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19/1/19

Jorge Luis Borges: Lugones, Herrera, Cartago






Los hechos, como se verá, son muy simples. En 1904, Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña (Eglogánimas); al año siguiente aparecieron Los crepúsculos del jardín, de Lugones. Los hábitos sintácticos y prosódicos, el vocabulario y las metáforas de ambos libros son fundamentalmente iguales; en 1912, Rufino Blanco-Fombona acusó al «poeta de Buenos Aires» de haber saqueado al «poeta de Montevideo». Éste había muerto. Lugones no se dignó responder a la acusación, pero otros lo hicieron por él desde el Uruguay, muy honrosamente. José Pereira Rodríguez, Emilio Frugoni, Horacio Quiroga y Víctor Pérez Petit dieron su testimonio y refutaron de manera definitiva el argumento cronológico de Blanco-Fombona, que parecía irrefutable. Recordaron que Lugones, que estuvo en la ciudad de Montevideo a principios de 1901, recitó algunas de sus composiciones a los poetas que integraban El Consistorio del Gay Saber y, a sus instancias, las grabó en un cilindro fonográfico. Estas composiciones (precisamente las que incriminaría Blanco-Fombona) ya habían aparecido, por lo demás, en revistas argentinas de 1898. Herrera, por aquellos años elaboraba cantos a España, a Castelar, a Guido Spano y a Lamartine… Max Henríquez Ureña (Breve historia del modernismo, México, 1954) cierra de ese modo su exposición: «En cuanto a la vieja disputa, provocada por un error de información de Blanco-Fombona, el fallo no lo han emitido los pareceres individuales, sino las fechas, que son las que han hablado de manera concluyente.» Quienes requieran más pormenores, pueden interrogar el número extraordinario que Nosotros dedicó a Leopoldo Lugones en el año 1938 [*].

  Reducida a sus elementos, la causa célebre que agitó a los cenáculos no es mucho más que un quid pro quo. Su futilidad se agrava si recordamos, con Víctor Pérez Petit, que el tipo de poema cuya prioridad se discute procede, notoriamente, de Albert Samain. No sólo de una imitación, sino de una vulgarización puede hablarse; el desconcertado lector comprueba que el instrumento forjado por Samain para la expresión de estados sentimentales (Et le ciel, où la fin du jour se subtilise) sirve a Lugones para la jactanciosa conmemoración de hazañas eróticas («…y el viejo banco/sintió gemir sobre su activo flanco/ el vigor de mi torva aristocracia») y a Herrera para construir el caos:
  
    Un estremecimiento de Sibilas
    epilepsiaba a ratos la ventana,
    cuando de pronto un mito tarambana
    rodó en la oscuridad de mis pupilas.
  
  Lo singular es que este debate, ya sin misterio, siga preocupando a la gente.

  «La polémica no ha terminado —comprueba Guillermo de Torre (La aventura y el orden, Buenos Aires, 1943)— y resucita a cada nueva sazón conmemorativa de uno u otro poeta». Aun más interesante es observar, en las dos márgenes del Atlántico, una inclinación general y casi instintiva a favor de Herrera. Indagar las razones de esa tendencia es el propósito de esta nota.

  La primera es de índole novelesca. Imaginar que un gran escritor famoso alevosamente saqueó a un poeta casi ignorado es más poético que imaginar la humilde verdad: Herrera, discípulo de Lugones. El doctor Johnson ha observado que nadie se resigna a ser deudor de sus contemporáneos; Herrera, muerto, no era otra cosa que los versos dejados por él y admirarlo en 1912 era más fácil que admirar a Lugones, hombre polémico, asertivo e incómodo. Sus desagradables y enfáticas opiniones políticas dañaron su reputación literaria.

  Otra razón podemos conjeturar, que Blanco-Fombona no declaró, y acaso no supo, pero que militó a su favor, y sigue militando. Las íntimas razones que hacen que un hombre se decida a profesar una tesis o a rechazarla suelen no figurar en las polémicas; adivinarlas es tarea de la crítica. La acusación de Blanco-Fombona, redactada en estilo comercial, habla de novedades creadas por el poeta de Montevideo y puestas en circulación por el poeta de Buenos Aires; tales epítetos o apodos responden a la superstición académica de variar las palabras, de eludir la enojosa repetición de los nombres Herrera y Lugones, pero en ellos está el nervio del argumento. Buenos Aires en 1912 era ya, o todavía, una gran ciudad; su nombre, opuesto a la apacible Montevideo, era inmediatamente traducible en Babel o en Cartago.

  Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el incendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejércitos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la Ilíada que dice. «El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida», porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así se lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los romanos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. Borrada Cartago, que bien pudo producir ilustres poetas, nada nos queda de sus letras y de sus artes salvo unas pocas inscripciones, unas palabras conservadas en una comedia romana, la famosa tarifa de Marsella —tantas monedas de plata a los sacerdotes por el sacrificio de un buey, tantas por el de un carnero, tantas por el de una cabra, tantas por el de un ave— y una versión griega del Periplo del navegante Hannón.[8] Cartago, ahora, significa ciudad de mercaderes, que ignora la poesía.

  Tal idea corresponde a un prejuicio romántico o demagógico. El hecho es que toda ciudad, toda gran ciudad propaga civilización; no en vano esta palabra contiene la palabra civil, que quiere decir ciudadano.

  La poesía nace de la ciudad y también la poesía que celebra los motivos del campo; hombres de Buenos Aires y de Montevideo inventaron el estilo gauchesco, y Teócrito, padre de la poesía pastoril, la engendró en la corte de Siracusa o en la Biblioteca de Alejandría.

  La ciudad (que esencialmente es el calor y el diálogo de los hombres) ha creado un número infinito de cosas, y una de ellas es la vasta labor que Lugones, hombre de Córdoba, ejecutó bajo su estímulo, y otra es la fatiga que inspiró a Horacio el Beatus ille y a Swift el elogio de la barbarie y que nos mueve a exagerar, paradójicamente, las virtudes de la soledad y de la provincia.

  Porque la gente no quiere admitir que Cartago tiene, también, poetas, prosperó y persiste la acusación de Blanco-Fombona.


Nota
[8] También se conjetura que es púnico el vasto nombre de África, que originariamente se aplicó al territorio cartaginés.



En Jorge Luis Borges & Betina Edelberg: Leopoldo Lugones  (1955)

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997



Imágenes:
Arriba:
Leopoldo Lugones (foto sin atribución ni fecha) Vía

Abajo:
Portada Jorge Luis Borges & Betina Edelberg: Leopoldo Lugones  
Buenos Aires, Ediciones Troquel, 1955

Portada Revista Nosotros, número extraordinario dedicado a Leopoldo Lugones 
Buenos Aires, segunda época, 1938 [*]


12/8/15

Jorge Luis Borges: El modernismo








La historia de Leopoldo Lugones es inseparable de la historia del modernismo, aunque su obra, en conjunto, excede los límites de esta escuela. A fines del siglo XIX y a principios del XX, el modernismo renovó las literaturas de lengua española. Esta renovación era necesaria; después del siglo de oro y del barroco, la literatura hispánica decae y los siglos XVIII y XIX son igualmente pobres. 

España nunca fue clásica; la impetuosa irregularidad de su drama y la evocación, acaso arbitraria, de su color local, inspiran la reacción romántica; Alemania descubre a Calderón, lo traduce Shelley y su obra sirve de argumento contra el rigor de las tres unidades clásicas. 

Es curioso observar que el romanticismo, esencialmente afín a la índole de España, no produce en este país un solo poeta de la significación de Keats o de Hugo. 

La circunstancia de que algunos críticos españoles ignoraran esta indigencia contribuía a hacerla más irreparable; así Menéndez y Pelayo, en la antología que se titula Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana, admite inexplicablemente una desmesurada proporción de poetas de su época. 

Con esta decadencia contrastan la complejidad y el vigor de las otras literaturas de Europa; en la poesía de Francia, cuyo influjo en el modernismo será decisivo, el Parnaso sucede al romanticismo y el simbolismo al Parnaso. De estas escuelas, excluyentes en Francia, las dos últimas son recibidas con igual devoción por las jóvenes generaciones americanas y se difunden con facilidad. En lo que se refiere al romanticismo, se observa una reacción contra su elocuencia y su pompa, pero aún se admira a Víctor Hugo. 

Por aquellos años, en Buenos Aires o en Méjico no se concibe una persona culta que no sepa francés y es prestigioso ir a París para perfeccionar los estudios. Todavía cercana la guerra de la Independencia, el odio a lo español no se había extinguido; las injuriosas expresiones godo y gallego eran habituales. La admiración por lo francés llega al exceso; Eduardo Wilde se burla de ella en su artículo Vida moderna

La imitación del clasicismo español persistía en ciertos poetas, pero su obra constituyó, para los jóvenes, un testimonio más de la esterilidad de esa tradición. Recordemos la obra de Oyuela. 

Agotado el placer que podían suministrar el vocabulario y los metros clásicos, se sentía la urgencia de renovarlos. Oscuramente se anhelaba y se vislumbraba otra cosa; adelantándose a ello, algunos poetas anteriores parecían señalar nuevas direcciones. 

Así el revolucionario cubano José Martí decía en el prólogo de sus Versos libres (1882): "Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados... Recortar versos también sé, pero no quiero. Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje. Amo las sonoridades difíciles..." En 1891, agregaba: "Amo la sencillez y creo en la necesidad de poner el sentimiento en formas llanas y sinceras." El mérito de Martí, como poeta, se limita a haber preferido la sencillez; en sus mejores versos hay algo de copla popular. Se considera que Ismaelillo, escrito en 1882 para su hijo, marca el principio de esta nueva tendencia en las letras americanas, que culminará en Azul, de Rubén Darío.



En Leopoldo Lugones
En col. con Betina Edelberg (1955)
Foto: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg con José Edmundo Clemente 
Casa del Escritor, Buenos Aires, 1955

27/7/15

Jorge Luis Borges: Leopoldo Lugones









Como el de Quevedo, como el de Joyce, como el de Claudel, el genio de Leopoldo Lugones es fundamentalmente verbal. No hay una página de su numerosa labor que no pueda leerse en voz alta, y que no haya sido escrita en voz alta. Períodos que en otros escritores resultarían ostentosos y artificiales, corresponden, en él, a la plenitud y a las amplias evoluciones de su entonación natural. 

Para Lugones, el ejercicio literario fue siempre la honesta y aplicada ejecución de una tarea precisa, el riguroso cumplimiento de un deber que excluía los adjetivos triviales, las imágenes previsibles y la construcción azarosa. Las ventajas de esa conducta son evidentes; su peligro es que el sistemático rechazo de lugares comunes conduzca a meras irregularidades que pueden ser oscuras o ineficaces. Lugones tuvo la vanidad de trabajar detenidamente su obra, línea por línea; un resultado de esta dedicación es el elevado número de páginas de índole antológica. 

Desdeñoso de lo español, el autor de La guerra gaucha, paradójicamente adoleció de dos supersticiones muy españolas: la creencia de que el escritor debe usar todas las palabras del diccionario, la creencia de que en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan su connotación y su ambiente. Sin embargo en algunos poemas de tono criollo, empleó con delicadeza un vocabulario sencillo; esto prueba su sensibilidad y nos permite suponer que sus ocasionales fealdades eran audacias y respondían a la ambición de medirse con todas las palabras. Fatalmente muchas de aquellas novedades se han anticuado pero la obra, en conjunto, es una de las mayores aventuras del idioma español. El siglo XVII quiso innovar, regresando al latín; Lugones quiso incorporar a su idioma los ritmos, las metáforas, las libertades que el romanticismo y el simbolismo habían dado al francés. 

La literatura de América aún se nutre de la obra de este gran escritor; escribir bien es, para muchos, escribir a la manera de Lugones. Desde el ultraísmo hasta nuestro tiempo, su inevitable influjo perdura creciendo y transformándose. Tan general es ese influjo que para ser discípulo de Lugones, no es necesario haberlo leído. En La pipa de Kifde, Valle Inclán se advierte el Lunario sentimental; sin menoscabo de su originalidad, dos grandes poetas, Ramón López Velarde y Martínez Estrada, provienen de Lugones. 

Alcanzar en un medio indiferente una obra tan fértil y tan plena es una empresa heroica; su vida entera fue una laboriosa jornada, que desdeñó las recompensas, los aplausos y los honores y hasta la gloria que ahora lo sustenta y lo justifica. Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte.




En Leopoldo Lugones
En col. con Betina Edelberg (1955)
Foto Jorge Luis Borges y Betina Edelberg 
Biblioteca Nacional de Buenos Aires, 1957




12/9/14

Jorge Luis Borges: A Leopoldo Lugones (Prólogo)




Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio: 

          Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría. 

En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.



En El Hacedor (1960)
Publicado antes como Prólogo de Leopoldo Lugones
en col. con Betina Edelberg (1955)
Imagen s/d

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