A la gente le repugna ver un anciano, un enfermo o un muerto, y sin embargo está sometida a la muerte, a las enfermedades y a la vejez; el Buddha declaró que esta reflexión lo indujo a abandonar su casa y sus padres y a vestir la ropa amarilla de los ascetas. El testimonio consta en uno de los libros del canon; otro registra la parábola de los cinco mensajeros secretos que envían los dioses; son un párvulo, un anciano encorvado, un tullido, un criminal en los tormentos y un muerto, y avisan que nuestro destino es nacer, caducar, enfermar, sufrir justo castigo y morir. El Juez de las Sombras (en las mitologías del Indostán, Yama desempeña ese cargo, porque fue el primer hombre que murió) pregunta al pecador si no ha visto a los mensajeros; éste admite que sí, pero no ha descifrado su aviso; los esbirros lo encierran en una casa que está llena de fuego. Acaso el Buddha no inventó esta amenazadora parábola; bástenos saber que la dijo (Majjhima nikaya, 130) y que no la vinculó nunca, tal vez, a su propia vida.
La realidad puede ser demasiado compleja para la transmisión oral; la leyenda la recrea de una manera que sólo accidentalmente es falsa y que le permite andar por el mundo, de boca en boca. En la parábola y en la declaración figuran un hombre viejo, un hombre enfermo y un hombre muerto; el tiempo hizo de los dos textos uno y forjó, confundiéndolos, otra historia.
Siddhartha, el Bodhisattva, el pre-Buddha, es hijo de un gran rey, Suddhodana, de la estirpe del sol. La noche de su concepción, la madre sueña que en su lado derecho entra un elefante, del color de la nieve y con seis colmillos. Los adivinos interpretan que su hijo reinará sobre el mundo o hará girar la rueda de la doctrina y enseñará a los hombres cómo librarse de la vida y la muerte. El rey prefiere que Siddhartha logre grandeza temporal y no eterna, y lo recluye en un palacio, del que han sido apartadas todas las cosas que pueden revelarle que es corruptible. Veintinueve años de ilusoria felicidad transcurren así, dedicados al goce de los sentidos, pero Siddhartha, una mañana, sale en su coche y ve con estupor a un hombre encorvado, «cuyo pelo no es como el de los otros, cuyo cuerpo no es como el de los otros», que se apoya en un bastón para caminar y cuya carne tiembla. Pregunta qué hombre es ése; el cochero explica que es un anciano y que todos los hombres de la tierra serán como él. Siddhartha, inquieto, da orden de volver inmediatamente pero en otra salida ve a un hombre que devora la fiebre, lleno de lepra y de úlceras; el cochero explica que es un enfermo y que nadie está exento de ese peligro. En otra salida ve a un hombre que llevan en un féretro, ese hombre inmóvil es un muerto, le explican, y morir es la ley de todo el que nace. En otra salida, la última, ve a un monje de las órdenes mendicantes que no desea ni morir ni vivir. La paz está en su cara; Siddhartha ha encontrado el camino.
Hardy (Der Buddhismus nach älteren Pali-Werken) alabó el colorido de esta leyenda; un indólogo contemporáneo, A. Foucher, cuyo tono de burla no siempre es inteligente o urbano, escribe que, admitida la ignorancia previa del Bodhisattva, la historia no carece de gradación dramática ni de valor filosófico. A principios del siglo V de nuestra era, el monje Fa-Hien peregrinó a los reinos del Indostán en busca de libros sagrados y vio las ruinas de la ciudad de Kapilavastu y cuatro imágenes que Asoka erigió, al norte, al sur, al este y al oeste de las murallas, para conmemorar los encuentros. A principios del siglo VII un monje cristiano redactó la novela que se titula Barlaam y Josafat; Josafat (Josafat, Bodhisattva) es hijo de un rey de la India; los astrólogos predicen que reinará sobre un reino mayor, que es el de la Gloria; el rey lo encierra en un palacio, pero Josafat descubre la infortunada condición de los hombres bajo las especies de un ciego, de un leproso y de un moribundo y es convertido, finalmente, a la fe por el ermitaño Barlaam. Esta versión cristiana de la leyenda fue traducida a muchos idiomas, incluso el holandés y el latín; a instancia de Hákon Hákonarson, se produjo en Islandia, a mediados del siglo XIII, una Barlaams saga. El cardenal César Baronio incluyó a Josafat en su revisión (1585-1590) del Martirologio romano; en 1615, Diego de Couto denunció, en su continuación de las Décadas, las analogías de la fingida fábula indiana con la verdadera y piadosa historia de San Josafat. Todo esto y mucho más hallará el lector en el primer volumen de Orígenes de la novela de Menéndez y Pelayo.
La leyenda que en tierras occidentales determinó que el Buddha fuera canonizado por Roma tenía, sin embargo, un defecto: los encuentros que postula son eficaces pero también son increíbles. Cuatro salidas de Siddhartha y cuatro figuras didácticas no condicen con los hábitos del azar. Menos atentos a lo estético que a la conversión de la gente, los doctores quisieron justificar esta anomalía; Koeppen (Die Religión des Buddha, I, 82) anota que en la última forma de la leyenda, el leproso, el muerto y el monje son simulacros que las divinidades producen para instruir a Siddhartha. Así, en el tercer libro de la epopeya sánscrita Buddhacarita, se dice que los dioses crearon a un muerto y que ningún hombre lo vio mientras lo llevaban, fuera del cochero y del príncipe. En una biografía legendaria del siglo XVI, las cuatro apariciones son cuatro metamorfosis de un dios (Wieger, Vies chinoises du Bouddha, 37-41). Más lejos había ido el Lalitavistara. De esa compilación de prosa y de verso, escrita en un sánscrito impuro, es costumbre hablar con alguna sorna; en sus páginas la historia del Redentor se infla hasta la opresión y hasta el vértigo. El Buddha, a quien rodean doce mil monjes y treinta y dos mil Bodhisattvas, revela el texto de la obra a los dioses; desde el cuarto cielo fijó el período, el continente, el reino y la casta en que renacería para morir por última vez; ochenta mil timbales acompañan las palabras de su discurso y en el cuerpo de su madre hay la fuerza de diez mil elefantes. El Buddha, en el extraño poema, dirige cada etapa de su destino; hace que las divinidades proyecten las cuatro figuras simbólicas y, cuando interroga al cochero, ya sabe quiénes son y qué significan. Foucher ve en este rasgo un mero servilismo de los autores, que no pueden tolerar que el Buddha no sepa lo que sabe un sirviente; el enigma merece, a mi entender, otra solución. El Buddha crea las imágenes y luego inquiere de un tercero el sentido que encierran. Teológicamente cabría tal vez contestar: el libro es de la escuela del Mahayana, que enseña que el Buddha temporal es emanación o reflejo de un Buddha eterno; el del cielo ordena las cosas, el de la tierra las padece o las ejecuta. (Nuestro siglo, con otra mitología o vocabulario, habla de lo inconsciente.) La humanidad del Hijo, segunda persona de Dios, pudo gritar desde la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?; la del Buddha, análogamente, pudo espantarse de las formas que había creado su propia divinidad… Para desatar el problema, no son indispensables, por lo demás, tales sutilezas dogmáticas, basta recordar que todas las religiones del Indostán y en particular el budismo enseñan que el mundo es ilusorio. Minuciosa relación del juego (de un Buddha) quiere decir Lalitavistara, según Winternitz; un juego o un sueño es, para el Mahayana, la vida del Buddha sobre la tierra, que es otro sueño. Siddhartha elige su nación y sus padres. Siddhartha labra cuatro formas que lo colmarán de estupor, Siddhartha ordena que otra forma declare el sentido de las primeras; todo ello es razonable si lo pensamos un sueño de Siddhartha. Mejor aún si lo pensamos un sueño en el que figura Siddhartha (como figuran el leproso y el monje) y que nadie sueña, porque a los ojos del budismo del Norte el mundo y los prosélitos y el Nirvana y la rueda de las transmigraciones y el Buddha son igualmente irreales. Nadie se apaga en el Nirvana, leemos en un tratado famoso, porque la extinción de innumerables seres en el Nirvana es como la desaparición de una fantasmagoría que un hechicero en una encrucijada crea por artes mágicas, y en otro lugar está escrito que lodo es mera vacuidad, mero nombre, y también el libro que lo declara y el hombre que lo lee. Paradójicamente, los excesos numéricos del poema quitan, no agregan, realidad; doce mil monjes y treinta y dos mil Bodhisattvas son menos concretos que un monje y que un Bodhisattva. Las vastas formas y los vastos guarismos (el capítulo XII incluye una serie de veintitrés palabras que indican la unidad seguida de un número creciente de ceros, desde 9 a 49, 51 y 53) son vastas y monstruosas burbujas, énfasis de la Nada. Lo irreal, así, ha ido agrietando la historia; primero hizo fantásticas las figuras, después al príncipe y, con el príncipe, a todas las generaciones y al universo.
A fines del siglo XIX, Oscar Wilde propuso una variante; el príncipe feliz muere en la reclusión del palacio, sin haber descubierto el dolor, pero su efigie póstuma lo divisa desde lo alto del pedestal.
La cronología del Indostán es incierta; mi erudición lo es mucho más; Koeppen y Hermann Beckh son quizá tan falibles como el compilador que arriesga esta nota; no me sorprendería que mi historia de la leyenda fuera legendaria, hecha de verdad sustancial y de errores accidentales.
En Otras inquisiciones (1952)
Borges y María Kodama ante la huella del pie de Buddha
Templo Zenkoji, Japón, Foto Fundación Jorge Luis Borges
Borges y María Kodama ante la huella del pie de Buddha
Templo Zenkoji, Japón, Foto Fundación Jorge Luis Borges