Osvaldo Ferrari: Más allá de todas las modas de nuestro siglo, afortunadamente, usted ha declarado en una de sus páginas, Borges, no tener vocación de iconoclasta.
Jorge Luis Borges: Sí, es verdad, creo que debemos respetar el pasado, ya que el pasado es tan fácilmente cambiable, ¿no?, en el presente.
—Pero ese mantenerse ajeno a las sucesivas modas iconoclastas, por su parte…
—Ah, sí, yo creo que sí; pero es una mala costumbre francesa el hecho de pensar en la literatura en términos de escuelas, o en términos de generaciones. Flaubert dijo: «Cuando un verso es bueno, pierde su escuela», y agregó: «Un buen verso de Boileau equivale a un buen verso de Hugo». Y es verdad: cuando un poeta acierta, acierta para siempre; y no importa mucho qué estética profese, o en qué época haya escrito: ese verso es bueno, y es bueno para siempre. Y eso ocurre con todos los buenos versos; uno puede leerlos sin tomar en cuenta el hecho de que corresponden, por ejemplo, al siglo XIII, a la lengua italiana, o al siglo XIX, a la lengua inglesa, o qué opiniones políticas profesaba el poeta: el verso es bueno. Yo siempre cito aquel verso de Boileau; asombrosamente Boileau dice: «El momento en que hablo, está ya lejos de mí». Es un verso melancólico y, además, mientras uno está diciendo el verso, ese verso deja de ser presente y se pierde en el pasado, y da lo mismo que sea un pasado muy reciente o un pasado remoto: el verso queda allí. Y lo ha dicho Boileau; ese verso no se parece a la imagen que tenemos de Boileau, pero sería igualmente bueno si fuera de Verlaine, si fuera de Hugo, o si fuera de un autor desconocido: el verso existe por cuenta propia.
—Cierto. En este mes de agosto de 1984, Borges, mes de su aniversario número ochenta y cinco, digamos…
—Bueno, caramba, ¿qué voy a hacer?, sigo tercamente viviendo. Cuando era joven yo quería ser Hamlet, yo quería ser Raskolnikov, yo quería ser Byron. Es decir, yo quería ser un personaje trágico e interesante; pero ahora no, ahora me resigno… a no ser muy interesante, a ser más bien insípido, pero a ser —lo cual no es menos importante— o a tratar de ser, sereno. La serenidad es algo a lo que podemos aspirar siempre; quizá no la alcanzamos del todo, pero la alcanzamos más fácilmente en la vejez que en la juventud. Y la serenidad es el mayor bien —ésta no es una idea original mía; no hay ideas originales— bueno, los epicúreos, los estoicos, pensaban de este modo. Pero, por qué no parecernos a esos ilustres griegos: ¿qué más podemos desear?
—Pero, justamente, en relación con esa serenidad mantenida, y con esa no concesión suya a las modas iconoclastas, yo quiero hablar con usted sobre los clásicos esta vez.
—Bueno… tendré que repetirme —no me queda otra cosa— ya que si no repito a los otros me repito a mí mismo, y quizá yo no sea otra cosa que una repetición. Yo creo que un libro clásico no es un libro escrito de cierto modo. Por ejemplo: Eliot pensó que sólo puede darse un clásico cuando un lenguaje ha llegado a una cierta perfección; cuando una época ha llegado a cierta perfección. Pero yo creo que no: creo que un libro clásico es un libro que leemos de cierto modo. Es decir, no es un libro escrito de cierto modo, sino leído de cierto modo; cuando leemos un libro como si nada en ese libro fuera azaroso, como si todo tuviera una intención y pudiera justificarse, entonces, ese libro es un libro clásico. Y tendríamos la prueba más evidente en el I Ching, o libro de las mutaciones chino, libro compuesto de sesenta y cuatro hexagramas: de sesenta y cuatro líneas enteras o partidas, combinadas de los sesenta y cuatro modos posibles. A ese libro le han dado una interpretación moral, y es uno de los clásicos de la China. Ese libro ni siquiera consta de palabras, sino de líneas enteras o partidas, pero es leído con respeto. Esto es lo mismo que pasa, en cada idioma, con sus clásicos. Por ejemplo, se supone que cada línea de Shakespeare está justificada —desde luego, muchas habrán sido obra del azar—; y se supone que cada línea de El Quijote, o que cada línea de La Divina Comedia, o cada línea de los poemas llamados «homéricos» está justificada. Es decir, que un clásico es un libro leído con respeto. Por eso, yo creo que el mismo texto cambia de valor según el lugar en que está: si leemos un texto en un diario, lo leemos en algo que está hecho para el olvido inmediato —ya que el nombre mismo (diario) indica que es efímero—; cada día hay uno nuevo, que borra al anterior. En cambio, si leemos ese mismo texto en un libro, lo hacemos con un respeto que hace que ese texto cambie. De modo que yo diría que un clásico es un libro leído de cierta manera. Aquí, en este país, hemos resuelto que el Martín Fierro es nuestro libro clásico, y eso, sin duda, ha modificado nuestra historia. Creo que si hubiéramos elegido el Facundo, nuestra historia hubiera sido otra. El Facundo puede deparar un placer estético distinto, pero no inferior al que nos da el Martín Fierro de Hernández. Ambos libros tienen un valor estético y, desde luego, la enseñanza del Facundo, es decir, la idea de la democracia —la idea de la civilización contra la barbarie—, es una idea que hubiera sido más útil que el tomar como personaje ejemplar a un… bueno, a un desertor, a un malevo, a un asesino sentimental; que es lo que viene a ser, en suma, Martín Fierro. Todo eso sin desmedro de la virtud literaria del libro. Y me place nombrar a Sarmiento; como usted sabe, el 11 de septiembre voy a recibir un alto e inmerecido honor: voy a ser nombrado doctor honoris causa de la Universidad de San Juan —una rama reciente de la Universidad de Cuyo—, pero que está vinculada al nombre de Sarmiento, para mí el máximo nombre de nuestra literatura y de nuestra historia, ¿por qué no aventurarse a decir eso? Bueno, y voy a recibirlo en San Juan, y me siento muy, muy honrado.
—Y se vincula a su primer doctorado honoris causa.
—Es cierto, mi primer honoris causa, que es el que más me emocionó —recibí otros después, de universidades más antiguas y más famosas; por ejemplo, la de Harvard, la de Oxford, la de Cambridge, la de Tulane, la Universidad de Los Andes— fue el de la Universidad de Cuyo. Eso fue en 1955 o 1956, y yo le debo ese honor a mi amigo Félix Della Paolera, que fue quien sugirió ese nombramiento al rector de la Universidad de Cuyo. Y eso lo supe por otros, él no me dijo nada; es un viejo amigo de Adrogué.
—Volviendo a los clásicos, Borges, usted indica dos caminos seguidos por ellos. El primero, seguido por Homero, Milton o Torcuato Tasso, quienes, según usted indica, invocaron a la musa inspiradora o al espíritu.
—Son los que se propusieron una obra maestra, sí. Bueno, claro, es lo que ahora se llama lo inconsciente, pero viene a ser lo mismo; los hebreos hablaban del espíritu, los griegos de la musa, y nuestra mitología actual habla de lo inconsciente —en el siglo pasado se decía lo subconsciente—. Es lo mismo, ¿no?, y eso me recuerda lo de William Butler Yeats, que hablaba de la gran memoria; decía que todo individuo tiene, además de la memoria que le dan sus experiencias personales, la gran memoria —the great memory—, que sería la memoria de los mayores —que se multiplica geométricamente—, es decir, la memoria de la especie humana. De modo que no importa que a un hombre le sucedan o no muchas cosas, ya que dispone de ese casi infinito receptáculo que es la memoria de los mayores, que viene a ser todo el pasado.
—Y después hay otro procedimiento, indicado también por usted, seguido por los clásicos para llegar a la forma final de una obra. Y sería el de remontar un hilo, o partir de un hecho aparentemente secundario o anónimo. Como en el caso de Shakespeare, por ejemplo, que decía que no le importaba tanto el argumento, sino…
—Las posibilidades de ese argumento. Esas posibilidades son, de hecho, infinitas. Eso parece raro en el caso de la literatura, pero en el caso de la pintura o de las artes plásticas, no. Por ejemplo, ¿cuántos escultores han ensayado con felicidad la estatua ecuestre?; que vienen a ser más o menos variaciones sobre el tema del jinete, el hombre a caballo. Y eso ha dado, bueno, resultados tan diversos como la «Gattamelata», el «Colleoni». Y… mejor es olvidar las estatuas de Garibaldi (ríen ambos), que vienen a ser un ejemplo un tanto melancólico del género, ya que son estatuas ecuestres también. Y ¿cuántos pintores han pintado La virgen y el niño, La crucifixión?; y, sin embargo, cada uno de esos cuadros es distinto.
—Ah, claro, las preciosas variaciones.
—Sí, y en el caso de los trágicos griegos, ellos trataban temas que los auditores ya conocían. Y eso les ahorraba el trabajo de muchas explicaciones, ya que decir «Prometeo encadenado», era referirse a algo conocido por todos. Pero, quizá, de hecho, la literatura sea una serie de variantes sobre algunos temas esenciales. Por ejemplo, uno de los temas sería la vuelta; el ejemplo clásico sería La Odisea, ¿no?
—Cierto.
—O bien el tema de los amantes que se encuentran, de los amantes que mueren juntos; hay unos cuantos temas esenciales que dan libros del todo distintos.
—Sí, ahora, la vigencia de un clásico depende, usted dice, de la curiosidad o de la apatía de las generaciones de lectores.
—Sí.
—Es decir, al principio la obra no está manejada por el azar, sino por el espíritu o la musa; pero después es dejada al azar de los lectores.
—Es que, quién sabe si es un azar; ayer yo me di cuenta de la importancia de la lectura que hace cada uno, porque oí dos análisis de un cuento mío… ese cuento que se llama «El Evangelio según Marcos». Esas dos interpretaciones eran dos cuentos bastante distintos; ya que eran dos interpretaciones muy inventivas, hechas por un psicoanalista y por una persona versada en teología. Es decir, que, de hecho, había tres cuentos: mi borrador, que fue el estímulo de lo que dijeron ellos —y yo agradecí eso, porque está bien que cada texto sea un Proteo, que pueda tomar diversas formas, ya que la lectura puede ser un acto creador, no menos que la escritura—. Como dijo Emerson, un libro es una cosa entre las cosas, una cosa muerta, hasta que alguien lo abre. Y entonces puede ocurrir el hecho estético, es decir, aquello que está muerto resucita —y resucita bajo una forma que no es necesariamente la que tuvo cuando el tema se presentó al autor—; toma una forma distinta, bueno, esas preciosas variaciones de que usted hablaba recién.
—Pero, qué curioso que un psicoanalista y un teólogo se hayan entendido frente a un cuento suyo.
—Bueno, era un teólogo… era una teóloga en realidad, un poco discípula de los mitos de Jung, de modo que se encontraron en ese mundo mitológico de Jung (Ríen ambos).
—Claro, eso lo explica.
—Sí, pero era una asociación más bien teológica, en la que aparecían el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo; creo que lograron intercalar a la Virgen María también, y a la diosa tierra. Y se le dio importancia a dos elementos, que eran el fuego y el agua. Pero, supongo que si yo hablaba de la llanura también estaría la tierra y, si los personajes respiraban, estaría el aire también, ¿no?
—Los cuatro elementos.
—Yo creo que estaban los cuatro; sería muy difícil prescindir de los cuatro elementos, ¿no? Ellos insistieron, sobre todo, en la presencia del agua —una inundación, una lluvia—; en la presencia del fuego —que quema parte de la casa—. Pero se olvidaron de que los personajes no se asfixiaban, es decir, que ahí había aire, y que ahí estaba la tierra, ya que un ejemplo evidente de la tierra sería esa región que los literatos llaman la pampa.
—Ahora, siguiendo con los clásicos; usted siempre nos dijo que el compenetrarse de un autor es, de alguna manera, ser ese autor. El leer a Shakespeare es, mientras dura la lectura, según usted, ser Shakespeare.
—Sí, y en el caso de un soneto, por ejemplo, uno vuelve a ser el que fue el autor cuando lo redactó, o cuando lo pensó. Es decir, en el momento en que decimos «Polvo serán, mas polvo enamorado», somos Quevedo, o somos algún latino —Propercio— que lo inspiró a Quevedo.
—Pero usted, que se ha compenetrado de los clásicos de su predilección…
—Claro, porque cada uno elige. Yo he fracasado con algunos; por ejemplo, he fracasado del todo con los clásicos de la novela, que es un género asaz reciente. Pero también con algunos clásicos antiguos: recuerdo haber adquirido la obra de Rabelais en dos ediciones distintas, porque pensé: «En esta edición no puedo leerlo, quizá con otra letra y con otra encuadernación pueda leerlo». Pero fracasé ambas veces. Salvo algunos pasajes muy felices; entre ellos, uno que le gustaba a Xul Solar: se trata de una isla, en la que hay árboles, y esos árboles producen instrumentos, herramientas. Hay, por ejemplo, un árbol que da martillos, otro que da armas blancas, otro que da planchas; en fin, una isla fantástica. Y nosotros elegimos ese capítulo —Silvina Ocampo, Bioy Casares y yo— para la Antología de la literatura fantástica: «La isla de las herramientas», o «Los árboles de las herramientas», no recuerdo exactamente, pero es de Rabelais, y lo leí con mucho placer.
—Esa familia de clásicos de su predilección, Borges, de alguna manera lo ha incorporado. Se dice de usted que es ya un clásico viviente, ¿qué piensa de eso?
—Bueno… es un generoso error. Pero, en todo caso, he transmitido el amor por los clásicos a otros.
—Sí, realmente.
—Y de algún clásico reciente, un poco olvidado ya. Porque se olvidan clásicos recientes; por ejemplo, yo he difundido en diversos continentes el amor por Stevenson, el amor por Shaw, el amor por Chesterton, el amor por Mark Twain, el amor por Emerson; y, bueno, quizás eso sea lo esencial de lo que se ha dado en llamar mi obra: el haber difundido ese amor. Bueno, el haber enseñado también, lo cual no está mal; mi familia se vincula a la enseñanza, mi padre fue profesor de psicología, una tía abuela mía fue una de las fundadoras del Instituto de Lenguas Vivas; creo que está su nombre escrito en alguna piedra, un mármol de ese edificio: Carolina Haslam de Suárez.
—Celebramos, entonces, Borges, este nuevo cumpleaños suyo con el recuerdo de los clásicos.
—Sí, es una buena idea.
Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Foto: Caricatura de Borges por MaF, vía