Osvaldo Ferrari: Tengo la impresión, Borges, de que empezamos a habituarnos a la compañía silenciosa de los oyentes y que estamos menos nerviosos ahora que cuando grabamos la primera audición. ¿Qué opina?
Jorge Luis Borges: Hace tanto tiempo ya, pero es verdad.
—Sí, hace unas semanas. Ahora, es curioso, la timidez —si bien vencida muchas veces a lo largo del tiempo— parece ser una constante, algo ineludible en la vida de quienes escriben.
—Cada conferencia que doy es la primera: cuando estoy en público, siento el mismo temor que la primera vez, hace ya tantos años. Soy un veterano del pánico, digamos, perfeccionando el sentido, pero me doy cuenta de que eso no importa: ya sé que soy tímido, ya sé que estoy aterrado, pero no importa.
—Hoy me gustaría que habláramos de algo que muchos quieren saber. Esto es, de cómo se produce en usted el proceso de la escritura, es decir, cómo comienza en su interior un poema, un cuento. Y a partir del momento en que se inician, cómo sigue el proceso, la confección, digamos, de ese poema o ese cuento.
—Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder (ríe). En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver, por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí —eso es una solución personal mía—, creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo —si se trata de un cuento porteño—, elijo lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque, ¿quién puede saber, exactamente cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: «No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión».
El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo… fantasear… o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula —por fantástica que sea— crea, por el momento, en la realidad de la fábula.
—Cierto. Ahora quiero decirle que siempre he sentido predilección, y a la vez curiosidad, frente a un cuento suyo: «Everything and Nothing», que se refiere…
—Yo no sé si es realmente un cuento, ¿eh? Pero, sí, desde luego, tiene carácter narrativo. Vendría a ser… sí, es un relato fantástico.
—Usted lo ha elegido para su «Antología personal».
—Sí, pero no sé si lo he elegido como cuento o como poema en prosa. Es decir, qué importan las clasificaciones.
—Se parece a un poema en prosa.
—Sí, bueno, Croce decía que las clasificaciones son… bueno, que no son esenciales. Por ejemplo, decir que un libro es una novela, o decir que un libro es una epopeya, es exactamente como decir que es un libro encuadernado de rojo, que está en el anaquel más alto, a la izquierda. Simplemente eso, es decir: que cada libro es único, y su clasificación, bueno, está a cargo de la crítica, o es una mera comodidad de la crítica, pero nada más.
—Se refiere el texto de su cuento «Everything and Nothing» a la vida de un actor. Si a usted le parece bien, yo querría leer fragmentos del cuento para que los comentáramos.
—Sí, ya los recuerdo, sí.
—Empieza de esta manera: «Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien».
—Claro, me refiero a Shakespeare, evidentemente, sí.
—Esto, al principio le cuesta al lector advertirlo, pero poco a poco se torna más claro.
—Yo creo que al final es evidente.
—Al final se hace evidente.
—Además, está el nombre de él.
—Sí, hacia el final.
—Pero, mucho antes se adivina por tantos detalles, sí.
—Después dice: «Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de especie».
—Sí, «de la especie», yo creo, ¿no?
—Sin embargo, en el cuento aparece —en este texto, en esta edición— «de especie», pero, claro…
—Bueno, será una errata, habrá otras. Quizá todo el cuento sea una errata (ríen ambos), o un error, lo cual es más grave, en fin. Si sólo hubiera una palabra errónea ya sería mucho; debería agradecerle al tipógrafo, sí.
—Es particular este temor o este horror que puede llegar a sentir un individuo: el diferir de la especie. Quisiera preguntarle de dónde proviene esta idea, porque es la primera que me parece del todo excepcional dentro del cuento.
—No, pero la idea de que lo normal es lo meritorio creo que es una idea común, ¿no? Sobre todo, bueno, Andrew Lang decía que todos somos geniales hasta los siete u ocho años. Es decir que todos los niños son geniales. Pero después que el niño trata de parecerse a los otros, busca la mediocridad, y la logra en casi todos los casos. Yo creo que es cierto eso.
—Sí. Más tarde dice: «Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto»…
—Bueno, «retirado de la escena» porque no había cortinas, tenían que sacarlo de la escena al muerto. El teatro isabelino, sí.
—«… el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlan y volvía a ser nadie».
—Ahí «nadie» es Shakespeare, evidentemente. Ferrex y Porrex en el drama inglés, bueno, y Tamerlan el de Marlowe, desde luego, sí.
—«Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser».
—Y yo creo que está bien esta evocación de Proteo; ya que es un cuento fantástico, por qué no ser fantástico al cambiar de forma, ¿no?: el egipcio Proteo, sí.
—Cierto. Pero me parece, de alguna manera, la historia de todos los actores y de todos los autores de teatro.
—Ah, bueno, yo no había pensado en eso. Yo pensaba en Shakespeare, y en el hecho de que para nosotros —y quizá para él—, desde luego, Macbeth o Hamlet, o las tres parcas son más vívidas que él.
—Claro, «Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan».
—Bueno, me refiero a los argumentos de la tragedia en aquella época, claro.
—Me parece uno de los párrafos más logrados. Continúa diciendo: «Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro». Es decir, dejó de ser actor y se comenta después que hacia el final de su vida, solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.
—Sí mientras tanto, él era un señor dedicado al litigio, a prestar dinero, a cobrar fuertes intereses; que era lo más cotidiano que se puede ser, sí.
—Cierto. Pero hacia el final, dice: «La voz de Dios le contestó desde un torbellino»…
—Bueno, claro: ese torbellino es el torbellino de los últimos capítulos del libro de Job, en que Dios habla desde un torbellino.
—Desde un torbellino: «Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie».
—Es terrible esa idea de que Dios tampoco sabe quién es, pero creo que literariamente puede aceptarse.
—Es terrible, pero el cuento se cierra circularmente con esa idea.
—Sí, es un lindo cuento realmente, aunque yo lo haya escrito.
—Además, usted lo ha elegido antes para su antología y me parece que es de las cosas hechas para acompañarlo siempre.
—Sí, digamos que es la última página que yo he escrito ¿no?, pero quizá haya una o dos más, por ejemplo «Borges y yo», que se parece a estas páginas de algún modo.
—Es cierto.
—No, pero ésta me parece mejor.
—No mejor, pero diría equivalente.
—Bueno, pero me parece que cuando Dios dice: «Mi Shakespeare», se siente la emoción, ¿no?
—Sí. Además, está escrito en algo más de una página el cuento: es de una extrema síntesis. Bueno, usted ha cultivado, diría yo, esta síntesis en la narración.
—No, lo que pasa es que soy muy haragán, no podría escribir más, ¿eh? Me canso muy pronto y eso se llama concisión (ríen ambos); pero, realmente me fatiga.
—Bueno, ojalá se produzca siempre ese tipo de «concisión».
—Bueno, seguiré fatigándome entonces, para ustedes. Muchísimas gracias, Ferrari.
Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen: Borges por Kostas Koutsoukos, 1999
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