12/3/18

Javier Adúriz: Borges como mito







1.

En el umbral del mito, construido de la materia de sus propios enigmas, Borges, como el país, da para todo. A pesar de que no murió joven ni conoció la apoteosis del avión envuelto en llamas, a lo sumo el disfrute de un Premio Nobel nunca otorgado, propone, sin embargo, un mito incómodo, imponente para cualquier escritor que se sintiera contemporáneo suyo. Alguien que ocupa literariamente el siglo entero, tan incómodo como feliz para sus numerosos lectores curiosos y desprejuiciados e incluso para la legión de los que no lo leyeron, pero comulgan de oídas con su fama. 

Semejante a un moderno Echeverría, cuando bajó del barco en estas playas sureñas, animó resueltamente la renovación ultraísta, aunque de hecho abjuró de esa inicial modalidad desde el primero de sus libros, Fervor de Buenos Aires (1923), al calor de un localismo intencionado. Después de la revolución del 30, concluido su desvelo criollista, se desplazó hacia un verso medido, intemporal, que lo alejó del neorromántico esteticista, característico de la década del cuarenta, tanto como de la tentación por la originalidad que habrían de padecer surrealistas e invencionistas en los años de posguerra. Y se fue volviendo su propio sueño, numeroso y cosmopolita, en la talla de un porteño universal y en el tono de la revista Sur, donde dio a conocer sus primeros cuentos ajenos al populismo o nacionalismo convencionales, desde un rincón de la biblioteca de barrio que dirigía Francisco Luis Bernández. 

Soslayó asimismo el furor existencialista, oponiendo en su propia literatura una manifestación lúdica y hasta superadora de la angustia. Encontró, finalmente, una dicción de absoluta libertad promediando los años 60, con Elogio de la sombra, mientras el boom latinoamericano arreciaba y ya se lo descubría como un adelantado del realismo mágico, según señala Ángel Flores, a partir de su Historia universal de la infamia, de publicación periódica poco antes de 1935. A diferencia de tantos y tantos poetas que fueron escritos por su siglo, Borges se las arregló para grabar algunas líneas indelebles en la memoria sus lectores, y ése es otro aspecto de su incomodidad. No es un secreto para nadie que la poesía se fue volviendo un género para iniciados, una práctica de apartada exclusividad para escritores que cuentan con exiguo público, en general colegas. Y bien, como pocos, Borges domina esa obviedad misteriosa del comunicativo sentir: sintonía o simpatía donde el lector se reconoce y percibe el eco de lo dicho como en un espejo profundo. 

Si bien la distinción entre un Borges poeta y otro, narrador o ensayista, puede resultar operativa, no es menos cierto que Borges recae siempre en Borges, un escritor presidido por una especulación vigorosa, proclive al argumento paradójico, que remite a las ilustres incertidumbres de cierto crepúsculo de la razón occidental, con un sistema expresivo tenazmente opinante. En cierto modo Borges fue más allá de los géneros y esa preciada dilución significa la tentativa de un señor ultrainteligente, cuyo destino inevitable era la ceguera, y que usó indistintamente cada uno de esos formatos para convertirse en literatura y elaborar una obra que ahora, además, parece posmoderna. 


2. 

Uno y trino también en sus etapas, tres poemas ilustran graduales e inclusivos las intenciones de Borges desde la perspectiva de los juegos: “El truco”, “Ajedrez” y “El go” refieren sendas maneras de ver el objeto poético en momentos señalados de su vida. 

“El truco” se ajusta a su intención criollista primigenia. Los amuletos de cartón desplazan el tiempo cronológico de los jugadores y reponen, con sus enlaces azarosos, una mitología solamente casera, casi en figura de una eternidad menesterosa. El pasado se reencarna en las suertes finitas de las bazas y asistimos a un principio de tiempo cíclico, con pérdida y reencuentro de distinta identidad. Su verso libre embanderado de imágenes remite a cierto provecho del entrenamiento ultraísta, cuando el joven Borges fiaba para su poesía la reposición de experiencias comunes y locales al registro emocional, que debían instalarlo de modo preciso en la tradición argentina. 

“Ajedrez”, en cambio, en dos sonetos a la española, resulta decididamente clásico. Los comienzos descriptivos en los cuartetos, con la hazaña verbal de los epítetos para los trebejos, después son traspolados impersonalmente a los intereses filosóficos y teológicos que a Borges le interesaba poner de relieve. Tal como los ajedrecistas severos rigen las piezas lentas, Dios rige a los jugadores y otro dios gnóstico por detrás de Dios vuelve tal vez irreal la partida general de lo que usualmente concebirnos como universo. Las combinaciones de negros y blancos son en el tablero inagotables como en la vida. Aquí, a diferencia del truco, el motivo del juego es un símbolo fuerte y ya se percibe la realidad semejante a un concierto alucinante de albedrío ilusorio frente al rígido y secreto azar o dictamen del Otro, que puede ser otros. Dentro de sus textos irradian “mágicos rigores” las formas poéticas y el escritor se afana en otorgarle variables al canon occidental, un nuevo arquetipo en el que su imaginación de poeta se somete a la idea como la noche al día. 

“El go”, escrito al parecer el “9 de septiembre de 1978”, se muestra más allá del bien y del mal, en una extraña síntesis de vida y literatura. Corresponde al Borges posmoderno, que acaso cabría llamar posclásico, que incluye y supera la mirada sobre “Ajedrez”. Las bodas del oriente y el occidente, María Kodama mediante, los viajes, la fama, los premios y la dinámica de sus ideas filosas lo conducen al verso libre sereno y pronunciado —que alterna con el múltiple soneto, el verso blanco, el alejandrino o la página en prosa— donde no hay objeto o forma que no sea otra y tenga su opuesto o sea ninguna; una solidez de dicción creativa que sorprende a partir de mediados del 60 hasta el final de sus días, desde una concepción de lo real que se ha vuelto tan evanescente como inestable. La fecha precisa de “El go”, el tacto de sus discos negros y blancos más antiguos que la escritura, que contienen el número aproximado de los días o los siglos, alumbran también otro laberinto de correspondencias en donde los hombres sabrán perderse como en el truco, el ajedrez, el amor o las horas, al par que recortan un signo de ignorancia, de trascendental ignorancia. 

Y cada uno de los tres poemas implica al otro, los tres son el otro y rasgos parciales de cada una de las facciones de Borges, mientras los temas del autor, en apariencia innumerables, se reducen a una única obsesión encarnada como en un álbum de variaciones. 


3. 

La obra completa de Borges recorre hasta la exasperación la sentencia del filósofo, que repite y repite como su único tema; en verdad, desde su óptica, nuestro único tema. “Mirar el río hecho de tiempo y agua”, ahí está íntegra y abarcativa la definición de lo que puede ser la tarea del poeta y cada texto una mudanza, una varia lección de un desangrarse que se revela tan impiadoso como inapresable. Si estamos hechos de una dura sucesión y cada instante nos vuelve ajenos al que fuimos en el ápice anterior y al que seremos en el porvenir, extraños, en suma, a nosotros mismos, escribir es traducir infatigablemente en voces falsas, visiones lábiles, reiteraciones de algo que precisamente no es verbal. Así, la literatura se convierte en el ejercicio de una nadería. Agreguemos, también, de una gloriosa nadería. Y Heráclito el oscuro siente, junto al río que no cesa, el pavor de ser él mismo ese río, con la consistencia del humo, del reflejo y de lo vano. 

Elegir la profesión de escritor será así no menos curioso que optar por cualquiera de las otras, salvo en lo que tiene de extraño combinar semejante a un tahúr naipes cargados de intención, sopesar monedas desgastadas por la plebe, y restituirles con ilustrada hechicería su fuerza mágica, operaciones donde el texto igual que un golem tosco procura remedar la conciencia de su creador, creatura él también, mientras lo indecible se pierde en otros. Brujo de miles de nadies, vivirá de olvidarse el poeta, para al final en todo caso ser Borges, semejante al Robert Browning de su magnífico poema. 


4. 

Evaristo Carriego de 1930, un reticente elogio del poeta a quien Borges consideraba menor, salvo por el descubrimiento de un enclave para el verso, se comprende a primera vista como un ejercicio de biografía fantástica, pie para diseñar un Palermo de sueños y señalar agudezas sobre el tango, la ética de los cuchillos y los orilleros. Pero Borges, más allá de la prosa por momentos exigida y barroca, vio algo que Carriego también había visto: la viñeta del suburbio trazada por Baudelaire, el sortilegio de la ciudad en la poesía moderna, un contemporáneo espacio abstracto de revelaciones.

A diferencia del barrio de Carriego, fotográfico y presencial, aunque sin voz y sólo librado a la piedad de un sentimentalismo cómplice entre el autor y el lector, el barrio que Borges recupera posee inclinación metafísica, y sobre todo, pasado; un Buenos Aires finisecular, pictórico en los recuerdos de sus mayores, en el legado de sus antepasados, en la palabra de los libros, y en la de los informantes. Por eso el Palermo de Evaristo Carriego, su libro de ensayos, es una suma parcial, una atmósfera transida por pájaros y guitarras al anochecer; patios que albergan lo ancestral y primigenio: “el cielo y la tierra”; y personajes caracterizadores, captados en su interés por los guapos y malevos de renombre, además del ámbito de las modestas casas decentes sometidas a una dudosa medianía o en la inmigración gringa bocetada con clasista humor, a través de calabreses compadritos, temibles “por la buena memoria de su rencor”. 

Y todo se abaja y se degrada al par que se agiganta en el recuerdo. Es una “perdularia odisea”, una majestad rudimentaria y pobre, muchas veces sometida a distorsión, serenidad e irrealismo. En “Versos de catorce”, escribe: “yo presentí la entraña de la voz las orillas, / palabra que en la tierra pone lo audaz del agua / y que da a las afueras su aventura infinita / y a los vagos campitos un sentido de playa”. Los campos, pampa y llanura del criollismo también conviven con el mar y el desierto que después se harán extensiones devastadas, escenarios apropiados para otras configuraciones de la eternidad. 

Las afueras, parejamente, son el afuera de su casa: esa verja que concentraba a Borges niño en el jardín protegido, símbolo del arte y despliegue imaginativo de la lectura. Desde allí construyo su Palermo íntimo, sólo para descubrir mucho más tarde que ya no existía o quizás nunca había sido. Por eso sus ansiosos paseos por calles y barrios desconocidos son un viaje por la vida, un indicio de su joven vitalidad, en lo que tiene de opuesto al arte, a la contemplación y a la reflexión, siempre solitaria. 


5. 

En Borges están relacionados su visión de las orillas, el sur real de sus ancestros estancieros o militares y el culto del coraje. Cuando vuelve de España su decisión de fervor por Buenos Aires suena paradójica por veraz y premeditada. El territorio lírico que elige es el canto de su ciudad y su localidad de origen, redescubierta con afán de novedad después de varios años de residencia europea. 

Esta mirada, abonada por un callejear continuo, rinde homenaje a un deslumbramiento en donde desfilan los poemas a las calles, plazas, patios, cementerios, tomados en distintos momentos del día: albas, atardeceres o estrellas de la noche que sitúan el horizonte de un suburbio. Con el paso del tiempo, su mirada directa se vuelve más mitificadora. Se fija sólo en lo esencial y repetido o directamente emblemático. Los libros Luna de Enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929) revisan los mismos asuntos con más carnadura histórica y evolutiva voluntad estética. “Fundación mítica de Buenos Aires”, por ejemplo, del último libro, además de utilizar el verso medido, síntoma de su desplazamiento a una nueva modalidad, es análogo a esa visión de su Palermo del recuerdo que exhibe en Evaristo Carriego. “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eternacomo el agua y el aire”. 

Lo eterno se revela eterno en virtud de una fuerte selección de rasgos esenciales, una operación que la memoria y el olvido ejercen sobre las cosas, las vidas, las personas, la historia y dejan lo insustituible, que se reproduce para que algo sea recordable o significativo, pero que a su vez se replica en todos y en todo. Va llegando al centro de una estética que configura su modo de entender las cosas y que pronto se habrá de sentir embretada por el mero localismo. Si lo particular concierta con lo general de manera analógica, si cada hombre, cada individuo es un modelo de la especie, no hay necesidad de ceñirse al criollismo. 

Descubre, por fin, antes del doméstico apocalipsis que le abrirá las puertas de la narración, que para ser un poeta nacional, el parricida de Lugones y la sombra de Hernández rediviva, habrá de renunciar al exclusivo argentinismo o más bien a su imaginería porteña. Ya ha levantado el monumento al Buenos Aires mítico, que lo vio nacer y que nació también nuevamente en una manzana de su Palermo viejo: ahora puede renunciar a su destino sudamericano para recuperarlo en innumerables senderos, que en definitiva son siempre el mismo camino hecho de palabras. 

En este sentido, el cuento “El Sur” es simbólico y central en la evolución de la literatura de Borges. “De ‘El Sur’, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo”. Juan Dahlmann, a quien afligen destinos de diferentes sangres como a su creador, está también convocado por el deber del coraje y la pasión por los libros. Ambos designios parecen juntarse al menos en el sueño, cuando Dahlmann acata su extraño mandato de enfrentarse en el duelo a cuchillo y sale a la vasta llanura a dar pelea. Es la enemistad entre la vida real y la vida literaria, además de cierta imagen de entrega a sus sueños y pesadillas literarias, lo que resuelve el ingreso en la llanura del inconsciente creativo; asimismo, la muerte a un heroísmo físico, que signara a sus antepasados, no sólo maternos, según anota Piglia, sino también paternos.

El hecho del accidente que sufrió y el cuento rememora no es menor; ocurrió en la Navidad de 1938. Subía por las escaleras de su departamento de Las Heras y Pueyrredón y chocó con el ala de una ventana. Fue llevado al hospital, donde perdió temporalmente la facultad del habla y padeció una septicemia, mientras estuvo más de un mes entre la vida y la muerte. El cuento “El Sur”, en cambio, es su literaturización posterior, de 1953. El episodio, tal como lo refiere James Woodall, se vuelve insoslayable por lo que determinó en Borges. Durante la convalecencia su madre le leía un pasaje de Out of the silent planet y Borges lloró. Cuando la madre le preguntó por qué, su hijo le respondió: “porque comprendo”. 

Amén de comprender que debía tentar la especie del cuento, con el que estaba a punto de transformar el género de la ficción, quizás entendió —como antes su admirado Conrad había entendido el horror—que debía internarse en el espejo de su país interior, negarse a la luz material, acercarse a los modelos, hasta transformarse él mismo en la versión presente de un metafórico Homero. Arrastrar el barrio y la pampa hacia adentro, confundiéndolos con El Álamo, Ginebra y las voces de las antiguas sagas. Convertirse en Borges, en sus fantasmas, en las sombras de Quevedo o de Chesterton, y en nadie, con esa oquedad misteriosa que toman los grandes, a medida que se van convirtiendo en mitos. 


6. 

Después de su criollismo, el escritor amplía el repertorio de motivos y en lo formal recurre con dedicación al verso medido. Es la época de El hacedor (1960), El otro, el mismo (1964) y las milongas Para las seis cuerdas (1965), que afinan en ese pretérito registro un aspecto que Borges nunca dejó de lado. Aparece en estos términos el argentino universal, el porteño cosmopolita, el hombre de la Biblioteca, donde un lugar ya remite a todos los lugares y un tema puede ser todos los temas. “Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden…”

Desde joven, Borges, que se sabía destinado a la ceguera, a un efecto inapelable de su propio transcurso en el tiempo, se exige continuamente la anulación del tiempo, porque conjurarlo es evaporar a su peor enemigo. La literatura, el arte, perderse en esas ficciones, lo salvan del curso sucesivo y lo vuelven intemporal, aunque también irreal e inespacial. 

La ceguera de Borges, si bien es literal, también es literaria. Tal atributo se concede al poeta por antonomasia, al clarividente que percibe la contextura de la realidad opaca para el resto de los mortales. Reconcentrarse en un múltiple punto interior es abismarse en un absoluto, un espacio aleph que parejamente es nada. Un horror al vacío que debe llenarse con palabras laboriosas de sentido: “Es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra”. Y la duplicación del escritor resulta cada vez más perceptible: “Borges y yo” empiezan a ser un oxímoron. En la vida sin sueño, su otro dice: “Entra la luz y me recuerdo; está ahí… me impone las miserias de cada día, la condición humana… minuciosamente lo odio. Advierto con fruición que casi no ve”. Tanto como la limitación de la ceguera lo somete a un deber: “Con el verso / debo labrar mi insípido universo”.

Probablemente la ceguera esté relacionada con el sesgo clásico de Borges, a su búsqueda de la claridad y diafanidad, contrapeso de su desborde imaginativo. Como un heredero del Aufklarung, un dieciochesco iluminista, renunciar a la luz material podría ser apropiarse del reino de la luz total. Ya no ve, como todos, sombras en el fondo de una caverna, sino que ha poblado su interior con la implacable luminosidad de los arquetipos literarios. 

Su clasicismo se manifiesta perfectamente impersonal. Borges siempre tendió a la impersonalidad, pero sobre todo a la negación de la subjetividad desde dos puntos de vista. Desde el sentimiento, “todo rasgo circunstancial es patético” y también desde la disolución del yo: “la personalidad, el yo, es sólo una ancha denominación colectiva que abarca la pluralidad de todos los estados de conciencia”. Un raro humanismo en el que nada nos es ajeno, de manera carnal y abstracta a la vez. Es el otro, él mismo, donde de un modo claro y oscuro, vemos nuestro yo esencial. El destino de uno que espeja el destino del resto. 

También es clásico por su concepto del verso. “Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido; el verso exige la pronunciación”. El uso de la métrica regular habrá de satisfacer el ansia por un esquema memorizable o memorable, digno de recuerdo, donde cualquier variante —desde el endecasílabo en sus figuras de soneto, de cuartetos, de serventesios, de endecasílabos blancos hasta el octosílabo tradicional de las milongas— ajusta una prosodia ideal, de entonación legible. Borges sintió que esas músicas seculares son una utopía del arte, no menos que una aventura y una quimera, aunque también una reencarnación, como lo es cada forma humana en el tiempo. La literatura teje ese tapiz no personal, sobre la hechura de innúmeras versiones precedentes donde se ha dicho todo y el texto se borra y se reescribe, acaso escolio del anterior. En este eterno retorno, que explica la fantasmagoría del presente, somos sombras enigmáticas, como los objetos y los destinos trenzados en infinitas causas secretas, ignorantes móviles de inagotables posibilidades para el porvenir. 

Así como los hombres somos una continuación levemente alterada del pasado en la tierra y convivimos en el presente con nuestro conjeturable e inconcebible futuro, las formas literarias reeditan viejas destrezas, las comentan y las homenajean o refutan y se heredan y se legan de manera vicaria. El hecho de ser autor no pasa de ser una banalidad, una nadería: “Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”, porque el escritor encarna la vivacidad de un amanuense, no un creador. Sólo se limita a recordar o a soñar, que vienen a ser términos sinónimos; acaso también, y he ahí su mérito, a traducir en palabras las visiones de un mundo inaccesible a los que pueden ver. 

Además, las formas clásicas resultan más eficaces para el proyecto de su “pensativo sentir” que consiste en otorgarle transparencia racional a lo sentido. Los tropos y la imaginería sirven de ornato, de comparación o paradoja, dotando de expansión argumental a la confidencia. Usa el soneto narrativo, tan raro, y el soneto inglés con varias rimas, apto para el pareado final aforístico; el heptasílabo, de larga afinidad con la poesía intelectual; los versos alejandrinos, pero no en la dirección del prodigio sino de la eficacia, de la arquitectura del discurso lógico. Justamente, el milagro está en la gravitatoria necesariedad de la palabra y la imagen. El lenguaje usado como un instrumento para subrayar los efectos queridos. Desdeña la originalidad gratuita y recompone una voz, esa vieja voz compartida, donde su estilo deriva hacia las sorpresas de la inteligencia, no al regodeo de la sensibilidad, ni el estupor de lo diverso y raro o la agresión síquica. 

La elección clásica resulta en un vanguardismo sin escolta, insumiso a los ejercicios castrenses de las escuelas y los preceptos: el escribir para ser percibido, ser entendido. El efecto preciso para el lector, que está contado siempre, una suerte de felicidad, que es la cortesía extrema del escritor. Y acaso sea esta excéntrica condición, la de hacerse creer en la literatura, con una fe extensa, siempre más allá y delante de las modas y los sobresaltos ideológicos, además de administrar como nadie el juego equívoco entre las palabras y las cosas, la que le ha dado un rango impar en la posmodernidad del siglo XX, que paradójicamente profesa la levedad de todo. 


7. 

Del laberinto de pasos que proporciona la obra de Borges, la última fase es ancha y casi ajena, más allá incluso del interés por la literatura, que el escritor soporta de manera mecánica, dado que él mismo es metáfora de la literatura. Con precisa distancia entre el hombre que se acaba y el escritor que respira en su tinta, este Borges final rubrica la doble consistencia de haber vivido en el tiempo: tan palpablemente débil y humano como visiblemente intemporal. Sus libros acaso reiterativos, acaso desparejos, acumulan una libertad de fantasía y un señorío sobre las palabras que, dóciles, van a comer de su mano. Una cierta atmósfera abrumada y paródica rodea las - 29 - inagotables variaciones y la captación de motivos que no evitan el lejano oriente. Aparecen los haiku y las tankas, amén de exploraciones sobre las divinidades del Shinto, monedas e inscripciones grabadas en apropiación de la totalidad. No sin fatigar, reasignando los asuntos que le han sido habituales, el recuerdo por sus amigos o escritores estimados, circunstancias concretas, producto de sueños, debilidades o asombros. Y el imperio de las cosas se hace sentir. 

Borges ha sentido fascinación por las cosas. Son signos. Cada una de ellas puede ser otra y otra. En su caso, una metonimia de la eternidad. Brújulas, mapas, llaves, clepsidras ocupan los poemas de Borges y sus ficciones, con carácter simbólico o emblemático. En cada una se cifra el tiempo corporizado. Los espejos son un temible reflejo de la duplicación pero a la vez de la identidad; los mapas, una efigie del cosmos; la brújula, la búsqueda de un destino; la llave, obsesionada por su única cerradura, el instrumento de lo irrevocable y significativo; las clepsidras, semejantes a la misma arena, al mar, la sensación espantosa de la sucesión y el desangramiento continuo de cualquier vida.

Los cuchillos ocupan un lugar preferencial en la obra de Borges. Cuchillos y variantes: espadas, dagas, facones, fiyingos, etc., son los restos virtuales del coraje, de gente dada a la lucha y al valor, de los que no dependen de otros para trazar su propio destino. Acaso su cuento más bello, “El encuentro”, sea una triste síntesis de que las cosas duran más que la gente, porque concentran de manera especial lo que la vida tiene de eterna, sus rasgos peculiares y análogos para toda humanidad.

Cuerpos, simetrías, formas, los cuchillos son el objeto representativo de los hombres de acción. Los malevos de la primera época, después travestidos en gauchos o en vikingos, o en sus variantes militares de cualquier laya, hacedores de un legado. Ahí parece concentrarse una fuerte admiración de Borges hacia sus mayores, próceres de la patria, que vivieron el instante, entregados al juego arriesgado y hermoso de la vida, tan diferentes del hombre sedentario y perdido en la rigidez de los libros, un abstracto contemplativo, hurgador de un pasado ilusorio. Esta vida de puro presente es la fisonomía de la barbarie. El escritor reniega de su contribución literaria al culto de los héroes, pero el hombre añora, tal vez, una fisonomía diferente cuando confiesa: “he cometido el peor de los pecados… no he sido feliz”. 

Esta fugacidad permanente también encuentra representación en los animales que Borges describe y encomia en sus poesías, siluetas vivas y cambiantes del no pensar. El tigre, el leopardo, la pantera, el león, el búfalo, el coyote: “tuyo es el puro ser, tuyo el arrobo, / nuestra, la torpe vida sucesiva”; el gato: “En otro tiempo estás. Eres el dueño/ de un ámbito cerrado como un sueño”, recorren sus últimas páginas, ejemplares del individuo y la especie, dueños de un éxtasis propio de un sujeto ajeno al verbo que lo describe. Uno el tigre de la jaula, otro el del poema, ambos hechura de palabras, y Borges, invariablemente, buscará al tercer tigre, el que no es verbal. 

Y cada objeto en definitiva funciona como símbolo, un recorte de atributos, una selección de rasgos que lo vuelven universal y arquetípico. Su pluralidad es caos y desorden, la escritura del dios subalterno que redacta en los individuos y las cosas un libro para un demonio. En la obra están sometidos a un orden. El “deber” del poeta consiste en descifrar ese diseño y esas leyes. El mundo con sus seres se vuelve un libro, así como el texto es una versión del universo: “El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer.No hay una cosa / que no sea una letra silenciosa / de la eterna escritura indescifrable / cuyo libro es el tiempo”. 


8. 

La longevidad literaria de Borges no parece vana, antes bien, con la perspectiva del nuevo siglo, una completud. El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975), La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985) aseguran una fisonomía iniciada con timidez en El hacedor, ese libro que reparte aun sin descubrimiento prosa y verso, para después tallarla nítida a partir de Elogio de la sombra. “En estas páginas conviven, creo que sin discordia, las formas de la prosa y del verso”, indica en el gran prólogo del año 69; “prefiero declarar que esas divergencias me parecen accidentales y que desearía que este libro fuera leído como un libro de versos. Un volumen, en sí, no es un hecho estético, es un objeto físico entre otros; el hecho estético sólo puede ocurrir cuando lo escriben o lo leen”. Aquí el poeta culmina y expande un concepto de la forma que evapora los inútiles antagonismos entre verso libre y escandido, las líneas y la prosa. Desde esta mirada, practicar con exclusión los ardores de una poesía amétrica, puede ser una mera ingenuidad, los síntomas de una cabeza rígidamente amorfa; por el contrario, recluirse en el regodeo de un corpus musical, una falacia y una constricción. 

Por eso, quizás la precedencia de Borges en el ámbito de lo posmoderno lo exceda y recorte, aunque pueda parecer justa su vinculación con Beckett y Nabokov, en la hipótesis de Calinescu, por ejemplo. Sin embargo, su sistemática aventura de ideas fuertes sobre la debilidad, su indeclinable conjeturo, luego existo que lo hace aferrarse a la palabra como última ratio, lo conducen a la maestría de la decibilidad. Esa que numerosos jóvenes de hoy recusan por sólo moderna, en la incomodidad y el dilema que propone la agonía de las influencias. 

Como en “La muerte y la brújula”, la variedad de registros genéricos y formales propician la coincidencia con el múltiple lector, cuando el poeta es un guía y tirador certero. Un lúcido “harto de prodigios”, que remonta a otro ciego hacia la eterna fraternidad del lenguaje. Así, las cosas piden su forma y no están sometidas a tal o cual opción dogmática, escritas sólo desde adentro, visitadas, revisitadas, combinadas con el manso dominio de la materia en infinitos asuntos: tal como se construyen los laberintos humanos, y se desandan con la naturalidad, el placer o el desasosiego que exigen. 

Posclásico entonces, aunque engañoso y pícaro como en el juego criollo o apretado y grave en el ajedrez del verso y la dicción inexorables, el escritor va llegando a licuarse en esa suma de sí. Un vacío que es un lleno, un satori, punto que flota en el aire y es el aire, el lugar de una heridora melodía, su poema arreciando con el murmullo de la libertad. Allí donde no queda nada del sujeto, del mutante que arrastra su condición de carne, y sólo hay limbos de voces para nuestro espejo y cifra. 

Como círculos de insondable iniciación, los Borges se van sucediendo e implicando y mientras el sesgo del iluminado se agudiza, también lo hace el juego, esa puesta en paréntesis de los sentidos taxativos, una revisitación constante de temas y ocasiones escritas al pasar. Se desprende de artimañas y teorías, se disuelve prolijamente en un repetirse que es abolición y plenitud. Escribe como si hablara con su viejo yo que lo observa satisfecho, viéndose cada vez más lejos de las cosas, de las ideas mismas, más cerca del centro del universo, que siempre estimó una burla digna de consideración. Más cerca de las palabras, la materia que le fue dada para su duelo añorado, más cerca del olvido deseable. Y al mismo tiempo, en merecida paradoja, en pleno corazón del mito. 

“Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, / convergen los caminos que me han traído / a mi secreto centro. / Esos caminos fueron ecos y pasos, / mujeres, hombres, agonías, resurrecciones, / días y noches, / cada ínfimo instante del ayer / y de los ayeres del mundo, / la firme espada del danés y la luna del persa, / los actos de los muertos, / el compartido amor, las palabras, / Emerson y la nieve y tantas cosas. / Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro, / a mi álgebra y mi clave, / a mi espejo. / Pronto sabré quién soy”. ["Elogio de la sombra"]



Borges como símbolo (Buenos Aires, Audisea & Reflet de Lettres, 2017), conjunto de ensayos borgeanos de Javier Adúriz, Arturo Álvarez Hernández, Franco Bordino, Alejandro Crotto, Nicolás Magaril, Carlos Surghi y Lucrecia Romera publicados en la nueva colección "Cuadernos de Hablar de Poesía"

© 2017, Schiavetta, Bernardo
Coedición a cargo de audisea y Reflet de Lettres

Foto original color: Javier Adúriz (sin atribución) en su sitio oficial



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