Tal como lo había anticipado al mediodía, del sábado pasado —cuando cumplió 86 años—, el escritor argentino Jorge Luis Borges salió de su casa, en pleno centro de Buenos Aires, y no volvió a aparecer hasta la madrugada del domingo. Apoyado sobre su bastón y colgando de su leal secretaria, María Kodama, partió con rumbo desconocido. Borges quiere estar solo y no entiende el empeño de la gente por conocerle: "Quizá les preocupe que sea un fantasma del siglo pasado". El escritor asegura: "No existo". Y hace ya unos días había confesado sus deseos: "Quisiera hacerme invisible".
No se hizo invisible, pero decidió esconderse: "El único que sabrá dónde estoy es el reloj de arena que me regaló María Kodama, réplica de uno que tenía Kipling. Mire cómo la arena cae lentamente: dura una hora de cada lado. Pase, está allí, en mi cuarto, podrá contemplarlo cuanto quiera"."¿Estamos ahora solos usted y yo?", pregunta luego, en la intimidad del modesto cuarto. Y se alivia al comprobarlo: "Es mejor así, siempre me veo rodeado de gente que no conozco. Estoy viajando demasiado y ya me canso un poco físicamente. No sé por qué todos quieren conocerme si yo he hecho lo posible por estar solo. Si no he seguido escribiendo fue para que los jóvenes tuvieran la oportunidad de leer a otros. Pero no sé..., supongo que les preocupa la idea de que soy un fantasma del siglo pasado".
Se sienta luego en uno de los sillones del cuarto de estar, todos enfundados en limpias, viejas y sencillas telas de género gris. El teléfono se conecta a través de un largo y revuelto cable prolongador con un enchufe de plástico. Su empleada de hace 30 años, Fanny, lo atiende desde la cocina. En uno de los sillones hay una mujer joven que se presenta como poetisa y que le trae de regalo un poema suyo, "dedicado con amor", y una caja de bombones de trufa elaborados por ella misma. "¡Qué empeño!", dice Borges. La poetisa no cede, y lee sus versos en voz alta. "Es como una serenata", agrega Borges. A la segunda línea de versos, la interrumpe: "Esas palabras [lumínica y báculo] son muy desafortunadas", le dice con una sonrisa. La poetisa acusa el golpe con estoicismo y mira nerviosamente a los inesperados testigos que ocupan la sala. Hay allí, casualmente convocados por Borges, un señor de alguna organización cultural que viene a invitarle a una conferencia, un turista colorido que pasó por allí por la mañana y llamó al timbre de la casa de Borges y amigos y periodistas desconocidos que circulan sin direcciones obligatorias. La poetisa quiso que Borges comiera las trufas: "No me gustaron nunca", dijo él.
Proverbio chino
El señor de la agrupación cultural, de apellido británico, buscó un atajo complaciente y le habló en ese idioma. Borges, distraído, le hacía repetir cada tanto una palabra. De pronto, le rozó la muerte: "En el transcurrir de una larga vida, uno se impacienta frente a la muerte. He aprendido a sobrevivir recordando un proverbio chino: 'Nadie es tan viejo que no se pueda morir el año que viene y nadie es tan joven que no se pueda morir mañana'". No espera regalos o, por lo menos, dice que no los espera. Y le molesta particularmente "esa gente que hace versos, que me dedica sus cosas, bien intencionadas, pero tan malogradas". En la sala no hay ninguna señal de que allí vive uno de los grandes escritores contemporáneos, a pesar de la Academia Sueca. "Creo que ahora estoy recibiendo premios de otros países gracias a la deferencia de no concederme el Nobel. Todos se consideran obligados a compensarme". Alguien le recuerda nuevamente los 86 años. "No se preocupe por saludarme, no existo. A mi edad, es una vergüenza celebrar el cumpleaños. Es injusto".