Las ilusiones del patriotismo no tienen término. En el primer siglo de nuestra era, Plutarco se burló de quienes declaran que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto; Milton, en el XVII notó que Dios tenía la costumbre de revelarse primero a Sus ingleses; Fichte, a principios del XIX, declaró que tener carácter y ser alemán es, evidentemente lo mismo. Aquí, los nacionalistas pululan; los mueve, según ellos, el atendible o inocente propósito de fomentar los mejores rasgos de los argentinos. Ignoran, sin embargo, a los argentinos; en la polémica, prefieren definirlos en función de algún hecho externo; de los conquistadores españoles (digamos) o de una imaginaria tradición católica o del “imperialismo sajón”.
El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos sueles ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel “El Estado es la realidad de la idea moral” le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una maffia, siente que ese “héroe” es un incomprensible canalla. Siente con don Quijote que “allá se lo haya cada uno con su pecado” y que “no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello” (Quijote, I, XXII). Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España, esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de nuestra afinidad. Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.
El mundo, para el europeo, es un cosmos en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos. El europeo y el americano del Norte juzgan que ha de ser bueno un libro que ha merecido un premio cualquiera, el argentino admite la posibilidad de que no sea malo, a pesar del premio. En general, el argentino descree de las circunstancias. Puede ignorar la fábula de que la humanidad siempre incluye treinta y seis hombres justos – los “Lamed Wufniks”- que no se conocen entre ellos pero que secretamente sostienen el universo; si la oye, no le extrañará que esos beneméritos sean oscuros y anónimos…Su héroe popular es el hombre solo que pelea con la partida, ya en acto (Fierro, Moreira, Hormiga Negra), ya en potencia o en el pasado (Segundo Sombra). Otras literaturas no registran hechos análogos. Consideremos, por ejemplo dos grandes escritores europeos: Kipling y Franz Kafka. Nada, a primera vista, hay entre los dos en común, pero el tema del uno es la vindicación del orden, de un orden (la carretera de Kim, el puente en The Bridge Builders, la muralla romana en Puck of Pook´s Hill); el del otro, la insoportable y trágica soledad de quien carece de un lugar, siquiera humildísimo, en el orden del universo.
Se dirá que los rasgos que he señalado son meramente negativos o anárquicos, se añadirá que no son capaces de explicación política. Me atrevo a sugerir lo contrario. El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo; en la lucha con ese mal, cuyos nombres son el comunismo y el nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encontrará justificación y deberes.
Sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido que tuviera alguna afinidad con los argentinos, un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de gobierno.
El nacionalismo quiere embelesarnos con la visión de un Estado infinitamente molesto; esa utopía, una vez lograda en la tierra, tendría la virtud providencial de hacer que todos anhelaran, y finalmente construyeran, su antítesis.
Buenos Aires, 1946
En Otras inquisiciones, 1952
Imagen: El manuscrito fue escrito en 1946 y revisado en 1950 y 1955 por Borges y contiene seis bocetos,
dos como parte de su firma. Uno de ellos es el boceto inicial del luego conocido como La hydra de los dictadores.
En Viejo hábito argentino 1946, 1950, 1955 - Universidad de Virginia (+)
Se publicó posteriormente como "Nuestro pobre individualismo" (en Otras Inquisiciones)