1.
En el umbral del mito, construido de la materia de sus
propios enigmas, Borges, como el país, da para todo. A pesar
de que no murió joven ni conoció la apoteosis del avión
envuelto en llamas, a lo sumo el disfrute de un Premio Nobel
nunca otorgado, propone, sin embargo, un mito incómodo,
imponente para cualquier escritor que se sintiera contemporáneo
suyo. Alguien que ocupa literariamente el siglo entero,
tan incómodo como feliz para sus numerosos lectores curiosos
y desprejuiciados e incluso para la legión de los que no lo
leyeron, pero comulgan de oídas con su fama.
Semejante a un moderno Echeverría, cuando bajó del
barco en estas playas sureñas, animó resueltamente la renovación
ultraísta, aunque de hecho abjuró de esa inicial modalidad
desde el primero de sus libros, Fervor de Buenos Aires
(1923), al calor de un localismo intencionado. Después de
la revolución del 30, concluido su desvelo criollista, se desplazó
hacia un verso medido, intemporal, que lo alejó del neorromántico esteticista, característico de la década del
cuarenta, tanto como de la tentación por la originalidad que
habrían de padecer surrealistas e invencionistas en los años
de posguerra. Y se fue volviendo su propio sueño, numeroso
y cosmopolita, en la talla de un porteño universal y en el
tono de la revista Sur, donde dio a conocer sus primeros
cuentos ajenos al populismo o nacionalismo convencionales,
desde un rincón de la biblioteca de barrio que dirigía
Francisco Luis Bernández.
Soslayó asimismo el furor existencialista, oponiendo en
su propia literatura una manifestación lúdica y hasta superadora
de la angustia. Encontró, finalmente, una dicción de
absoluta libertad promediando los años 60, con Elogio de la
sombra, mientras el boom latinoamericano arreciaba y ya se
lo descubría como un adelantado del realismo mágico, según
señala Ángel Flores, a partir de su Historia universal de la
infamia, de publicación periódica poco antes de 1935.
A diferencia de tantos y tantos poetas que fueron escritos
por su siglo, Borges se las arregló para grabar algunas líneas
indelebles en la memoria sus lectores, y ése es otro aspecto
de su incomodidad. No es un secreto para nadie que la poesía
se fue volviendo un género para iniciados, una práctica de
apartada exclusividad para escritores que cuentan con exiguo
público, en general colegas. Y bien, como pocos, Borges
domina esa obviedad misteriosa del comunicativo sentir:
sintonía o simpatía donde el lector se reconoce y percibe el
eco de lo dicho como en un espejo profundo.
Si bien la distinción entre un Borges poeta y otro, narrador
o ensayista, puede resultar operativa, no es menos cierto que
Borges recae siempre en Borges, un escritor presidido por
una especulación vigorosa, proclive al argumento paradójico, que remite a las ilustres incertidumbres de cierto crepúsculo
de la razón occidental, con un sistema expresivo tenazmente
opinante. En cierto modo Borges fue más allá de los géneros
y esa preciada dilución significa la tentativa de un señor
ultrainteligente, cuyo destino inevitable era la ceguera, y que
usó indistintamente cada uno de esos formatos para convertirse
en literatura y elaborar una obra que ahora, además,
parece posmoderna.
2.
Uno y trino también en sus etapas, tres poemas ilustran
graduales e inclusivos las intenciones de Borges desde la
perspectiva de los juegos: “El truco”, “Ajedrez” y “El go” refieren sendas maneras de ver el objeto poético en momentos
señalados de su vida.
“El truco” se ajusta a su intención criollista primigenia.
Los amuletos de cartón desplazan el tiempo cronológico de
los jugadores y reponen, con sus enlaces azarosos, una mitología
solamente casera, casi en figura de una eternidad
menesterosa. El pasado se reencarna en las suertes finitas de
las bazas y asistimos a un principio de tiempo cíclico, con
pérdida y reencuentro de distinta identidad. Su verso libre
embanderado de imágenes remite a cierto provecho del
entrenamiento ultraísta, cuando el joven Borges fiaba para
su poesía la reposición de experiencias comunes y locales al
registro emocional, que debían instalarlo de modo preciso
en la tradición argentina.
“Ajedrez”, en cambio, en dos sonetos a la española,
resulta decididamente clásico. Los comienzos descriptivos
en los cuartetos, con la hazaña verbal de los epítetos para los trebejos, después son traspolados impersonalmente a
los intereses filosóficos y teológicos que a Borges le interesaba
poner de relieve. Tal como los ajedrecistas severos
rigen las piezas lentas, Dios rige a los jugadores y otro dios
gnóstico por detrás de Dios vuelve tal vez irreal la partida
general de lo que usualmente concebirnos como universo.
Las combinaciones de negros y blancos son en el tablero
inagotables como en la vida. Aquí, a diferencia del truco,
el motivo del juego es un símbolo fuerte y ya se percibe la
realidad semejante a un concierto alucinante de albedrío
ilusorio frente al rígido y secreto azar o dictamen del Otro,
que puede ser otros. Dentro de sus textos irradian “mágicos
rigores” las formas poéticas y el escritor se afana en otorgarle
variables al canon occidental, un nuevo arquetipo en el
que su imaginación de poeta se somete a la idea como la
noche al día.
“El go”, escrito al parecer el “9 de septiembre de 1978”,
se muestra más allá del bien y del mal, en una extraña síntesis
de vida y literatura. Corresponde al Borges posmoderno, que
acaso cabría llamar posclásico, que incluye y supera la mirada
sobre “Ajedrez”. Las bodas del oriente y el occidente, María
Kodama mediante, los viajes, la fama, los premios y la dinámica
de sus ideas filosas lo conducen al verso libre sereno y
pronunciado —que alterna con el múltiple soneto, el verso
blanco, el alejandrino o la página en prosa— donde no hay
objeto o forma que no sea otra y tenga su opuesto o sea
ninguna; una solidez de dicción creativa que sorprende a
partir de mediados del 60 hasta el final de sus días, desde una
concepción de lo real que se ha vuelto tan evanescente como
inestable. La fecha precisa de “El go”, el tacto de sus discos
negros y blancos más antiguos que la escritura, que contienen el número aproximado de los días o los siglos, alumbran
también otro laberinto de correspondencias en donde los
hombres sabrán perderse como en el truco, el ajedrez, el amor
o las horas, al par que recortan un signo de ignorancia, de
trascendental ignorancia.
Y cada uno de los tres poemas implica al otro, los tres
son el otro y rasgos parciales de cada una de las facciones de
Borges, mientras los temas del autor, en apariencia innumerables,
se reducen a una única obsesión encarnada como en
un álbum de variaciones.
3.
La obra completa de Borges recorre hasta la exasperación
la sentencia del filósofo, que repite y repite como su
único tema; en verdad, desde su óptica, nuestro único
tema. “Mirar el río hecho de tiempo y agua”, ahí está
íntegra y abarcativa la definición de lo que puede ser la
tarea del poeta y cada texto una mudanza, una varia lección
de un desangrarse que se revela tan impiadoso como inapresable.
Si estamos hechos de una dura sucesión y cada
instante nos vuelve ajenos al que fuimos en el ápice anterior
y al que seremos en el porvenir, extraños, en suma, a
nosotros mismos, escribir es traducir infatigablemente en
voces falsas, visiones lábiles, reiteraciones de algo que
precisamente no es verbal. Así, la literatura se convierte
en el ejercicio de una nadería. Agreguemos, también, de
una gloriosa nadería. Y Heráclito el oscuro siente, junto
al río que no cesa, el pavor de ser él mismo ese río, con la
consistencia del humo, del reflejo y de lo vano.
Elegir la profesión de escritor será así no menos curioso
que optar por cualquiera de las otras, salvo en lo que tiene
de extraño combinar semejante a un tahúr naipes cargados
de intención, sopesar monedas desgastadas por la plebe,
y restituirles con ilustrada hechicería su fuerza mágica,
operaciones donde el texto igual que un golem tosco
procura remedar la conciencia de su creador, creatura él
también, mientras lo indecible se pierde en otros. Brujo
de miles de nadies, vivirá de olvidarse el poeta, para al
final en todo caso ser Borges, semejante al Robert Browning
de su magnífico poema.
4.
A diferencia del barrio de Carriego, fotográfico y presencial,
aunque sin voz y sólo librado a la piedad de un sentimentalismo
cómplice entre el autor y el lector, el barrio que
Borges recupera posee inclinación metafísica, y sobre todo,
pasado; un Buenos Aires finisecular, pictórico en los recuerdos
de sus mayores, en el legado de sus antepasados, en la palabra
de los libros, y en la de los informantes. Por eso el Palermo
de Evaristo Carriego, su libro de ensayos, es una suma parcial,
una atmósfera transida por pájaros y guitarras al anochecer;
patios que albergan lo ancestral y primigenio: “el cielo y la
tierra”; y personajes caracterizadores, captados en su interés
por los guapos y malevos de renombre, además del ámbito
de las modestas casas decentes sometidas a una dudosa
medianía o en la inmigración gringa bocetada con clasista
humor, a través de calabreses compadritos, temibles “por la
buena memoria de su rencor”.
Y todo se abaja y se degrada al par que se agiganta en el
recuerdo. Es una “perdularia odisea”, una majestad rudimentaria
y pobre, muchas veces sometida a distorsión,
serenidad e irrealismo. En “Versos de catorce”, escribe: “yo
presentí la entraña de la voz las orillas, / palabra que en la
tierra pone lo audaz del agua / y que da a las afueras su
aventura infinita / y a los vagos campitos un sentido de
playa”. Los campos, pampa y llanura del criollismo también
conviven con el mar y el desierto que después se harán
extensiones devastadas, escenarios apropiados para otras
configuraciones de la eternidad.
Las afueras, parejamente, son el afuera de su casa: esa verja
que concentraba a Borges niño en el jardín protegido, símbolo
del arte y despliegue imaginativo de la lectura. Desde allí
construyo su Palermo íntimo, sólo para descubrir mucho
más tarde que ya no existía o quizás nunca había sido. Por
eso sus ansiosos paseos por calles y barrios desconocidos son
un viaje por la vida, un indicio de su joven vitalidad, en lo
que tiene de opuesto al arte, a la contemplación y a la reflexión,
siempre solitaria.
5.
En Borges están relacionados su visión de las orillas, el
sur real de sus ancestros estancieros o militares y el culto del
coraje. Cuando vuelve de España su decisión de fervor por
Buenos Aires suena paradójica por veraz y premeditada. El
territorio lírico que elige es el canto de su ciudad y su localidad
de origen, redescubierta con afán de novedad después
de varios años de residencia europea.
Esta mirada, abonada por un callejear continuo, rinde
homenaje a un deslumbramiento en donde desfilan los
poemas a las calles, plazas, patios, cementerios, tomados en
distintos momentos del día: albas, atardeceres o estrellas de
la noche que sitúan el horizonte de un suburbio. Con el
paso del tiempo, su mirada directa se vuelve más mitificadora.
Se fija sólo en lo esencial y repetido o directamente emblemático.
Los libros Luna de Enfrente (1925) y Cuaderno San
Martín (1929) revisan los mismos asuntos con más carnadura
histórica y evolutiva voluntad estética. “Fundación mítica de Buenos Aires”, por ejemplo, del último libro, además de
utilizar el verso medido, síntoma de su desplazamiento a
una nueva modalidad, es análogo a esa visión de su Palermo
del recuerdo que exhibe en Evaristo Carriego. “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eternacomo el agua y el aire”.
Lo eterno se revela eterno en virtud de una fuerte selección
de rasgos esenciales, una operación que la memoria y el
olvido ejercen sobre las cosas, las vidas, las personas, la
historia y dejan lo insustituible, que se reproduce para que
algo sea recordable o significativo, pero que a su vez se replica
en todos y en todo. Va llegando al centro de una estética que configura su modo de entender las cosas y que pronto
se habrá de sentir embretada por el mero localismo. Si lo
particular concierta con lo general de manera analógica, si
cada hombre, cada individuo es un modelo de la especie,
no hay necesidad de ceñirse al criollismo.
Descubre, por fin, antes del doméstico apocalipsis que
le abrirá las puertas de la narración, que para ser un poeta
nacional, el parricida de Lugones y la sombra de Hernández
rediviva, habrá de renunciar al exclusivo argentinismo o más
bien a su imaginería porteña. Ya ha levantado el monumento
al Buenos Aires mítico, que lo vio nacer y que nació también
nuevamente en una manzana de su Palermo viejo: ahora
puede renunciar a su destino sudamericano para recuperarlo
en innumerables senderos, que en definitiva son siempre el
mismo camino hecho de palabras.
En este sentido, el cuento “El Sur” es simbólico y central
en la evolución de la literatura de Borges. “De ‘El Sur’, que
es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible
leerlo como directa narración de hechos novelescos y también
de otro modo”. Juan Dahlmann, a quien afligen destinos de
diferentes sangres como a su creador, está también convocado
por el deber del coraje y la pasión por los libros. Ambos
designios parecen juntarse al menos en el sueño, cuando
Dahlmann acata su extraño mandato de enfrentarse en el
duelo a cuchillo y sale a la vasta llanura a dar pelea. Es la
enemistad entre la vida real y la vida literaria, además de
cierta imagen de entrega a sus sueños y pesadillas literarias,
lo que resuelve el ingreso en la llanura del inconsciente
creativo; asimismo, la muerte a un heroísmo físico, que
signara a sus antepasados, no sólo maternos, según anota
Piglia, sino también paternos.
El hecho del accidente que sufrió y el cuento rememora
no es menor; ocurrió en la Navidad de 1938. Subía por las
escaleras de su departamento de Las Heras y Pueyrredón y
chocó con el ala de una ventana. Fue llevado al hospital,
donde perdió temporalmente la facultad del habla y padeció
una septicemia, mientras estuvo más de un mes entre la
vida y la muerte. El cuento “El Sur”, en cambio, es su literaturización
posterior, de 1953. El episodio, tal como lo
refiere James Woodall, se vuelve insoslayable por lo que
determinó en Borges. Durante la convalecencia su madre
le leía un pasaje de Out of the silent planet y Borges lloró.
Cuando la madre le preguntó por qué, su hijo le respondió:
“porque comprendo”.
Amén de comprender que debía tentar la especie del
cuento, con el que estaba a punto de transformar el género
de la ficción, quizás entendió —como antes su admirado
Conrad había entendido el horror—que debía internarse en
el espejo de su país interior, negarse a la luz material, acercarse
a los modelos, hasta transformarse él mismo en la versión
presente de un metafórico Homero. Arrastrar el barrio y la
pampa hacia adentro, confundiéndolos con El Álamo, Ginebra
y las voces de las antiguas sagas. Convertirse en Borges, en sus
fantasmas, en las sombras de Quevedo o de Chesterton, y en
nadie, con esa oquedad misteriosa que toman los grandes, a
medida que se van convirtiendo en mitos.
6.
Después de su criollismo, el escritor amplía el repertorio
de motivos y en lo formal recurre con dedicación al verso
medido. Es la época de El hacedor (1960), El otro, el mismo (1964) y las milongas Para las seis cuerdas (1965), que afinan
en ese pretérito registro un aspecto que Borges nunca dejó de
lado. Aparece en estos términos el argentino universal, el
porteño cosmopolita, el hombre de la Biblioteca, donde un
lugar ya remite a todos los lugares y un tema puede ser todos
los temas. “Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en
la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación
de los libros, el ámbito sereno de un orden…”
Desde joven, Borges, que se sabía destinado a la ceguera,
a un efecto inapelable de su propio transcurso en el tiempo,
se exige continuamente la anulación del tiempo, porque
conjurarlo es evaporar a su peor enemigo. La literatura, el
arte, perderse en esas ficciones, lo salvan del curso sucesivo y
lo vuelven intemporal, aunque también irreal e inespacial.
La ceguera de Borges, si bien es literal, también es literaria.
Tal atributo se concede al poeta por antonomasia, al clarividente
que percibe la contextura de la realidad opaca para el
resto de los mortales. Reconcentrarse en un múltiple punto
interior es abismarse en un absoluto, un espacio aleph que
parejamente es nada. Un horror al vacío que debe llenarse
con palabras laboriosas de sentido: “Es una clausura, pero
también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones,
una llave y un álgebra”. Y la duplicación del escritor
resulta cada vez más perceptible: “Borges y yo” empiezan a
ser un oxímoron. En la vida sin sueño, su otro dice: “Entra
la luz y me recuerdo; está ahí… me impone las miserias de
cada día, la condición humana… minuciosamente lo odio.
Advierto con fruición que casi no ve”. Tanto como la limitación
de la ceguera lo somete a un deber: “Con el verso /
debo labrar mi insípido universo”.
Probablemente la ceguera esté relacionada con el sesgo
clásico de Borges, a su búsqueda de la claridad y diafanidad,
contrapeso de su desborde imaginativo. Como un heredero
del Aufklarung, un dieciochesco iluminista, renunciar a la
luz material podría ser apropiarse del reino de la luz total. Ya
no ve, como todos, sombras en el fondo de una caverna, sino
que ha poblado su interior con la implacable luminosidad
de los arquetipos literarios.
Su clasicismo se manifiesta perfectamente impersonal.
Borges siempre tendió a la impersonalidad, pero sobre todo
a la negación de la subjetividad desde dos puntos de vista.
Desde el sentimiento, “todo rasgo circunstancial es patético”
y también desde la disolución del yo: “la personalidad, el
yo, es sólo una ancha denominación colectiva que abarca la
pluralidad de todos los estados de conciencia”. Un raro
humanismo en el que nada nos es ajeno, de manera carnal
y abstracta a la vez. Es el otro, él mismo, donde de un modo
claro y oscuro, vemos nuestro yo esencial. El destino de uno
que espeja el destino del resto.
También es clásico por su concepto del verso. “Un verso
bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si
podemos hacerlo, no es un verso válido; el verso exige la
pronunciación”. El uso de la métrica regular habrá de satisfacer
el ansia por un esquema memorizable o memorable,
digno de recuerdo, donde cualquier variante —desde el
endecasílabo en sus figuras de soneto, de cuartetos, de serventesios,
de endecasílabos blancos hasta el octosílabo tradicional
de las milongas— ajusta una prosodia ideal, de
entonación legible. Borges sintió que esas músicas seculares
son una utopía del arte, no menos que una aventura y una
quimera, aunque también una reencarnación, como lo es cada forma humana en el tiempo. La literatura teje ese tapiz
no personal, sobre la hechura de innúmeras versiones precedentes
donde se ha dicho todo y el texto se borra y se
reescribe, acaso escolio del anterior. En este eterno retorno,
que explica la fantasmagoría del presente, somos sombras
enigmáticas, como los objetos y los destinos trenzados en
infinitas causas secretas, ignorantes móviles de inagotables
posibilidades para el porvenir.
Así como los hombres somos una continuación levemente
alterada del pasado en la tierra y convivimos en el presente
con nuestro conjeturable e inconcebible futuro, las formas
literarias reeditan viejas destrezas, las comentan y las homenajean
o refutan y se heredan y se legan de manera vicaria.
El hecho de ser autor no pasa de ser una banalidad, una
nadería: “Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita
la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y
yo su redactor”, porque el escritor encarna la vivacidad de
un amanuense, no un creador. Sólo se limita a recordar o a
soñar, que vienen a ser términos sinónimos; acaso también,
y he ahí su mérito, a traducir en palabras las visiones de un
mundo inaccesible a los que pueden ver.
Además, las formas clásicas resultan más eficaces para el
proyecto de su “pensativo sentir” que consiste en otorgarle
transparencia racional a lo sentido. Los tropos y la imaginería
sirven de ornato, de comparación o paradoja, dotando de
expansión argumental a la confidencia. Usa el soneto narrativo,
tan raro, y el soneto inglés con varias rimas, apto para
el pareado final aforístico; el heptasílabo, de larga afinidad
con la poesía intelectual; los versos alejandrinos, pero no en
la dirección del prodigio sino de la eficacia, de la arquitectura
del discurso lógico. Justamente, el milagro está en la gravitatoria necesariedad de la palabra y la imagen. El lenguaje
usado como un instrumento para subrayar los efectos queridos.
Desdeña la originalidad gratuita y recompone una voz,
esa vieja voz compartida, donde su estilo deriva hacia las
sorpresas de la inteligencia, no al regodeo de la sensibilidad,
ni el estupor de lo diverso y raro o la agresión síquica.
La elección clásica resulta en un vanguardismo sin escolta,
insumiso a los ejercicios castrenses de las escuelas y los preceptos:
el escribir para ser percibido, ser entendido. El efecto
preciso para el lector, que está contado siempre, una suerte
de felicidad, que es la cortesía extrema del escritor. Y acaso
sea esta excéntrica condición, la de hacerse creer en la literatura,
con una fe extensa, siempre más allá y delante de las
modas y los sobresaltos ideológicos, además de administrar
como nadie el juego equívoco entre las palabras y las cosas,
la que le ha dado un rango impar en la posmodernidad del
siglo XX, que paradójicamente profesa la levedad de todo.
7.
Del laberinto de pasos que proporciona la obra de Borges,
la última fase es ancha y casi ajena, más allá incluso del interés
por la literatura, que el escritor soporta de manera mecánica,
dado que él mismo es metáfora de la literatura. Con precisa
distancia entre el hombre que se acaba y el escritor que respira
en su tinta, este Borges final rubrica la doble consistencia de
haber vivido en el tiempo: tan palpablemente débil y humano
como visiblemente intemporal. Sus libros acaso reiterativos,
acaso desparejos, acumulan una libertad de fantasía y un
señorío sobre las palabras que, dóciles, van a comer de su
mano. Una cierta atmósfera abrumada y paródica rodea las
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inagotables variaciones y la captación de motivos que no
evitan el lejano oriente. Aparecen los haiku y las tankas, amén
de exploraciones sobre las divinidades del Shinto, monedas
e inscripciones grabadas en apropiación de la totalidad. No
sin fatigar, reasignando los asuntos que le han sido habituales,
el recuerdo por sus amigos o escritores estimados, circunstancias
concretas, producto de sueños, debilidades o asombros.
Y el imperio de las cosas se hace sentir.
Borges ha sentido fascinación por las cosas. Son signos.
Cada una de ellas puede ser otra y otra. En su caso, una
metonimia de la eternidad. Brújulas, mapas, llaves, clepsidras
ocupan los poemas de Borges y sus ficciones, con carácter
simbólico o emblemático. En cada una se cifra el tiempo
corporizado. Los espejos son un temible reflejo de la duplicación
pero a la vez de la identidad; los mapas, una efigie
del cosmos; la brújula, la búsqueda de un destino; la llave,
obsesionada por su única cerradura, el instrumento de lo
irrevocable y significativo; las clepsidras, semejantes a la
misma arena, al mar, la sensación espantosa de la sucesión
y el desangramiento continuo de cualquier vida.
Los cuchillos ocupan un lugar preferencial en la obra de
Borges. Cuchillos y variantes: espadas, dagas, facones, fiyingos,
etc., son los restos virtuales del coraje, de gente dada a
la lucha y al valor, de los que no dependen de otros para
trazar su propio destino. Acaso su cuento más bello, “El encuentro”, sea una triste síntesis de que las cosas duran más
que la gente, porque concentran de manera especial lo que
la vida tiene de eterna, sus rasgos peculiares y análogos para
toda humanidad.
Cuerpos, simetrías, formas, los cuchillos son el objeto
representativo de los hombres de acción. Los malevos de la primera época, después travestidos en gauchos o en vikingos,
o en sus variantes militares de cualquier laya, hacedores de
un legado. Ahí parece concentrarse una fuerte admiración
de Borges hacia sus mayores, próceres de la patria, que vivieron
el instante, entregados al juego arriesgado y hermoso de la
vida, tan diferentes del hombre sedentario y perdido en la
rigidez de los libros, un abstracto contemplativo, hurgador
de un pasado ilusorio. Esta vida de puro presente es la fisonomía
de la barbarie. El escritor reniega de su contribución
literaria al culto de los héroes, pero el hombre añora, tal vez,
una fisonomía diferente cuando confiesa: “he cometido el peor de los pecados… no he sido feliz”.
Esta fugacidad permanente también encuentra representación
en los animales que Borges describe y encomia en sus
poesías, siluetas vivas y cambiantes del no pensar. El tigre,
el leopardo, la pantera, el león, el búfalo, el coyote: “tuyo es
el puro ser, tuyo el arrobo, / nuestra, la torpe vida sucesiva”;
el gato: “En otro tiempo estás. Eres el dueño/ de un ámbito
cerrado como un sueño”, recorren sus últimas páginas,
ejemplares del individuo y la especie, dueños de un éxtasis
propio de un sujeto ajeno al verbo que lo describe. Uno el
tigre de la jaula, otro el del poema, ambos hechura de palabras,
y Borges, invariablemente, buscará al tercer tigre, el
que no es verbal.
Y cada objeto en definitiva funciona como símbolo, un
recorte de atributos, una selección de rasgos que lo vuelven
universal y arquetípico. Su pluralidad es caos y desorden, la
escritura del dios subalterno que redacta en los individuos y
las cosas un libro para un demonio. En la obra están sometidos
a un orden. El “deber” del poeta consiste en descifrar ese diseño
y esas leyes. El mundo con sus seres se vuelve un libro, así como el texto es una versión del universo: “El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer. … No hay una cosa / que no
sea una letra silenciosa / de la eterna escritura indescifrable /
cuyo libro es el tiempo”.
8.
La longevidad literaria de Borges no parece vana, antes
bien, con la perspectiva del nuevo siglo, una completud. El
oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975), La moneda
de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981),
Atlas (1984) y Los conjurados (1985) aseguran una fisonomía
iniciada con timidez en El hacedor, ese libro que reparte aun
sin descubrimiento prosa y verso, para después tallarla nítida
a partir de Elogio de la sombra. “En estas páginas conviven,
creo que sin discordia, las formas de la prosa y del verso”,
indica en el gran prólogo del año 69; “prefiero declarar que
esas divergencias me parecen accidentales y que desearía que
este libro fuera leído como un libro de versos. Un volumen,
en sí, no es un hecho estético, es un objeto físico entre otros;
el hecho estético sólo puede ocurrir cuando lo escriben o lo
leen”. Aquí el poeta culmina y expande un concepto de la
forma que evapora los inútiles antagonismos entre verso
libre y escandido, las líneas y la prosa. Desde esta mirada,
practicar con exclusión los ardores de una poesía amétrica,
puede ser una mera ingenuidad, los síntomas de una cabeza
rígidamente amorfa; por el contrario, recluirse en el regodeo
de un corpus musical, una falacia y una constricción.
Por eso, quizás la precedencia de Borges en el ámbito
de lo posmoderno lo exceda y recorte, aunque pueda parecer
justa su vinculación con Beckett y Nabokov, en la hipótesis de Calinescu, por ejemplo. Sin embargo, su sistemática
aventura de ideas fuertes sobre la debilidad, su indeclinable
conjeturo, luego existo que lo hace aferrarse a la palabra como
última ratio, lo conducen a la maestría de la decibilidad.
Esa que numerosos jóvenes de hoy recusan por sólo moderna,
en la incomodidad y el dilema que propone la agonía de
las influencias.
Como en “La muerte y la brújula”, la variedad de registros
genéricos y formales propician la coincidencia con el múltiple
lector, cuando el poeta es un guía y tirador certero. Un lúcido
“harto de prodigios”, que remonta a otro ciego hacia la eterna
fraternidad del lenguaje. Así, las cosas piden su forma y no
están sometidas a tal o cual opción dogmática, escritas sólo
desde adentro, visitadas, revisitadas, combinadas con el
manso dominio de la materia en infinitos asuntos: tal como
se construyen los laberintos humanos, y se desandan con la
naturalidad, el placer o el desasosiego que exigen.
Posclásico entonces, aunque engañoso y pícaro como en
el juego criollo o apretado y grave en el ajedrez del verso y
la dicción inexorables, el escritor va llegando a licuarse en
esa suma de sí. Un vacío que es un lleno, un satori, punto
que flota en el aire y es el aire, el lugar de una heridora
melodía, su poema arreciando con el murmullo de la libertad.
Allí donde no queda nada del sujeto, del mutante que arrastra
su condición de carne, y sólo hay limbos de voces para
nuestro espejo y cifra.
Como círculos de insondable iniciación, los Borges se
van sucediendo e implicando y mientras el sesgo del iluminado
se agudiza, también lo hace el juego, esa puesta en
paréntesis de los sentidos taxativos, una revisitación constante
de temas y ocasiones escritas al pasar. Se desprende de artimañas y teorías, se disuelve prolijamente en un repetirse que
es abolición y plenitud. Escribe como si hablara con su viejo
yo que lo observa satisfecho, viéndose cada vez más lejos de
las cosas, de las ideas mismas, más cerca del centro del universo,
que siempre estimó una burla digna de consideración.
Más cerca de las palabras, la materia que le fue dada para su
duelo añorado, más cerca del olvido deseable. Y al mismo
tiempo, en merecida paradoja, en pleno corazón del mito.
“Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, / convergen los
caminos que me han traído / a mi secreto centro. / Esos
caminos fueron ecos y pasos, / mujeres, hombres, agonías,
resurrecciones, / días y noches, / cada ínfimo instante del
ayer / y de los ayeres del mundo, / la firme espada del danés
y la luna del persa, / los actos de los muertos, / el compartido
amor, las palabras, / Emerson y la nieve y tantas cosas. /
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro, / a mi álgebra y
mi clave, / a mi espejo. / Pronto sabré quién soy”. ["Elogio de la sombra"]
Borges como símbolo (Buenos Aires, Audisea & Reflet de Lettres, 2017), conjunto de ensayos borgeanos de Javier Adúriz, Arturo Álvarez Hernández, Franco Bordino, Alejandro Crotto, Nicolás Magaril, Carlos Surghi y Lucrecia Romera publicados en la nueva colección "Cuadernos de Hablar de Poesía"
© 2017, Schiavetta, Bernardo
Coedición a cargo de audisea y Reflet de Lettres
Coedición a cargo de audisea y Reflet de Lettres