Puntos, rayas, zonas sombreadas, gruesas líneas que van demarcando las fronteras en un atlas de historia antigua. Signos que indican desde el comienzo del tiempo humano, el flujo y reflujo de las diferentes migraciones del hombre. Puntos, rayas, zonas sombreadas que se superponen y a veces desaparecen. Signos... Eso que, prolijamente trazado y coloreado, nos da la evolución de la humanidad hasta su nunca definitiva forma geográfica actual. Uno se estremece cuando sabe que esa aséptica geometría encierra luchas, desolación, muerte y cautiverio. Uno sabe, también, que esos signos nada transmitirían emocionalmente, si no estuvieran los bajorrelieves de la antigüedad —mudos testigos de ese tiempo— y la literatura, guardianes de la emoción de la vida a través de sus creadores.
De las múltiples formas del castigo, el cautiverio es, quizá, la más dolorosa. En la niñez, muchos se habrán sentido transidos por el enigma terrible que encierra el mito, o por la historia, tan lejana para un niño, que se confunde con el mito. Algunos habrán oído de labios de sus mayores, las palabras de la Biblia, esa historia apasionante de los judíos que es la de Palestina, y que comenzó con aquella gente que ocupaba las tierras que se extendían junto al Nilo, el Tigris y el Éufrates los ubica en el centro físico de los movimientos históricos que hicieron crecer el mundo. La mención de esos ríos es el recuerdo instantáneo de los dos centros culturales más importantes del mundo antiguo: Egipto y Babilonia. Es, precisamente, este último nombre el que desde la infancia queda asociado a la construcción de una torre con la que los hombres pretendían llegar a Dios, y es aquí cuando aprendemos que el lenguaje de la humanidad era uno y que la diversidad de las lenguas surge como un castigo de Dios al hombre por su soberbia. Los hombres no podrían llegar a Dios porque no podrían entenderse. Por eso uno acepta, cuando sabe que Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitia a Jerusalem; y hace prisionero a Joaquín, rey de Jerusalem. Uno siente temor ante la violencia con la que saca los tesoros de la casa de Jehová y de la casa del rey, y rompe los utensilios de oro que eran de Salomón, rey de Israel; y, sin embargo, esto no puede compararse con la desazón que uno siente cuando lee, en el versículo 15 de Reyes, 24 y 25, que “asimismo llevó cautivos a Babilonia, a Joaquín, a la madre del rey, a las mujeres del rey, a sus oficiales y a los poderosos de la tierra; cautivos los llevó de Jerusalem a Babilonia”.
Uno siente opresión: desde la noche de los tiempos surge el clamor de los hombres, el llanto de las mujeres, los gritos de los niños, y desfilan ante nuestros ojos nuevamente el dolor y la guerra engendrada por la cólera de Aquiles; y el cadáver de Héctor arrastrado tres veces alrededor de las murallas de Troya; y el desconsuelo de Hécuba; y el clamor de los troyanos que lamentan, en la muerte de Héctor, su propio destino; todo esto lo salvó para nosotros, Homero.
Tanto en Occidente como en Oriente, el cautiverio, la idea de ser cautivo, hizo que muchos prefirieran morir antes que caer en manos de sus enemigos: Cleopatra, que se hizo picar por el áspid; o, en el extremo Oriente, la terrible historia de Heike, en la que las mujeres prefieren arrojarse al mar con sus hijos antes de ser llevadas en cautiverio. Oyendo estas historias, uno piensa en la inconsciencia de la infancia, que esta violencia le es ajena: hasta el momento en que descubre a los pitagóricos, quienes se consideran forasteros curiosos en la Magna Grecia, espectadores que se limitan a ver. A esta vida, que ellos denominan teorética, se opone el cuerpo con sus necesidades que sujetan al hombre. Entonces se leen las palabras que enfrentarán al hombre con una situación extrema, soma-sema, el cuerpo es una tumba. Hay que superarlo conservándolo. Para llegar a esto, es necesario un estado previo del alma, el entusiasmo, es decir, el endiosamiento. Sólo así se llega a una vida teorética no ligada a las necesidades del cuerpo, a un modo de vivir divino. El hombre que llega a esto es el sabio. Entonces, perdida la inocencia, se nos revela —a través de los pitagóricos— que ese cautiverio y esa violencia está en nosotros mismos y, también en nosotros mismos, el poder de superarla.
Siguiendo el curso de la historia, uno se pregunta si Hernán Cortés, por ejemplo, al quemar sus naves, logró, por un acto de voluntad, ese vivir divino; o si decidió en ese instante, su cautiverio en la vasta tierra mexicana, en ese continente regido por otra civilización con la que se enfrentaría en una cruel lucha, resultado de esa violencia que, abierta o encubiertamente, engendra una decisión.
En el continente europeo la sola mención de los bárbaros, denominación que, al comienzo, designaba tan sólo a los que no hablaban griego, a los extranjeros, producía temor y agonía. En el siglo V, este vocablo pasó a nombrar a las hordas o pueblos que abatieron el Imperio Romano y se expandieron por Europa. Luego fue sinónimo de fiero o cruel. El bárbaro era el ser odiado y temido, el que destruía el orden del Imperio, el que avasallaba imponiendo sus costumbres, su propia civilización, el que no podía hablar la misma lengua, el que engendraba el cautiverio.
Y en América vemos qué tan bárbaros eran los españoles para los indios, como lo eran los indios para los españoles. Todo esto, que parece claro si parangonamos la civilización azteca o maya con la española, parece más confuso cuando nos hallamos frente a indios que transcurrían sus vidas en un plano más primitivo.
La literatura se ha ocupado de situaciones límites en las regiones del sur del continente americano, presentando a los indios como seres casi bestiales, irrumpiendo en los fortines y llevándose cautivos a hombres y mujeres. La suerte de las cautivas era convertirse en concubinas del cacique, ganando siempre el odio de las otras, que hasta entonces habían vivido en armonía porque, precisamente, no eran la extranjera, la cautiva. Creo que aparece, por primera vez en nuestra literatura, en un pasaje de La Argentina Manuscrita, de Ruiz Díaz de Guzmán, el personaje de la cautiva. Ruiz Díaz de Guzmán sitúa el episodio en el fuerte de Sancti Spiritu, fundado por Gaboto en la unión de los ríos Paraná y Carcarañá —actual provincia de Santa Fe— en el año 1532.
Cuenta cómo el cacique Mangaré, enamorado de Lucía de Miranda, ataca y destruye el fuerte para llevarse cautiva a la mujer. Mangaré muere en la lucha y es su hermano Siripo, quien hereda a la cautiva como parte del botín. Sebastián Hurtado, el marido de Lucía, deliberadamente se hace tomar prisionero para dar con su mujer. Siripo ordena la muerte del hombre pero, ante los ruegos de Lucía, decide perdonarle la vida a cambio de que se aleje de ella. Los enamorados esposos no cumplen esto y, denunciados por una india celosa, Siripo los sorprende juntos y condena a la mujer a la hoguera, tormento que deberá presenciar el marido, para morir después, asaeteado.
Este tema será trasladado al teatro por Lavardén.
Tres siglos después, en 1837, publica Esteban Echeverría, de vuelta de Francia, el 28 de junio de 1830, el segundo volumen de Rimas, donde destaca como pieza principal el poema La Cautiva. Se da, también aquí, el cautiverio como el enfrentamiento de civilización y barbarie que, más tarde, retomará Sarmiento en su Facundo, cuya primera edición es de 1845.
El desarrollo de La Cautiva de Echeverría está teñido de romanticismo y de brutalidad. Está poema está dividido en nueve cantos y un epílogo. Podemos decir que la protagonista es La Pampa, ese desierto que se extiende desde el Plata a los Andes y que ya había sido cantado por los viajeros ingleses. Echeverría la transforma en la magnífica protagonista de su leyenda. Los personajes son María y Brian, que caen en poder de los indios; y La Pampa —verdadero tema de la obra— acompaña, de algún modo, el destino de los desdichados personajes, siendo, a veces, la expresión de lo que les sucede, de acuerdo con la visión romántica de la naturaleza.
Donde la descripción de la crueldad del indio alcanza su mayor grado de brutalidad es en el Martín Fierro de José Hernández, publicado en 1872, en el canto VIII, segunda parte, 1879, La vuelta de Martín Fierro. Martín Fierro está pensando en Cruz, a quien acaba de enterrar, cuando oye unos lamentos. Se acerca al lugar de donde provienen y ve a un indio que está azotando despiadadamente a una cautiva. Ésta ha sido acusada de bruja por una india, a raíz de la muerte de una hermana de la mujer. Como la cautiva no declara, el indio degüella al niño y le ata las manos a la desdichada con las tripas de su hijo. Martín Fierro mira al indio y sabe que la lucha es a muerte. Cuando el indio está a punto de matarlo, la mujer, con sobrehumano esfuerzo, ayuda a Martín Fierro. El indio resbala sobre los restos del niño y Fierro lo mata y vuelve con la mujer a la civilización.
Borges retoma el tema del cautiverio en dos textos: Historia del guerrero y de la cautiva y El cautivo. La diferencia fundamental consiste en que Borges no va a remitirse al relato del encuentro entre civilización y barbarie, o crueldad y piedad. Con estos dos cuentos, alcanza otra instancia: Borges va a imaginar al hombre y su circunstancia, como decía Ortega.
En Historia del guerrero y de la cautiva, Borges presenta dos historias separadas en el tiempo y en el espacio, que ofrecen, de una manera especular —por su inversión—, un mismo hecho, aunque parezcan dos episodios antagónicos.
En la primera parte, cuenta la historia de Droctulft, que leyó en La Poesía de Croce.
Benedetto Croce abrevia un texto latino de Pablo el Diácono. Borges narra cómo se conmovió con esta lectura y anticipa lo que será la segunda historia, cuando dice: “Luego entendí por qué”:
Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud.
Borges duda en ubicar la historia en el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia, o en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Él mismo dice:
“Imaginemos (este no es un trabajo histórico) lo primero”. Deliberadamente comienza el párrafo con “imaginemos”, juega con elementos de posibilidad, luego dice “al tipo genérico”; es decir que insiste en la no individualización, en la despersonalización del individuo. En lo que continúa vemos, también, la no intervención de la voluntad, en esa trayectoria que lo lleva desde las márgenes del Danubio y el Elba:
[El hombre] tal vez no sabía que iba al sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha…
Más adelante, agrega: “…era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. Toda esa vaguedad que se da en torno a Droctulft se cierra con esta enigmática frase.
De pronto dice: “Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud”, y más adelante agrega: “Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad”.
A partir de este punto los verbos cambian, expresan la visión, la certeza y la acción de Droctulft, sujeto que elige:
Sabe que en ella será un perro, o un niño […] sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido.
Hasta antes de esa revelación, todo es vago y no hay ningún indicio de una toma de iniciativa de Droctulft, que perteneciendo a los grupos bárbaros que asolaron Europa y que llevaban consigo el cautiverio y la muerte era, sin saberlo, cautivo de esa cosa feroz, la guerra. Es a partir de ver que se produce la revelación y el hombre sabe y actúa, abandona, pelea y muere. Estos actos, que ganaron la gratitud de los raveneses, quizá fueron otra forma de cautiverio, quizá todo esto le fue ajeno, ya que ni siquiera hubiera entendido las palabras que grabaron en su epitafio. Borges no lo considera un traidor sino un iluminado, un converso, y juega con la idea de que quizá, de alguno de los otros longobardos que siguieron su ejemplo, nació Dante. Esto develaría la frase, “leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. ¿Cuál es la lealtad vista desde la perspectiva del universo? ¿Fue un traidor Droctulft, o la inglesa india, ambos renegando de sus respectivas culturas?
Borges dice que la historia de la inglesa india lo emocionó, porque tuvo la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido suyo. Finalmente recuerda que es un relato que oyó de su abuela inglesa. Su abuela Fanny Haslam, casada con Borges, jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín. Ahí le cuentan a su abuela que hay otra inglesa desterrada como ella y un día le señalan una muchacha india. Un soldado le dice a la india que otra inglesa quiere hablar con ella. A partir del momento en que asiente, la india es la mujer, o las dos mujeres que se sienten hermanas. Sin embargo, pasa a ser llamada la otra cuando relata su historia de cautiverio y su condición de mujer de un capitanejo a quien había dado dos hijos y que era muy valiente. En medio del relato, esa reflexión: “A esa barbarie se había rebajado una inglesa”, la vuelve a hermanar con la mujer que la escucha. A partir de aquí, ante el ofrecimiento de la abuela de Borges de ampararla, la otra se niega, el relator vuelve a despersonalizarla, a identificarla con lo ajeno, con lo extraño.
Después de la muerte de Francisco Borges, en circunstancias dramáticas en el 74, escribe Borges: “…quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino…”
Como Droctulft, una y otra son sólo cautivas.
Ante el gesto de la india a caballo, que se tira al suelo para beber la sangre caliente de la oveja, Borges dice: “No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo”. Este signo es, quizá, la exteriorización de la elección que hace: renunciar a la civilización. Acata, mediante esa acción, ese ímpetu secreto, “un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales”.
También en El cautivo está la idea del hombre que nace en la civilización de la que es arrancado y, cuando regresa y puede elegir —¿puede?—, opta por volver a la barbarie.
Borges, en esta breve pieza en prosa, va dando la idea de ser otro en el tiempo, a través del cambio de sustantivos con los que se refiere al cautivo: es un chico desaparecido, un indio de ojos celestes, el hombre trabajado por el desierto. Vuelve a llamarlo chico cuando, por un instante, recuerda el lugar donde había escondido el cuchillito antes de ser raptado por el malón. Los padres lloran porque han encontrado al hijo. Finalmente vuelve a ser el indio y parte al desierto.
El constante cambio del hombre en el devenir está marcado en ambas historias. Aparentemente, el azar torció esos destinos; pero, quizá, cuando el destino les otorgó a esos personajes el instante, tal vez único, de libertad que tiene el hombre, el de decidir, pareciera que, en esa fracción de segundo, no es la razón la que actúa, sino un ímpetu que no se puede justificar o explicar.
Más allá de los encuentros de culturas, más allá de lo terrible y maravilloso que han encerrado y que aún encierran esos encuentros, el título de este breve cuento de Borges es la metáfora que encierra a todos los seres humanos en el laberinto del mundo.
De las múltiples formas del castigo, el cautiverio es, quizá, la más dolorosa. En la niñez, muchos se habrán sentido transidos por el enigma terrible que encierra el mito, o por la historia, tan lejana para un niño, que se confunde con el mito. Algunos habrán oído de labios de sus mayores, las palabras de la Biblia, esa historia apasionante de los judíos que es la de Palestina, y que comenzó con aquella gente que ocupaba las tierras que se extendían junto al Nilo, el Tigris y el Éufrates los ubica en el centro físico de los movimientos históricos que hicieron crecer el mundo. La mención de esos ríos es el recuerdo instantáneo de los dos centros culturales más importantes del mundo antiguo: Egipto y Babilonia. Es, precisamente, este último nombre el que desde la infancia queda asociado a la construcción de una torre con la que los hombres pretendían llegar a Dios, y es aquí cuando aprendemos que el lenguaje de la humanidad era uno y que la diversidad de las lenguas surge como un castigo de Dios al hombre por su soberbia. Los hombres no podrían llegar a Dios porque no podrían entenderse. Por eso uno acepta, cuando sabe que Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitia a Jerusalem; y hace prisionero a Joaquín, rey de Jerusalem. Uno siente temor ante la violencia con la que saca los tesoros de la casa de Jehová y de la casa del rey, y rompe los utensilios de oro que eran de Salomón, rey de Israel; y, sin embargo, esto no puede compararse con la desazón que uno siente cuando lee, en el versículo 15 de Reyes, 24 y 25, que “asimismo llevó cautivos a Babilonia, a Joaquín, a la madre del rey, a las mujeres del rey, a sus oficiales y a los poderosos de la tierra; cautivos los llevó de Jerusalem a Babilonia”.
Uno siente opresión: desde la noche de los tiempos surge el clamor de los hombres, el llanto de las mujeres, los gritos de los niños, y desfilan ante nuestros ojos nuevamente el dolor y la guerra engendrada por la cólera de Aquiles; y el cadáver de Héctor arrastrado tres veces alrededor de las murallas de Troya; y el desconsuelo de Hécuba; y el clamor de los troyanos que lamentan, en la muerte de Héctor, su propio destino; todo esto lo salvó para nosotros, Homero.
Tanto en Occidente como en Oriente, el cautiverio, la idea de ser cautivo, hizo que muchos prefirieran morir antes que caer en manos de sus enemigos: Cleopatra, que se hizo picar por el áspid; o, en el extremo Oriente, la terrible historia de Heike, en la que las mujeres prefieren arrojarse al mar con sus hijos antes de ser llevadas en cautiverio. Oyendo estas historias, uno piensa en la inconsciencia de la infancia, que esta violencia le es ajena: hasta el momento en que descubre a los pitagóricos, quienes se consideran forasteros curiosos en la Magna Grecia, espectadores que se limitan a ver. A esta vida, que ellos denominan teorética, se opone el cuerpo con sus necesidades que sujetan al hombre. Entonces se leen las palabras que enfrentarán al hombre con una situación extrema, soma-sema, el cuerpo es una tumba. Hay que superarlo conservándolo. Para llegar a esto, es necesario un estado previo del alma, el entusiasmo, es decir, el endiosamiento. Sólo así se llega a una vida teorética no ligada a las necesidades del cuerpo, a un modo de vivir divino. El hombre que llega a esto es el sabio. Entonces, perdida la inocencia, se nos revela —a través de los pitagóricos— que ese cautiverio y esa violencia está en nosotros mismos y, también en nosotros mismos, el poder de superarla.
Siguiendo el curso de la historia, uno se pregunta si Hernán Cortés, por ejemplo, al quemar sus naves, logró, por un acto de voluntad, ese vivir divino; o si decidió en ese instante, su cautiverio en la vasta tierra mexicana, en ese continente regido por otra civilización con la que se enfrentaría en una cruel lucha, resultado de esa violencia que, abierta o encubiertamente, engendra una decisión.
En el continente europeo la sola mención de los bárbaros, denominación que, al comienzo, designaba tan sólo a los que no hablaban griego, a los extranjeros, producía temor y agonía. En el siglo V, este vocablo pasó a nombrar a las hordas o pueblos que abatieron el Imperio Romano y se expandieron por Europa. Luego fue sinónimo de fiero o cruel. El bárbaro era el ser odiado y temido, el que destruía el orden del Imperio, el que avasallaba imponiendo sus costumbres, su propia civilización, el que no podía hablar la misma lengua, el que engendraba el cautiverio.
Y en América vemos qué tan bárbaros eran los españoles para los indios, como lo eran los indios para los españoles. Todo esto, que parece claro si parangonamos la civilización azteca o maya con la española, parece más confuso cuando nos hallamos frente a indios que transcurrían sus vidas en un plano más primitivo.
La literatura se ha ocupado de situaciones límites en las regiones del sur del continente americano, presentando a los indios como seres casi bestiales, irrumpiendo en los fortines y llevándose cautivos a hombres y mujeres. La suerte de las cautivas era convertirse en concubinas del cacique, ganando siempre el odio de las otras, que hasta entonces habían vivido en armonía porque, precisamente, no eran la extranjera, la cautiva. Creo que aparece, por primera vez en nuestra literatura, en un pasaje de La Argentina Manuscrita, de Ruiz Díaz de Guzmán, el personaje de la cautiva. Ruiz Díaz de Guzmán sitúa el episodio en el fuerte de Sancti Spiritu, fundado por Gaboto en la unión de los ríos Paraná y Carcarañá —actual provincia de Santa Fe— en el año 1532.
Cuenta cómo el cacique Mangaré, enamorado de Lucía de Miranda, ataca y destruye el fuerte para llevarse cautiva a la mujer. Mangaré muere en la lucha y es su hermano Siripo, quien hereda a la cautiva como parte del botín. Sebastián Hurtado, el marido de Lucía, deliberadamente se hace tomar prisionero para dar con su mujer. Siripo ordena la muerte del hombre pero, ante los ruegos de Lucía, decide perdonarle la vida a cambio de que se aleje de ella. Los enamorados esposos no cumplen esto y, denunciados por una india celosa, Siripo los sorprende juntos y condena a la mujer a la hoguera, tormento que deberá presenciar el marido, para morir después, asaeteado.
Este tema será trasladado al teatro por Lavardén.
Tres siglos después, en 1837, publica Esteban Echeverría, de vuelta de Francia, el 28 de junio de 1830, el segundo volumen de Rimas, donde destaca como pieza principal el poema La Cautiva. Se da, también aquí, el cautiverio como el enfrentamiento de civilización y barbarie que, más tarde, retomará Sarmiento en su Facundo, cuya primera edición es de 1845.
El desarrollo de La Cautiva de Echeverría está teñido de romanticismo y de brutalidad. Está poema está dividido en nueve cantos y un epílogo. Podemos decir que la protagonista es La Pampa, ese desierto que se extiende desde el Plata a los Andes y que ya había sido cantado por los viajeros ingleses. Echeverría la transforma en la magnífica protagonista de su leyenda. Los personajes son María y Brian, que caen en poder de los indios; y La Pampa —verdadero tema de la obra— acompaña, de algún modo, el destino de los desdichados personajes, siendo, a veces, la expresión de lo que les sucede, de acuerdo con la visión romántica de la naturaleza.
Donde la descripción de la crueldad del indio alcanza su mayor grado de brutalidad es en el Martín Fierro de José Hernández, publicado en 1872, en el canto VIII, segunda parte, 1879, La vuelta de Martín Fierro. Martín Fierro está pensando en Cruz, a quien acaba de enterrar, cuando oye unos lamentos. Se acerca al lugar de donde provienen y ve a un indio que está azotando despiadadamente a una cautiva. Ésta ha sido acusada de bruja por una india, a raíz de la muerte de una hermana de la mujer. Como la cautiva no declara, el indio degüella al niño y le ata las manos a la desdichada con las tripas de su hijo. Martín Fierro mira al indio y sabe que la lucha es a muerte. Cuando el indio está a punto de matarlo, la mujer, con sobrehumano esfuerzo, ayuda a Martín Fierro. El indio resbala sobre los restos del niño y Fierro lo mata y vuelve con la mujer a la civilización.
Borges retoma el tema del cautiverio en dos textos: Historia del guerrero y de la cautiva y El cautivo. La diferencia fundamental consiste en que Borges no va a remitirse al relato del encuentro entre civilización y barbarie, o crueldad y piedad. Con estos dos cuentos, alcanza otra instancia: Borges va a imaginar al hombre y su circunstancia, como decía Ortega.
En Historia del guerrero y de la cautiva, Borges presenta dos historias separadas en el tiempo y en el espacio, que ofrecen, de una manera especular —por su inversión—, un mismo hecho, aunque parezcan dos episodios antagónicos.
En la primera parte, cuenta la historia de Droctulft, que leyó en La Poesía de Croce.
Benedetto Croce abrevia un texto latino de Pablo el Diácono. Borges narra cómo se conmovió con esta lectura y anticipa lo que será la segunda historia, cuando dice: “Luego entendí por qué”:
Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud.
Borges duda en ubicar la historia en el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia, o en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Él mismo dice:
“Imaginemos (este no es un trabajo histórico) lo primero”. Deliberadamente comienza el párrafo con “imaginemos”, juega con elementos de posibilidad, luego dice “al tipo genérico”; es decir que insiste en la no individualización, en la despersonalización del individuo. En lo que continúa vemos, también, la no intervención de la voluntad, en esa trayectoria que lo lleva desde las márgenes del Danubio y el Elba:
[El hombre] tal vez no sabía que iba al sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha…
Más adelante, agrega: “…era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. Toda esa vaguedad que se da en torno a Droctulft se cierra con esta enigmática frase.
De pronto dice: “Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud”, y más adelante agrega: “Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad”.
A partir de este punto los verbos cambian, expresan la visión, la certeza y la acción de Droctulft, sujeto que elige:
Sabe que en ella será un perro, o un niño […] sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido.
Hasta antes de esa revelación, todo es vago y no hay ningún indicio de una toma de iniciativa de Droctulft, que perteneciendo a los grupos bárbaros que asolaron Europa y que llevaban consigo el cautiverio y la muerte era, sin saberlo, cautivo de esa cosa feroz, la guerra. Es a partir de ver que se produce la revelación y el hombre sabe y actúa, abandona, pelea y muere. Estos actos, que ganaron la gratitud de los raveneses, quizá fueron otra forma de cautiverio, quizá todo esto le fue ajeno, ya que ni siquiera hubiera entendido las palabras que grabaron en su epitafio. Borges no lo considera un traidor sino un iluminado, un converso, y juega con la idea de que quizá, de alguno de los otros longobardos que siguieron su ejemplo, nació Dante. Esto develaría la frase, “leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. ¿Cuál es la lealtad vista desde la perspectiva del universo? ¿Fue un traidor Droctulft, o la inglesa india, ambos renegando de sus respectivas culturas?
Borges dice que la historia de la inglesa india lo emocionó, porque tuvo la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido suyo. Finalmente recuerda que es un relato que oyó de su abuela inglesa. Su abuela Fanny Haslam, casada con Borges, jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín. Ahí le cuentan a su abuela que hay otra inglesa desterrada como ella y un día le señalan una muchacha india. Un soldado le dice a la india que otra inglesa quiere hablar con ella. A partir del momento en que asiente, la india es la mujer, o las dos mujeres que se sienten hermanas. Sin embargo, pasa a ser llamada la otra cuando relata su historia de cautiverio y su condición de mujer de un capitanejo a quien había dado dos hijos y que era muy valiente. En medio del relato, esa reflexión: “A esa barbarie se había rebajado una inglesa”, la vuelve a hermanar con la mujer que la escucha. A partir de aquí, ante el ofrecimiento de la abuela de Borges de ampararla, la otra se niega, el relator vuelve a despersonalizarla, a identificarla con lo ajeno, con lo extraño.
Después de la muerte de Francisco Borges, en circunstancias dramáticas en el 74, escribe Borges: “…quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino…”
Como Droctulft, una y otra son sólo cautivas.
Ante el gesto de la india a caballo, que se tira al suelo para beber la sangre caliente de la oveja, Borges dice: “No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo”. Este signo es, quizá, la exteriorización de la elección que hace: renunciar a la civilización. Acata, mediante esa acción, ese ímpetu secreto, “un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales”.
También en El cautivo está la idea del hombre que nace en la civilización de la que es arrancado y, cuando regresa y puede elegir —¿puede?—, opta por volver a la barbarie.
Borges, en esta breve pieza en prosa, va dando la idea de ser otro en el tiempo, a través del cambio de sustantivos con los que se refiere al cautivo: es un chico desaparecido, un indio de ojos celestes, el hombre trabajado por el desierto. Vuelve a llamarlo chico cuando, por un instante, recuerda el lugar donde había escondido el cuchillito antes de ser raptado por el malón. Los padres lloran porque han encontrado al hijo. Finalmente vuelve a ser el indio y parte al desierto.
El constante cambio del hombre en el devenir está marcado en ambas historias. Aparentemente, el azar torció esos destinos; pero, quizá, cuando el destino les otorgó a esos personajes el instante, tal vez único, de libertad que tiene el hombre, el de decidir, pareciera que, en esa fracción de segundo, no es la razón la que actúa, sino un ímpetu que no se puede justificar o explicar.
Más allá de los encuentros de culturas, más allá de lo terrible y maravilloso que han encerrado y que aún encierran esos encuentros, el título de este breve cuento de Borges es la metáfora que encierra a todos los seres humanos en el laberinto del mundo.
En Homenaje a Borges (2016)
Foto: Borges en visita a San Javier, Tucumán, 1978