Una curiosa convención ha resuelto que cada uno de los países en que la historia y sus azares han dividido fugazmente la esfera tenga su libro clásico. Inglaterra ha elegido a Shakespeare, el menos inglés de los escritores ingleses; Alemania, tal vez para contrarrestar sus propios defectos, a Goethe, que tenía en poco a su admirable instrumento, el idioma alemán; Italia, irrefutablemente, al alígero Dante, para repetir el melancólico calembour de Baltasar Gracián; Portugal, a Camoens; España, apoteosis que hubiera suscitado el docto escándalo de Quevedo y de Lope, al ingenioso lego Cervantes; Noruega, a Ibsen; Suecia, creo, se ha resignado a Strindberg. En Francia, donde las tradiciones son tantas, Voltaire no es menos clásico que Ronsard, ni Hugo que la Chanson de Roland; Whitman, en los Estados Unidos, no desplaza a Melville ni a Emerson. En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro.
Sarmiento ha enumerado famosamente las diversas variedades del gaucho: el baqueano, el rastreador, el payador y el gaucho malo, que Ascasubi ya nombraba el malevo. En el prólogo del Santos Vega o Los mellizos de la Flor (París, 1872) Ascasubi nos dice: «Es la historia de un malevo capaz de cometer todos los crímenes, y que dio mucho que hacer a la justicia». El culto de la obra de Hernández, iniciado por El payador (1916) de Lugones y abultado luego por Rojas, nos ha inducido a la singular confusión de los conceptos de matrero y de gaucho. Si el matrero hubiera sido un tipo frecuente, nadie seguiría recordando, al cabo de los años, el apodo o el nombre de unos pocos: Moreira, Hormiga Negra, Calandria, el Tigre del Quequén. Hay distraídos que repiten que el Martín Fierro es la cifra de nuestra complejísima historia. Aceptemos, durante unos renglones, que todos los gauchos fueron soldados; aceptemos también, con pareja extravagancia o docilidad, que todos ellos, como el protagonista de la epopeya, fueron desertores, prófugos y matreros y finalmente se pasaron a los salvajes. En tal caso, no hubiera habido conquista del desierto; las lanzas de Pincén o de Coliqueo habrían asolado nuestras ciudades y, entre otras cosas, a José Hernández le hubieran faltado tipógrafos. También careceríamos de escultores para monumentos al gaucho.
En Buenos Aires, los conceptos de compadrito y de cuchillero han sufrido análoga confusión. El compadrito era el plebeyo del centro o de las orillas, el changador o el mayoral; era o no cuchillero. Despreciaba al ladrón y al hombre que vivía de las mujeres. Los veteranos de Bartolomé Hidalgo, «los gauchos del Río de la Plata, cantando y combatiendo» que Hilario Ascasubi exaltó y los ocurrentes conversadores que recrean la historia del doctor Fausto no son menos reales que los rebeldes que ha glorificado Gutiérrez. Don Segundo, el tropero viejo, es hombre de paz.
Es natural y acaso inevitable que la imaginación elija al matrero y no a los gauchos de la partida policial que andaba en su busca. Nos atrae el rebelde, el individuo, siquiera inculto o criminal, que se opone al Estado; Groussac ha señalado esa atracción en diversas latitudes y épocas. Inglaterra se acuerda de Robin Hood y de Hereward the Wake; Islandia, de su Grettir el Fuerte. Cabe rememorar asimismo a aquel Billy the Kid, de Arizona, que al morir de un brusco balazo a los veintidós años debía a la justicia veintidós muertes, sin contar mejicanos, y a Macario Romero, de quien dice una copla un tanto jocosa:
¡Qué bonito era Macario
en su caballo retinto,
con la pistola en la mano,
peleando con treinta y cinco!
La historia universal es la memoria de las ulteriores generaciones y ésta, según se sabe, no excluye la invención y el error, que es tal vez una de las formas de la invención. El jinete acosado que se oculta, como por arte mágica, en la mera vaciedad de la pampa o en los enmarañados laberintos del monte o de la cuchilla, es una figura patética y valerosa que de algún modo precisamos. También el gaucho, por lo general sedentario, habrá admirado al prófugo que fatigaba las leguas de la provincia y atravesaba, desafiando la ley, las anchas aguas correntosas del Paraná o del Uruguay.
Menos de individuos, la historia de los tiempos que fueron está hecha de arquetipos; para los argentinos, uno de tales arquetipos es el matrero. Hoyo y Moreira pueden haber capitaneado bandas de forajidos y haber manejado el trabuco, pero nos gusta imaginarlos peleando solos, a poncho y a facón. Una de las virtudes del matrero, sin duda inapreciable, es la de pertenecer al pasado; podemos venerarlo sin riesgo. Matrerear podía ser un episodio en la vida de un hombre. El acero, el alcohol de los sábados y aquel recelo casi femenino de haber sido ofendido que se llama, no sé por qué, machismo, favorecían las reyertas mortales. En el Fausto se lee:
Cuando a usté un hombre lo ofiende,
ya sin mirar para atrás,
pela el flamenco y ¡sás! ¡trás!
dos puñaladas le priende.
Y cuando la autoridá
la partida le ha soltao,
usté en su overo rosao
bebiendo los vientos va.
Naides de usté se despega
porque se aiga desgraciao,
y es muy bien agasajao
en cualquier rancho a que llega.
Si es hombre trabajador,
ande quiera gana el pan:
para eso con usté van
bolas, lazo y maniador.
Pasa el tiempo, vuelve al pago,
y cuando más larga ha sido
su ausiencia, usté es recebido
con más gusto y más halago[*]
Es curioso advertir que la desgracia era del matador, no del muerto.
Este libro antológico no es una apología del matrero ni una acusación de fiscal. Componerlo ha sido un placer; ojalá compartan ese placer quienes vuelvan sus páginas.
[*] El más ilustre de los maestros literarios deplora, en cambio, su desdicha, no sus buenos momentos:
Jorge Luis Borges: El matreroEs triste dejar sus pagos/y largarse a tierra ajena,/llevándose el alma llena/de tormentos y dolores,/mas nos llevan los rigores/como el pampero a la arena./
Selección y prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Edicom S.A., 1970
Incluido en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011
Foto: José Edmundo Clemente (?), Borges y Rogelio García Lupo
en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (s/d) Vía