Con una emoción veraz y una codicia nunca desmentida de regalarme con bellezas verbales, han recorrido mi corazón y mis ojos Las luminarias de Hanukah de Rafael Cansinos Assens, libro escrito en Madrid y cuya voz es clara y patética en perfección de prosa castellana, pero que suelta desde la altiva meseta los muchos ríos de su anhelo —ríos henchidos y sonoros— hacia la plenitud de Israel, desparramada sobre la faz de la tierra. La gran nostalgia de Judá, la que encendió de salmos a Castilla en los ilustres días de la grandeza hispano-hebrea, late en todas las hojas y la inmortalidad de esa nostalgia se encarna una vez más en formas de hermosura. Israel, que por muchas centurias despiadadas hizo su asiento en las tinieblas, alza con este libro una esperanzada canción que es conmovedora en el teatro antiguo de tantas glorias y vejámenes, en la patria que fue de Torquemada y Yehuda Ha Levy.
Esta novela es autobiográfica. Su perenne interlocutor, ese Rafael Benaser que escudriñando un proceso inquisitorial da con el nombre de un su posible antepasado judío y se siente así vinculado a la estirpe hebraica y hasta entenebrecido de su tradición de pesares, no es otro que Cansinos. El doctor Nordsee es Max Nordau, sin otra máscara que la de inundarle su nombre y engrandecer en mar su pradera Y así en lo relativo a los demás héroes que insignemente fervorizan, charlan y se apostrofan, sólo atareados a pensar en su raza y a definir su pensamiento en extraordinarias imágenes. Yo debo confesar que esas imágenes son para mí el primer decoro del libro y que, a mi juicio, Rafael Cansinos Assens metaforiza más y mejor que cualquiera de sus contemporáneos. Cansinos piensa por metáforas y sus figuras, por asombrosas que sean, jamás son un alarde puesto sobre el discurso, sino una entraña sustancial. Basta la frecuentación de su obra para legitimar este aserto. Yo mismo, que con alguna intimidad lo conozco, sé que de su escritura a la habitualidad de su habla no va mucha distancia y que igualmente son generosas entrambas en hallazgos verbales. Cansinos piensa con belleza y las estrellas, una sombra, el viaducto, lo ayudan a ilustrar una teoría o a realzar un sofisma.
Sobre el imaginario argumento de Las luminarias de Hanukah, sobre la pura quietación en que Cansinos inmoviliza sus temas, quiero adelantar una salvedad. Se trata de un consciente credo estético y no de una torpeza para entrometer aventuras. Cansinos, en efecto, no sufre que en la limpia trama de su novela garabateen inquietud las errátiles hebras de la casualidad y del acaso. El mundo de sus obras es claro y simple y un ritualismo placentero lo rige, sólo equiparable al orden divino que ha dado al Tiempo dos colores —el color azul de los días y el negro de las noches— y que reduce el año a sólo cuatro estaciones como una estrofa a cuatro versos. Lástima grande que esto motive en él la imperdonabilidad de hacer de sus héroes personas esquemáticas, sin más vida que la que el argumento prefija. Es verdad que toda poesía es finalmente convencional y simbólica. El tú en los versos siempre es alusivo a una novia, la aurora es fielmente feliz, la estrella o el ocaso o la luna nueva salen a relucir en el remate del último terceto.
La realidad de todos, la transitada realidad de los hombres en su vida común (esto es, aparencial o superficial) no está representada en Las luminarias de Hanukah. Falta asimismo la individual realidad, la de nuestro yo en codicia de dicha y en apetencia de la eternidad de los tiempos para gozar de esa dicha. (A ser Cansinos un novelista de los que llaman psicólogos, el destino de Rafael Benaser hubiera sido el trágico de un hombre que intenta traducir su íntima angustia personal en congoja de raza y que fracasa en ello y nos confiesa su aislamiento).
Cada literatura es una forma de concebir la realidad. Las de Las luminarias, pese a la fecha contemporánea que muestra y a los vagos paisajes madrileños que le sirven de teatro, es realidad de lejanía, de conseja talmúdica. La informan esa contemplación alargada y ese dichoso aniquilamiento ante el espectáculo humano, que según Hegel (Estética, segundo volumen, página 446) son distintivos del Oriente.
Su tiempo mismo no es occidental, es inmóvil: tiempo de eternidad que incluye en sí el presente, el pasado y lo porvenir de la fábula, tempo haragán y rico.
Imagen arriba: Rafael Cansinos Assens en 1898 y manuscrito de 1905
Fuente Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens
Nota: En la obra de Borges dice Hanukah y, en variadas fuentes, ortografías varias.
Janucá es la única forma correcta de transcribir la palabra en castellano, ya que
le permite al lector hispanohablante pronunciarla exactamente como es en hebreo.
Me atrevo a corregir el título, con la orientación de Yonah Kranz.
Véase portada de la edición de Cansinos Assens
En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)
Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House