La víspera del Año Nuevo de 1967, en una sofocante y ruidosa Buenos Aires, me encuentro cerca del departamento de Borges y decido visitarlo. Está en su hogar. Ha bebido un vaso de sidra en casa de Bioy y Silvina y ahora, de regreso, se ha puesto a trabajar. No le presta atención alguna a los silbatos y petardos («la gente celebra obedientemente, como si una vez más el fin del mundo se avecinase») porque está escribiendo un poema. Su amigo Xul Solar le dijo, muchos años atrás, que lo que uno hace en Año Nuevo refleja y marca la actividad de los meses por venir, y Borges ha seguido fielmente esta admonición. Cada víspera de Año Nuevo, supersticiosamente, comienza un texto para que el año que se inicia le conceda más escritura. «A ver, ¿me puede anotar unas frases?», pregunta. Como en muchos de sus textos, las palabras componen un catálogo porque, dice, «hacer listas es una de las más viejas actividades del poeta»: «El bastón, las monedas, el llavero...» Ya no recuerdo los otros objetos que, amorosamente evocados, llevaban a la frase final: «No sabrán nunca que nos hemos ido».
La última vez que le leí fue en 1968; su elección de esa noche fue el cuento de Henry James «The Jolly Corner». La última vez que lo vi fue años más tarde, en 1985/en el sótano que hacía de comedor en L’Hôtel de París. Habló con amargura sobre la Argentina y dijo que aun cuando alguien dice que un lugar es el suyo y sostiene que vive allí, en verdad se está refiriendo no al lugar sino a un grupo de pocos amigos cuya compañía lo define como propio. Luego habló de las ciudades que consideraba suyas —Ginebra, Montevideo, Nara, Austin, Buenos Aires— y se preguntó (hay un poema en el que habla de esto) en cuál de ellas habría de morir. Descartó Nara, en Japón, donde había «soñado con una terrible imagen de Buda, a quien no vi sino toqué». «No quiero morir en un idioma que no puedo entender», dijo. No concebía por qué Unamuno había dicho que anhelaba la inmortalidad. «Alguien que desea ser inmortal debe estar loco, ¿eh?»
La inmortalidad, para Borges, residía en las obras, en los sueños de su universo, y por eso no sentía la necesidad de una existencia eterna. «El número de temas, de palabras, de textos es limitado. Por lo tanto nada se pierde para siempre. Si un libro llega a perderse, alguien volverá a escribirlo. Eso debería ser suficiente inmortalidad para cualquiera», me dijo cierta vez al referirse a la destrucción de la Biblioteca de Alejandría.
Hay escritores que tratan de reflejar el mundo en un libro. Hay otros, más raros, para quienes el mundo es un libro, un libro que ellos intentan descifrar para sí mismos y para los demás. Borges fue uno de estos últimos. Creyó, a pesar de todo, que nuestro deber moral es el de ser felices, y creyó que la felicidad podía hallarse en los libros. «No sé muy bien por qué pienso que un libro nos trae la posibilidad de la dicha —decía—. Pero me siento sinceramente agradecido por ese modesto milagro.» Confiaba en la palabra escrita, en toda su fragilidad, y con su ejemplo nos permitió a nosotros, sus lectores, acceder a esa biblioteca infinita que otros llaman el Universo. Murió el 14 de junio de 1986 en Ginebra, ciudad en la que había descubierto a Heine y a Virgilio, a Kipling y a De Quincey, y en la cual leyó por primera vez a Baudelaire, a quien entonces admiraba (llegó a saber de memoria Las flores del mal) y de quien luego abominó. El último libro que le fue leído, por una enfermera del hospital suizo, fue el Heinrich von Ofterdingen de Novalis, que había leído por vez primera durante su adolescencia en Ginebra.
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Éstos no son recuerdos; son recuerdos de recuerdos de recuerdos, y los hechos que los justifican se han desvanecido, dejando apenas unas escasas imágenes, unas pocas palabras que ni siquiera estoy seguro de recordar con exactitud. «Me conmueven las menudas sabidurías / que en todo fallecimiento se pierden», escribió sabiamente un joven Borges. El niño que trepaba los peldaños se ha perdido en algún punto del pasado, lo mismo que el viejo sabio que adoraba los relatos. Al hombre viejo le gustaban las metáforas inmemoriales —el tiempo como un río, la vida como un viaje y como una batalla—, y esa batalla y ese viaje han terminado para él, y el río ha arrastrado consigo cuanto hubo en esas tardes, excepto la literatura que (y él, en esto, citaba a Verlaine) es lo que queda después de que se ha dicho lo esencial, siempre fuera del alcance de las palabras.
La lectura llega a su fin. Borges hace un último comentario: sobre el talento de Kipling; sobre la sencillez de Heine; sobre la interminable complejidad de Góngora, tan diferente de la complejidad artificial de Gradan; sobre la ausencia de descripciones de la pampa en el Martín Fierro; sobre la música de Verlaine; sobre la bondad de Stevenson. Observa que todo escritor deja dos obras: lo escrito y la imagen de sí mismo, y que hasta la hora final ambas creaciones se acechan una a otra. «Un escritor sólo puede anhelar la satisfacción de haberlo guiado a uno por lo menos hacia una conclusión digna, ¿eh?» Y después, con una sonrisa: «¿Pero con cuánta convicción?». Se pone de pie. Ofrece por segunda vez su mano anodina. Me acompaña hasta la puerta. «Buenas noches. Hasta mañana, ¿no?», me dice, sin esperar respuesta. Luego la puerta se cierra, lentamente.
Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 95-102
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel aludida
Imagen arriba: Borges en su casa. Pág.30