Osvaldo Ferrari: He leído en un diario de Buenos Aires, una carta suya, Borges, cuyo título es «La cultura en peligro».
Jorge Luis Borges: Sí, pero yo quería cambiar ese título, porque «La cultura en peligro» no suena bien. Yo había pensado poner «Las letras en peligro», para evitar la sinalefa, pero, quizá a la gente le interese más la cultura, siquiera nominalmente, que las letras; que son un tema, bueno, especial: las letras están incluidas en la cultura, y no viceversa. De modo que mantengámonos en ese título, un tanto cacofónico: «La cultura en peligro» —ya sé que la palabra cultura es una palabra antipática, pero es la única, ¿no?—; y es la palabra justa, más allá de sus connotaciones gratas o ingratas.
—Si a usted le parece, yo leería su carta, para que pueda explicar de qué se trata.
—Pero cómo no.
—Dice lo siguiente: «Es raro que alguien quiera haber sido objeto de una broma; tal es, inverosímilmente, mi caso. Ha llegado a mis manos un manuscrito cuya materia es la reforma —llamémosla así— de los estudios de la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Soy doctor emérito de esa casa»
—Bueno, yo querría explicar un poco mis actividades: yo enseñé durante unos veinte años —elijamos las cifras redondas— no la literatura inglesa o la norteamericana, que son infinitas, pero sí el amor de esas literaturas; o, más concretamente, el amor de algunos escritores: basta con el hecho de que un estudiante se enamore de un autor y busque sus libros, para que yo me sienta justificado. No sé si le dije que hace un tiempo, me detuvo alguien en la calle San Martín, me detuvo un desconocido y me dijo: «Borges, quiero agradecerle algo». Y yo le dije: «¿Qué quiere agradecerme, señor?», y él me dijo: «Usted me ha hecho conocer a Robert Louis Stevenson». En tal caso, le dije yo, me siento justificado. Me sentí muy feliz, porque haber hecho que alguien conozca a Stevenson es haberle dado… es haber agregado una felicidad a su vida. De modo que yo he enseñado el amor, no de todas esas literaturas, ya que he fracasado con muchos libros de esas ilustres literaturas, pero sí el amor de algunos libros y de algunos autores, o, por qué no, de un autor. Ya con eso basta para mi tarea; lo demás, bueno, es propio de enciclopedias, de historias de la literatura: nombres, fechas, todo eso es secundario.
—Usted agrega, entonces: «En esta ocasión, como en otras, no he sido consultado»…
—Claro, voy a decirle por qué puse eso: nos nombraron a José Luis Romero y a mí, profesores eméritos. Entonces, yo le pregunté a Romero «qué significa eso de emérito». Y me dijo: «Realmente no sé, supongo que querrá decir consultivo». Pero, no he sido consultado nunca, de suerte que esa explicación de él no era acertada. Quizá se tratara de un mero sonido halagüeño, simplemente un halago verbal: me regalaron esa palabra esdrújula «emérito», ¿no? Y por qué no agradecer las esdrújulas, una de las virtudes del castellano que otros idiomas no tienen. Bueno, muy bien, soy un profesor emérito aunque no sé muy bien qué significa eso; yo pensé que quería decir retirado, pero parece que no, parece que además tiene una suerte de connotación halagüeña, ¿no?, porque «jubilado», «retirado», se parecen un poco a «arrumbado», pero «emérito» parece…
—Más loable.
—Sí, más loable, es menos melancólico, ¿no? A ver, sigamos.
—Entonces, usted dice: «No he sido consultado, pero me creo con derecho a opinar», y transcribe el texto que le han dicho a usted que está en circulación.
—Sí, ahora, me dijeron después que ese texto es un texto exacto, y que por extraordinario que parezca, este tema va a ser discutido en la misma Universidad.
—El texto es el siguiente: «Todas las literaturas extranjeras podrán ser optativas»…
—Bueno, optativas quiere decir que podrán dejarse de lado, ¿no?; la palabra «optativo» significa eso, sí.
—«Y pueden sustituirse, por ejemplo, por Literatura media y popular»…
—Bueno, ahí confieso mi ignorancia; sobre todo ¿qué es literatura media?; después digo que puede ser «mediocre», pero me han dicho que no, que se trata de best sellers; es decir, algo que no suele parecerse a la literatura. En todo caso, excluye todo lo que pueda haber de pedantesco en la palabra literatura, ya que las palabras «literatura media» la hacen más accesible, menos alarmante que «la literatura», que podría ser muy solemne.
—Continúo leyendo: «pueden sustituirse por Medios de comunicación»…
—Cuando yo leo eso, pienso inmediatamente en ómnibus, diligencias, tranvías, ferrocarriles. Me explicaron que no; que se trataba de periódicos, de revistas —que vienen a ser pequeñas antologías—, o de la radio, incluso de la radiotelefonía. Ahora, parece muy raro que la literatura sea remplazada por la radio, pero parece que todo es asombroso.
—Luego dice: «pueden sustituirse por Folklore literario»…
—Creo que opino sobre eso a continuación, pero ¿qué puede ser el folklore sino una serie de supersticiones?, y ¿por qué fomentarlas? Claro que eso se hace porque se piensa en el folklore regional, y, desde luego, todo lo regional y todo lo nacional, tiene un prestigio en esta curiosa época; parece que es muy importante tal región o tal otra. Para mí no lo es, yo trato de ser digno de esa antigua ambición de los estoicos: ser un ciudadano del mundo. Y no insisto particularmente en haber nacido en la Parroquia de San Nicolás, de la ciudad de Buenos Aires.
—Sigue diciendo: «pueden sustituirse por Sociología de la literatura»…
—Realmente yo no sé qué pueda ser la sociología de la literatura. Si fuera una ciencia, podría predecir las cosas, pero, curiosamente, esa sociología se aplica a la literatura que ya ha ocurrido o que se quiere que ocurra. Y esto me recuerda una broma de Heine, que dijo: «El historiador, el profeta retrospectivo»; y eso fue, quizá, mejorado, curiosamente, por Valera, por Juan Valera, que dijo que «la historia es el arte de profetizar el pasado». Lo cual es cierto. Además, no sé si esa sociología de la literatura nos dará los nombres, y por qué no las fechas y los títulos de los grandes libros del siglo XXI. Más bien nos dirá que lo que ha ocurrido era inevitable, pero yo no sé hasta qué punto el hecho estético es inevitable: yo creo que nadie pudo predecir que en el año 1855, un periodista de Brooklyn, Walt Whitman, publicaría Leaves of grass (Hojas de hierba), y que eso modificaría toda la literatura subsiguiente. O que años antes, Edgar Allan Poe, por virtud de esos cinco cuentos que escribió, que todos recordamos: «Los crímenes de la calle Morgue», «La carta robada», «El escarabajo de oro», y los otros; nadie pudo predecir, por sociólogo que fuera, que eso iba a crear un género literario: el género policial. Y que ese género iba a tener cultores tan ilustres, bueno, como Dickens, como Wilkie Collins, como Chesterton, como Eden Phillpotts, y como tantos otros; la lista sería casi interminable, Nicolas Blake… bueno, muchísimos en todas partes del mundo; yo mismo, con Bioy Casares, he ensayado ese género en los Seis problemas para don Isidro Parodi. Todo eso no hubiera ocurrido si Poe no hubiera escrito esos cinco cuentos, que vienen a ser ejemplares perfectos del género, y trataban de determinar las leyes que se fijarían después; es decir, el hecho de rehuir toda violencia, de hacer que un crimen fuera resuelto por la meditación y por la observación, y no como suele proceder la policía, por recibir denuncias.
—Llegamos entonces, a las dos últimas posibilidades…
—¿Cuáles son?
—Pueden sustituirse por Sociolingüística, Psicolinguística.
—Bueno, yo no puedo decir nada de esas cosas, ya que para mí son meros neologismos, y no sé si corresponden a disciplinas. En todo caso, serían disciplinas tan recientes que para muchos son hipotéticas. Por qué preferir al goce estético el estudio de esas disciplinas, cuyo mismo nombre es árido.
—Su carta termina diciendo que, según es fama, los argentinos somos ingenuos…
—Eso quiere decir que posiblemente mucha gente crea que esa lista es auténtica, y que alguien va a creer que ese peligro es serio; es decir, que se va a remplazar la literatura, el goce de la literatura, por disciplinas sobre la literatura. Pero eso no es imposible; yo he sido profesor durante unos veinte años; muchos estudiantes me pedían, entonces, bibliografía. Y yo les decía que no, que no les daría ninguna, ya que la bibliografía es posterior a la obra de un escritor; no creo que Shakespeare hubiera leído, bueno, las vastas bibliotecas que se han escrito sobre él. Es decir, lo primero es la obra, pero ahora se escribe tanto sobre la obra, sobre los libros, y se escribe sobre lo que se escribe; y se escribe sobre lo que se escribe sobre lo que se escribe… que, la gente, por lo general, no llega al texto nunca, porque hay ese estorbo de la bibliografía. Y eso, bueno, eso continuará; ya Samuel Butler dijo que, con el tiempo, los catálogos del museo británico no cabrían en el mundo (ríen ambos). Ni siquiera se refirió a los libros, ya que los catálogos serían demasiados. Es decir, estamos obstruidos por la erudición, que es uno de los peligros de nuestro tiempo, aunque haya tantos ignorantes; porque los eruditos suelen ser ignorantes, o sólo suelen conocer aquel punto que estudian. Lo general ya no; es demasiado vago eso para ellos.
—En ese caso, se trataría de la erudición clausurando la creatividad.
—Sí, quizá una de las ventajas para estudiar, por ejemplo, los orígenes de la literatura, es que se han perdido todos esos chismes: los nombres de los autores, las fechas; algo tan importante para los críticos actuales como los cambios de domicilio… yo he leído un libro sobre Poe, de Harvey Alien, creo, que casi no era otra cosa que los cambios de domicilio de Poe. Casi no había otra cosa, y, sin embargo, lo menos importante son los cambios de domicilio: todo el mundo cambia de domicilio; pero lo importante es lo que un escritor ha soñado, y el libro que nos ha dejado. Todo eso se sustituye por cambios de domicilio, o —en el caso de los psicoanalistas— se sustituye por chismes, indiscreciones sobre la vida sexual… además, se entiende que todo escritor debe odiar a su padre y querer a su madre, u odiar a su madre y querer a su padre. Todo eso está remplazando a la literatura, al goce estético, que es casi desconocido ahora. Bueno, yo no sé si realmente corremos el peligro de que he hablado, espero que no, espero haber sido engañado personalmente; espero una declaración de una persona cualquiera vinculada a la Universidad, diciendo que —yo uso después una frase que creo necesaria—, que ese estrafalario catálogo no existe, y no podrá tomarse en serio. Sería muy triste, además, que la Universidad —claro que suele exagerarse la importancia de las universidades— se dedicara a reemplazar la literatura por la mera sociología. Pero, todo es de temerse en esta época.
—Creo que el contenido de su carta, Borges, ha quedado completamente explicado.
—Bueno, pero convendría, yo creo, que aparecieran otras cartas, de otros escritores, porque quizá este peligro no sea imaginario; quizá sea real. Y entonces convendría que los escritores protestaran. No quiero mencionar nombres propios; pero con que una persona vinculada a la Universidad lo desmintiera, bastaría. Pero, si hay otros escritores que quieran expresar su alarma ante este inverosímil, pero no imposible peligro, mejor. Además, Boileau dijo: «Lo cierto puede, a veces, no ser verosímil». Y, en este caso, puede tratarse de un hecho cierto, y tan inverosímil como yo he pensado, o como yo trato de pensar.
—O al revés.
—Sí, todo es posible.
Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Desde el cap. 92 hasta el final 118 el material fue publicado
anteriormente bajo el título Reencuentro. Diálogos inéditos,
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999.
anteriormente bajo el título Reencuentro. Diálogos inéditos,
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999.
Incluido luego como parte III en En diálogo
Imagen: Ejemplares de Robert Louis Stevenson propiedad de JLB
Museo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Toma de Fernando Albarracín, diciembre 2017
Museo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Toma de Fernando Albarracín, diciembre 2017