Los hechos, como se verá, son muy simples. En 1904, Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña (Eglogánimas); al año siguiente aparecieron Los crepúsculos del jardín, de Lugones. Los hábitos sintácticos y prosódicos, el vocabulario y las metáforas de ambos libros son fundamentalmente iguales; en 1912, Rufino Blanco-Fombona acusó al «poeta de Buenos Aires» de haber saqueado al «poeta de Montevideo». Éste había muerto. Lugones no se dignó responder a la acusación, pero otros lo hicieron por él desde el Uruguay, muy honrosamente. José Pereira Rodríguez, Emilio Frugoni, Horacio Quiroga y Víctor Pérez Petit dieron su testimonio y refutaron de manera definitiva el argumento cronológico de Blanco-Fombona, que parecía irrefutable. Recordaron que Lugones, que estuvo en la ciudad de Montevideo a principios de 1901, recitó algunas de sus composiciones a los poetas que integraban El Consistorio del Gay Saber y, a sus instancias, las grabó en un cilindro fonográfico. Estas composiciones (precisamente las que incriminaría Blanco-Fombona) ya habían aparecido, por lo demás, en revistas argentinas de 1898. Herrera, por aquellos años elaboraba cantos a España, a Castelar, a Guido Spano y a Lamartine… Max Henríquez Ureña (Breve historia del modernismo, México, 1954) cierra de ese modo su exposición: «En cuanto a la vieja disputa, provocada por un error de información de Blanco-Fombona, el fallo no lo han emitido los pareceres individuales, sino las fechas, que son las que han hablado de manera concluyente.» Quienes requieran más pormenores, pueden interrogar el número extraordinario que Nosotros dedicó a Leopoldo Lugones en el año 1938 [*].
Reducida a sus elementos, la causa célebre que agitó a los cenáculos no es mucho más que un quid pro quo. Su futilidad se agrava si recordamos, con Víctor Pérez Petit, que el tipo de poema cuya prioridad se discute procede, notoriamente, de Albert Samain. No sólo de una imitación, sino de una vulgarización puede hablarse; el desconcertado lector comprueba que el instrumento forjado por Samain para la expresión de estados sentimentales (Et le ciel, où la fin du jour se subtilise) sirve a Lugones para la jactanciosa conmemoración de hazañas eróticas («…y el viejo banco/sintió gemir sobre su activo flanco/ el vigor de mi torva aristocracia») y a Herrera para construir el caos:
Un estremecimiento de Sibilas
epilepsiaba a ratos la ventana,
cuando de pronto un mito tarambana
rodó en la oscuridad de mis pupilas.
Lo singular es que este debate, ya sin misterio, siga preocupando a la gente.
«La polémica no ha terminado —comprueba Guillermo de Torre (La aventura y el orden, Buenos Aires, 1943)— y resucita a cada nueva sazón conmemorativa de uno u otro poeta». Aun más interesante es observar, en las dos márgenes del Atlántico, una inclinación general y casi instintiva a favor de Herrera. Indagar las razones de esa tendencia es el propósito de esta nota.
La primera es de índole novelesca. Imaginar que un gran escritor famoso alevosamente saqueó a un poeta casi ignorado es más poético que imaginar la humilde verdad: Herrera, discípulo de Lugones. El doctor Johnson ha observado que nadie se resigna a ser deudor de sus contemporáneos; Herrera, muerto, no era otra cosa que los versos dejados por él y admirarlo en 1912 era más fácil que admirar a Lugones, hombre polémico, asertivo e incómodo. Sus desagradables y enfáticas opiniones políticas dañaron su reputación literaria.
Otra razón podemos conjeturar, que Blanco-Fombona no declaró, y acaso no supo, pero que militó a su favor, y sigue militando. Las íntimas razones que hacen que un hombre se decida a profesar una tesis o a rechazarla suelen no figurar en las polémicas; adivinarlas es tarea de la crítica. La acusación de Blanco-Fombona, redactada en estilo comercial, habla de novedades creadas por el poeta de Montevideo y puestas en circulación por el poeta de Buenos Aires; tales epítetos o apodos responden a la superstición académica de variar las palabras, de eludir la enojosa repetición de los nombres Herrera y Lugones, pero en ellos está el nervio del argumento. Buenos Aires en 1912 era ya, o todavía, una gran ciudad; su nombre, opuesto a la apacible Montevideo, era inmediatamente traducible en Babel o en Cartago.
Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el incendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejércitos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la Ilíada que dice. «El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida», porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así se lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los romanos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. Borrada Cartago, que bien pudo producir ilustres poetas, nada nos queda de sus letras y de sus artes salvo unas pocas inscripciones, unas palabras conservadas en una comedia romana, la famosa tarifa de Marsella —tantas monedas de plata a los sacerdotes por el sacrificio de un buey, tantas por el de un carnero, tantas por el de una cabra, tantas por el de un ave— y una versión griega del Periplo del navegante Hannón.[8] Cartago, ahora, significa ciudad de mercaderes, que ignora la poesía.
Tal idea corresponde a un prejuicio romántico o demagógico. El hecho es que toda ciudad, toda gran ciudad propaga civilización; no en vano esta palabra contiene la palabra civil, que quiere decir ciudadano.
La poesía nace de la ciudad y también la poesía que celebra los motivos del campo; hombres de Buenos Aires y de Montevideo inventaron el estilo gauchesco, y Teócrito, padre de la poesía pastoril, la engendró en la corte de Siracusa o en la Biblioteca de Alejandría.
La ciudad (que esencialmente es el calor y el diálogo de los hombres) ha creado un número infinito de cosas, y una de ellas es la vasta labor que Lugones, hombre de Córdoba, ejecutó bajo su estímulo, y otra es la fatiga que inspiró a Horacio el Beatus ille y a Swift el elogio de la barbarie y que nos mueve a exagerar, paradójicamente, las virtudes de la soledad y de la provincia.
Porque la gente no quiere admitir que Cartago tiene, también, poetas, prosperó y persiste la acusación de Blanco-Fombona.
Nota
[8] También se conjetura que es púnico el vasto nombre de África, que originariamente se aplicó al territorio cartaginés.
En Jorge Luis Borges & Betina Edelberg: Leopoldo Lugones (1955)
Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997
Imágenes:
Arriba:
Leopoldo Lugones (foto sin atribución ni fecha) Vía
Abajo:
Portada Jorge Luis Borges & Betina Edelberg: Leopoldo Lugones
Buenos Aires, Ediciones Troquel, 1955
Portada Revista Nosotros, número extraordinario dedicado a Leopoldo Lugones
Buenos Aires, segunda época, 1938 [*]