Antes de considerar este libro, conviene repetir que todo escritor empieza por un concepto ingenuamente físico de lo que es arte. Un libro, para él, no es una expresión o una concatenación de expresiones, sino literalmente un volumen, un prisma de seis caras rectangulares hecho de finas láminas de papel que deben presentar una carátula, una falsa carátula, un epígrafe en bastardilla, un prefacio en una cursiva mayor, nueve o diez partes con una versal al principio, un índice de materias, un ex libris con un relojito de arena y con un resuelto latín, una concisa fe de erratas, unas hojas en blanco, un colofón interlineado y un pie de imprenta: objetos que es sabido constituyen el arte de escribir. Algunos estilistas (generalmente los del inimitable pasado) ofrecen además un prólogo del editor, un retrato dudoso, una firma autógrafa, un texto con variantes, un espeso aparato crítico, unas lecciones propuestas por el editor, una lista de autoridades y unas lagunas, pero se entiende que eso no es para todos… Esa confusión de papel de Holanda con estilo, de Shakespeare con Jacobo Peuser, es indolentemente común, y perdura (apenas adecentada) entre los retóricos, para cuyas informales almas acústicas una poesía es un mostradero de acentos, rimas, elisiones, diptongaciones y otra fauna fonética. Escribo esas miserias características de todo primer libro, para destacar las inusuales virtudes de este que considero.
Irrisorio sin embargo sería negar que las Misas herejes es un libro de aprendizaje. No entiendo definir así la inhabilidad, sino estas dos costumbres: el deleitarse casi físicamente con determinadas palabras —por lo común, de resplandor y de autoridad— y la simple y ambiciosa determinación de definir por enésima vez los hechos eternos. No hay versificador incipiente que no acometa una definición de la noche, de la tempestad, del apetito carnal, de la luna: hechos que no requieren definición porque ya poseen nombre, vale decir, una representación compartida. Carriego incide en esas dos prácticas.
Tampoco se le puede absolver de la acusación de borroso. Es tan evidente la distancia entre la incomunicada palabrería, composiciones —de descomposiciones, más bien— como «Las últimas etapas» y la rectitud de sus buenas páginas ulteriores en
La canción del barrio, que no se debe ni recalcar ni omitir. Vincular esas naderías con el simbolismo es desconocer deliberadamente las intenciones de Laforgue o de Mallarmé. No es preciso ir tan lejos: el verdadero y famoso padre de esa relajación fue Rubén Darío, hombre que a trueque de importar del francés unas comodidades métricas, amuebló a mansalva sus versos en el
Petit Larousse con una tan infinita ausencia de escrúpulos que panteísmo y cristianismo eran palabras sinónimas para él y que al representarse aburrimiento escribía nirvana
[5]. Lo divertido es que el formulador de la etiología simbolista, José Gabriel, no se resuelve a no encontrar símbolos en las
Misas herejes, y expende a los lectores de la página 36 de su libro, esta solución más bien insoluble del soneto «El clavel»:
Ha de decir (Carriego) que intentó darle un beso a una mujer, y que ella, intransigente, interpuso su mano entre ambas bocas (y esto no se sabe sino después de muy penosos esfuerzos); pero no, decirlo así, seria pedestre, no seria poético, y entonces llama clavel y rojo heraldo de amatorios credos a sus labios, y al acto negativo de la hembra, la ejecución del clavel con la guillotina de sus nobles dedos.
Así la aclaración; véase ahora el interpretado soneto:
Fue al surgir de una duda insinuativa
cuando hirió tu severa aristocracia,
como un símbolo rojo de mi audacia,
un clavel que tu mano no cultiva.
Hubo quizá una frase sugestiva
o advirtió una intención tu perspicacia,
pues tu serenidad llena de gracia
fingió una rebelión despreciativa.
Y así, en tu vanidad, por la impaciente
condena de tu orgullo intransigente,
mi rojo heraldo de amatorios credos
mereció, por su símbolo atrevido,
como un apóstol o como un bandido
la guillotina de tus nobles dedos.
El clavel es fuera de duda un clavel de veras, una guaranga flor popular deshecha por la niña y el simbolismo (el mero gongorismo) es el del explicativo español, que lo traduce en labios.
Lo no discutible es que una fuerte mayoría de las Misas herejes ha incomodado seriamente a los críticos. ¿Cómo justificar esas incontinencias inocuas en el especial poeta del suburbio? A tan escandalizada interrogación creo satisfacer con esta respuesta: Esos principios de Evaristo Carriego son también del suburbio, no en el superficial sentido temático de que versan sobre él, sino en el sustancial de que así versifican los arrabales. Los pobres gustan de esa pobre retórica, afición que no suelen extender a sus descripciones realistas. La paradoja es tan admirable como inconsciente: se discute la autenticidad popular de un escritor en virtud de las únicas páginas de ese escritor que al pueblo le gustan. Ese gusto es por afinidad: el palabreo, el desfile de términos abstractos, la sensiblería, son los estigmas de la versificación orillera, inestudiosa de cualquier acento local menos del gauchesco, íntima de Joaquín Castellanos y de Almafuerte, no de letras de tango. Recuerdos de glorieta y de almacén me asesoran aquí; el arrabal se surte de arrabalero en la calle Corrientes, pero lo altilocuente abstracto es lo suyo y es la materia que trabajan los payadores. Repetido sea con brevedad: esa pecadora mayoría de las Misas herejes no habla de Palermo, pero Palermo pudo haberla inventado. Pruébelo este barullo:
Y en el salmo coral, que sinfoniza
un salvaje ciclón sobre la pauta,
venga el robusto canto que presagie,
con la alegre fiereza de una diana
que recorriese como un verso altivo
el soberbio delirio de la gama,
el futuro cercano de los triunfos
futuro precursor de las revanchas;
el instante supremo en que se agita
la misión terrenal de las canallas…
Es decir: una tempestad puesta en salmo que debe contener un canto que debe parecerse a una diana que debe parecerse a un verso, y la predicción de un porvenir recién precursor encomendada al canto que debe parecerse a la diana que se parece a un verso. Sería una declaración de rencor prolongar la cita: básteme jurar que esa rapsodia de payador abombado por el endecasílabo rebasa los doscientos renglones y que ninguna de sus muchas estrofas puede lamentar una carencia de tempestades, de banderas, de cóndores, de vendas maculadas y de martillos. Eliminen su mal recuerdo estas décimas, de pasión lo bastante circunstancial para que las pensemos biográficas, y que tan bien han de llevarse con la guitarra:
Que este verso, que has pedido,
vaya hacia ti, como enviado
de algún recuerdo volcado
en una tierra de olvido…
para insinuarte al oído
su agonía más secreta,
cuando en tus noches, inquieta,
por las memorias, tal vez,
leas, siquiera una vez,
las estrofas del poeta.
¿Yo…? Vivo con la pasión
de aquel ensueño remoto,
que he guardado como un voto,
ya viejo, del corazón.
Y sé en mi amarga obsesión
que mi cabeza cansada
caerá, recién, libertada
de la prisión de ese ensueño
¡cuando duerma el postrer sueño
sobre la postrer almohada!
Paso a rever las composiciones realistas que integran «El alma del suburbio», en la que podemos escuchar ¡al fin!, la voz de Carriego, tan ausente de las menos favorecidas partes. Las reveré en su orden, omitiendo voluntariamente unas dos: «De la aldea» (cromo de intención andaluza y de una trivialidad categórica) y «El guapo», que dejo para una consideración final más extensa.
La primera, «El alma del suburbio», refiere un atardecer en la esquina. La calle popular hecha patio, es su descripción, la consoladora posesión de lo elemental que les queda a los pobres: la magia servicial de los naipes, el trato humano, el organito con su habanera y su gringo, la espaciada frescura de la oración, el discutidero eterno sin rumbo, los temas de la carne y la muerte. No se olvidó Evaristo Carriego del tango, que se quebraba con diablura y bochinche por las veredas, como recién salido de las casas de la calle Junín, y que era cielo de varones nomás, igual que la visteada
[6]:
En la calle, la buena gente derrocha
sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es «La Morocha»,
lucen ágiles cortes dos orilleros.
Sigue una página de misterioso renombre, «La viejecita», festejada cuando se publicó, porque su liviana dosis de realidad, indistinta ahora, era infinitesimalmente más fuerte que la de las rapsodias coetáneas. La crítica, por la misma facilidad de servir elogios, corre el albur de profetizar. Los encomios que se aplicaron a «La viejecita» son los que merecería «El guapo» después; los dedicados en 1862 a «Los mellizos de la Flor» de Ascasubi, son una profecía escrupulosa de Martin Fierro.
Detrás del mostrador es una oposición entre la urgente vida barullera de los borrachos y la mujer hermosa, bruta y tapiada,
detrás del mostrador como una estatua
que impávida les enloquece el deseo
y pasa sin dolor, así, inconsciente,
su vida material de carne esclava:
la tragedia opaca de un alma que no ve su destino.
La siguiente página, «El amasijo», es el reverso deliberado de «El guapo». En ella se denuncia con ira santa nuestra peor realidad: el guapo de entrecasa, la doble calamidad de la mujer gritada y golpeada y del malevo que con infamia se emperra en esa pobre hombría vanidosa de la opresión:
Dejó de castigarla, por fin cansado
de repetir el diario brutal ultraje
que habrá de contar luego, felicitado,
en la rueda insolente del compadraje…
Sigue «En el barrio», página cuyo hermoso motivo es el acompañamiento eterno y la eterna letra de la guitarra, proferidos no por una convención como es hábito, sino literalmente para indicar un efectivo amor. El episodio de esa reanimación de símbolos es de embargada luz, pero es fuerte. Desde el primitivo patio de tierra o patio colorado, llama con ira de pasión la urgente milonga
que escucha insensible la despreciativa
moza, que no quiere salir de la pieza…
Sobre el rostro adusto tiene el guitarrero
viejas cicatrices de cárdeno brillo,
en el pecho un hosco rencor pendenciero
y en los negros ojos la luz del cuchillo.
Y no es para el otro su constante enojo…
A ese desgraciado que a golpes maneja
le hace el mismo caso, por bruto y por flojo,
que al pucho que olvida detrás de la oreja.
¡Pues tiene unas ganas su altivez airada
de concluir con todas las habladurías…!
¡Tan capaz se siente de hacer una hombrada
de la que hable el barrio tres o cuatro días…!
La estrofa antefinal es de orden dramático; parece dicha por el mismo tajeado. Es intencionado también el último verso, la apurada atención de unos pocos días que el barrio, mal acostumbrado entonces, dedicaba a una muerte, lo pasajero de la gloria de poner un barbijo.
Después está «Residuo de fábrica», que es la piadosa notificación de una pena, donde lo que más importa quizá es la versión instintiva de las enfermedades como una imperfección, una culpa.
Ha tosido de nuevo. El hermanito
que a veces en la pieza se distrae
jugando sin hablarle, se ha quedado
de pronto serio, como si pensase…
Después se ha levantado y bruscamente
se ha ido, murmurando al alejarse,
con algo de pesar y mucho de asco:
—que la puerca otra vez escupe sangre…
Entiendo que el énfasis de emoción de la estrofa penúltima está en la circunstancia cruel: sin hablarle.
Sigue «La queja», que es una premonición fastidiosa de no se cuántas letras fastidiosas de tango, una biografía del esplendor, desgaste, declinación y oscuridad final de una mujer de todos. El tema es de ascendencia horaciana —Lydia, la primera de esa estéril dinastía infinita, enloquece de ardiente soledad como enloquecen las madres de los caballos, matres equorum, y en su ya desertada pieza amat janua limen, la hoja se ha prendido al umbral— y desagua en Contursi, pasando por Evaristo Carriego, cuyo harlot’s progress sudamericano, completado por la tuberculosis, no cuenta mayormente en la serie.
La sigue «La guitarra», descaminada enumeración de imágenes bobas, indigna del autor de «En el barrio» y que parece desdeñar o ignorar las situaciones de eficacia poética motivadas por el instrumento: la música prodigada a la calle, el aire venturoso que nos es triste por el recuerdo incidental que le unimos, las amistades que apadrina y corona. Yo he visto amistarse dos hombres y empezar a correr parejo sus almas, mientras punteaban en las dos guitarras un gato que parecía el alegre sonido de esa confluencia.
La última es «Los perros del barrio», que es una sorda reverberación de Almafuerte, pero que tradujo una realidad, pues el pobrerío de esas orillas abundó siempre en perros, ya por lo centinelas que son, ya por curiosear su vivir, que es una diversión que no cansa, ya por incuria. Alegoriza indebidamente Carriego esa perrada pordiosera y sin ley, pero trasmite su caliente vida en montón, su chusma de apetitos. Quiero repetir este verso
cuando beben agua de luna en los charcos
y aquel otro de
aullando exorcismos contra la perrera,
que tira de uno de mis fuertes recuerdos: la visitación disparatada de ese infiernito, vaticinado por ladridos en pena, y precedido —cerca— por una polvareda de chicos pobres, que espantaban a gritos y pedradas otra polvareda de perros, para resguardarlos del lazo.
Me falta considerar «El guapo», exaltación precedida por una famosa dedicatoria al también guapo electoral alsinista San Juan Moreira. Es una ferviente presentación
[7], cuya virtud reside también en los énfasis laterales: en el
conquistó a la larga renombre de osado
que está significando las muchas candidaturas a ese renombre, y en esa casi mágica indicación de poderío erótico:
caprichos de hembra que tuvo la daga.
En «El guapo», también las omisiones importan. El guapo no era un salteador ni un rufián ni obligatoriamente un cargoso; era la definición de Carriego: un cultor del coraje. Un estoico, en el mejor de los casos; en el peor, un profesional del barullo, un especialista de la intimidación progresiva, un veterano del ganar sin pelear: menos indigno —siempre— que su presente desfiguración italiana de cultor de la infamia, de malevito dolorido por la vergüenza de no ser canflinflero. Vicioso del alcohol del peligro o calculista ganador a pura presencia: eso era el guapo, sin implicar una cobardía lo último. (Si una comunidad resuelve que el valor es la primera virtud, la simulación del valor será tan general como la de la belleza entre las muchachas o la de pensamiento inventor entre los que publican; pero ese mismo aparentado valor será un aprendizaje.)
Pienso en el guapo antiguo, persona de Buenos Aires que me interesa con más justificada atracción que ese otro mito más popular de Carriego (Gabriel, 57) la costurerita que dio aquel mal paso y su contratiempo orgánico-sentimental. Su profesión carrero, amansador de caballos o matarife; su educación, cualquiera de las esquinas de la ciudad, y éstas principalmente: la del sur, el Alto —el circuito Chile, Garay, Balcarce, Chacabuco—, la del norte, la Tierra del Fuego —el circuito Las Heras, Arenales, Pueyrredón, Coronel—, otras, el Once de Setiembre, la Batería, los Corrales Viejos
[8]. No era siempre un rebelde: el comité alquilaba su temibilidad y su esgrima, y le dispensaba su protección. La policía, entonces, tenía miramientos con él: en un desorden, el guapo no iba a dejarse arrear, pero daba —y cumplía— su palabra de concurrir después. Las tutelares influencias del comité restaban toda zozobra a ese rito. Temido y todo, no pensaba en renegar de su condición; un caballo aperado en plata vistosa, unos pesos para el reñidero o el monte, bastaban para iluminar sus domingos. Podía no ser fuerte: uno de los guapos de la Primera, el Petiso Flores, era un tapecito a lo víbora, una miseria, pero con el cuchillo una luz. Podía no ser un provocador: el guapo Juan Muraña, famoso, era una obediente máquina de pelear, un hombre sin más rasgos diferenciales que la seguridad letal de su brazo y una incapacidad perfecta de miedo. No sabía cuándo proceder, y pedía con los ojos —alma servil— la venia de su patrón de turno. Una vez en pelea, tiraba solamente a matar. No quería criar cuervos. Hablaba, sin temor y sin preferencia, de las muertes que cobró —mejor: que el destino obró a través de él, pues existen hechos de una tan infinita responsabilidad (el de procrear un hombre o matarlo) que el remordimiento o la vanagloria por ellos es una insensatez. Murió lleno de días, con su constelación de muertes en el recuerdo, ya borrosa sin duda.
Notas
[5] Conservo estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito. En aquel tiempo creía que los poemas de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que también creía que los de Quevedo eran superiores a los de Góngora. (Nota de 1954)
[6] La épica circunstanciada del tango ha sido escrita ya: su autor, Vicente Rossi; su nombre en librería, Cosas de negros(1926), obra clásica en nuestras letras y que por la sola intensidad de su estilo tendrá en todos razón. Para Rossi, el tango es afro-montevideano, del Bajo, el tango tiene motas en la raíz. Para Laurentino Mejías, (La policía por dentro, II, 1913, Barcelona) es afro-porteño, inaugurado en los machacones candombes de la Concepción y de Monserrat, amalevado después en los peringundines: el de Lorea, el de la Boca del Riachuelo y el de Solls. Lo bailaban también en las casas malas de la calle del Temple, sofocado el organito de contrabando por el colchón pedido a uno de los lechos venales, ocultas las armas de la concurrencia en los albañales vecinos, en previsión de un raid policial.
[7] Lástima, en los versos finales, la mención arbitraria del mosquetero.
[8] ¿Su nombre? Entrego a la leyenda esta lista, que debo a la activa amabilidad de D. José Olave. Se refiere a las dos últimas décadas del siglo que pasó. Siempre despertará una suficiente imagen, aunque borrosa, de chinos de pelea, duros y ascéticos en el polvoriento suburbio lo mismo que las tunas.
PARROQUIA DEL SOCORRO: Avelino Galeano (del Regimiento Guardia Provincial). Alejo Albornoz (muerto en pelea por el que sigue, en calle Santa Fe). Pío Castro. Ventajeros, guapos ocasionales: Tomás Medrano. Manuel Flores.
PARROQUIA DEL PILAR, ANTIGUA: Juan Muraña, Romualdo Suárez, alias El Chileno. Tomás Real. Florentino Rodríguez. Juan Tink (hijo de ingleses, que acabó inspector de policía en Avellaneda). Raimundo Renovales (matarife). Ventajeros, guapos ocasionales: Juan Ríos. Damasio Suárez, alias Carnaza.
PARROQUIA DEL BELGRANO: Atanasio Peralta (muerto en pelea con muchos). Juan González. Eulogio Muraña, alias Cuemito. Ventajeros: José Díaz. Justo González.
Nunca peleaban en montón, siempre con arma blanca, solos. El menosprecio británico del cuchillo se ha hecho tan general, que puedo «cordar con derecho el concepto vernáculo: Para el criollo la única pelea de hombres, era la que permitía un riesgo de muerte. El puñetazo era un mero prólogo del acero, una provocación.
En Evaristo Carriego, III (1930)
Imagen arriba: Casa de Evaristo Carriego (cuya demolición fue impedida).
Su mirador en Palermo. La casa en la calle Honduras, entre Bulnes y Mario Bravo, donde Carriego vivió.
Hoy es una biblioteca pública. Foto de German García Adrasti
Abajo: Cover edición J.L.B.: Evaristo Carriego, M. Gleizer editor, 1930
y Misas herejes de Evaristo Carriego, Buenos Aires, edición 1908