Georges Charbonnier: Jorge Luis Borges, me parece que podría yo agrupar la mayor parte de sus cuentos de dos maneras. Que podría, por ejemplo, poner de un lado Pierre Menard y La Biblioteca de Babel, y por otro lado El inmortal, Funes, La busca de Averroes, La escritura del Dios.
En efecto, independientemente de los símbolos que se desprenden de sus obras, independientemente de la organización de símbolos que se manifiesta en cada uno de sus cuentos…
Jorge Luis Borges: Perdón. Antes de conocer su tesis —yo que sólo soy el autor de esas historias— pondría yo La Biblioteca de Babel junto a El inmortal. Pero, si la otra clasificación le es más cómoda, o le parece más lógica, o más verdadera que la mía, no está en mí discutirlo.
G. C.: No aventuré una palabra tan fuerte como la de clasificación…
J. L. B.: Por lo demás, no se trata de una polémica. Una manera de sentir las cosas es mucho más importante que las clasificaciones, que sólo son comodidades de la intelección.
G. C.: No quería hacer una clasificación. Me asombra haber sido llevado a hacer cierta distinción. En El inmortal, en Funes, en Averroes o en La escritura del Dios, ¿qué me impresionó antes de ser sensible a las organizaciones lógicas? Visiones. Veo. Cuadros. Colores. Formas. Tal como lo describió usted de manera muy rápida, primero veo. Después comprendo. Y comprendo cosas que poca relación tienen con lo que veo. Cosas distintas. Por el contrario, cuando se trata de Pierre Menard y de Babel, la visión no es lo primero.
J. L. B.: En cuanto a La Biblioteca de Babel, creo que podemos imaginárnosla. Un artista del que he olvidado el nombre me envió una ilustración para La Biblioteca de Babel: un laberinto muy bello de escaleras, cuartos, bibliotecas, etc. Todo ello hacía pensar en Piranesi.
G. C.: Yo quería expresar la idea de que algunos de sus cuentos imponen una visión independiente del espacio que haya reservado a lo descriptivo. Imponen un cuadro, en el sentido pictórico del término. Otros, quizá más descriptivos, se imponen menos —hago la reserva: para mí— como cuadros.
J. L. B.: Por lo demás, no creo en las descripciones. Creo que las descripciones son en general muy falsas. Que no hay que tratar de describirlas. Más bien hay que sugerir algo. Si un novelista le habla de un hombre de barba negra, lo imagina usted en seguida. Si, más lejos, le dice que el hombre tiene la nariz muy corta y usted la ha imaginado larga, conservará la imagen de una nariz larga. Si, aún más adelante, se le dan detalles sobre el color de los ojos, sobre la tez, etc… y si esto no coincide con su primera imagen, no la aceptará usted, la rechazará.
Recuerdo el caso de Henry James. Se intentaba hacer una edición ilustrada de sus obras. James recalcó que la imagen visual se impone al espectador de una manera simultánea, mientras que él sólo podía escribir en sucesión. La ilustración sería pues más fuerte que la descripción —sucesiva— que había hecho. Aceptó un ilustrador a condición de que no ilustrara nada en particular. Exigió del ilustrador que hiciera imágenes cuyo ambiente, la Stimmung, como se dice en alemán, fuera poco más o menos el de sus cuentos. Pero, por ejemplo, de ningún modo quería que se hicieran retratos de sus héroes y heroínas. Si no, el texto entraría en competencia con la imagen y, fatalmente, sería vencido por la ilustración. El ilustrador muestra una cabeza: usted la ve en seguida. Para describirla le hacían falta a James unas cuarenta o cincuenta líneas, y el resultado no podía ser tan fuerte como la imagen inmediata, un poco tiránica, del ilustrador.
G. C.: Informaba a usted, hace un rato, de una sensación que tuvieron igualmente otros lectores. La discusión nos condujo —a mis amigos y a mí— a esto: en cierto número de sus cuentos impone usted una visión. La visión —fuerte— precede naturalmente a la intelección. En otros cuentos, por el contrario, no sólo no se ve sino que no hay necesidad de ver. Uno se abandona al placer intelectual, sólo está movido por un arte combinatoria sin imagen o mucho menos rica en imágenes.
J. L. B.: Evidentemente, esto es pobreza.
G. C.: No lo creo así.
J. L. B.: Es decir, que La Biblioteca de Babel es fracasada y las demás lo son menos.
G. C.: ¡Ah, no lo creo así! Digamos que hay una diferencia. Estamos en presencia de tejidos literarios de naturaleza distinta. Yo querría analizar las razones de esta diferencia.
J. L. B.: Yo no las conozco. Me imagino La Biblioteca de Babel. La imagino como una pesadilla, pero la imagino. Se la ha ilustrado, como acabo de decírselo, de una manera sorprendente. Quizá las imágenes propuestas por la ilustración no vengan directamente del texto. Quizá sólo eran creación yuxtapuesta.
G. C.: ¿Funes le aporta imágenes visuales?
J. L. B.: Sí. Lo publiqué en el diario La Nación con una ilustración del dibujante Alejandro Cirio. Hizo una cabeza muy bella para Funes: un hombre con un poco de sangre indígena, con un aire de infinita tristeza y que no tiene aspecto inteligente. Un hombre joven, envejecido, agobiado. Es una ilustración muy bella. Todavía la tengo en mi casa. Recuerdo que escribí al ilustrador para felicitarlo. Se veía que había leído el texto de tal manera que le permitió representar esa cara que yo imaginaba de una manera mucho más abstracta. No creo tener mucha imaginación visual, sobre todo en la actualidad, que casi no veo. En este mismo momento en que hablo con usted, no veo los rasgos de su figura, ni el color de su corbata, ni el color de sus ojos, ni el de sus cabellos. Todo ello se me escapa.
Para mí, todo ello existe de una manera descolorida y como si fuera a través de una bruma.
Hay un cuento, Hombre de esquina rosada, que escribí voluntariamente como una serie de imágenes. En ese tiempo admiraba mucho a un director de escena al que casi se ha olvidado, Josef von Sternberg. No sé si lo habrá conocido. Quizá era de una época anterior a la suya; hizo muy buenas películas de gángsters, con Georges Bancroft, William Powell. Hizo películas que se llamaron Under-world, The Docks of New York, The Dragnet. Eran muy buenas, sorprendentes, y quise escribir mi historia a su manera. Antes que nada visual. En el momento en que Sternberg alcanzó la cima del cine llegó el cine sonoro. Hubo que volver a empezar. Se hicieron óperas, para ser oídas, y se le olvidó. En seguida, Sternberg hizo películas bastante mediocres con Marlene Dietrich. Éstas son más conocidas que las otras, las de los principales, que eran fuertes, lacónicas.
G. C.: ¿La escritura del Dios le trae imágenes visuales?
J. L. B.: Sí. La escritura del Dios es también una historia autobiográfica. Pasé once días con sus noches en cama, bajo un calor argentino. Era el mes de enero. A veces llega la temperatura a los 40 grados. Me habían operado de los ojos. Tuve que guardar cama once días y once noches. Estaba acostado de espaldas y se me prohibió moverme. A veces dormía. Pero, aun dormido, estaba encadenado.
Entonces tuve la idea del hombre encadenado, acostado sobre la espalda. Esta idea está en esa historia. También hay en La escritura del Dios una idea que se encuentra en la Cábala y en Léon Bloy también. (Un escritor francés al que quiero mucho. No desde el punto de vista moral, creo que debió de ser una persona muy desagradable. Pero tenía una gran imaginación). La idea de que todo, en el universo, es una especie de escritura. Quincey tuvo también esta idea. Dijo que aun las cosas más pequeñas podían ser espejos secretos de las mayores.
Entonces pensé en una escritura en la que estaría fijado el secreto del universo. Pensé en una visita que hice —creo que era muy niño— al jardín zoológico de Buenos Aires. Pensé que las manchas sobre la piel del jaguar, del leopardo, parecían signos. Uní estos dos elementos: la experiencia espantosa —estar inmóvil y encadenado— y la idea de las manchas, escritura sobre la piel del jaguar. Por otro lado, acababa de leer libros sobre la experiencia mística, sobre la posibilidad de comunicarla. De estas tres cosas surgió la historia. El traductor alemán le encontró un título muy bello. No La escritura del Dios, sino Die Theologen, es decir, Los teólogos.
G. C.: ¿A qué impulso inicial respondió El jardín de senderos que se bifurcan?
J. L. B.: Creo que en su origen hay dos ideas: la idea del laberinto, que siempre me ha obsesionado, y del mundo como laberinto, y también una idea que sólo es de novela policíaca, la idea de un hombre que mata a un desconocido para atraer sobre sí la atención de los demás. Por eso tuve que inventar esta historia, tan inverosímil por lo demás, del espía que se encuentra en Inglaterra, del relato chino, etcétera.
Al comienzo sólo tenía una idea bastante modesta. Por lo demás, esta historia, que obtuvo un premio, no obtuvo el primer premio sino el segundo en la revista Ellery Queen de Estados Unidos. ¡Algunos dólares gané con ella! Creo que más importante que la historia policíaca es la idea, es la presencia del laberinto, y después la idea de un laberinto perdido. Me divertí con la idea, no de perderse en un laberinto, sino en un laberinto que a su vez él mismo se pierde. Ahí hay algo que me pareció gracioso y que estimuló mi imaginación.
G. C.: Le planteé preguntas muy vecinas sobre sus cuentos. La respuesta casi siempre ha sido formada con estas palabras: «Hay dos ideas».
J. L. B.: ¡Ah! ¿Es que usted tiene la impresión de que, quizá, no hay ninguna?
G. C.: ¡No! Siempre ha respondido usted: «Hay dos ideas». Pero estas dos ideas se sitúan siempre en dos planos extremadamente disímiles.
J. L. B.: Del todo distintos. Por un lado, hay el plano intelectual, el plano matemático, por decirlo así. El otro plano es el poético. La idea de restituir de una o de otra manera experiencias o estados de ánimo. Sus preguntas me han revelado que esos dos planos, esas dos caras, deben estar presentes siempre —juntas— en un libro.
G. C.: Siempre están presente en sus libros.
J. L. B.: El anverso y reverso de la medalla, ¿no?
G. C.: Siempre hay varios planos en sus obras y esto es importante para la génesis de la obra.
J. L. B.: Un libro que quiere durar es un libro que debe poder leerse de muchas maneras. Que, en todo caso, debe permitir una lectura variable, una lectura cambiante. Cada generación lee de una manera distinta los grandes libros.
Inútil es hablar de la Biblia.
Es evidente.
Evidente y cierto.
Al mismo tiempo.
Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Imagen arriba: Borges. Otra escultura en metal de Pablo Salvador Rocha