Osvaldo Ferrari: Dentro de los clásicos latinos, Borges, usted me decía que no se concibe a Lucrecio, y su De rerum natura, sin la existencia de los filósofos griegos.
Jorge Luis Borges: Sí, es evidente. Ahora, desde luego Lucrecio ha sido, y… deliberadamente, olvidado, yo creo; sí, porque el hecho de cantar el ateísmo, de querer librar a los hombres del terror de otra vida, bueno, no puede merecer la aprobación de los creyentes. Sin embargo, una excepción notoria sería la de Victor Hugo, que en su libro William Shakespeare hace una lista, una especie de catálogo comentado, muy elocuente, de grandes poetas; y ahí Virgilio está excluido, y está incluido Lucrecio. Y curiosamente, ese concepto de la infinitud del mundo, ese concepto de lo infinitamente grande, de lo infinitamente pequeño, que hacía sentir una suerte de vértigo a Pascal, más bien lo entusiasmaba a Lucrecio: la idea de un espacio infinito, de infinitos mundos. Todo eso fue saludado por él con entusiasmo. Yo recuerdo, cuando leí La decadencia de Occidente de Spengler, que él se refiere a la cultura apolínea, a la cultura de la caverna, a la cultura fáustica; y señala como típico de la cultura fáustica ese hecho de, bueno, de entusiasmarse con un mundo infinito, con infinitas posibilidades. Y todo eso estaba ya en Lucrecio, mucho antes de que existiera el autor de Fausto, o de que se pensara en ese espíritu. Pero me parece que los alemanes, cuando escriben… —todo alemán que escribe tiene la obligación de fingir que todo lo que él ha escrito estaba realmente en la obra de Goethe—; entonces, es natural que se llame «fáustica» a esa forma actual de la cultura. Bueno, ahora, Hugo en aquel libro lo incluye a Lucrecio, y cita un verso —no sé si estoy escandiéndolo bien—: «Entonces Venus, en las selvas / unía los cuerpos de los amantes». Y uno nota cómo ambas imágenes se entrelazan y se apoyan también, ¿no?
—Cierto.
—Porque la selva sugiere la idea de árboles uniéndose, y luego, los cuerpos de los amantes también; ya la palabra «selvas» es una palabra entreverada, digamos, ¿no?
—Sí, en cualquier caso, el resultado es perfecto.
—El resultado es perfecto, sí; yo recuerdo que él cita ese verso de Lucrecio. Ahora, yo no sé cómo llegó a crearse la leyenda de que Lucrecio murió loco. Y hay un poema de Tennyson sobre eso, pero posiblemente todo surja de la idea de que alguien que escribió contra los dioses, o contra la religión, tiene que ser castigado. Y se creó esa leyenda.
—Contra Lucrecio.
—Sí, y él escribió aquel gran poema, en el cual sostiene el sistema de Epicuro. Él habla de los átomos y, como dijo Fitzgerald, con los más duros átomos logra hacer poesía. Y es verdad, porque es un poema filosófico, es una exposición del sistema filosófico del materialismo, bueno, según el cual el mundo se debe a un movimiento oblicuo de los átomos. Y él hace un gran poema con eso. Y empieza con un saludo a Venus, que, claro, representa el amor; no es, digamos, simplemente la deidad, sino que se entiende que esa Venus no obedece a una mitología, sino, bueno, al hecho del amor, de la voluntad de proseguir…
—De unión.
—Sí, de multiplicarse, todo eso, sí.
—Ahora, el materialismo de Lucrecio es particular…
—Él cree en el materialismo, digamos, entusiasta; en el sentido de que entusiasmarse quiere decir llenarse de Dios. El materialismo de Lucrecio viene a ser un materialismo entusiasta, un materialismo lleno de Dios; o vendría a ser la idea del panteísmo también. Pero curiosamente hay una línea de Virgilio, en que él se refiere al panteísmo —palabra que no existía, desde luego, ya que esa palabra se creó en Inglaterra después de la muerte de Spinoza—. En aquel verso Virgilio dice: «Omnia sunt plena jovis» (Todas las cosas están llenas de la divinidad). Es la misma idea. Y luego, cuando Lucrecio habla del temor a la muerte —yo recuerdo que él cree en la muerte corporal, y en la muerte del alma también—; entonces, dice que los mortales pueden pensar: «Yo voy a morir y el mundo continuará». Y ahora vuelvo otra vez a Victor Hugo, que lamenta eso precisamente en un poema en que dice: «Yo me iré solo, en medio de la fiesta». Ahora, Lucrecio dice que es verdad; que habrá un tiempo infinito después de la muerte, que uno no estará personalmente allí, pero que, al fin de todo, por qué lamentarnos de ese tiempo infinito, posterior a la muerte, y que no será nuestro; ya que no nos lamentamos del tiempo infinito anterior a nuestra muerte, que no hemos compartido tampoco. Y entonces, él dice: «¿Y dónde estabas tú durante la guerra de Troya?» (ríe). Por lo tanto, si no te importa no haber estado durante la guerra de Troya, qué te importa no estar después en otras guerras, y en otras circunstancias, ¿no?
—Él creía en la eternidad de la materia, eso es lo curioso.
—En la eternidad de la materia, sí.
—A diferencia del idealismo de Virgilio, ese materialismo de Lucrecio era, aunque parezca inconcebible, un materialismo con fe, podríamos decir.
—Un materialismo con fe, sí; pero es que suelen darse esos hechos… Caramba, parece que estamos condenados a hablar de autores argentinos. ¿Por qué condenados?; es natural que hablemos de autores argentinos (ríen ambos): el caso de Almafuerte, por ejemplo, que era un místico sin Dios.
—Ah, tiene razón.
—O el caso de Carlyle, en Inglaterra; también un místico ateo, un místico sin Dios, o, en todo caso, sin un dios personal. De modo que serían dos casos… claro, uno puede ser místico y no creer en la divinidad, o creer, digamos, en una divinidad general del espíritu, una divinidad inmanente en cada hombre, o lo que fuera. Pero no en otro dios, en otro Señor, como en otra persona.
—Sí, en consecuencia Lucrecio proponía vivir la vida de la mejor manera posible, y no hacerse ilusiones más allá de la muerte, como buen seguidor de Epicuro.
—Sí, bueno, es lo que yo he tratado de hacer, pero estoy seguro de haber sido siempre un hombre ético; en todo caso creo… pero es que yo iría más lejos, yo diría que esperar una recompensa o temer un castigo es inmoral. Porque si usted obra bien porque será recompensado, o por el temor de ser castigado, no sé hasta dónde su obrar bien es un obrar bien; no sé hasta dónde es ético. Yo diría que no, que si tememos castigos y esperamos recompensas ya no somos hombres éticos.
—Claro, en ese caso se trata de una eternidad condicionada, de una inmortalidad condicionada, pero…
—Bueno, al hablar de inmortalidad condicionada voy a volver a Goethe. Goethe creía en la inmortalidad del alma, pero no de todas las almas; Goethe creía que hay ciertas almas —entre las cuales quizá incluyera la suya— que eran dignas de perdurar después de la muerte corporal. Pero otras no. Es decir, que según la vida que uno lleva, uno puede merecer ser, bueno, inmortal, o en todo caso, proseguir otra vida después de la muerte; o si no… lo dejan caer a uno. Ahora, qué raro que ese hecho de caer de la vida sea el ideal que la enseñanza del Buda propone, ya que el nirvana es caer de la rueda, de la rueda…
—Kármica de las encamaciones.
—Sí, y la mayor cosa a que el hombre puede aspirar, en todo caso según el «Pequeño vehículo», según el budismo originario, es caer de la rueda, es no reencarnar.
—Claro.
—Y parece que el budismo no exige una aceptación intelectual; no, exige algo que parece mucho más difícil, y es que en el momento que uno muere, uno no desee continuar… que realmente uno haya resuelto no proseguir.
—Implica esa voluntad.
—Sí, es decir, aceptar la muerte, bueno, con hospitalidad, y quizá con alegría también. Es decir, aceptar la muerte.
—Eso ayuda al nirvana, digamos.
—Eso, justamente, parece que lo menos importante del budismo es aceptar intelectualmente la doctrina; el hecho es aceptarla, digamos, íntimamente, esencialmente. Y sin esa aceptación, la otra es inútil: usted puede pensar que es discípulo de Buda, usted puede aceptar todas esas enseñanzas, pero si usted no las incorpora íntimamente, usted está condenado a una reencarnación. De manera que tiene que ser una aceptación plena, total. Y lo otro no tiene mayor importancia.
—Se trata de una aceptación más espiritual que intelectual, digamos.
—Sí, sobre todo espiritual.
—Hay un idealismo contra el que choca Lucrecio, y es precisamente contra el idealismo de Platón…
—Ah, claro, el idealismo de Platón supone las formas universales.
—Sí, y va rebatiendo paso a paso a Platón. Y llega a verse obligado, por ejemplo, a sostener que los sentidos no pueden equivocarse, que los sentidos son infalibles.
—Sí, lo cual es falible, desde luego. Bueno, según la ciencia actual, lo que nosotros percibimos, lo que nuestros sentidos perciben, no tiene absolutamente nada que ver con la realidad. Por ejemplo, nosotros vemos esta mesa, pero esta mesa es realmente un espacio en el cual hay como sistemas de átomos que giran. Es decir, que no tiene nada que ver con la mesa visible, ni con la mesa tangible tampoco. La realidad es algo totalmente distinto de lo que nuestros sentidos nos dan.
—(Ríe). La realidad es invisible.
—Es invisible, y es inaudible (ríe), incomible, intangible…
—Ahora, agregó Lucrecio que el Sol, la Luna y otros astros eran del tamaño con que los vemos desde la Tierra. Y ésta es una falla evidente de esa creencia en la infalibilidad de los sentidos. Él llegaba a creer que si se equivocaban los sentidos, se equivocaba la razón.
—Bueno, por qué no; el hecho de que fuera un gran poeta es indudable, el hecho de que fuera un mal físico es menos importante, ¿no?
—(Ríe). Cierto.
—De modo que él tenía que sostener todo eso… Ahora, claro que para nosotros, a pesar de que tenemos algún conocimiento de la astronomía, el Sol sigue saliendo y sigue poniéndose. Y sabemos que no, sabemos que es la Tierra la que gira, pero para nuestros sentidos es el Sol el que gira. Podemos hablar de salida del sol; del naciente; del poniente; del alba; de la aurora; del ocaso. Y todo eso es fiel a nuestra imaginación. Y lo que creo que Lucrecio refuta, en algunos versos, es esa idea de la historia cíclica; hay una referencia a eso, digo, al tiempo circular…
—Al de los estoicos.
—Sí, claro, él supone que el universo sigue, pero que no está sujeto a la voluntad de nadie, ¿no?; que todo, bueno, sale de ese choque arbitrario de los átomos.
—Por eso decíamos que él creía que la materia era eterna, que va tomando distintas formas a través de las formas que toman los átomos permanentemente.
—Y hasta hace poco se creía en eso; creo que ahora se cree en la entropía. Es decir, se supone que el universo está perdiendo alguna fuerza, y que llegará un momento en que quedará inmóvil, ¿no? De modo que eso vendría a ser lo contrario, o algo distinto de la creencia de él.
—Qué curioso, Borges, que los clásicos latinos nos hayan llevado hasta la entropía.
—Es cierto.
Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen: Retrato de Borges por Jorge Ludueña
En Proa en las letras y en las artes (julio/agosto 1999) Tercera época, n° 42
Imagen: Retrato de Borges por Jorge Ludueña
En Proa en las letras y en las artes (julio/agosto 1999) Tercera época, n° 42
Excelente el post y me ha recordado el valor de Lucrecio, personaje latino si lo hubo, maravilloso, lleno de vida, epicúreo como recuerda Borges, poco amigo del mundo de las ideas de Platón, absolutamente aterrizado en la Tierra, encantado con los placeres de la vida y la materia. Stephen Greenblatt ha escrito un libro en su homenaje, "El giro".
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