[...] En otro nivel de análisis, ubicamos a un Borges que, entre lo visual
del cine y lo visual de la narración literaria, encuentra su propia y
original expresión creativa. David Oubiña se refiere críticamente a
esta relación al señalar que, para Borges, el cine es “una otredad sorprendente
aunque no exenta de vulgaridad, un modelo envidiado y
una influencia endemoniada contra la cual la literatura debe recortar
y redefinir su especificidad” (133-34). Pero si sólo pensáramos en una
“rivalidad” entre el cine y la literatura—una idea que, creemos, no
estuvo presente nunca en Borges— el diálogo entre estas artes quedaría
recortado, se volvería obtuso.
Al contrario, en cuentos como El inmortal, Borges demuestra una
especificidad, sí, pero acompañada de una delectación por narrar, por
contar una historia, por hacernos partícipes de sus causas y consecuencias.
Al igual que el cine, la literatura opera para Borges como un
artefacto cultural que llama al discernimiento y al raciocinio, pero al
mismo tiempo constituye un producto anclado en una tradición clásica.
Una tradición que se genera tanto en Occidente (con la influencia
de los filósofos griegos y pasa por Carlyle, De Quincey, Stevenson,
Chesterton y muchos otros) como en Oriente (un ejemplo es su preferencia
casi obsesiva por Las mil y una noches).
Oubiña cree que Borges aprovecha los recursos del cine, y se
sirve de este arte: “el vínculo se sostiene sobre un gran malentendido,
porque Borges no ve en el cine otra cosa que un avatar de la literatura.
Reinvierte lo que ve en la pantalla (esas “chirolas” de las imágenes)
en la cuenta de los textos” (138). Pero el entusiasmo mostrado en la
descripción y narración de las reseñas demuestra otra intención.
Borges está “en” el cine, disfrutándolo, apasionándose con él,
actuando como uno de esos tempranos espectadores atentos a los
nuevos hallazgos del cinematógrafo, a un arte que con la incorporación
del sonido ha ampliado sus posibilidades expresivas. Borges sabe que el
cine puede avanzar más rápido pero nunca más allá que la literatura. El
cine aún es muy joven y apenas está ensayando o incorporando algunas
intenciones, quizá ciertas excentricidades. Oubiña dice que Borges
tiene un estrecho marco de intereses, todos sujetos o dependientes de la
literatura y “ve los films sub especie literaria” (138).
En los tiempos de globalización y posneoliberalismo que nos
ha tocado afrontar, y en los cuales el capitalismo tardío —según el
concepto de Fredric Jameson— ha alcanzado su etapa más elaborada,
cabría preguntarse si el cine, ahora mismo, no está cumpliendo la función
que la literatura tenía durante el siglo XIX, las primeras décadas
del siglo veinte o, por ejemplo, durante el esplendor del boom. La
última narrativa latinoamericana, sus éxitos, sus crisis y desencuentros,
como parte de un sistema más abarcador y global (pero no a la
manera exclusivista, homogeneizadora y europea que plantea Pascale
Casanova en The World Republic of Letters) ha desembocado, como
otras literaturas nacionales y continentales, en un producto más específico
pero no necesariamente masivo ni mayoritario, que crea desde
una elite, un “gusto”, no necesariamente “popular”. El rol de los
medios masivos de comunicación, encuentra su raíz en el desarrollo de
la imprenta, a la cual un pensador como Benedict Anderson atribuye
un papel determinante en la formación de identidades nacionales o
“comunidades imaginadas”, y con el transcurso de los años se amplía
y expresa en la radio, la televisión y, para el caso que nos interesa, en
el cine, que vislumbra —según creo— un amplio espectro de receptores
y consumidores pero al mismo tiempo limita el espacio, con todo más
breve y a veces más valioso, de la literatura. Una pregunta válida es si
el cine al final, como una técnica que depende de la ilusión audiovisual,
no es sino otra forma, más avanzada y posmoderna de literatura.
Otro aspecto de esta permanente retroalimentación, a la que también
podríamos llamar un “pacto” —la relación que se genera entre
el espectador fiel y el cine incluso como un fetiche— es la forma en
que Borges adecua, cada vez más a su propia manera de entender sus
aproximaciones narrativas, la forma en que el cine cuenta historias.
Cozarinsky fue el primero en advertir cómo Borges asumía el hecho
cinematográfico en la construcción de sus narraciones a partir del prólogo que el narrador argentino escribe para la primera edición de
Historia universal de la infamia. En éste señala:
Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a 1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson, Chesterton y aun de los primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego. Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Borges, Historia 7)
En la especificidad del procedimiento encontramos la clave de la
organización narrativa de las ficciones de este libro. Como en el cine,
que conoce muy bien y que ve con el detalle de un analista, Borges
captura el poder de síntesis. El diseño de las “escenas” es un punto
básico. Apenas la mención de un elemento, un adjetivo, una breve descripción.
Elegir una situación supone adaptarla. Borges, ahora con la
influencia admitida del cine, se preocupa —se esmera— por narrarnos
episodios concretos, casi matemáticos.
En “El espantoso redentor Lazarus Morell”, cuyas fuentes son
un relato de Mark Twain y una biografía sobre este autor norteamericano,
Borges va paso a paso, definiendo las “escenas”, a las que
titula, sucesivamente: “la causa remota”, “el lugar”, “los hombres”,
“el método”, “la libertad final” y “la catástrofe”. Como puede advertirse,
todos los elementos de la historia —su disposición exacta—,
están concebidos a la manera de un argumento cinematográfico. Este
argumento entonces, debe mostrarse, visualizarse. El procedimiento se
apoya, unas veces, en la enumeración, como en el primer párrafo, del
cual citamos un extracto y que le va a dar sentido al resto del relato:
“A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos:
los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor oriental
D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D.
Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln...” (Borges,
“El espantoso redentor” 17-18).
Cada elemento enumerado va a suponer una imagen que conduce
a otra historia, siempre conectada pero a veces lejana. La enumeración
llama a las imágenes, y estas constituyen una evocación permanente.
Borges traza y teje así las redes de otro mundo, paralelo e infinito,
de enorme potencia cinética, en el cual la memoria y el sentido de lo
lúdico juegan un rol expresamente estético pero también filosófico.
En este cuento las descripciones del Mississippi, de sus límites —esos
límites reales y artificiales que los hombres cruzan— así como la presencia
de Morell son dignas, ellas también, de un argumento fílmico. Es más, siempre en relación con la imagen, el narrador nos dice: “Los
daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas
no son auténticos” (Borges, “El espantoso redentor” 21).
Borges está, también en la literatura, o desde la literatura,
hablando de la fidelidad de la imagen. Si ésta es fiel a sí misma en los
filmes que comenta, quizá en otros contextos —el de la “realidad”
de este cuento, por ejemplo— quizá no lo sea. El momento previo al
final del relato que lleva el subtítulo de “la catástrofe”, sugiere asimismo
una dirección bastante gráfica. El narrador opera a la manera
del objetivo de una cámara, buscando realismo, veracidad, fijándose
en los detalles, asegurando la posteridad desde el registro exacto del
instante, “Morell estuvo escondido ese tiempo en una casa antigua, de
patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse. Parece que se
alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones
oscuras, fumando pensativos cigarros” (Borges, “El espantoso
redentor” 27).
El regocijo por el detalle en la descripción, a la manera de una
película compuesta, una y otra vez, de planos específicos de un elemento,
asegura la solidez del relato, busca respaldar una requerida
verosimilitud. Borges trabaja las “imágenes” como si él mismo fuera el
director de fotografía de una película: los patios, como se comprueba,
tienen “enredaderas y estatuas”, el hombre recorre “descalzo” las
“grandes habitaciones oscuras”.
Cada palabra remite a una toma, a un detalle de la cámara, a un
esfuerzo por fijarse en lo más mínimo, a hacer de la palabra —de la
verbalización y la descripción— un hecho que viene y “va” hacia otro
lenguaje, el del cine. La trama, así, se convierte, en esta sucesión de
detalles, como en von Sternberg, en una pequeña “novela realista”.
Borges descubre e impone un estilo. El lenguaje cinematográfico, del
cual también participan esos experimentos con el montaje a la manera
de un Eiseinstein, halla en Borges a un aplicado precursor, que se sirve
de la imagen en tanto propósito descriptivo y también discursivo.
Los momentos previos al final del cuento son, asimismo, deudores
de esa naciente tradición cinematográfica que Borges no duda en
admirar. Si en 1941 va a llamar a Citizen Kane un filme “abrumador”,
en “El espantoso redentor Lazarus Morell” certificamos que todo el
cine que Borges conoce y consume es para él de alguna forma igualmente
abrumador, un espectáculo que le resulta insólito y enajenante
desde su extrañeza, donde halla cada vez con más frecuencia los
recursos necesarios para su propia expresión.
Si el cine representa para Borges un aporte múltiple e indispensable,
la literatura ha jugado en su obra un rol aún más determinante.
Incluso en el terreno de lo visual, la influencia proviene sí, del cine,
pero también —y antes— de la literatura, como lo ha demostrado
Daniel Balderston al recordar la relación entre Stevenson y Borges,
quien consideraba a aquel su autor favorito: “Borges se refiere
especialmente al uso de imágenes visuales para fijar episodios clave
en la memoria del lector” (Balderston 45). Imagen, visión, memoria,
recuerdo, todos son elementos de un mismo sistema.
David Oubiña recuerda una cita en el diario de Bioy Casares en
lo que para el crítico significa un hecho decisivo en más de un sentido:
“Borges fue al cinematógrafo y casi no vio nada” (Bioy 112). Para
Oubiña esta información no tiene que ver sólo con las consecuencias
del desprendimiento de retina que había sufrido el autor poco tiempo
atrás sino con el cine que no verá en el futuro.
Lo que Borges se “perderá” del cine representa una ausencia que
lo limitaría como crítico: esto es el neorrealismo italiano, la Nueva
Ola francesa, ya no digamos el cine independiente norteamericano que
comienza a gestarse en la década de 1960, en protesta por la guerra
de Vietnam y en medio de la contracultura hippie. Pero ese no es
un hecho decisivo, como no lo es tampoco (y en el que sin embargo
Oubiña insiste en un afán de “evaluar” el poco conocimiento de un
cine “refinado” en Borges) el hecho de haber trabajado con Ulises Petit
de Murat quien fuera, en los años 30 y 40
probablemente el más reconocido adaptador del cine argentino, lo cual —para Bioy— significa: un divulgador encargado de convertir clásicos literarios como Martín Fierro, El santo de la espada o La guerra gaucha en éxitos populares, un mediador que acerca la literatura a las masas pero cuyo prestigio de segunda mano está destinado al medio pelo. (Oubiña 143)
La pregunta, válida y necesaria, es si este “acercar la literatura a las
masas” tiene un modelo ideal, o, dicho de otro modo, si todo acercamiento,
toda adaptación-interpretación literaria a la pantalla no es por
lo general una “traición al texto” en la medida que significa traducir
de un lenguaje a otro. A Borges no se le puede juzgar sólo por su asociación
con Petit de Murat, sino a partir de sus propias convicciones
cinéfilas. Lo demás, son hechos circunstanciales.
Balderston revela, por otra parte, que ya antes de Historia universal
de la infamia, Borges escribe un ensayo sobre el uso de imágenes
visuales, durante su periodo ultraísta. Parte de este texto dice:
Nuestra memoria es, principalmente, visual y secundariamente auditiva. De la serie de estados que eslabonan lo que denominamos conciencia, sólo perduran los que son traducibles en términos de visualización o de audición... Ni lo muscular ni lo olfatorio ni lo gustable, hallan cabida en el recuerdo, y el pasado se reduce, pues, a un montón de visiones barajadas y a una pluralidad de voces. Entre éstas tienen más persistencia las primeras, y si queremos retrotraernos a los momentos iniciales de nuestra infancia, constataremos que únicamente recuperamos unos cuantos recuerdos de índole visual...(citado en Balderston 56)
A propósito del quehacer ficcional borgiano, Balderston señala que
“la palabra escrita seduce al lector con imágenes visuales que, aunque
enteramente imaginarias, son irresistibles” (57). Asimismo, al referirse
a pasajes de “La muerte y la brújula” y “El Sur”, el propio Balderston
anota:
En estas y otras descripciones similares, las series de verbos en pretérito perfecto hacen que las visiones sean nítidas pero consecutivas: momentos relampagueantes que parecen casi simultáneos por yuxtaposición pero que son consecutivos debido al tiempo del verbo. La obvia analogía es con el montaje cinematográfico rápido de Eisenstein y Sternberg. Esta analogía está confirmada por la insistencia en que el observador se parece al “ojo de una cámara”: es estático, receptivo, no parpadea. (60)
Habría que añadir, sobre este punto, el uso del “flashback” en distintas
“escenas” de la obra de Borges. Estas son narradas en pretérito
y, a partir de allí, remiten a lo que podríamos llamar un “pasado
dentro del pasado”. El “salto hacia atrás” intenta ubicar instantes
precisos y quizá definitivos en el relato, reactualizando permanentemente
la acción a través del “relampagueante” y fugaz recuerdo de
un personaje. Estamos hablando de un procedimiento eminentemente
cinematográfico, que, bien utilizado, cautiva y sorprende. Por ejemplo,
contada en retrospectiva, la visión de El Aleph, provoca en Borges un
éxtasis visual incomparable, inédito:
Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa de Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré. . . (Borges, “El Aleph” 170)
La acumulación y superposición de elementos, y por lo tanto de conceptos,
llama a una mirada panorámica que, al mismo tiempo, busca
la especificidad, el mínimo detalle. Como el objetivo de la cámara
que registra acaso fríamente los hechos de la “realidad”, la visión de
Borges en “El Aleph” connota una seducción cinética, que tiene de
ilusión y onirismo, pero que es asimismo una contemplación extática
similar a la de una gran película, sólo que esta vez la película significa,
contiene y es el infinito.
Refiriéndose a Stevenson y a Borges, a la influencia de uno sobre
otro, y a su gusto por lo visual, Balderston recuerda que “en vez
de describir lenta y cuidadosamente una escena, ambos escritores
prefieren ponerla en movimiento prestando atención al contraste,
iluminando detalles visuales brillantes (y fácilmente imaginables por
el hecho de ser escasos) y gestos melodramáticos” (61).
“Movimiento”, “contraste” e “iluminación” resultan así elementos
básicamente cinematográficos. A propósito de la crítica a Citizen
Kane hablamos de la idea de desplazamiento que cautiva a Borges
en el sentido de progreso de la acción (narrativa) como del avance
o deterioro moral de una vida. El movimiento plantea el ser de la
acción en sí mismo. “Contraste” no sólo es poner en contradicción
dos elementos, dos personajes, o dos situaciones, es llenar el encuadre
de color, o de blanco y negro, y calcular sus grados, sus niveles
de intensidad, de saturación. La iluminación apunta a “esclarecer”
los aspectos más recónditos. La terminología usada por Balderston
contribuye a estrechar el vínculo de las narraciones borgianas con su
sentido cinematográfico.
Si pensamos en cineastas marcadamente “visuales” como Dreyer,
Bresson, Visconti, Godard o más recientemente Scorsese e incluso
Tarantino, comprobaremos cómo la energía de una obra artística
se manifiesta en toda su dimensión, a partir de una imaginería muy
concentrada y pensada en la delectación del espectador, una noción
vinculada a otros elementos del sistema de gestación y producción
artística e industrial del cine: el guión, los personajes, la música incidental... el público a quien, específicamente, se dirige esta película.
Como ya hemos advertido en segmentos de “El espantoso redentor
Lazarus Morell”, en un pasaje de “El milagro secreto”, de acuerdo
a la misma interpretación, Borges acude a “iluminar” los detalles:
El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau... (Borges, “El milagro secreto” 145)
La escena está colmada de cualidades cinematográficas. Nuevamente
se pone en marcha el operativo de una perfecta secuencialidad y la
presencia de la mirada se vuelve central, dinamizando la acción: los
hechos que transcurren, incesantes; el sargento que “mira” el reloj,
el cual incluso podemos ver “en detalle”, marcando una hora exacta.
A su vez Hladík “ve” los ojos de los soldados. Cuando enciende el
cigarro “ve” que le tiemblan las manos. Finalmente acude a su propia
memoria, que es otra forma de visualizar, para recordar a la mujer.
Borges es consciente de este arduo y complejo proceso de composición
que, nuevamente, poniéndolo en paralelo y en diálogo con el lenguaje
cinematográfico, adquiere un carácter de ritual. Una cámara que se
acerca, inquietante y curiosa, a los rostros de los personajes, tratando
de descubrir en su mirada, o en sus gestos a veces inciertos, lo que
están pensando.
La cámara —la pluma y la mente creativa de Borges— no sólo trata
de fijar sino busca eternizar, dejar huella. El proceso se consolida y
se hace aún más complejo cuando se extiende en otras direcciones.
Con los detalles, por ejemplo, que reflejan movimientos aun mínimos,
como el hecho de que el sargento le ofrezca a Hladík un cigarrillo y
que este lo encienda: esos actos nos dan incluso una idea de color y
olor, de una íntima, casi secreta sensibilidad, y luego ese retorno a
las miradas, y al final ese extravío en la conciencia íntima que es el
recuerdo.
Y si, como hemos sostenido hasta aquí, la febril actividad literaria
de Borges es indesligable de una marcada influencia del cine, el
diario de Adolfo Bioy Casares registra algunos momentos concretos
de esta relación. Por ejemplo, la primera alusión al cine, está fechada
del viernes 10 al sábado 25 de febrero de 1950: “Hasta el domingo
trabajamos en el resumen del argumento para un film, El paraíso de
los creyentes (que habíamos comenzado en Buenos Aires, uno o dos
años antes) (Bioy 47). El trabajo en el “argumento”, ya mencionado
al principio de este ensayo, revela, de nuevo, que Borges sí está comprometido
con el cine. Más allá de ser el espectador activo, que vuelca
sus opiniones en puntuales reseñas, busca adentrarse en un sistema
de producción, en involucrarse en el “misterio” de las películas. Para
ello, la mejor fórmula que encuentra es escribir una historia propia,
en colaboración con su mejor amigo.
El 18 de junio de 1958 Bioy anota una observación de Borges que
nos muestra al escritor hablando de las posibilidades de una “puesta
en escena”, para usar el término acuñado por el crítico André Bazin,
donde problematiza las limitaciones estéticas de un filme, cuyo argumento
lo molesta:
Hablamos de un film. De los Apeninos a los Andes, que hacen italianos y argentinos, en el que trabaja Laura Saniez. Trata de un chico, que viene de Italia buscando a su madre. Laura refiere que la busca lleva al chico hasta las cataratas del Iguazú; hasta una procesión, en Jujuy, de la Virgen de Tilcara; hasta una cacería del cóndor en los Andes. Borges observa después: “Ese director debe de ser un bruto. Si aprovecha la busca del chico para mostrar lugares atrayentes para el turismo, el argumento se va al demonio. . . Ya no importa el chico, ni hay ansiedad porque encuentre a su madre. Además, ¿por qué la cacería del cóndor va a ser estéticamente interesante? (Bioy 456)
Como último ejemplo, y como anticipo a lo que diremos en las
siguientes líneas, tomamos otra anotación registrada por Bioy en
la que Borges discute la calidad de un filme de suspenso y ensaya
explicaciones:
Me cuenta que anoche vieron con Mariana Grondona un thriller francés. BORGES: “A uno lo dejan engañarse solo. Nadie dice mentiras. Tomás las cosas for granted y al final recibís una gran sorpresa. Es verdad que Mariana me dijo que ella sospechó desde el principio. Es claro que dijo esto ex post facto. La gente no quiere ser engañada. Sin embargo no van a ver un thriller con otro propósito”. (Bioy 1132)
En esta cita advertimos varios temas: el permanente escepticismo de
Borges, su discusión del cine ya no como mera ilusión y entretenimiento
sino como un trucaje. Y el hecho, omnipresente, de que el cine
atraiga a la gente, de cualquier modo.
Obras citadas
Anderson, Benedict. Imagined communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London & New York: Verso, 1991.
Balderston, Daniel. El precursor velado: R. L. Stevenson en la obra de Borges. Eduardo Paz Leston, trad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1985. Véase Introducción.
Bioy Casares, Adolfo. Borges. Daniel Martino, ed. Barcelona: Destino, 2006.
Borges, Jorge Luis. “Prólogo a la primera edición”. Historia universal de la
infamia. 7-8.
———. “El espantoso redentor Lazarus Morell”. Historia universal de la
infamia. 17-29.
———. “El inmortal”. El Aleph. 7-28.
———. “El Aleph”. El Aleph. 155-74.
———. “El milagro secreto”. Ficciones. 139-47.
———. “El jardín de senderos que se bifurcan”. Ficciones. 84-97.
———. El Aleph.1949. Buenos Aires & Madrid: Emecé & Alianza Editorial,
1985.
———. Ficciones.1944. Bogotá: La Oveja Negra, 1984.
———. Historia universal de la infamia. 1954. Buenos Aires & Madrid:
Emecé & Alianza Editorial, 1991.
Casanova, Pascale. The World Republic of Letters. Cambridge: Harvard UP,
2004.
Cozarinsky, Edgardo. Borges y el cine. Buenos Aires: Sur, 1974.
Jameson, Fredric. Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism.
Durham: Duke UP, 1991.
Oubiña, David. “El espectador corto de vista: Borges y el cine”. Variaciones
Borges 24 (2007): 133-52.
Véase del mismo autor y obra: «El jardín de senderos que se bifurcan». Modelo para un filme
En Borges y el cine: imaginería visual y estrategia creativa
Zavaleta Balarezo, Jorge, University of Pittsburgh, 2010