No exagero para nada, Borges. Mis experiencias con usted han sido fabulosas bajo todo punto de vista. Evocarlas me sigue encantando la vida. Como pocos, lo conocí íntimamente y fui testigo de su originalísima manera de ser, de su recatado humor, de su filosa ironía y de las particulares maneras de reaccionar ante la inmediatez. Quienes lo encasillan en su extraordinaria obra escrita no pueden dimensionarlo en su total esplendor.
Aunque resignado a la quietud de la ceguera, las circunstancias adversas nunca modificaron su carácter homogéneo de caballero cabal y educado. La fuerza radiante de su lucidez permanente, su conversación plena de imágenes irrepetibles era siempre asombrosa, descubridora de universos impensados. Nunca conocí un hombre más considerado, inteligente y con un modo de ser tan delicioso como el suyo, que, aunque orillando el nihilismo, gravitara tanto en el entorno con su escritura y la palabra oral.
Así es, mi querido Borges, usted era el genio que se imponía siempre sobre el contexto de lo circunstancial y lo sobrevolaba con soltura portentosa. Duras o benignas, jamás las circunstancias incidieron en su modo de ser, quizá porque sentía que el mundo era apenas un pretexto para pensar y que, salvo la literatura, pocas cosas merecían seriedad; acaso algún recuerdo que evocara de sus mayores, aunque buscaba atemperarlo con el lado gracioso (“Mi padre era un gran calavera que se perdía detrás de cualquier pollera”, confesaba divertido. “Era cegatón, como yo. Una vez, cuando vivíamos en Ginebra, vio pasar una mujer y la empezó a seguir diciéndoles piropos. De pronto ella se dio vuelta y le dijo: “¡Pero, Jorge, ni a mí me vas a dejar tranquila!”. Era mi madre la mujer acosada). Hasta el peronismo, que ocasionalmente solía enardecerlo, fue motivo de su humor incomparable (“No son ni buenos ni malos; son incorregibles”, sentenciaba con una sonrisa piadosa).
Se sabe, mi admirado Borges, que analizar el pasado resulta siempre más difícil que juzgar el presente. Echar una mirada hacia los tiempos idos es poner en juego una pasión que ya no existe. Digamos, a modo de conclusión para este exordio, que usted, el prudente y analítico Borges, salvo el arte de la literatura, no lo apasionaban demasiadas cuestiones; eso sí, como buen curioso le encantaba fisgonear en los asuntos más diversos (¡y vaya si era curioso! Nada se le pasaba por alto; como diría Koremblit, otro entrañable maestro, sólo una cosa le interesaba: todo). Veía la política, verbigracia, como algo ajeno y transitorio, como “un juego sucio entre matones”, le oí decir una vez, repitiendo la definición de Azorín, ese punzante español, a quien usted no tenía demasiado en su consideración literaria, pero lo supo citar en sus conceptos.
Casi nadie ignora que en los años del peronismo, usted sufrió la persecución de algunos burócratas ensañados con el modestísimo cargo de auxiliar tercero que ocupaba en una biblioteca del barrio de Almagro. Al disentir con el régimen no titubearon en removerlo al ofensivo puesto de “inspector de aves y huevos”, del cual se vio obligado a renunciar obviamente. ¡Cómo iba a soportar tamaña humillación del enemigo! Otros funcionarios, más resentidos aún, pusieron presas -por la misma causa de opositoras a Perón-, a doña Leonor Acevedo de Borges, su madre y a Norah Borges, su hermana. Antes y después de eso, el peronismo fue para usted, el vulnerable ciudadano Borges, algo así como la práctica de una desmedida ferocidad; tanto que solía compararlo a la remota dictadura mazorquera de Juan Manuel de Rosas.
En el terreno de la política, como fervoroso opositor, usted podía perdonar cualquier cosa, menos que alguien se hiciera peronista, en especial sus amigos; tal fue el caso del escritor Leopoldo Marechal, compañero de aventuras literarias en su juventud, a quien le retiró el saludo debido a esa adhesión descalificante. Pasados los años, ese sentimiento, digamos mejor, ese pavor, se fue transformando en la recurrencia sistemática de un sarcasmo gélido que usted mantuvo de manera constante contra Perón, Evita y toda la tribu peronista.
Pero, como dice una copla popular centroamericana, “la vida te da sorpresas”. Un mediodía, mientras caminaba con usted por la calle Florida, al cruzar la avenida Diagonal Norte nos vimos de pronto en medio de una manifestación. Eran jóvenes militantes, adictos al peronismo, quienes al percatarse del notable personaje que iba tomado de mi brazo, nos rodearon de inmediato.
-No se asuste –traté de tranquilizarlo-. Esta gente parece no tener intención de agredirnos.
Sorprendido y bastante alarmado, usted, Borges, apretó mi brazo pidiendo que lo sacara de tamaño apuro; pero, contrariamente a lo que es de imaginar y coincidiendo con mi parecer, los cánticos entonados por los muchachos resultaron divertidos y, lo que es aún más raro, definitivamente favorables:
Sorprendido y bastante alarmado, usted, Borges, apretó mi brazo pidiendo que lo sacara de tamaño apuro; pero, contrariamente a lo que es de imaginar y coincidiendo con mi parecer, los cánticos entonados por los muchachos resultaron divertidos y, lo que es aún más raro, definitivamente favorables:
¡Borges y Perón, un solo corazón! ¡Borges y Perón, un solo corazón!, bramó la turba de los entusiastas muchachos peronistas que saltaban a nuestro alrededor, (devenidos en borgistas o borgesianos). ¡Qué paradoja, Borges, qué suerte de oxímoron bien argentino!
¡Cáa-ram-ba, no parecen hostiles! –comentó usted menos aterrado que perplejo, mientras las expresiones se dejaban oír con palabras cada vez más amables de admiración-. Esto parece un sueño, despiérteme, Alifano. Ni remotamente hubiera imaginado que alguna vez oiría pronunciar mi nombre junto al de Perón.
¡Cómo se le ocurre algo así –se alarmó usted con una sonrisa forzada-. ¡Ni en chiste lo diga!
Pero era la verdad del caso, Borges. Así suelen ser las cosas, tan curiosas que a veces parecen irreales; las razones (o las sinrazones) de este mundo impredecible. El prestigio transfigura a quienes lo poseen y los niveles de eminencia suelen convertirse en símbolos de meras o sorpresivas situaciones. “El tiempo cicatriza las heridas”, como dice un antiguo refrán (¡y de qué forma!). Después de pagar tributo a ciertas agresiones de otros tiempos, después de sacrificarse en aras de un proclamado antiperonismo casi militante, ahora esto: nada menos que su nombre junto al nombre del caudillo populista. Quién iba a decir, Borges, que usted y Perón serían los dos sellos incuestionables de la Argentina. Nadie que hable de literatura puede soslayar a Jorge Luis Borges; tampoco quien hable de política puede obviar a Juan Domingo Perón.
*****
Un rato más tarde, mientras almorzábamos en el restaurante Pedemonte con el común amigo “Poroto” Botana, usted, desconcertado aún, no cabiendo en su asombro, se refirió ya con calma, aunque justificadamente intrigado, a la extravagante circunstancia que habíamos protagonizado.
-Por un momento yo creí que esa gente nos iba a linchar, pero, lo que ocurrió fue increíble –se admiró usted-. ¿No les parece extraño este mundo que habitamos? Mi padre decía: “que todo es tan raro que hasta el Misterio de la Santísima Trinidad puede ser cierto”.
-Así es Georgie –asintió el duende Poroto Botana, otro buen porteño viejo rumiador de situaciones-. Todo es tan raro, che, ¡quién iba a decir que con los años tu nombre aparecería ligado al de Perón!…
-Este suceso que hemos vivido quizá le haga modificar la idea negativa que usted tiene sobre Perón y los peronistas –comenté yo, conciliador-. ¿Quién le dice que no haya llegado el momento de hacer otro balance del pasado?
-Pero no, de ninguna manera –desaprobó usted, terminante-. Yo sigo creyendo que Perón estaba loco, completamente loco; él, y también Eva, su mujer. Fíjense las medidas que tomó durante su gobierno: por ejemplo, eso del aguinaldo es un verdadero disparate, una rarísima medida económica; incomprensible por dónde se la mire. Nunca logré entender por qué ha sido homologada por todos los gobiernos posteriores. A mí me parece una barbaridad que una persona trabaje doce meses y se le paguen trece al final del año.
-Sin embargo, Borges, ha sido imitada por los países más desarrollados, donde no sólo se paga un aguinaldo, sino que se pagan hasta dos –comenté-. En España y en Italia, es así; las leyes lo establecen, y otro tanto sucede en Francia y en Alemania, por citar dos ejemplos.
-Sin embargo, Borges, ha sido imitada por los países más desarrollados, donde no sólo se paga un aguinaldo, sino que se pagan hasta dos –comenté-. En España y en Italia, es así; las leyes lo establecen, y otro tanto sucede en Francia y en Alemania, por citar dos ejemplos.
-Y en todo el resto del mundo –amplió Poroto-. Es, lo que se llama una conquista social, che.
-Eso no lo sabía. De manera que medio mundo está más loco que Perón y que todos los argentinos juntos.
-Así es, Borges –confirmé-. Además, le soy sincero no entiendo demasiado ese rechazo tan definitivo que usted siente hacia Perón y hacia el peronismo.
-Bueno, si me permiten que les cuente algunas cosas, van a entender mejor mi posición –se defendió usted concluyente-. Yo padecí humillaciones terribles bajo el régimen peronista. Era auxiliar de la Biblioteca Municipal del barrio de Almagro, en las orillas de Buenos Aires, un cargo inferior, sin ninguna importancia dentro del escalafón burocrático, un pinche y fui rebajado por el peronismo al puesto de “inspector de aves y huevos”. Algo imperdonable, ¿no les parece?
-Tenés razón. Fue un acto humillante, Georgie –aprobó Poroto-. Pero yo no creo que Perón directamente haya tenido algo que ver con esa designación.
-Desde luego que no, pero sus acólitos y el régimen que él estableció, sí. Les puedo contar, por ejemplo, las persecuciones que sufrí cuando fui presidente de la Sociedad Argentina de Escritores; también Mujica Lainez, que era el vicepresidente. Al poco tiempo de asumir me visitaron unos funcionarios oficiales para decirme que habían observado que en las paredes no había retratos de Perón ni de su mujer, Eva Duarte. Yo les contesté que no, que no los había ni los iba a haber mientras yo estuviera al frente de la Institución. Entonces me dijeron: “Le advertimos que si no los pone, tendrá que atenerse a las consecuencias”. “Desde luego”, les contesté, “me atengo a las consecuencias”. Por aquellos días yo estaba dando una serie de conferencias sobre los “sufíes” en el barrio de Belgrano y, de pronto, veo entre los asistentes, a un policía que anotaba lo que yo decía. Cuando terminé mi charla me acerqué y lo invité a tomar un vaso de vino. El hombre se confundió un poco, pero aceptó mi convite; supongo que eso habrá trascendido porque al otro día al pobre lo relevaron. Concurrió otro en su reemplazo, algo más drástico, ya que no aceptó mi invitación para tomar vino. Estos hechos hicieron que por temor los escritores se alejaran de la SADE; nadie se animaba a entrar ya que, de alguna manera, nos habíamos pronunciado contra Perón. Después un grupo de escritores peronistas, encabezados por Castiñeira de Dios pretendió tomar la Institución y como no lo consiguió organizó otra sociedad paralela, que respondía al régimen. Yo fui amenazado de muerte.
-Eso no lo sabía –comentó Poroto-. Una amenaza es algo grave.
-Sí, llamaron por teléfono a mi casa; mi madre atendió, y una voz, debidamente profesional, le dijo: “Quiero que sepas que a vos y a tu hijo los voy a matar”.
-Pero, ¡qué horror! –exclamamos consternados-. ¿Y qué sucedió, se cumplió la amenaza?
-No. Como ustedes ven, yo sigo vivo –dijo Borges, sacando pecho y alzando la cabeza-. Y mi madre, bueno, mi pobre madre se murió de vieja muchísimo tiempo después, pocos meses antes de cumplir los cien años. Ella, en ese momento, cuando llamaron por teléfono, les respondió: “Si usted lo quiere matar a mi hijo; él, todas las mañanas, a las nueve sale para su trabajo. En cuanto a mí, le aconsejo que lo haga pronto; tengo demasiados años encima, así que por favor apúrese porque tal vez yo me le muera antes”.
-¡Qué respuesta tan valiente la de su madre! –dije-. Doña Leonor era una mujer de agallas.
-Claro –aprobó usted-. La respuesta de mi madre fue muy valiente. Era una mujer de coraje. Además, ¡qué lindo eso de “apúrese porque tal vez yo me le muera antes!” Muy literario, ¿no les parece?
-Esas cosas no las sabía –atinó a decir, bastante confundido, Poroto Botana-. Pero, les cuento (y esto lo sé de buena fuente) Perón sentía un gran respeto por vos.
-Así es –corroboro.
-¿Están seguros? –se negó a aceptar usted, escéptico-. Es la primera noticia que tengo.
-Es la verdad, Borges –agrego-. Durante un tiempo lo traté y se lo oí decir.
Una persona correcta y respetuosa. Creo que bien intencionada. Cuando regresó lo hizo para lograr una unión entre los Argentinos, sin ninguna sed de venganza hacia sus enemigos.
-Eso no lo demostró cuando ejerció el poder –se enardeció usted-. Mi madre, mi hermana Norah y Victoria Ocampo fueron encarceladas por cantar el Himno Nacional en la calle Florida. El peronismo fue una dictadura intolerante, como lo fue, a mitad del siglo diecinueve, la de Rosas.
-Usted sabe que siempre hay arbitrariedades –atempero-. El Perón que regresó del exilio era distinto al de sus dos primeras presidencias. Le cuento que algunas veces hablamos con él de esos asuntos.
-¡Es increíble lo que me cuenta! –dijo usted sonriendo, con un gesto de duda-. Tengo entendido que era un hombre intolerante. Lo que me dice me cuesta aceptarlo.
-Le digo más, Borges, el General Perón era un buen lector.
-Plutarco, Platón, Aristóteles, el Martín Fierro, la Divina Comedia…
-Que haya leído la Divina Comedia, me resulta rarísimo –dudó usted-. Por no decir algo imposible.
-Sin embargo, así fue –confirmé-, el general Perón había leído la Divina Comedia y durante su gobierno hizo publicar la traducción de Mitre en una edición popular para difundirla en los colegios.
-Esa traducción es espantosa. Ya desde el primer terceto desalienta al lector por sus cacofonías. Y recordó el primer terceto con voz pastosa:
"En medio del camino de la vida, errante me encontré por selva oscura, en que la recta vía había perdido…"
-Esa versión fue publicada por la editorial Tor a pedido de Perón –amplió Poroto-. Tuvo una tirada de un millón de ejemplares.
-Seguramente lo hizo por solidaridad gremial hacia Mitre –desconfió usted-, que también era militar, con el grado de general como él.
-Perón consideraba que su suerte en el destierro era similar a la de Dante –comento-. Le tocó un idéntico destino.
-Eso no beneficia para nada a Dante Alighieri –respondió usted, irguiendo la cabeza-. El hecho de que se comparen esos destierros me parece una exageración de su parte.
No es tan así –defendí-. Perón fue un hombre que hacia el final de su vida comprendió muchas cosas. No lo demonicemos. Vino a la Argentina para lograr el Gran Acuerdo Nacional.
-Quizá tenga razón –pareció resignarse usted-. Pero no lo demostró: cuando se murió, siendo presidente, dejó al país en manos de una mujer absolutamente incapaz. Los peronistas no son ni buenos ni malos, son incorregibles.
*****
En el sinuoso sendero del amor, usted, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges fue siempre discretísimo, parco hasta en las dedicatorias; hay poemas de su juventud, dedicados a mujeres que los inspiraron, que apenas traslucen las iniciales. Todo lo disimulaba para dejarlo en suspenso y en el indicio, bajo la relativa sospecha o en la mera conjetura. Por supuesto que no faltaron aquellos que afirmaban que sus experiencias amorosas nunca se consumaron en la pasión, ni desembocaron en ese final feliz de las películas románticas de los años cuarenta. Las experiencias suyas, del prudente Borges, fueron más bien tortuosas, conflictivas; eso sí, románticas a más no poder, ilustradas por la luna y con recitados versos de Browning o de Keats, matizadas de alegorías y ensueños imposibles de su propia cosecha, vale decir, de su experiencia intransferible, maravillosa de poeta:
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. (…)
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
Lo que ahora me propongo; Borges –y le pido disculpas por la indiscreción- es relatar un hecho del que fui testigos y lo colmó a usted de dicha verdadera, aunque por un breve tiempo. Pero el amor es así, querido maestro, fugaz, a veces inaprensible. Algo intuíamos, sin certeza por cierto, hasta que una despreocupada conversación lo reveló o, mejor dicho, hizo que usted, Borges, me lo revelara, hasta llegar al fondo del asunto, hasta la confidencia, cosa inusual en su caso. Recuerdo que empezó hablando de la mujer en general; no de una en particular, quizá estimulado por una sensación de evanescencia, o por la sensación de vacío, pues estábamos volando hacia la ciudad de Córdoba, a más de diez mil metros de altura, donde lo esperaban para dialogar sobre don Quijote.
-No recuerdo una época de mi vida en que no haya estado enamorado de alguna mujer –deslizó usted como en un suspiro-. En mi primer libro Fervor de Buenos Aires hay un poema dedicado a una muchacha por la que estuve perdido; eso me llevó a escribir estos versos:
Entre mi amor y yo han de levantarse
trescientas noches como trescientas paredes
y el mar será una magia entre nosotros…
trescientas noches como trescientas paredes
y el mar será una magia entre nosotros…
-¡Qué belleza, Borges! Es el poema Despedida, de su libro Fervor de Buenos Aires –aprobé con una sonrisa y agregué los versos siguientes, completándolo:
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino,
firmamento que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol
entristecerá tu ausencia otras tardes.
noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino,
firmamento que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol
entristecerá tu ausencia otras tardes.
-¡Muchas gracias! –dijo, sorprendido-. No imaginaba que sabía de memoria mi poema.
-Es la despedida de un amor, confesado de una manera incomparable –comenté-. Quizá por pudor usted nunca reveló el nombre de aquella dama.
-No, inclusive ahora prefiero no hacerlo. He sido remiso a esas revelaciones –respondió, moviendo la cabeza y apoyando su mano sobre mi brazo, y agregó imprevistamente-. ¿Le puedo hacer ahora una confesión?
-Sí, por supuesto.
-Bueno, estoy enamorado –recuerdo, Borges, que lo expresó tirando la cabeza para atrás, con voz lenta, casi apretando los dientes como temiendo dejar salir las palabras-. ¿Qué le parece? ¡A mi edad, Alifano, quién iba a decirlo!
-¿Le parece?-Estoy convencido. Si bien uno ya no es un objeto sexual, quizá la edad es lo menos importante –justifiqué, y agregué en tono de broma-. En todo caso se pasa a ser un objeto morboso. Por otro lado uno tiene todo el derecho.
-Es cierto. ¿Quién puede prever una tempestad? Y el amor puede ser una tormenta, o un tormento.
-Sí que lo es. ¡Vaya si lo es!
Y usted, Borges, feliz, menos quizá por mi respuesta que por el placer que le dio hacerme esa confesión, estalló en una carcajada complaciente.
-¡No, no sé demasiado, es una materia que aún tengo pendiente, pero me resultó divertida su observación: “uno pasa a ser un objeto morboso”. Es cierto, quizá tiene razón, un anciano puede ser eso.
Y agravando la voz, completó:
-Lo sé, pero usted se dará cuenta de quién se trata. He pensado en un poema. ¿Tiene para escribir?
-Sí, por supuesto.
Sé que en el sueño había muchas puertas.
Lo demás lo he perdido. La vigilia
ha dejado caer esta mañana
esa fábula íntima, que ahora
no es menos inasible que la sombra
de Tiresias o que Ur de los Caldeos
o que los corolarios de Spinoza.
Me he pasado la vida deletreando
los dogmas que aventuran los filósofos.
Es fama que en Irlanda un hombre dijo
que la atención de Dios, que nunca duerme,
percibe eternamente cada sueño
cada jardín solo y cada lágrima.
Sigue la duda y la penumbra crece.
Si supiera qué ha sido de aquel sueño
que he soñado, o que sueño haber soñado,
sabría todas las cosas.
Y usted, Borges, tan dado siempre a jugar con la esperanza y la desesperanza, usted que hizo de la mujer un tema casi secreto, llegaba ahora a la confesión. Se había enamorado de manera juvenil y se llenaba de silencios, de emociones contenidas, de palabras que escondían una trémula ternura. Sin abundar en razones, quizá regido por los preconceptos, consideraba que ese destino lo arrastraba casi siempre hacia una relación desdichada. En medio del desconcierto, desvalido y poco hábil para enfrentarse a la vida sentimental, buscaba otra vez el alivio en la digresión intelectual.
-¡Ah, los abismos del amor! –reflexionó casi ensimismado-. Podríamos hablar de amistades amorosas, de juegos galantes, ¿no le parece?
-Entre otras cosas, claro –le respondí vagamente-. Pero, porque no ir al fondo del asunto y asumirlo como corresponde. Una mujer, me refiero a una mujer joven, puede ser la hija de adopción de un hombre mayor. Estoy pensando en el caso de Michel de Montaigne con Marie de Gournay, donde ella se convierte en una suerte de hija, de fille y quizá algo más.
-Digamos en su fille d’alliance
-Sí, Borges, ese fue el caso de Montaigne con la joven Marie. La convirtió en su fille d’alliance.
-¿Le parece un camino posible? -Estoy convencido. Es algo posible, en su caso, por supuesto.
-Seguiré su consejo.
Y usted, Borges se arrellanó satisfecho en su butaca con la cara iluminada por la alegría. Cerró los ojos, apretándolos tan fuerte que se transformaron en dos húmedas líneas.
Por esas cosas del destino, por desgracia, o vaya a saber por qué razón del misterioso azar, usted no se pudo convertir en ese hombre protector que fue Montaigne para Marie de Gournay. Algo se interpuso implacablemente y otra persona que lo acompañaba en sus recorridas por el mundo hizo valer su condición de casi dueña suya. Y así, de manera dolorosa, la bella joven fue desplazada, por decirlo con un eufemismo.
Vino luego su menos intempestiva que confusa partida de Buenos Aires y el incierto peregrinar por una gélida Europa durante dilatados meses. Finalmente, su compleja, dolorosa, solitaria muerte en la ciudad de Ginebra, que ya estaba casi prevista, pero la muerte siempre es imprevista, Borges.
Allá, en esa lejana tierra de su infancia, en esa permanente ciudad otoñal junto al lago inmóvil, que también era una de sus patrias amadas, como lo había escrito - aunque en verdad, digamos, que por su actitud cosmopolita, usted fue ciudadano de todas las patrias del Planeta-, lo alcanzó la eternidad. Allá reposa por ahora, o quizá eternamente, qué importancia tiene, Borges.
Sólo un poema imborrable y la efectiva dedicatoria, que pretendieron eliminar de su literatura, recuerdan ese amor que no pudo ser.
En: Alifano, Roberto, La entrevista
Proa Editores, Buenos Aires, 2012
Foto: Borges y Alifano, Feria del Libro
Buenos Aires, 1980