Alifano: Hace unos años usted escribió, en colaboración con Alicia Jurado, un libro titulado Qué es el budismo. A través de conferencias y de diálogos usted volvió sobre ese tema que tanto le interesa. ¿Por qué no hablamos de esa vieja historia que empezó en Benares, seiscientos años antes de Cristo, y que tanta difusión ha tenido en el mundo?
Borges: Sí, el Buddha fue contemporáneo de Heráclito, de Zenón, de Pitágoras, de Lao Tze y de Chuan Tzu. Es curioso que todos esos personajes se hayan dado en una misma época. Es algo que tal vez algún día puedan explicar los astrólogos. Ahora bien, se dice, no sin razón, que los hechos históricos están ocultos en la leyenda, y que esa leyenda no es una invención arbitraria, sino una lógica deformación o magnificación popular de la realidad. Si tomamos el caso de Buddha (o el de otros fundadores de religiones) encontramos que el problema esencial para desarrollar una tarea histórica reside en el hecho de que no hay dos testimonios sino uno, el de la leyenda. Esa leyenda está colmada de hipérboles y de esplendores y, casi nunca, de rasgos circunstanciales.
A.: ¿O sea que esa religión, como todas las religiones, se nos presenta incrustada de astronomías, de mitologías, de magia, de antiguas creencias, y eso dificulta su análisis histórico?
B.: Sí. Pero hay ciertos rasgos que aparecen en las leyendas, y que nosotros podemos considerar como verdaderos. Por ejemplo, Cristo fue crucificado a los treinta y tres años; Siddharta fue discípulo de diversos maestros, o Siddharta tenía veintinueve años cuando dejó su palacio, etc.; esos hechos podemos aceptarlos como verdaderos, podemos considerarlos verosímiles.
A.: ¿Por qué?
B.: Por dos razones fundamentales, ya refiriéndonos al Buddha. El primero: Siddharta fue discípulo de diversos maestros; es ése un hecho lógico, ya que lo que asombroso hubiera sido decir: Siddharta todo lo sacó de sí mismo, nadie le enseñó nada. El segundo: Siddharta tenía veintinueve años cuando dejó su palacio; esto también es verosímil, ya que la cifra parece no tener ninguna connotación simbólica. Luego tenemos el itinerario de sus viajes; esto también parece ser auténtico, dada su casi exacta topografía. Los lugares que son descriptos en la leyenda del Buddha son reales y el relato que se hace de ellos es harto minucioso. Nos quedan, sin embargo, algunas cosas oscuras, algunos milagros que, como todo milagro, son difíciles de explicar.
A.: Sin duda, como todas las religiones, el budismo exige mucho de nuestra credulidad, ¿verdad, Borges?
B.: Ah, claro. Si somos cristianos estamos obligados a creer que una de las tres personas de la Divinidad condescendió a ser hombre y luego fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Alá y que Muhammad es su apóstol. Yo creo que todas las religiones exigen nuestra credulidad.
A.: Usted dijo que lo importante es creer en la leyenda, aunque dudemos de lo histórico. ¿Se puede ser un buen budista y negar la existencia del Buddha?
B.: Bueno, yo creo que lo importante no es nuestra creencia en lo histórico; lo importante es creer en la Doctrina. El budismo, además de ser una religión, es una cosmología, una mitología, un sistema metafísico o, mejor dicho, una sucesión de sistemas metafísicos, que no se concilian y que discuten entre sí.
A.: ¿Cómo vemos los occidentales la historia del Buddha? ¿Nos resulta increíble? ¿La podemos aceptar?
B.: Los occidentales, inevitablemente, no podemos dejar de compararla con la historia, o la leyenda, de Jesús. La dramaticidad, el patetismo, la descarnada crudeza signan la vida de Jesús. Dios baja a la tierra, toma las formas del hombre, se integra a ellos y, finalmente, muere crucificado entre dos ladrones de una manera terrible. La leyenda del Buddha abunda en hechos fantásticos, es menos dramática. Siddharta es un príncipe que vive rodeado de placeres, ajeno a la caducidad, el dolor y la muerte. Ahora, yo creo que estos acontecimientos resultan un poco difíciles de aceptar para nuestros principios occidentales. Sin embargo, la actitud del Buddha, la actitud de dejar su palacio y vivir una vida ascética corresponde a la tradición oriental según la cual el renunciamiento es la máxima coronación de la vida. Hace muy poco yo visité el Japón y me informaron allí que en el Indostán es muy común el caso de hombres que, ya en los umbrales de la vejez, abandonen su casa, su familia y su fortuna para salir a los caminos a practicar la vida errante del asceta.
A.: Esa vida tan poco atrayente, tan poco dramática, del Buddha, sobre todo si la comparamos con la de Jesús, responde obviamente a un principio esencial de la filosofía que predomina en el Oriente, ¿no es así?
B.: Uno de los antiguos dogmas del budismo es la negación de la personalidad; por lo tanto, si el Buddha hubiera tenido una personalidad más atrayente, más dramática, como dice usted, esa personalidad hubiera desvirtuado seguramente los propósitos fundamentales de la Doctrina. Un ejemplo sería la siguiente circunstancia, que puede ser análoga a los dos personajes: a Cristo y al Buddha. Cristo conforta a sus discípulos diciéndoles que si dos de ellos se reúnen en su nombre, Él será el tercero; Buddha, por el contrario, expresa que Él deja a sus discípulos su Doctrina. Yo recuerdo ahora que Edward Conze, un notable estudioso del budismo, había observado que la existencia de Siddharta como individuo es de relativa importancia para la Doctrina Budista. El Buddha es una suerte de arquetipo que se irá manifestando en el mundo a través de diversas personalidades y cuyas idiosincrasias carecen de mayor importancia. La pasión de Cristo, en cambio, ocurre una vez. Y esa pasión es el centro de la historia de la humanidad.
A.: La leyenda del Buddha es tan hermosa que me parece que usted no puede dejar de contarla.
B.: Bueno, esa leyenda empieza en el cielo. Durante siglos y siglos, podemos decir literalmente, durante un número infinito de siglos, hay alguien en el cielo que ha ido perfeccionándose hasta comprender que en la próxima encarnación será el Buddha. Ese Ser elige el continente en el que habrá de nacer. Según la cosmogonía budista el mundo está dividido en cuatro continentes triangulares y en el centro hay una montaña de oro: el llamado monte Meru. Luego elige el siglo en el que nacerá; elige la casta y elige a la madre. Viene entonces la parte terrenal de la leyenda: hay una reina Maya. Maya significa ilusión. La reina tiene un sueño que corre al albur de parecemos exagerado, algo extravagante, pero que no lo es para los hindúes. En el sueño aparece un elefante blanco de seis colmillos, que está caminando por las montañas del oro. Ese elefante entra en el costado izquierdo de la reina sin causarle dolor. La reina se despierta, cuenta este sueño, y el rey Suddhodana convoca a sus astrólogos y éstos le explican que la reina dará a luz un hijo que podrá ser el emperador del mundo o que podrá ser el Buddha, el Despierto, el Lúcido, el ser destinado a salvar a todos los hombres. Previsiblemente, el rey elige el primer destino: quiere que su hijo sea el emperador del mundo.
A.: ¿Tienen algún valor simbólico todos esos elementos, Borges?
B.: Sí, lo tienen. El color blanco, por ejemplo, es siempre símbolo de inocencia o de pureza. Oldemberg hace notar también que el elefante de la India es animal cotidiano y doméstico.
A.: El número seis es también habitual para los hindúes, ya que adoran a seis divinidades llamadas las seis puertas de Brahma, ¿no?
B.: Es cierto, para nosotros ese número es arbitrario, y de algún modo incómodo, ya que preferimos el tres o el siete, pero no lo es en la India. Las puertas de Brahma, además han dividido el espacio en seis rumbos; esos rumbos son, norte, sur, este, oeste, arriba, abajo. Ahora, cuando leemos que el Buddha entró en el costado de su madre en forma de joven elefante blanco con seis colmillos, nuestra impresión es de mera monstruosidad; sin embargo, todo eso tiene un sentido simbólico, y un elefante blanco de seis colmillos no es extravagante para los hindúes.
A.: ¿Por qué no seguimos con la historia del Buddha; ahora con la historia terrestre?
B.: Bueno, la historia terrestre es ésta: la reina da a luz sin dolor y una higuera inclina sus ramas para ayudarla. El hijo nace de pie y al nacer da cuatro pasos: al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, y dice con voz de león: «Soy el incomparable; éste será mi último nacimiento». Dice esto porque los hindúes creen en la transmigración de las almas y en número infinito de nacimientos anteriores. Luego el príncipe crece, es el mejor arquero, el mejor nadador, el mejor jinete, el mejor atleta, el mejor calígrafo. A los dieciséis años se casa. El padre sabe, ya que los astrólogos se lo han anunciado, que su hijo corre el peligro de ser el Buddha, el hombre que salvará a los demás hombres si conoce cuatro hechos que son: la enfermedad, la vejez, la muerte y el ascetismo. Para evitar esto su padre le hace construir un palacio rectangular y lo recluye; le suministra un harén, la cifra de mujeres de ese harén corresponde a una exageración hindú, ya que tiene ochenta y cuatro mil mujeres. Allí el príncipe transcurre diez años de ilusoria felicidad, dedicados al goce de los sentidos. El día predestinado, Siddharta sale en su carroza por una de las cuatro puertas del palacio rectangular, y ve con estupor a un hombre encorvado, cuyo cuerpo no es como el de los otros y no tiene pelo. Apenas puede caminar y se apoya en un bastón. Pregunta entonces qué hombre es ése. El cochero le responde que es un anciano y que todos los hombres serán como él. Al cabo de seis días vuelve a salir por la puerta del Sur, y ve tirado en una zanja a un hombre aún más extraño. Un hombre con el rostro demacrado y devorado por la lepra. Ése es un enfermo, le dice el cochero, y todos seremos como ese hombre si seguimos viviendo. Seis días más tarde sale nuevamente, y ve a un hombre que parece dormido, pero cuyo color no es el de la vida. A ese hombre lo llevan otros. ¿Quién es?, pregunta el príncipe. El cochero le dice que es un muerto y que todos seremos ese muerto. El príncipe regresa y se queda desolado en su palacio. Tres horribles verdades le han sido reveladas: la verdad de la vejez, la verdad de la enfermedad y la verdad de la muerte. Sale por cuarta vez. Vea un hombre casi desnudo, es un monje de las órdenes mendicantes, cuyo rostro está lleno de serenidad. El cocinero le dice que es un asceta, un hombre que ha renunciado a todo y que ha logrado la paz interior. Siddharta ha encontrado el camino.
A.: ¿O sea que esa cuarta verdad es la que lo impulsa a abandonar todo y salir?
B.: Sí. Pero la noche que toma la decisión de renunciar al mundo, le anuncian que su mujer, Jasodhara, ha dado a luz un hijo. Siddharta exclama: «Un hijo es el vínculo que ha sido forjado; cuando sea Buddha volveré y tocaré a mi hijo». Luego Siddharta observa a las mujeres de su harén; son todas jóvenes, pero él las ve viejas, horribles, leprosas. Vuelve al aposento de su mujer. Ella está durmiendo; tiene al niño en los brazos. Está por besarla, pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se va.
A.: Ése habrá de ser el comienzo de su vida errante, ¿no?
B.: Bueno, después de su huida, el Buddha busca maestros. Queda siete días en la soledad y luego sale para encontrarse con los ascetas que viven en el bosque. Los encuentra. Unos están vestidos de hierbas, otros de hojas. Todos se alimentan de frutos, unos comen una vez al día, otros cada dos, y hay quienes comen cada tres o cada cuatro días. Rinden culto al agua, al fuego, al sol o la luna. Los ascetas le hablan de dos maestros que viven en el norte, pero él no los busca; las razones que les dan estos hombres no lo satisfacen. Resuelve entonces marcharse a las montañas, donde pasa seis duros años entregado al ayuno y a la mortificación. Al final está tirado en medio del campo, su cuerpo está inmóvil y los dioses que lo observan creen que está muerto. Pero uno de ellos, el más sabio, dice: «No, él no ha muerto, despertará y será el Buddha». Su cuerpo se recupera cerca de un arroyo y se sienta a la sombra del Árbol del Conocimiento. Resuelve no levantarse de ahí hasta no haber alcanzado la iluminación.
A.: Viene entonces la dura batalla con el demonio llamado Mara, ¿verdad?
B.: Sí. Mara, que es el dios del pecado, del amor y de la muerte, ataca a Siddharta. Este mágico duelo dura una noche. Mara y sus huestes de tigres, leones, camellos, elefantes y guerreros monstruosos le arrojan flechas, pero cuando llegan a Siddharta, esas flechas se convierten en flores; le arrojan montañas de fuego, pero esas montañas forman un dosel sobre su cabeza. El príncipe medita y parece indiferente a este ataque. Mara, casi vencido, ordena a sus hijas que lo tienten; éstas lo asedian y le dicen que están hechas para el amor y para la música, pero Siddharta les recuerda que son irreales, que son ilusorias. Señalándolas con el dedo, las transforma en viejas decrépitas. Confuso, el ejército de Mara se desbanda. Solo e inmóvil bajo el Árbol del Conocimiento, Siddharta ve sus infinitas encarnaciones anteriores. De un vistazo abarca los innumerables mundos del universo. Al alba, intuye las verdades sagradas, alcanza el nirvana, y se convierte en el Buddha.
En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [29]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Imagen: Borges en Palermo (Sicilia) 1984
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