Don Segundo Sombra).

No me resigno a suponer que nuestra reverencia del gaucho sea una mera infatuación. Tampoco me satisface la conjetura de un desagravio imaginativo o ideal, otorgado a los que perdieron. Tampoco, la de una variación vernácula del tema conocido: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, Beatus Ule qui procul y los demás. Prefiero suponer que el porteño se reconoce de algún modo en el gaucho. No pienso, al proponer esa explicación, en las intervenciones o en contacto de esas dos maneras de vida. No pienso en el estanciero de Buenos Aires, que debe al campo la mitad de sus días y acaso lo mejor del recuerdo; no pienso en el matarife o el cuarteador, cuyo trabajo elemental, cuyo comercio con la tierra y los animales tanto lo asemejan al gaucho. Pienso, más bien, en una afinidad de destinos. El gaucho, como vencido estoico, el gaucho como "hombre que se fue" —sin esperanza, sin apuro, sin lástimas— tal es el mito que venera el porteño. El gaucho, siempre, ha sido una materia de la nostalgia, una querida posesión del recuerdo. Ascasubi ¡en 1872! dice que apenas quedan gauchos: anticipado mentís de quienes los recuerdan ahora —también para llorarlos. Martín Fierro define visualmente esa impresión de hombre a caballo que se aleja y se anula.

Cruz y Fierro de una estancia 
una tropilla se arriaron. 
Por delante se la echaron 
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos 
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao 
una madrugada clara, 
le dijo Cruz que mirara 
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones 
le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo, 
se entraron en el desierto...

Lugones repite la imagen, lujosamente (El Payador, página 73): "Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta". No se trata de una casualidad. En Don Segundo Sombra —en la última hoja del último capítulo del último gran libro de la leyenda— vuelve la imagen esencial. "Lo vi alejarse al tranco. Mis ojos se dormían en lo familiar de sus actitudes. Un rato ignoré si veía o evocaba. Sabía cómo levantaría el rebenque, abriendo un poco la mano, y cómo echaría adelante el cuerpo, iniciando el envión del galope. Así fue. El trote de transición le sacudió el cuerpo como una alegría. Y fue el compás conocido de los cascos trillando distancia... Por el camino, que fingía un arroyo de tierra, caballo y jinete repecharon la loma, difundidos en el cardal. Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre".

En ese hombre que anonadaban las leguas, el porteño cree ver su símbolo. Siente que la muerte del gaucho no es otra cosa que una previsión de su muerte. La tarea del gaucho fue valerosa, pero no fue completa: debelar el duro desierto, imponer su divisa en las patriadas, pelear —gaucho matrero o gaucho montonero— con la inconcebible ciudad. El porteño envidia esa muerte, ese destino que tuvo rectitud de cuchillo. Sabe que el suyo es más intrincado y más vano —e igualmente mortal.

Nadie como el porteño para sentir el tiempo y el pasado. Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos —cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones— fueron de tan efímera operación, que uno de mis abuelos, hacia 1872, comandó en las últimas guerras contra los indios, realizando después de la mitad del siglo diecinueve, obra conquistadora del dieciséis. Sin embargo ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato; insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en esta república. El porteño lo sabe a su pesar. Se sabe habitador de una ciudad que crece como un árbol, que crece como un rostro familiar en una pesadilla.

He hablado mucho del recuerdo argentino y siento que una especie de pudor defiende ese tema y que abundar en él es una traición. Porque en esta casa de América, amigos míos, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado; pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para que honras mayores sean en esta tierra, tiene que olvidar honras. Su recuerdo es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión del adiós. Es recuerdo que se recata, pues el destino criollo así lo requiere, para la cortesía, y perfección de su sacrificio.

Buenos Aires nos impone el deber terrible de la esperanza. A todos nos impone un extraño amor —el amor del secreto porvenir y de su cara desconocida. Si hoy he jugado con recuerdos le pido a Buenos Aires que me perdone; nada desprecia el porvenir, ni siquiera recuerdos.

Mi agradecimiento a Mariano de Vedia y Mitre, Intendente de Buenos Aires, que me ha deparado este orgullo y esta alegría de hablar a mi ciudad; mi saludo, a los que me escuchan.


Notas

*  Discurso leído por la radiodifusora del Teatro Colón en febrero 1936, en celebración del 
IV Centenario de la Ciudad de Buenos Aires por don Pedro de Mendoza

Véase Obras Completas, I


En Homenaje a Buenos Aires en el cuarto centenario de su fundación
Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1936

En Páginas de Jorge Luis Borges selecccionadas por el autor,
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982




Antologado en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001

Imagen arriba: Retrato de Borges sin atribución de autor ni data
Agradeceremos a quien pueda aportarlas para editar



27/4/18

Jorge Luis Borges: Una sentencia del Quijote (1933)







Busco y releo en el capítulo veintidós del primer Quijote: Señores guardas, estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se la haya cada uno con su pasado [en el Quijote dice "pecado"]. Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres no yéndoles nada en ello. Siempre he sabido que esas tan decentes palabras eran un secreto que los hombres de nuestra América sólo podemos compartir con los hombres de España. Un secreto incomunicable, como el saber instintivamente que el español no es un hombre poético —desengaño que la generosa mitología norteamericana y europea rechaza con escándalo. Un intransferible secreto, como el modesto idioma español.

Busco y releo en Los dos caminos de reyes (página 212): Y no se ha dicho, a todo esto, lo único que había que decir: que América es muy distinta de España. Conozco ese parecido parcial, esas molestas divergencias en la igualdad que tanta mala sangre producen, ese prejuicio criollo de que la palabra bonito es de mujerengos, esa sensación española de que la palabra lindo es afeminada. Conozco también ciertas eternidades hispánicas, cierto oscuro esplendor, ciertas solemnes pompas fúnebres del estilo, cuya pasión es inconjeturable en América: verbigracia, determinadas amarguras de Quevedo y aun de Jorge Manrique. Lo que no he sentido en otro lugar es el tan íntimo y parejo contacto con lo español, como el de ese párrafo del Quijote. Justificar esa afirmación será la finalidad de este artículo. Me explicaré.

Las demás naciones occidentales padecen una extraña pasión: la despiadada y fingida pasión de la legalidad. El individuo, en ellas, se identifica sin esfuerzo con el estado. Entiéndase, con el estado en sus mínimos accidentes: con las ordenanzas municipales, con el personal de las oficinas públicas y comisarías, con las multas por exceso de velocidad, con las disposiciones sobre numeración de las casas del municipio, con las Comisiones de Higiene, con las penas sobre remoción de afirmados, con la ley adicional de elecciones, con la Contribución Directa y Patentes, con la reglamentación de los tramways en circulación, con la Oficina de Estadística, con el decreto que hace obligatorio el uso de bozal en los perros, con la nomenclatura de ataúdes, con la Mesa de Multas. Con la policía, principalmente. En algún número atrasado del American Mercury, Goldberg, el hispanista, cuenta su infancia callejera en uno de los barrios bravos de Boston, y la primera historia que frangolló: el relato de un chico, que denuncia a un ladrón a la policía y lo hace detener. ¿Qué muchacho de la Paternal o Barracas iba a soñar siquiera en glorificar a un delator gratuito, a un joven voluntario de la denuncia? El sudamericano (y el español) saben (o mejor dicho, sienten) que no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, según lo formuló don Quijote. El norteamericano, en cambio, es básicamente estadual. No cumple su destino, como la vasta mayoría de todos nosotros, al margen o a pesar del gobierno. Vive a favor de la sociedad, o en su contra. Cuando se desengaña, cuando pierde la fe de sus mayores en el District Attorney, en el subsecretario de Obras Públicas, en el pastor metodista o en el vigilante, su rebelión retumba por el planeta, coreada por ametralladoras precisas. Ninguna historia es tan espléndidamente ilegal como la de sus fornidos Estados. Dinastías magníficas de malevos han pisado ese continente, donde los peleadores individuales de Arizona —cuyo prototipo es Billy the Kid, que debía a la justicia veintiuna muertes, sin contar mejicanos, cuando encontró a los veintiún años la suya— hasta las antiguas bandas de Nueva York, diestras en el manejo de la trompada, del cuchillo, del palo, de la botella arrojadiza, de la pistola y aun del pulgar saltador de ojos, y el bandidaje actual de Frank Nitti, sucesor de Al Capone, y el de los hermanos O'Donnell, que quieren disputarle la sucesión... Eso, cuando el norteamericano pierde su fe. Cuando la mantiene pura y sin tacha, su héroe natural es el polizonte —mejor si aficionado—, el hombre honrado que es verdugo de los otros hombres no yéndoles nada de [en] ello. Lo conmueven el espionaje y la delación. En su cinematógrafo (que es un documento genuino, en cuanto se refiere a los sentimientos del público) los personajes preferidos son la mujer que tienta con su amor a un criminal para sonsacarle un secreto, y el periodista que confunde su empleo con el de un vigilante. La superioridad numérica de la policía lo entusiasma, también sus motocicletas y escudos. Es hombre tironeado por dos pasiones, ya formuladas y sufridas una vez por Apollinaire: la aventura y el orden. Las une en la novela policial: síntesis superior hegeliana. En esa abaratada novela, que fue una discusión intelectual bajo la pluma de su inventor, Edgar Allan Poe, y que ahora es un espléndido ajedrez bajo la de Chesterton, y una vergüenza bajo la de cualquiera de sus colegas —salvo unas veces, unas pocas veces, Van Dine.

He dicho que la legalidad no nos apasiona; tampoco lo ilegal. Nuestro héroe, Martín Fierro, es un gaucho, un soldado, un desertor, un asesino, un buen amigo de su amigo, un matrero, y esas diversas figuraciones nos distraen y sabemos que es el mismo y un hombre. Sabemos que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar como les ocurre morir. También sabemos que infrigir la ley no es una virtud y que el más frecuente asesino y la más concurrida prostituta pueden ser dos imbéciles. Quién no debía una muerte en mi tiempo, le oí quejarse con dulzura una tarde a un señor de edad. Sabemos que lo definitivo es lo que una persona es, no lo que hace. Sabemos lo que don Quijote sabía: que allá se la haya cada uno con su pecado, con su humano, seguro, natural y humilde pecado.

No propongo una ética trabajada ni quiero invalidar la tradicional. Digo la verdad de mis sentimientos, de nuestros sentimientos, del sentimiento que he creído escuchar entre las agitaciones y maniobras novelísticas de Cervantes. De este pasaje, ya sé que Samuel Taylor Coleridge observó (en una conferencia de febrero de 1818) que es tal vez el único de la obra, en que el autor prescinde de la máscara de su héroe y habla directamente. Yo estoy seguro de reconocer en la amonestación la voz de Cervantes.

Una observación última. Si la vida póstuma de Cervantes nos interesa, debemos rescatarla del purgatorio extraño en que sufre. Su novela, su única novela, el Quijote —lenta presentación total de una gran persona, a través de muchísimas aventuras, para que la conozcamos mejor— ha sido denigrada a libro de texto, a ocasión de banquetes y de brindis, a inspiración de cuadros vivos, de suplementos domingueros en rotograbado, de obscenas ediciones de lujo, de libros que más parecen muebles que libros, de alegorías evidentes, de versos de todos tamaños, de estatuas. Es la común tarifa de la gloria, se me dirá. Pero hay algo peor. La Gramática —que es el presente sucedáneo español de la Inquisición— se ha identificado con el Quijote, nunca sabré porqué. El Purismo, no menos inexplicable y violento, lo ha hecho suyo también —pese a las aficiones itálicas de Cervantes.

Contra la burda calidad de esa fama, un solo medio de defensa hay posible. Leer el Quijote.



Boletín de la Biblioteca Popular, Azul, Prov. de Buenos Aires, N° 4, octubre de 1933*
* La Sección Hemeroteca de la Biblioteca Popular de Azul funciona en la casa del señor Bartolomé J. Ronco (1881-1952), distinguido ciudadano y coleccionista que, entre otras actividades, editó la revista Azul en la que Borges colaboró. [+]

Antologado en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001

Imagen: Borges en el programa radial Ana y el espejo de la Sra. Ana María Praiz, 
a través de la emisora FM del Pueblo de la ciudad de Azul (Foto: Maumus)


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