Con una y otra musa, soberana
Góngora
Paul Valéry ha escrito que, para los cultores de Mallarmé,
tras haber descubierto su poesía, cualquier otra les resultaba
carente de sutileza, descuidada : tout leur semblait naïf et lâche
après qu’ils l’avaient lu.1
Tal es exactamente mi sentimiento
ante la prosa de Borges.
¿Puede acaso decirse lo mismo de su poesía?
La poesía y la prosa de Borges comparten un mismo
universo temático, y en ambas aparecen las mismas características
estilísticas. Con ironía, pero sin sarcasmos, las
hipálages y otras galas de la milenaria tradición poética esmaltan
la prosa de Borges; en ella, hasta las más chamuscadas
flores retóricas, transformadas en un puro encanto literario,
reviven como la rosa de Paracelso. Sin embargo, cuando
Borges las utiliza en el verso, en su entorno tradicional, hay
detractores que las desdeñan.
Opacada porque se la percibe sobre el fondo de su brillante
prosa, la poesía borgeana es objeto de un malentendido.
El poeta Roberto Juarroz aseguraba no haber encontrado
ninguna lección útil en ella.2 Muchos, en los países de lengua
española, la juzgan con gran condescendencia: es demasiado
clásica, dicen. Curiosamente, los mismos, cuando se presenta
la ocasión, aun fuera de todo contexto, aun incompletos,
reconocen sin dudar tales y tales de sus versos. Pongamos,
por ejemplo, Hay cenizas en el viento o Los libros y la noche.
Son títulos de libros de autores argentinos, fragmentos que
cualquier honesto lector reconoce como citas del “Poema conjetural” y del “Poema de los dones”.
Incontestablemente, Borges ha escrito versos intrínsecamente
memorables. Tales reconocimientos me parecen más
significativos que el juicio de cuantos siguen, sinceramente
o no, cierta doxa anticlásica que prevalece todavía (personas
que han aprendido las buenas costumbres pueden desviar
con disgusto la mirada de una imagen obscena… y no pueden evitar después que la misma imagen las obsesione). No
dudo, empero, que los versos de Borges sean demasiado
clásicos a veces. Dudo que lo sean de manera ingenua:
Perdidos estarán como Cartago
Que con hierro y con sal borró el latino.
Estos versos de “Límites” (El Otro, el mismo, 1964) no
desentonarían en el poema “A las ruinas de Itálica” de Rodrigo
Caro. En un escrito del siglo XX, su anacronismo estilístico
es escandaloso. Lo es, en todo caso, para quienes no aceptan
sino una poesía liberada de todo formalismo prosódico y de
claridades demasiado explicativas. Sí, la poesía de Borges
peca por ser límpida (aunque por culta pueda ser difícil) y a menudo métrica y rimada. El malentendido nace de cierta
supersticiosa ética del lector, de un horizonte de expectativas
inadecuado, demasiado contemporáneo. Examinemos ahora
en el mismo libro (en El hacedor, pero en el “Museo" final), un segundo poema también intitulado “Límites”,
escrito en verso libre ya rancio (digno, irónicamente, de un
museo):
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
Hay alguno que ya nunca abriré.
A esas dos líneas corresponde, en el primer “Límites”,
esta cuarteta:
Tras el cristal ya gris la noche cesa
Y del alto de libros que una trunca
Sombra dilata por la vaga mesa
Alguno habrá que no leeremos nunca.
Los dos poemas podrían muy bien admitir una tercera
versión en prosa, porque el uno y el otro son, para su autor,
versiones equivalentes (literariamente equivalentes). En efecto,
Borges ha afirmado sin ambigüedades que las diferencias
entre “las formas de la prosa y las del verso” son para él
“accidentales” (prólogo a Elogio de la sombra, 1969).
Así, acerca de “El tercer hombre”, en La cifra (1981),
una nota indica “esta página cuyo tema son los secretos
vínculos que unen a todos los seres del mundo, es fundamentalmente
igual a la que se llama «El bastón de laca». Borges
afirma una y otra vez las identidades literarias entre algunos
de sus poemas, canciones y prosas. Dice: “Alexander Selkirk no difiere de Odisea, libro vigésimo tercero, El puñal prefigura
la milonga que he titulado Un cuchillo en el Norte y quizás
el relato «El encuentro»" (prólogo a El Otro, el mismo, 1964).
Paradojalmente pues, si una página en verso y la otra en
prosa son “fundamentalmente idénticas”, lo más importante
no se sitúa en su equivalencia, sino en los accidentes formales
que las individualizan. En materia de poesía, pues, lo importante
será percibir con deleite cómo tales articulaciones
sintácticas son reforzadas por un final de verso (medido o
libre), cómo tales otras lo son por un encabalgamiento entre
dos versos (medidos o libres), o bien cómo esa palabra (y
ninguna otra) va a asociarse, en el caso de las rimas, con
aquella palabra (y con ninguna otra).
La equivalencia del verso y de la prosa, como la yuxtaposición
de rasgos estilísticos clásicos y no clásicos, atacan
por cierto la supersticiosa ética del lector, el de su época y
el de la nuestra, pero le proponen en cambio un contrato
de lectura ucrónico. Digo ucrónico y no transhistórico,
porque postular lo transhistórico es proponer una teoría de
la realidad, verdadera o falsa, como lo exige la lógica científica.
Lo ucrónico, en cambio, sólo puede ser una forma de ficción,
la aceptación lúdica de una realidad alternativa, ni verdadera
ni falsa.
Que la lectura del estilo sea un acto de ficción, tal es el
esfuerzo estético que la poesía de Borges requiere de sus
lectores, gracias esa “momentánea fe que exige de nosotros
el arte”3, según la versión borgeana de la willing suspension
of disbelief de Coleridge.
Baste con citar, para concluir, unos párrafos del prefacio en francés que escribió para sus OEuvres publicadas en lacolección La Pléiade: “Conozco hoy escritores que componen
su obra en función de la historia de la literatura […] Eliot
escribe que saber lo que quiere nuestro siglo importa más
que saber lo que uno mismo quiere (eso proclama, ebrio de
historia) ¿Tendré que explicar que soy el menos histórico de
los hombres? Las circunstancias de la historia me alcanzan
tanto como las de la geografía y política, pero creo ser un
individuo, más allá de esas tentaciones.”4
Más allá de esas tentaciones, versos y prosas de Borges
son, eminentemente, en la mejor acepción de la palabra,
literatura.
Si, como lo sostuvo agudamente Barthes, ser vanguardista
es saber lo que ya no es posible 5, entonces las modas neovanguardistas
argentinas han ido limitando hasta la miseria los
medios creativos del poeta, quitándole no sólo libertad, sino
soberanía. Indiferente, como lo fue, a las dictaduras del presente,
Borges es, para mí, símbolo de soberanía literaria.
1 “Lettre sur Mallarmé”, OEuvres, Pléiade, Gallimard (1968), t.I, p. 639
2 Cf., en este volumen, el ensayo de Wilson, p. 145 (de próxima publicación en este blog)
3 Otras inquisiciones (1964), "El primer Wells", p. 127
4 OEuvres complètes, Pléiade, Gallimard (1996), t. I, p. x.
5 “Réquichot et son corps”, OEuvres complètes, 2002, t. IV,p. 397
En Autores varios: Borges como símbolo, Buenos Aires 2017
© 2017, Schiavetta, Bernardo
Coedición a cargo de audisea y Reflet de Lettres
Foto: Bernardo Schiavetta por Daniel Mordzinski
Salon du Livre de Paris 2014
Excelente !
ResponderBorrar