A.: Hay un tema sobre el que me gustaría que habláramos; el tema de los libros. Sé que es una de sus obsesiones y me interesaría escucharlo opinar al respecto.
B.: Bueno, anoche, precisamente, he tenido un sueño muy extraño. Soñé con el incendio de una gran biblioteca, que creo que era la Biblioteca de Alejandría con sus innumerables volúmenes atacados por las llamas. ¿Usted piensa que puede tener algún significado ese sueño?
A.: Quizá sí, Borges. ¿No será que usted le debe a sus lectores un libro sobre la historia del libro? ¿Nunca pensó en escribir la historia del libro?
B.: ¡Caramba, no! Pero sabe que es una idea excelente. Sería magnífico escribir la historia del libro. Es algo que voy a tener en cuenta aunque no sé si a los 83 años un hombre puede emprender una empresa semejante. Yo no sé si estoy documentado y documentarse para una obra así no es nada fácil, pero en todo caso, ese trabajo se debería realizar no desde el punto de vista físico. A mí, además, no me interesan demasiado los libros físicamente; en especial los libros de los bibliófilos, que suelen ser, por lo general, desmesurados. A mí me interesan las diversas valoraciones que el libro ha recibido. Sin embargo, ahora recuerdo que en esa empresa he sido anticipado por Spengler en su Decadencia del Occidente, donde ha escrito páginas admirables sobre los libros.
A.: Bueno, usted también ha escrito páginas admirables sobre los libros. En Otras inquisiciones, yo recuerdo un ensayo llamado Del culto de los libros, en donde está sintetizado buena parte de su pensamiento sobre el tema; y recuerdo también un poema que se titula Alejandría, 641 A.D., que hace referencia a la Biblioteca de Alejandría y al califa Omar, su incendiario.
B.: Ah, sí, en ese poema a mí se me ocurrió hacerlo hablar al califa Omar y hacerlo decir algo que seguramente no ha dicho, porque era un califa y un califa no puede haber dicho eso. Pero, bueno, la poesía (toda la literatura en general) permite esas cosas y entonces, ¿por qué no imaginarnos que el califa habla…? Él imagina a la Biblioteca como la memoria del mundo; en la vasta Biblioteca de Alejandría está todo. Y luego Omar da orden de incendiar la Biblioteca. Pero piensa que eso no importa, y dice:
Si de todos
No quedara uno solo, volverían
A engendrar cada hoja y cada línea,
Cada trabajo y cada amor de Hércules,
Cada lección de cada manuscrito.
Es decir, que si todo el pasado está en la biblioteca, todo el pasado salió de la imaginación de los hombres. Por eso yo creo que más allá de la virtud retórica, si es que el poema la tiene, de hecho, cada generación vuelve a reescribir los libros de las generaciones anteriores. Esas diferencias están en la entonación, en la sintaxis, en la forma; pero siempre estamos repitiendo las mismas fábulas y redescubriendo las mismas metáforas. Así que, en cierta manera, yo estoy de acuerdo con el califa Omar, no con el de la historia, sino con el que yo he determinado en mi poema.
A.: En nuestra época, usted lo habrá observado, se profesa un culto a los libros; un culto que los antiguos no tenían. ¿A qué se debe ese hecho, Borges?
B.: Creo que a dos razones. La primera, a que todos los grandes maestros de la humanidad han sido curiosamente orales; y la otra, a que los antiguos veían en el libro el sucedáneo de la palabra oral. Yo recuerdo ahora una frase que se cita muy a menudo: «Scripta manent, verba volant» (lo escrito queda, la palabra vuela). Esa frase no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. La palabra oral, se me ocurre ahora, tiene algo de alado y de liviano («algo alado, liviano y sagrado», dijo Platón al definir a la poesía). Yo creo que esos conceptos podemos aplicarlos a la palabra oral. Pero tomemos otro caso. El caso de Pitágoras, que nunca escribió porque no quiso atarse a la palabra escrita, seguramente por aquello de que «la letra mata y el espíritu vivifica». Pitágoras, sin duda sintió eso y decidió no atarse. Por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Pitágoras quería que más allá de su muerte corporal sus discípulos siguieran manteniendo vivo su pensamiento. Luego vino aquello que siempre se cita en latín: «Magister dixit» (el maestro lo ha dicho). Lo cual no quiere decir que el maestro imponga su opinión a los discípulos; quiere decir que los discípulos siguen pensando por su cuenta y si alguien se opone, contesten: «el maestro lo dijo». Esa frase es una especie de fórmula para refugiarse y seguir profesando el pensamiento del maestro. Aristóteles al hablar de los pitagóricos nos dice que profesaban la creencia del dogma del eterno retorno que, un poco tardíamente, redescubriría Nietzsche.
A.: Esa idea del eterno retorno o del tiempo cíclico fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios, ¿recuerda?
B.: Sí. San Agustín dice, con una bella metáfora, que «la Cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos». Esa idea del tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui y por otros.
A.: Usted cita en su ensayo las palabras de Bernard Shaw, cuando le preguntaron si en verdad creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia, y él contestó: «Todo libro que vale la pena ser releído ha sido escrito por el espíritu».
B.: Ah, sí. Eso yo lo comparto totalmente, ya que un libro va más allá de la intención del autor. El Quijote, por ejemplo, es algo más que un simple libro de caballería o que una sátira del género. Es un texto absoluto donde no interviene para nada el azar. De manera que la intención del autor es una pobre cosa humana, una cosa falible. En el libro —en todo libro— es necesario que haya una cosa más, que, en todos los casos, es siempre misteriosa. Cuando uno lee un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo transcurrido desde el día en que fue escrito hasta nuestros días. Un libro puede estar lleno de erratas, podemos rechazar las opiniones de su autor, no estar de acuerdo con él, pero siempre conserva algo sagrado, algo inmortal, algo mágico que produce felicidad. Yo, contrariamente a lo que pensaba Macedonio Fernández, que aseguraba que la belleza era algo exclusivo, o privativo de ciertos elegidos, creo que la belleza puede encontrarse en todas las cosas. Es muy raro, por ejemplo, que en un libro de un poeta tailandés (yo no conozco nada de la literatura de ese país) no encontremos una línea que nos deslumbre.
A.: Borges, usted asegura también que los libros crecen con el tiempo y que son los propios lectores quienes los modifican y los enriquecen, ¿no es así?
B.: Por supuesto. Los libros son modificados por los lectores. Por ejemplo, el Martín Fierro que leemos ahora no es el mismo que escribió José Hernández, sino el que leyó Leopoldo Lugones, que sin duda lo enriqueció. Otro tanto sucede con El Quijote y con Hamlet. Hamlet no es el mismo que concibió Shakespeare a principios del siglo diecisiete; Hamlet es también el Hamlet que leyó Goethe, o el que leyó Coleridge, o el que leyó Bradley. Por eso yo creo que es conveniente que se mantenga el culto del libro, ya que el libro es una cosa viva y en permanente desarrollo.
A.: Bueno, en cierta forma usted profesa ese culto a los libros, ¿no, Borges?
B.: Sí, lo profeso. Le voy a hacer una confesión. Yo sigo jugando a no ser ciego, sigo comprando libros, usted lo sabe muy bien, sigo llenando mi casa de libros. Yo siento la gravitación amistosa del libro. No sé, pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que nos es dada a los hombres. Hace pocos meses me obsequiaron una fabulosa edición de la Enciclopedia Brockhaus y esa presencia de más de veinte volúmenes, con hermosos mapas y grabados y con una no menos, seguramente, hermosa letra gótica, que yo no puedo leer, me colmó de felicidad. Esos libros, casi sagrados para mí, estaban allí y yo sentía su placentera compañía. Bueno, yo tengo ese culto a los libros, lo profeso; tal vez esto parezca un poco patético, pero no es así, es algo auténtico, es algo sincero y verdadero.
A.: Borges, hay quienes hablan de la desaparición del libro, y aseguran que los medios de comunicación modernos lo suplantarán por algo más dinámico que le ocupe al hombre un tiempo menor que el que le ocupa la lectura, ¿qué opinión tiene usted al respecto?
B.: Yo creo que el libro nunca desaparecerá. Es imposible que eso suceda. De los diversos instrumentos inventados por el hombre, sin ninguna duda, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo. El teléfono, por ejemplo, es la extensión de la voz; el telescopio y el microscopio son extensiones de su vista; la espada y el arado son extensiones de su brazo. Solo el libro es una extensión de la imaginación y de la memoria.
A.: Yo recuerdo ahora, a propósito de lo que usted acaba de decir, que Bernard Shaw, en César y Cleopatra, cuando se refiere a la Biblioteca de Alejandría dice que es la memoria de la humanidad.
B.: Sí, yo lo recuerdo también. Y además de la memoria, es la imaginación de la humanidad, y, por qué no, los sueños de la humanidad, ya que es absurdo suponer que solo las vigilias de los hombres engendraron infinitas páginas de infinitos libros.
A.: Bueno, usted en una página memorable dice que el arte de la literatura es un sueño.
B.: Es cierto. La literatura es un sueño, un sueño dirigido… Ahora, yo pienso que a las letras los hombres le debemos casi todo lo que somos y lo que hemos sido; también lo que seremos. Porque qué es nuestro pasado sino una sucesión de sueños. ¿Qué diferencia se puede encontrar entre recordar y soñar; entre recordar sueños y recordar el pasado? El libro es la gran memoria de los siglos. Su función, por lo tanto, es irreemplazable. Si los libros desaparecieran, desaparecería la historia y, seguramente, también desaparecería el hombre.
En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [18]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto: Roberto Alifano y Borges (sin data) Vía
Excelente iniciativa de publicar esta entrevista. Saludos
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