En la Sociedad de Distribuidores de Diarios, con motivo de un diálogo que mantuviéramos durante «El mes de las Letras» (en agosto de 1979), Borges fue abordado por un grupo de periodistas.
—¿De verdad le parece que vivimos en un tiempo que no podemos entender y que es difícil encontrar respuestas a eso? —pregunta uno.
—¿Usted entiende al tiempo presente? —responde Borges con una pregunta—. Yo no. Quizá sea más fácil entender épocas pasadas. El presente es algo que nos cerca, nos oprime, nos confunde. Yo no entiendo el presente; me siento perplejo, hay veces que me siento triste, siento una sensación de pesadilla ante ciertas cosas que suceden. Bueno, el hecho de que yo sea famoso ya es una prueba de lo extraño que es el presente.
Otro periodista pregunta:
—Señor, Borges, usted cuando se refiere a la mujer amada la trata siempre de una manera especial, la trata con preferencia, como algo diferente.
—Caramba —responde Borges visiblemente sorprendido—, de qué otra manera se la puede tratar. Sería alarmante no sentir preferencia hacia la mujer amada, sería muy raro.
De pronto Borges cambia imprevistamente de tema y dice en tono de broma:
—Bueno, tengo una mala noticia para ustedes, una mala noticia que seguramente va a alarmar a Manuel Mujica Láinez, que dice descender de él: Don Juan de Garay no existe. Era un Juan venido de un pueblo llamado Garay.
Una señorita, que se identifica como cronista, pregunta:
—¿A qué atribuye, señor Borges, esa pasión que los argentinos sentimos por usted?
—No sé, quizá a una prueba de generosidad argentina. Estaría mal que yo dijera que es una prueba de estupidez argentina; pero yo no voy a decirlo, claro. O una muestra de insensatez argentina; pero tampoco voy a decirlo. Diré, en todo caso, que estoy asombrado, gratamente asombrado por esa, bueno, como la llama usted, pasión argentina hacia mí.
La cronista incurre en otra pregunta:
—¿A quién le hubiera gustado que le gustara su obra?
—Yo alguna vez escribí que me hubiera gustado que le gustara a Lugones, pero esa era una pretensión mía, una ilusoria pretensión. No sé, me gustaría que le guste a Silvina Ocampo, pero a ella no todas las veces le gusta lo que yo escribo; con toda razón, sin duda.
Tímidamente, otro representante de la prensa interroga:
—Usted, señor Borges, se declaró alguna vez admirador del Imperio Británico. ¿Lo sigue siendo?
—Bueno, lo que usted llama Imperio Británico ya no existe. Pero ya que usted gusta de los arcaísmos, por qué no me pregunta sobre lo que yo opino del Imperio Romano, digamos.
—¿Qué opina de la mentira? —arremete otro.
—Mark Twain decía que la verdad es el más preciado tesoro que tiene el hombre, y aconsejaba, por consiguiente economizarla. Yo creo que la mentira a veces es necesaria por razones de cortesía, de buena educación y de reserva también. Ahora, creo que es importante separar a la mentira del embuste. Yo tengo grandes amigos que son embusteros, y eso hasta suele resultar simpático, porque es una forma de mentira inofensiva, que no hace mal a nadie. Y, quizá, al cabo de un día uno ha mentido muchas veces, con palabras o callando; por eso una persona no deja de ser ética.
—¿Está seguro de su obra, señor Borges? —interroga otro.
—No, yo no tengo obra, lo mío es un conjunto de textos dispersos; pero eso no es una obra. Además yo no estoy seguro ni de mi propia vida, que es un hecho casual, o circunstancial como cualquier otra cosa, ni de mi existencia estoy seguro. Yo no sé nada, no estoy seguro de nada… Soy tan ignorante que ni siquiera sé la fecha de mi muerte.
—Pero su obra literaria existe, señor Borges —insiste el periodista.
—No, no. Lo que yo escribo, o lo que he escrito, ha sido casi una impertinencia de mi parte. Yo soy apenas un buen lector; diría que soy todos los autores que he leído. Pero bueno, he tenido la audacia de publicar algunas cosas y la suerte de ser algo conocido por esas cosas. A mí quizá me hubiera gustado ser mi padre, que escribió, pero tuvo la prudencia, mejor dicho, la decencia de no publicar. Mi padre decía que quería ser el hombre invisible de Wells, pasar desapercibido, que nadie notara su presencia. Y yo también aspiro a eso.
—Pero usted ya se ha ganado la inmortalidad —sentencia el periodista.
—Caramba, eso es terrible. La inmortalidad puede ser algo espantoso. Yo aspiro a la muerte, a la muerte total. Uno de mis temores es no morir, no desaparecer completamente; tengo la esperanza de la muerte. Después de todo las pruebas de que somos mortales son de carácter estadístico; puede ocurrir que con nosotros se inaugure una generación de inmortales. Sería una condena aterradora, ¿no? Bueno, hay algunos a los que les ha interesado la inmortalidad: Unamuno, por ejemplo, y, más hacia nuestros días, Sabato. A Sabato le interesa la inmortalidad, le interesa pasar a la posteridad. Él me dijo una vez que escribía para la posteridad. ¡Qué raro que alguien sienta esa misión! Oscar Wilde decía que la posteridad no ha hecho nada por nosotros.
—¿Yo quisiera saber cuál es el límite que usted encuentra entre el escritor y el periodista? —pregunta categórico otro hombre de prensa.
—Bueno, yo no sé si el periodismo debe ser celebrado; yo creo que no. Ya sé que decir algo así es una herejía. Pero bueno, tengamos paciencia, quizá algún día desaparezca el periodismo —Borges ríe y luego se disculpa—. Es mejor que eso no ocurra en seguida, ya que ustedes se quedarían sin trabajo.
—Pero hay grandes escritores que han sido periodistas, como usted mismo.
—Es cierto, Bernard Shaw, por ejemplo. En cuanto a mí, yo he sido periodista, pero no soy un gran escritor.
—¿Encuentra diferencia entre periodismo y literatura? —repite el periodista.
—Sí, son disciplinas distintas. La literatura se nutre de la imaginación, de la invención; el periodismo se dedica a hechos reales, y a veces a inventar hechos, lo cual es una forma de la inventiva también. Ahora, yo creo que el periodismo se parece peligrosamente a la literatura.
—Sí, son disciplinas distintas. La literatura se nutre de la imaginación, de la invención; el periodismo se dedica a hechos reales, y a veces a inventar hechos, lo cual es una forma de la inventiva también. Ahora, yo creo que el periodismo se parece peligrosamente a la literatura.
En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Foto: Jorge Luis Borges en su departamento entrevistado por Abel Posse. 1979