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11/10/16

Jorge Luis Borges: Un doble de Mahoma







Ya que en la mente de los musulmanes las ideas de Mahoma y de religión están indisolublemente ligadas, el Señor ha ordenado que en el Cielo siempre los presida un espíritu que hace el papel de Mahoma. Este delegado no siempre es el mismo. Un ciudadano de Sajonia, a quien en vida tomaron prisionero los argelinos y que se convirtió al Islam, ocupó una vez este cargo. Como había sido cristiano, les habló de Jesús y les dijo que no era el hijo de José, sino el hijo de Dios; fue conveniente reemplazarlo. La situación de este Mahoma representativo está indicada por una antorcha, sólo visible a los musulmanes.

El verdadero Mahoma, que redactó el Qurán, ya no es visible a sus adeptos. Me han dicho que al comienzo los presidía, pero que pretendió dominarlos y fue exilado en el Sur. Una comunidad de musulmanes fue instigada por los demonios a reconocer a Mahoma como Dios. Para aplacar el disturbio, Mahoma fue traído de los infiernos y lo exhibieron. En esta ocasión yo lo vi. Se parecía a los espíritus corpóreos que no tienen percepción interior, y su cara era muy oscura. Pudo articular las palabras: "Yo soy vuestro Mahoma", e inmediatamente se hundió.

(De Vera Christiana Religio [1771], de Emanuel Swedenborg)



En  Historia Universal de la Infamia (1935)
Borges frente a la Mezquita Azul de Estambul,
Foto Muestra Atlas, Feria del Libro de Buenos Aires, 2016


16/8/16

Jorge Luis Borges: Prólogos [Historia Universal de la Infamia]








Prólogo a la primera edición

Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a 1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson y de Chesterton y aun de los primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego. Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Ese propósito visual rige también el cuento Hombre de la Esquina Rosada.) No son, no tratan de ser, psicológicos.
En cuanto a los ejemplos de magia que cierran el volumen, no tengo otro derecho sobre ellos que los de traductor y lector. A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores. Nadie me negará que las piezas atribuidas por Valéry a su pluscuamperfecto Edmond Teste valen notoriamente menos que las de su esposa y amigos.
Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual.

J.L.B.
Buenos Aires, 27 de mayo de 1935



Prólogo a la edición de 1954

Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura. En vano quiso remedar Andrew Lang, hacia mil ochocientos ochenta y tantos, la Odisea de Pope; la obra ya era su parodia y el parodista no pudo exagerar su tensión. Barroco (Baroco) es el nombre de uno de los modos del silogismo; el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la arquitectura y de la pintura del XVII; yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. El barroquismo es intelectual y Bernard Shaw ha declarado que toda labor intelectual es humorística. Este humorismo es involuntario en la obra de Baltasar Gracián; voluntario o consentido, en la de John Donne.
Ya el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza barroca. Atenuarlas hubiera equivalido a destruirlas; por eso prefiero, esta vez, invocar la sentencia quod scripsi, scripsi (Juan, 19, 22) y reimprimirlas, al cabo de veinte años, tal cual. Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias. De estos ambiguos ejercicios pasó a la trabajosa composición de un cuento directo —Hombre de la Esquina Rosada— que firmó con el nombre de un abuelo de sus abuelos, Francisco Bustos, y que ha logrado un éxito singular y un poco misterioso.
En su texto, que es de entonación orillera, se notará que he intercalado algunas palabras cultas: vísceras, conversiones, etc. Lo hice, porque el compadre aspira a la finura, o (esta razón excluye la otra, pero es quizá la verdadera) porque los compadres son individuos y no hablan siempre como el Compadre, que es una figura platónica.
Los doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad. Tienen plena razón en lo referente a esa mínima parte del universo que es este libro. Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar. El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado, pero se entretuvo escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a los lectores.
En la sección Etcétera he incorporado tres piezas nuevas.

J.L.B.

En Hombre de la Esquina Rosada (1935-1954)
Foto: Borges saliendo de su casa en Maipú y Marcelo T. de Alvear

16/7/16

Jorge Luis Borges: El tintorero enmascarado Hákim de Merv






A Angélica Ocampo

Si no me equivoco, las fuentes originales de información acerca de Al Moqanna, el Profeta Velado (o más estrictamente, Enmascarado) del Jorasán, se reducen a cuatro: a) las excertas de la Historia de los jalifas conservadas por Baladhuri, b) el Manual del gigante o Libro de la precisión y la revisión del historiador oficial de los Abbasidas, ibn abi Tair Tarfur, c) el códice árabe titulado La aniquilación de la rosa, donde se refutan las herejías abominables de la Rosa oscura o Rosa escondida, que era el libro canónico del Profeta, d) unas monedas sin efigie desenterradas por el ingeniero Andrusov en un desmonte del Ferrocarril Transcaspiano. Esas monedas fueron depositadas en el Gabinete Numismático de Teherán y contienen dísticos persas que resumen o corrigen ciertos pasajes de la Aniquilación. La Rosa original se ha perdido, ya que el manuscrito encontrado en 1899 y publicado no sin ligereza por el Morgenländisches Archiv fue declarado apócrifo por Horn y luego por Sir Percy Sykes.
La fama occidental del Profeta se debe a un gárrulo poema de Moore, cargado de saudades y de suspiros de conspirador irlandés.

La púrpura escarlata
A los 120 años de la Hégira y 736 de la Cruz, el hombre Hákim, que los hombres de aquel tiempo y de aquel espacio apodarían luego El Velado, nació en el Turquestán. Su patria fue la antigua ciudad de Merv, cuyos jardines y viñedos y prados miran tristemente al desierto. El mediodía es blanco y deslumbrador, cuando no lo oscurecen nubes de polvo que ahogan a los hombres y dejan una lámina blancuzca en los negros racimos.
Hákim se crió en esa fatigada ciudad. Sabemos que un hermano de su padre lo adiestró en el oficio de tintorero: arte de impíos, de falsarios y de inconstantes que inspiró los primeros anatemas de su carrera pródiga. Mi cara es de oro (declara en una página famosa de la Aniquilaciónpero he macerado la púrpura y he sumergido en la segunda noche la lana sin cardar y he saturado en la tercera noche la lana preparada, y los emperadores de las islas aún se disputan esa ropa sangrienta. Así pequé en los años de juventud y trastorné los verdaderos colores de las criaturas. El Ángel me decía que los carneros no eran del color de los tigres, el Satán me decía que el Poderoso quería que lo fueran y se valía de mi astucia y mi púrpura. Ahora yo sé que el Ángel y el Satán erraban la verdad y que todo color es aborrecible.
El año 146 de la Hégira, Hákim desapareció de su patria. Encontraron destruidas las calderas y cubas de inmersión, así como un alfanje de Shiraz y un espejo de bronce.

El toro
En el fin de la luna de Xabán del año 158, el aire del desierto estaba muy claro y los hombres miraban el poniente en busca de la luna de Ramadán, que promueve la mortificación y el ayuno. Eran esclavos, limosneros, chalanes, ladrones de camellos y matarifes. Gravemente sentados en la tierra, aguardaban el signo, desde el portón de un paradero de caravanas en la ruta de Merv. Miraban el ocaso, y el color del ocaso era el de la arena.
Del fondo del desierto vertiginoso (cuyo sol da la fiebre, así como su luna da el pasmo) vieron adelantarse tres figuras, que les parecieron altísimas. Las tres eran humanas y la del medio tenía cabeza de toro. Cuando se aproximaron, vieron que éste usaba una máscara y que los otros dos eran ciegos.
Alguien (como en los cuentos de Las 1001 Noches) indagó la razón de esa maravilla. Están ciegos, el hombre de la máscara declaró, porque han visto mi cara.

El leopardo
El cronista de los Abbasidas refiere que el hombre del desierto (cuya voz era singularmente dulce, o así les pareció por diferir de la brutalidad de su máscara), les dijo que ellos aguardaban el signo de un mes de penitencia, pero que él predicaba un signo mejor: el de toda una vida penitencial y una muerte injuriada. Les dijo que era Hákim hijo de Osmán, y que el año 146 de la Emigración había penetrado un hombre en su casa y luego de purificarse y rezar le había cortado la cabeza con un alfanje y la había llevado hasta el cielo. Sobre la derecha mano del hombre (que era el ángel Gabriel) su cabeza había estado ante el Señor, que le dio misión de profetizar y le inculcó palabras tan antiguas que su repetición quemaba las bocas y le infundió un glorioso resplandor que los ojos mortales no toleraban. Tal era la justificación de la Máscara. Cuando todos los hombres de la tierra profesaran la nueva ley, el Rostro les sería descubierto y ellos podrían adorarlo sin riesgo —como ya los ángeles lo adoraban. Proclamada su comisión, Hákim los exhortó a una guerra santa —un djehad— y a su conveniente martirio.
Los esclavos, pordioseros, chalanes, ladrones de camellos y matarifes le negaron su fe: una voz gritó brujo y otra impostor.
Alguien había traído un leopardo —tal vez un ejemplar de esa raza esbelta y sangrienta que los monteros persas educan. Lo cierto es que rompió su prisión. Salvo el profeta enmascarado y los dos acólitos, la gente se atropelló para huir. Cuando volvieron, había enceguecido la fiera. Ante los ojos luminosos y muertos, los hombres adoraron a Hákim y confesaron su virtud sobrenatural.

El profeta velado
El historiador oficial de los Abbasidas narra sin mayor entusiasmo los progresos de Hákim el Velado en el Jorasán. Esa provincia —muy conmovida por la desventura y crucifixión de su más famoso caudillo— abrazó con desesperado fervor la doctrina de la Cara Resplandeciente y le tributó su sangre y su oro. (Hákim, ya entonces, descartó su efigie brutal por un cuádruple velo de seda blanca recamado de piedras. El color emblemático de los Banú Abbás era el negro; Hákim eligió el color blanco —el más contradictorio— para el Velo Resguardador, los pendones y los turbantes.) La campaña se inició bien. Es verdad que en el Libro de la precisión las banderas del Jalifa son en todo lugar victoriosas, pero como el resultado más frecuente de esas victorias es la destitución de generales y el abandono de castillos inexpugnables, el avisado lector sabe a qué atenerse. A fines de la luna de Rejeb del año 161, la famosa ciudad de Nishapur abrió sus puertas de metal al Enmascarado; a principios del 162, la de Astarabad. La actuación militar de Hákim (como la de otro más afortunado Profeta) se reducía a la plegaria en voz de tenor, pero elevada a la Divinidad desde el lomo de un camello rojizo, en el corazón agitado de las batallas. A su alrededor silbaban las flechas, sin que lo hirieran nunca. Parecía buscar el peligro: la noche que unos detestados leprosos rondaron su palacio, les ordenó comparecer, los besó y les entregó plata y oro.
Delegaba las fatigas de gobernar en seis o siete adeptos. Era estudioso de la meditación y la paz: un harem de 114 mujeres ciegas trataba de aplacar las necesidades de su cuerpo divino.

Los espejos abominables
Siempre que sus palabras no invaliden la fe ortodoxa, el Islam tolera la aparición de amigos confidenciales de Dios, por indiscretos o amenazadores que sean. El profeta, quizá, no hubiera desdeñado los favores de ese desdén, pero sus partidarios, sus victorias y la cólera pública del Jalifa —que era Mohamed Al Mahdí— lo obligaron a la herejía. Esa disensión lo arruinó, pero antes le hizo definir los artículos de una religión personal, si bien con evidentes infiltraciones de las prehistorias gnósticas.
En el principio de la cosmogonía de Hákim hay un Dios espectral. Esa divinidad carece majestuosamente de origen, así como de nombre y de cara. Es un Dios inmutable, pero su imagen proyectó nueve sombras que, condescendiendo a la acción, dotaron y presidieron un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procedió una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, y éstos fundaron otro cielo más abajo, que era el duplicado simétrico del inicial. Ese segundo cónclave se vio reproducido en uno terciario y ése en otro inferior, y así hasta 999. El señor del cielo del fondo es el que rige —sombra de otras sombras— y su fracción de divinidad tiende a cero.
La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables porque la multiplican y afirman. El asco es la virtud fundamental. Dos disciplinas (cuya elección dejaba libre el profeta) pueden conducirnos a ella: la abstinencia y el desenfreno, el ejercicio de la carne o su castidad.
El paraíso y el infierno de Hákim no eran menos desesperados. A los que niegan la Palabra, a los que niegan el Enjoyado Velo y el Rostro (dice una imprecación que se conserva de la Rosa escondida), les prometo un Infierno maravilloso, porque cada uno de ellos reinará sobre 999 imperios de fuego, y en cada imperio 999 montes de fuego, y en cada monte 999 torres de fuego, y en cada torre 999 pisos de fuego, y en cada piso 999 lechos de fuego, y en cada lecho estará él y 999 formas de fuego (que tendrán su cara y su voz) lo torturarán para siempre. En otro lugar corrobora: Aquí en la vida padecéis en un cuerpo; en la muerte y la Retribución, en innumerables. El paraíso es menos concreto. Siempre es de noche y hay piletas de piedra, y la felicidad de ese paraíso es la felicidad peculiar de las despedidas, de la renunciación y de los que saben que duermen.

El rostro
El año 163 de la Emigración y quinto de la Cara Resplandeciente, Hákim fue cercado en Sanam por el ejército del Jalifa. Provisiones y mártires no faltaban, y se aguardaba el inminente socorro de una caterva de ángeles de luz. En eso estaban cuando un espantoso rumor atravesó el castillo. Se refería que una mujer adúltera del harem, al ser estrangulada por los eunucos, había gritado que a la mano derecha del profeta le faltaba el dedo anular y que carecían de uñas los otros. El rumor cundió entre los fieles. A pleno sol, en una elevada terraza, Hákim pedía una victoria o un signo a la divinidad familiar. Con la cabeza doblegada, servil —como si corrieran contra una lluvia—, dos capitanes le arrancaron el Velo recamado de piedras.
Primero, hubo un temblor. La prometida cara del Apóstol, la cara que había estado en los cielos, era en efecto blanca, pero con la blancura peculiar de la lepra manchada. Era tan abultada o increíble que les pareció una careta. No tenía cejas; el párpado inferior del ojo derecho pendía sobre la mejilla senil; un pesado racimo de tubérculos le comía los labios; la nariz inhumana y achatada era como de león.
La voz de Hákim ensayó un engaño final. Vuestro pecado abominable os prohíbe percibir mi esplendor…, comenzó a decir.
No lo escucharon y lo atravesaron con lanzas.




En Historia Universal de la Infamia (1935)

Photo: Willis Barnstone at Borges at Eighty: Conversations 
AA.VV., 1982 
Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone 
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, Dick Cavett, 
Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki


17/6/16

Jorge Luis Borges: El espejo de tinta







La historia sabe que el más cruel de los gobernadores del Sudán fue Yakub el Doliente, que entregó su país a la iniquidad de los recaudadores egipcios y murió en una cámara del palacio, el día catorceno de la luna de barmajat, el año 1842. Algunos insinúan que el hechicero Abderrahmen El Masmudí (cuyo nombre se puede traducir El Servidor del Misericordioso) lo acabó a puñal o a veneno, pero una muerte natural es más verosímil —ya que le decían el Doliente. Sin embargo, el capitán Richard Francis Burton conversó con ese hechicero el año 1853 y cuenta que le refirió lo que copio:

«Es verdad que yo padecí cautiverio en el alcázar de Yakub el Doliente, a raíz de la conspiración que fraguó mi hermano Ibrahim, con el fementido y vano socorro de los caudillos negros del Kordofán, que lo denunciaron. Mi hermano pereció por la espada, sobre la piel de sangre de la justicia, pero yo me arrojé a los aborrecidos pies del Doliente y le dije que era hechicero y que si me otorgaba la vida, le mostraría formas y apariencias aún más maravillosas que las del Fanusí jiyal (la linterna mágica). El opresor me exigió una prueba inmediata. Yo pedí una pluma de caña, unas tijeras, una gran hoja de papel veneciano, un cuerno de tinta, un brasero, unas semillas de cilantro y una onza de benjuí. Recorté la hoja en seis tiras, escribí talismanes e invocaciones en las cinco primeras, y en la restante las siguientes palabras que están en el glorioso Qurán: 'Hemos retirado tu velo, y la visión de tus ojos es penetrante'. Luego dibujé un cuadro mágico en la mano derecha de Yakub y le pedí que la ahuecara y vertí un círculo de tinta en el medio. Le pregunté si percibía con claridad su reflejo en el círculo y respondió que sí. Le dije que no alzara los ojos. Encendí el benjuí y el cilantro y quemé las invocaciones en el brasero. Le pedí que nombrara la figura que deseaba mirar. Pensó y me dijo que un caballo salvaje, el más hermoso que pastara en los prados que bordean el desierto. Miró y vio el campo verde y tranquilo y después un caballo que se acercaba, ágil como un leopardo, con una estrella blanca en la frente. Me pidió una tropilla de caballos tan perfectos como el primero, y vio en el horizonte una larga nube de polvo y luego la tropilla. Comprendí que mi vida estaba segura.

»Apenas despuntaba la luz del día, dos soldados entraban en mi cárcel y me conducían a la cámara del Doliente, donde ya me esperaban el incienso, el brasero y la tinta. Así me fue exigiendo y le fui mostrando todas las apariencias del mundo. Ese hombre muerto que aborrezco tuvo en su mano cuanto los hombres muertos han visto y ven los que están vivos: las ciudades, climas y reinos en que se divide la tierra, los tesoros ocultos en el centro, las naves que atraviesan el mar, los instrumentos de la guerra, de la música y de la cirugía, las graciosas mujeres, las estrellas fijas y los planetas, los colores que emplean los infieles para pintar sus cuadros aborrecibles, los minerales y las plantas con los secretos y virtudes que encierran, los ángeles de plata cuyo alimento es el elogio y la justificación del Señor, la distribución de los premios en las escuelas, las estatuas de pájaros y de reyes que hay en el corazón de las pirámides, la sombra proyectada por el toro que sostiene la tierra y por el pez que está debajo del toro, los desiertos de Dios el Misericordioso. Vio cosas imposibles de describir, como las calles alumbradas a gas y como la ballena que muere cuando escucha el grito del hombre. Una vez me ordenó que le mostrara la ciudad que se llama Europa. Le mostré la principal de sus calles y creo que fue en ese caudaloso río de hombres, todos ataviados de negro y muchos con anteojos, que vio por la primera vez al Enmascarado.

»Esa figura, a veces con el traje sudanés, a veces de uniforme, pero siempre con un paño sobre la cara, penetró desde entonces en las visiones. Era infaltable y no conjeturábamos quién era. Sin embargo, las apariencias del espejo de tinta, momentáneas o inmóviles al principio, eran más complejas ahora; ejecutaban sin demora mis órdenes y el tirano las seguía con claridad. Es cierto que los dos solíamos quedar extenuados. El carácter atroz de las escenas era otra fuente de cansancio. No eran sino castigos, cuerdas, mutilaciones, deleites del verdugo y del cruel.

»Así arribamos al amanecer del día catorceno de la luna de Barmajat. El círculo de tinta había sido marcado en la mano, el benjuí arrojado al brasero, las invocaciones quemadas. Estábamos solos los dos. El Doliente me dijo que le mostrara un inapelable y justo castigo, porque su corazón, ese día, apetecía ver una muerte. Le mostré los soldados con los tambores, la piel de becerro estirada, las personas dichosas de mirar, el verdugo con la espada de la justicia. Se maravilló al mirarlo y me dijo: 'Es Abu Kir, el que ajustició a tu hermano Ibrahim, el que cerrará tu destino cuando me sea deparada la ciencia de convocar estas figuras sin tu socorro'. Me pidió que trajeran al condenado. Cuando lo trajeron se demudó, porque era el hombre inexplicable del lienzo blanco. Me ordenó que antes de matarlo le sacaran la máscara. Yo me arrojé a sus pies y dije: 'Oh, rey del tiempo y sustancia y suma del siglo, esta figura no es como las demás, porque no sabemos su nombre ni el de sus padres ni el de la ciudad que es su patria, de suerte que yo no me atrevo a tocarla, por no incurrir en una culpa de la que tendré que dar cuenta'. Se rió el Doliente y acabó por jurar que él cargaría con la culpa, si culpa había. Lo juró por la espada y el Qurán. Entonces ordené que desnudaran al condenado y que lo sujetaran sobre la estirada piel de becerro y que le arrancaran la máscara. Esas cosas se hicieron. Los espantados ojos de Yakub pudieron ver por fin esa cara —que era la suya propia. Se cubrió de miedo y locura. Le sujeté la diestra temblorosa con la mía que estaba firme y le ordené que continuara mirando la ceremonia de su muerte. Estaba poseído por el espejo: ni siquiera trató de alzar los ojos o de volcar la tinta. Cuando la espada se abatió en la visión sobre la cabeza culpable, gimió con una voz que no me apiadó, y rodó al suelo, muerto.

»La gloria sea con Aquel que no muere y tiene en su mano las dos llaves del ilimitado Perdón y del infinito Castigo».


(Del libro The Lake Regions of Equatorial Africa, de R. F. Burton)



En "Etcétera"
Historia universal de la infamia (1935)
Foto: Borges retratado por Sameer Makarius




10/3/16

Jorge Luis Borges: El proveedor de iniquidades Monk Eastman







Los de esta América
Perfilados bien por un fondo de paredes celestes o de cielo alto, dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre zapatos de mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos parejos, hasta que de una oreja salta un clavel porque el cuchillo ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal el baile sin música. Resignado, el otro se acomoda el chambergo y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio. Ésa es la historia detallada y total de nuestro malevaje. La de los hombres de pelea de Nueva York es más vertiginosa y más torpe.

Los de la otra
La historia de las bandas de Nueva York (revelada en 1928 por Herbert Asbury en un decoroso volumen de cuatrocientas páginas en octavo) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras y mucho de su ineptitud gigantesca: sótanos de antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys (Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y once años, gigantes solitarios y descarados como los Galerudos Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones de la camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de forajidos como los Conejos Muertos (Dead Rabbits) que entraban en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado sobre la frente, por los bastones con cabeza de mono y por el fino aparatito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol colorado como las dirigidas por siete hermanas de New England, que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros de ratas famélicas y de perros, casas de juego chinas, mujeres como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de una semana salvaje de 1863, que incendiaron cien edificios y por poco se adueñan de la ciudad; combates callejeros en los que el hombre se perdía como en el mar porque lo pisoteaban hasta la muerte; ladrones y envenenadores de caballos como Yoske Nigger —tejen esta caótica historia. Su héroe más famoso es Edward Delaney, alias William Delaney, alias Joseph Marvin, alias Joseph Morris, alias Monk Eastman, jefe de mil doscientos hombres.

El héroe
Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero —si es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo. Lo cierto es que en el Registro Civil de Williamsburg, Brooklyn, el nombre es Edward Ostermann, americanizado en Eastman después. Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo. Era hijo de un patrón de restaurante de los que anuncian Kosher, donde varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con rectitud. A los diecinueve años, hacia 1892, abrió con el auxilio de su padre una pajarería. Curiosear el vivir de los animales, contemplar sus pequeñas decisiones y su inescrutable inocencia fue una pasión que lo acompañó hasta el final. En ulteriores épocas de esplendor, cuando rehusaba con desdén los cigarros de hoja de los pecosos sachems de Tammany o visitaba los mejores prostíbulos en un coche automóvil precoz, que parecía el hijo natural de una góndola, abrió un segundo y falso comercio, que hospedaba cien gatos finos y más de cuatrocientas palomas —que no estaban en venta para cualquiera. Los quería individualmente y solía recorrer a pie su distrito con un gato feliz en el brazo, y otros que lo seguían con ambición.
Era un hombre ruinoso y monumental. El pescuezo era corto, como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos importante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jinete o de marinero. Podía prescindir de camisa como también de saco, pero no de una galerita rabona sobre la ciclópea cabeza. Los hombres cuidan su memoria. Físicamente, el pistolero convencional de los films es un remedo suyo, no del epiceno y fofo Capone. De Wolheim dicen que lo emplearon en Hollywood porque sus rasgos aludían directamente a los del deplorado Monk Eastman… Éste salía a recorrer su imperio forajido con una paloma de plumaje azul en el hombro, igual que un toro con un benteveo en el lomo.
Hacia 1894 abundaban los salones de bailes públicos en la ciudad de Nueva York. Eastman fue el encargado en uno de ellos de mantener el orden. La leyenda refiere que el empresario no lo quiso atender y que Monk demostró su capacidad demoliendo con fragor el par de gigantes que detentaban el empleo. Lo ejerció hasta 1899, temido y solo.
Por cada pendenciero que serenaba, hacía con el cuchillo una marca en el brutal garrote. Cierta noche, una calva resplandeciente que se inclinaba sobre un bock de cerveza le llamó la atención y la desmayó de un mazazo. «¡Me faltaba una marca para cincuenta!», exclamó después.

El mando
Desde 1899 Eastman no era sólo famoso. Era caudillo electoral de una zona importante, y cobraba fuertes subsidios de las casas de farol colorado, de los garitos, de las pindongas callejeras y los ladrones de ese sórdido feudo. Los comités lo consultaban para organizar fechorías y los particulares también. He aquí sus honorarios: 15 dólares una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25 un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero. A veces, para no perder la costumbre, Eastman ejecutaba personalmente una comisión.
Una cuestión de límites (sutil y malhumorada como las otras que posterga el derecho internacional) lo puso enfrente de Paul Kelly, famoso capitán de otra banda. Balazos y entreveros de las patrullas habían determinado un confín. Eastman lo atravesó un amanecer y lo acometieron cinco hombres. Con esos brazos vertiginosos de mono y con la cachiporra hizo rodar a tres, pero le metieron dos balas en el abdomen y lo abandonaron por muerto. Eastman se sujetó la herida caliente con el pulgar y el índice y caminó con pasos de borracho hasta el hospital. La vida, la alta fiebre y la muerte se lo disputaron varias semanas, pero sus labios no se rebajaron a delatar a nadie. Cuando salió, la guerra era un hecho y floreció en continuos tiroteos hasta el diecinueve de agosto del novecientos tres.

La Batalla de Rivington
Unos cien héroes vagamente distintos de las fotografías que estarán desvaneciéndose en los prontuarios, unos cien héroes saturados de humo de tabaco y de alcohol, unos cien héroes de sombrero de paja con cinta de colores, unos cien héroes afectados quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries, de dolencias de las vías respiratorias o del riñón, unos cien héroes tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín, libraron ese renegrido hecho de armas en la sombra de los arcos del Elevated. La causa fue el tributo exigido por los pistoleros de Kelly al empresario de una casa de juego, compadre de Monk Eastman. Uno de los pistoleros fue muerto y el tiroteo consiguiente creció a batalla de incontados revólveres. Desde el amparo de los altos pilares hombres de rasurado mentón tiraban silenciosos, y eran el centro de un despavorido horizonte de coches de alquiler cargados de impacientes refuerzos, con artillería Colt en los puños. ¿Qué sintieron los protagonistas de esa batalla? Primero (creo) la brutal convicción de que el estrépito insensato de cien revólveres los iba a aniquilar en seguida; segundo (creo) la no menos errónea seguridad de que si la descarga inicial no los derribó, eran invulnerables. Lo cierto es que pelearon con fervor, parapetados por el hierro y la noche. Dos veces intervino la policía y dos la rechazaron. A la primer vislumbre del amanecer el combate murió, como si fuera obsceno o espectral. Debajo de los grandes arcos de ingeniería quedaron siete heridos de gravedad, cuatro cadáveres y una paloma muerta.

Los crujidos
Los políticos parroquiales, a cuyo servicio estaba Monk Eastman, siempre desmintieron públicamente que hubiera tales bandas, o aclararon que se trataba de meras sociedades recreativas. La indiscreta batalla de Rivington los alarmó. Citaron a los dos capitanes para intimarles la necesidad de una tregua. Kelly (buen sabedor de que los políticos eran más aptos que todos los revólveres Colt para entorpecer la acción policial) dijo acto continuo que sí; Eastman (con la soberbia de su gran cuerpo bruto) ansiaba más detonaciones y más refriegas. Empezó por rehusar y tuvieron que amenazarlo con la prisión. Al fin los dos ilustres malevos conferenciaron en un bar, cada uno con un cigarro de hoja en la boca, la diestra en el revólver y su vigilante nube de pistoleros alrededor. Arribaron a una decisión muy americana: confiar a un match de box la disputa. Kelly era un boxeador habilísimo. El duelo se realizó en un galpón y fue estrafalario. Ciento cuarenta espectadores lo vieron, entre compadres de galera torcida y mujeres de frágil peinado monumental. Duró dos horas y terminó en completa extenuación. A la semana chisporrotearon los tiroteos. Monk fue arrestado, por enésima vez. Los protectores se distrajeron de él con alivio; el juez le vaticinó, con toda verdad, diez años de cárcel.

Eastman contra Alemania
Cuando el todavía perplejo Monk salió de Sing Sing, los mil doscientos forajidos de su comando estaban desbandados. No los supo juntar y se resignó a operar por su cuenta. El 8 de setiembre de 1917 promovió un desorden en la vía pública. El 9 resolvió participar en otro desorden y se alistó en un regimiento de infantería.
Sabemos varios rasgos de su campaña. Sabemos que desaprobó con fervor la captura de prisioneros y que una vez (con la sola culata del fusil) impidió esa práctica deplorable. Sabemos que logró evadirse del hospital para volver a las trincheras. Sabemos que se distinguió en los combates cerca de Montfaucon. Sabemos que después opinó que muchos bailecitos del Bowery eran más bravos que la guerra europea.

El misterioso, lógico fin
El 25 de diciembre de 1920 el cuerpo de Monk Eastman amaneció en una de las calles centrales de Nueva York. Había recibido cinco balazos. Desconocedor feliz de la muerte, un gato de lo más ordinario lo rondaba con cierta perplejidad.



En Historia universal de la infamia (1935)
En Obras completas (Tomo I)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Buenos Aires, 2001

Foto: Borges sin atribución de autor ni fecha Vía


6/11/15

Jorge Luis Borges: La cámara de las estatuas






En los primeros días había en el reino de los andaluces una ciudad en la que residieron sus reyes y que tenía por nombre Lebtit o Ceuta, o Jaén. Había un fuerte castillo en esa ciudad, cuya puerta de dos batientes no era para entrar ni aun para salir, sino para que la tuvieran cerrada. Cada vez que un rey fallecía y otro rey heredaba su trono altísimo, éste añadía con sus manos una cerradura nueva a la puerta, hasta que fueron veinticuatro las cerraduras, una por cada rey. Entonces acaeció que un hombre malvado, que no era de la casa real, se adueñó del poder, y en lugar de añadir una cerradura quiso que las veinticuatro anteriores fueran abiertas para mirar el contenido de aquel castillo. El visir y los emires le suplicaron que no hiciera tal cosa y le escondieron el llavero de hierro y le dijeron que añadir una cerradura era más fácil que forzar veinticuatro, pero él repetía con astucia maravillosa: "Yo quiero examinar el contenido de este castillo". Entonces le ofrecieron cuantas riquezas podían acumular, en rebaños, en ídolos cristianos, en plata y oro, pero él no quiso desistir y abrió la puerta con su mano derecha (que arderá para siempre). Adentro estaban figurados los árabes en metal y en madera, sobre sus rápidos camellos y potros, con turbantes que ondeaban sobre la espalda y alfanjes suspendidos de talabartes y la derecha lanza en la diestra. Todas esas figuras eran de bulto y proyectaban sombras en el piso, y un ciego las podía reconocer mediante el solo tacto, y las patas delanteras de los caballos no tocaban el suelo y no se caían, como si se hubieran encabritado. Gran espanto causaron en el rey esas primorosas figuras, y aun más el orden y silencio excelente que se observaba en ellas, porque todas miraban a un mismo lado, que era el poniente, y no se oía ni una voz ni un clarín. Eso había en la primera cámara del castillo. En la segunda estaba la mesa de Solimán, hijo de David —¡sea para los dos la salvación!—, tallada en una sola piedra esmeralda, cuyo color, como se sabe, es el verde, y cuyas propiedades escondidas son indescriptibles y auténticas, porque serena las tempestades, mantiene la castidad de su portador, ahuyenta la disentería y los malos espíritus, decide favorablemente un litigio y es de gran socorro en los partos.

En la tercera hallaron dos libros: uno era negro y enseñaba las virtudes de los metales de los talismanes y de los días, así como la preparación de venenos y de contravenenos; otro era blanco y no se pudo descifrar su enseñanza, aunque la escritura era clara. En la cuarta encontraron un mapamundi, donde estaban los reinos, las ciudades, los mares, los castillos y los peligros, cada cual con su nombre verdadero y con su precisa figura.

En la quinta encontraron un espejo de forma circular, obra de Solimán, hijo de David —¡sea para los dos la salvación!—, cuyo precio era mucho, pues estaba hecho de diversos metales y el que se miraba en su luna veía las caras de sus padres y de sus hijos, desde el primer Adán hasta los que oirán la Trompeta. La sexta estaba llena de elixir, del que bastaba un solo adarme para cambiar tres mil onzas de plata en tres mil onzas de oro. La séptima les pareció vacía y era tan larga que el más hábil de los arqueros hubiera disparado una flecha desde la puerta sin conseguir clavarla en el fondo. En la pared final vieron grabada una inscripción terrible. El rey la examinó y la comprendió, y decía de esta suerte: "Si alguna mano abre la puerta de este castillo, los guerreros de carne que se parecen a los guerreros de metal de la entrada se adueñarán del reino".

Estas cosas acontecieron el año 89 de la Hégira. Antes que tocara a su fin, Tárik se apoderó de esa fortaleza y derrotó a ese rey y vendió a sus mujeres y a sus hijos y desoló sus tierras. Así se fueron dilatando los árabes por el reino de Andalucía, con sus higueras y praderas regadas en las que no se sufre de sed. En cuanto a los tesoros, es fama que Tárik, hijo de Zaid, los remitió al califa su señor, que los guardó en una pirámide.

(Del Libro de las 1001 Noches, noche 272)


En "Etcétera"
Historia universal de la infamia (1935)
Imagen: Borges y Kodama en Palermo, Sicilia (1984) 
por Ferdinando Scianna/Magnum


28/8/15

Jorge Luis Borges: El atroz redentor Lazarus Morell











La causa remota

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la décimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe. Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.

El lugar

El Padre de las Aguas, el Mississippi, el río más extenso del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. (Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del Inca Atahualpa enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por sepultura sus aguas.)
El Mississippi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución y donde los laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del Arkansas y del Ohio, se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la fiebre, que miran con avidez las piedras y el hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.

Los hombres

A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa.
A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán.
Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. Lazarus Morell fue uno de ellos.

El hombre

Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosímil suponer que Morell se negó a la placa bruñida; esencialmente para no dejar inútiles rastros, de paso para alimentar su misterio… Sabemos, sin embargo, que no fue agraciado de joven y que los ojos demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes. Era un caballero antiguo del Sur, pese a la niñez miserable y a la vida afrentosa. No desconocía las Escrituras y predicaba con singular convicción. “Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron.”
Otro buen testimonio de esas efusiones sagradas es el que suministra el propio Morell. “Abrí al azar la Biblia, di con un conveniente versículo de San Pablo y prediqué una hora y veinte minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañeros, porque se arrearon todos los caballos del auditorio. Los vendimos en el Estado de Arkansas, salvo un colorado muy brioso que reservé para mi uso particular. A Crenshaw le agradaba también, pero yo le hice ver que no le servía.”

El método

Los caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron apenas una digresión en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es todo… En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era la siguiente:
Recorrían —con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto— las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga.
El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una gran balsa como el cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río… Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducían gastos oscuros y declaraban que tenían que venderlo una última vez. A su regreso le darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con desesperación y con sueño.

La libertad final

Falta considerar el aspecto jurídico de estos hechos. El negro no era puesto a la venta por los sicarios de Morell hasta que el dueño primitivo no hubiera denunciado su fuga y ofrecido una recompensa a quien lo encontrara. Cualquiera entonces lo podía retener, de suerte que su venta ulterior era un abuso de confianza, no un robo. Recurrir a la justicia civil era un gasto inútil, porque los daños no eran nunca pagados. Todo eso era lo más tranquilizador, pero no para siempre. El negro podía hablar; el negro, de puro agradecido o infeliz, era capaz de hablar. Unos jarros de whisky de centeno en el prostíbulo de El Cairo, Illinois, donde el hijo de perra nacido esclavo iría a malgastar esos pesos fuertes que ellos no tenían por qué darle, y se le derramaba el secreto. En esos años, un Partido Abolicionista agitaba el Norte, una turba de locos peligrosos que negaban la propiedad y predicaban la liberación de los negros y los incitaban a huir. Morell no iba a dejarse confundir con esos anarquistas. No era un yankee, era un hombre blanco del Sur hijo y nieto de blancos, y esperaba retirarse de los negocios y ser un caballero y tener sus leguas de algodonal y sus inclinadas filas de esclavos. Con su experiencia, no estaba para riesgos inútiles.
El prófugo esperaba la libertad. Entonces los mulatos nebulosos de Lazarus Morell se transmitían una orden que podía no pasar de una seña y lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día, de la infamia, del tiempo, de los bienhechores, de la misericordia, del aire, de los perros, del universo, de la esperanza, del sudor y de él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las tortugas y los barbos del Mississippi recibían la última información.

La catástrofe

Servido por hombres de confianza, el negocio tenía que prosperar. A principios de 1834 unos setenta negros habían sido “emancipados” ya por Morell, y otros se disponían a seguir a esos precursores dichosos. La zona de operaciones era mayor y era necesario admitir nuevos afiliados. Entre los que prestaron el juramento había un muchacho, Virgil Stewart, de Arkansas, que se destacó muy pronto por su crueldad. Este muchacho era sobrino de un caballero que había perdido muchos esclavos. En agosto de 1834 rompió su juramento y delató a Morell y a los otros. La casa de Morell en Nueva Orleans fue cercada por la justicia. Morell, por una imprevisión o un soborno, pudo escapar.
Tres días pasaron. Morell estuvo escondido ese tiempo en una casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse. Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros. Por un esclavo de la casa remitió dos cartas a la ciudad de Natchez y otra a Red River. El cuarto día entraron en la casa tres hombres y se quedaron discutiendo con él hasta el amanecer. El quinto, Morell se levantó cuando oscurecía y pidió una navaja y se rasuró cuidadosamente la barba. Se vistió y salió. Atravesó con lenta serenidad los suburbios del Norte. Ya en pleno campo, orillando las tierras bajas del Mississippi, caminó más ligero.
Su plan era de un coraje borracho. Era el de aprovechar los últimos hombres que todavía le debían reverencia: los serviciales negros del Sur. Éstos habían visto huir a sus compañeros y no los habían visto volver. Creían, por consiguiente, en su libertad. El plan de Morell era una sublevación total de los negros, la toma y el saqueo de Nueva Orleans y la ocupación de su territorio. Morell, despeñado y casi deshecho por la traición, meditaba una respuesta continental: una respuesta donde lo criminal se exaltaba hasta la redención y la historia. Se dirigió con ese fin a Natchez, donde era más profunda su fuerza. Copio su narración de ese viaje: “Caminé cuatro días antes de conseguir un caballo. El quinto hice alto en un riachuelo para abastecerme de agua y sestear. Yo estaba sentado en un leño, mirando el camino andado esas horas, cuando vi acercarse un jinete en un caballo oscuro de buena estampa. En cuanto lo avisté determiné quitarle el caballo. Me paré, le apunté con una hermosa pistola de rotación y le di la orden de apear. La ejecutó y yo tomé en la zurda las riendas y le mostré el riachuelo y le ordené que fuera caminando delante. Caminó unas doscientas varas y se detuvo. Le ordené que se desvistiera. Me dijo: ‘Ya que está resuelto a matarme, déjeme rezar antes de morir’. Le respondí que no tenía tiempo de oír sus oraciones. Cayó de rodillas y le descerrajé un balazo en la nuca. Le abrí de un tajo el vientre, le arranqué las vísceras y lo hundí en el riachuelo. Luego recorrí los bolsillos y encontré cuatrocientos dólares con treinta y siete centavos y una cantidad de papeles que no me demoré en revisar. Sus botas eran nuevas, flamantes, y me quedaban bien. Las mías, que estaban muy gastadas, las hundí en el riachuelo.
“Así obtuve el caballo que precisaba, para entrar en Natchez.”

La interrupción

Morell capitaneando puebladas negras que soñaban ahorcarlo, Morell ahorcado por ejércitos negros que soñaba capitanear —me duele confesar que la historia del Mississippi no aprovechó esas oportunidades suntuosas. Contrariamente a toda justicia poética (o simetría poética) tampoco el río de sus crímenes fue su tumba. El dos de enero de 1835, Lazarus Morell falleció de una congestión pulmonar en el hospital de Natchez, donde se había hecho internar bajo el nombre de Silas Buckley. Un compañero de la sala común lo reconoció. El dos y el cuatro, quisieron sublevarse los esclavos de ciertas plantaciones, pero los reprimieron sin mayor efusión de sangre.


En imagen: primera versión titulada
El espantoso redentor Lazarus Morell
En Revista Multicolor de los Sábados
Crítica, Año I, Número 1, pág. 3
Ejemplar del 12 de agosto de 1933
Texto publicado luego en su versión final
En  Historia Universal de la Infamia (1935)


29/4/15

Jorge Luis Borges: Un teólogo en la muerte










Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton, le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les sucede lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo: «He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe». Esas cosas les decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron ese discurso lo abandonaron.
A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal y el piso de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días encarcelado y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y continuó elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno estaba repleto de instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otros parecían muertos, acabó por aborrecerlos y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.
Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo y éste los engañaba con simulacros de esplendor y serenidad. Apenas las visitas se retiraban, reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.
Las últimas noticias de Melanchton dicen que el mago y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios.

(Del libro Arcana coelestia, de Emanuel Swedenborg)




En "Etcétera"
Historia universal de la infamia (1935)
Arriba: Captura Borges 75 (Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó)
Imágenes al pie: Arcana Cœlestia, first edition (1749), title page  - Swedenborg Foundation








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