[I]
La palabra eternidad tenía para Borges el prestigio de las cosas que a uno «se le hace cuento que empezaron». Sin embargo, como título del célebre poema, prefiere al mito, más cerca de la inmortalidad, del inicio lejano de la vida, aunque sin final previsto. Eviterna. O tal vez, para no alejarse demasiado de su querida ciudad. De ahí que reafirmara a mítica la «Fundación mitológica de Buenos Aires». Así la sentía más propia. («La manzana pareja que persiste en mi barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga»). Al cabo, la eternidad es una vaga flor intelectual cuyo perfume hay que pensarlo, y la inmortalidad ya es una angustia de nuestra piel, de los que morimos.
La diferencia está en el tiempo. Que no es poca. El tiempo se mide con la vida del hombre, con las fechas que marchitan su biografía perecedera y con leyendas que conforman las sombras de su pasado y se proyectan al futuro lejano. Exageración del tiempo llamada inmortalidad. Mito al revés; desmesura de la esperanza. Fatiga, el término es borgeano, que alisa la frescura de los días cotidianos en tediosa rutina familiar, donde el todo es igual al cero, por cuanto, «en un plazo infinito, le ocurren a todo hombre todas las cosas». Y concluye, «ser todo es lo mismo que no ser».
Asiduo lector de Homero, resume en «El inmortal» la empecinada trayectoria del genial poeta a través de ásperos siglos, ciudades, culturas, guerras, traductores artesanales, críticos vanidosos y profesores apresurados; a más de haber padecido a los «teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo» y otros avatares troyanos. Al final del cuento, Homero, cansado, se acerca a un árbol espinoso que le provoca una lenta gota de sangre, con mayor eficacia que la flecha cretense que lo rozara cuando buscaba la mítica Ciudad de los Inmortales. Entonces descubre con alegría que es mortal, que la muerte es el descanso buscado. Ya no tendrá que ser aeda oficioso de palacios efímeros, simular ceguera compasiva, ni alternar con multitudes callejeras. Ahora está pleno, con la plenitud absoluta del vacío.
Que 2800 años no son nada, puede ser una frase tranquilizadora para un viajero de vuelta a casa, pero no para el que sigue alejándose. «Dilatar la vida de un hombre es dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes», completaría Borges como sutil justificación. Palabras; palabras que parecen sospechosas de travieso guiño minimizador de la estima homérica, cuando en verdad se trata de una recurrente ironía borgeana, clave de su literatura. Ironía, pince-sans-rire le gustaba llamarla, para enfatizar de lo vano que sería matar a un poeta, porque la poesía es un resplandor sin límites terrenales. Como la emoción, como el sentimiento, como la belleza. ¿Acaso El hacedor no es un homenaje a la condición que en todos los idiomas inmortaliza a Homero? «El rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando cóncavamente en la memoria humana», completará.
II
Continuando con la inmortalidad ajena, Borges «mata» a Martín Fierro en su cuento «El fin». Tranquilamente, como quien entretiene el ancho aburrimiento de la tarde pampeana con un bordoneo de guitarras pendencieras. Con esta folclórica ejecución une -¿sin querer?- a los dos grandes poetas que Lugones había señalado en El payador y en Los estudios helénicos como los épicos mayores de la historia literaria. Opinión que Borges comparte con la dedicatoria a Lugones de El hacedor. Los bordes de la admiración tienen simetría en los bordes de la realidad. Homero y Hernández, la Ilíada y Martín Fierro, punta y cabo. Comienzo de la cultura occidental y prestigio de la nuestra.
Al término de la Segunda Parte, Hernández despide a sus personajes en la soledad de la pampa, convertida ahora en la verdadera protagonista del poema. Dominante en su redonda perfección. Única. Sol horizontal. Fierro, sus hijos y el hijo de Cruz, deciden cambiar sus nombres y se alejan cada uno por rumbos diferentes, sin rostro ni pasado. Como pueblo en busca de su destino, pueblo que ahora somos nosotros, para que habitemos la Tercera Parte premonizada en los versos finales («mi obra he de continuar / hasta dársela concluida»). Metáfora que nos deja como legado, por ser los destinatarios naturales del mensaje.
Borges corrige el destino de Fierro y lo baja hasta la vieja pulpería donde se realizara aquel cosmogónico contrapunto con el hermano del negro muerto en el desgraciado duelo, del que se arrepintiera más tarde. En aquel antológico encuentro nada quedó en pie. Truenos, lluvias, volcanes; canto del cielo, de la tierra, del mar. Tiempo, medida, peso y cantidad.
Ahora, en el crepúsculo de este costado del cielo, se cruzaron las dagas animosas del hermano del muerto y la de Fierro, que ya cansado de caminos, de explicaciones y de penurias, se movía con lentitud. Con los años la sangre avanza a trancos cortos. La tarde caía despaciosamente como si quisiera demorar el final. La suerte de Fierro anocheció hasta quedar en completa sombra. Literariamente. Sólo literariamente; Martín Fierro es un personaje poético y nunca muere un héroe literario en manos extrañas. Su inmortalidad se mantiene intacta; solamente lo puede matar su creador. Y los personajes lo saben.
III
Le contaba Borges a Jean de Milleret (Entretiens) que en ocasión de acudir a un encuentro, en su casa, con una señorita invitada, preocupado por su retraso, y como el ascensor estaba descompuesto, trepó rápidamente por la escalera. En el camino tropezó con una ventana mal cerrada y se golpeó fuertemente la frente. La herida fue muy peligrosa y tuvieron que internarlo de inmediato por temor a una septicemia. Permaneció internado varios días, con mucha fiebre y horribles pesadillas, agravadas con insomnios muy dolorosos. Esto fue, agregó Borges, el origen de «El Sur».
En este hermoso cuento, Juan Dahlmann (Borges) viaja a una estancia del Sur para convalecer de una operación consecuente de un accidente evocador del verdadero. Dahlmann (Borges) es un hombre introvertido, lector de Las Mil y Una Noches y con «el hábito de estrofas del Martín Fierro». El viaje en tren lo reencuentra consigo y disfruta de la tranquila monotonía del paisaje sureño, recordando antiguas alegrías. Al llegar, hace tiempo en un almacén local hasta que le preparen la jardinera que lo llevará a su residencia. Sin que nadie lo previera es provocado por un matón lugareño que lo insulta y desafía a un duelo cuchillero, pero dada su debilidad y su estado post-operatorio resuelve no hacer caso y salir del lugar. En tanto, alguien le alcanza una daga. El patrón, queriéndolo ayudar, le dice «señor Dahlmann (Borges) no haga caso a ese provocador». Al ser reconocido por su nombre, Dahlmann (Borges) sabe que ya no es nadie, que no puede eludir la pelea. Acepta el desafío desventajoso y cobarde, y sale a la llanura.
La llanura bonaerense, escenario de esa muerte supuesta, es tan lisa como la eternidad. Transparente y abierta como el viento. Aquí las palabras vuelven a encontrarse. Eterno es el tiempo inmóvil, es decir cuando no es tiempo, porque la esencia del tiempo es su latido. La inmortalidad sería apenas simulacro de perduración futura donde los rumbos semánticos se demoran para compartir el prestigio de continuidad vital. La inmortalidad es el instinto del alma; la eternidad, la fe en ese instinto. Abstracción de la esperanza. Por ello, en estas páginas que recuerdan las tres inmortalidades de Jorge Luis Borges, se nos hace cuento que ya no esté con nosotros; lo juzgamos «tan eterno como el agua y el aire».
En Homenaje a Jorge Luis Borges
Anejo I del Boletín de la Academia Argentina de Letras
Buenos Aires, 1999
Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Foto: José Edmundo Clemente y Jorge Luis Borges en el despacho de la Biblioteca Nacional