«—Beatriz, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges», escribió uno de los mejores prosistas del castellano, allá por 1950. Fue en "El Aleph", relato que centrifuga las mezquindades reciprocadas con un rival, Carlos Argentino Daneri —cuya actividad mental era «continua, apasionada, versátil y del todo insignificante»—, junto al insistente recordatorio de la fallecida Beatriz —que murió sin atender ni el enconado amor ni tampoco la obra del narrador— y el descubrimiento, en un sótano, de uno de los puntos del espacio «que contiene todos los puntos», y que acaso concentre la vida y obra de Jorge Luis Borges.
Para la mayoría de los que todavía deambulamos por el mundo, conocer a Borges fue encontrarse con un personaje ya rotundamente ciego, chispeante, apergaminado, postergado por el Nobel y precedido por un bastón en las contraportadas de sus libros, las revistas farandulescas y sus ocasionales incursiones por la televisión. Más que un escritor, para entonces era un personaje legendario, construido a partir de caprichos, humoradas y citas extravagantes, arrasado por lo que había escrito cuando todavía había en sus pupilas quebradizas un atisbo de luz, cuando, por fin, había encontrado desde dónde sacar esa voz deslumbrante que, sin embargo, permanecía insonora para casi todos los que lo rodeaban.
Porque a pesar de que la tarda figura pública de Borges contaminó todo lo que había escrito, desde los vacilantes comienzos de Fervor de Buenos Aires, o la tan acrobática como despareja sintaxis de El tamaño de mi esperanza o Evaristo Carriego, un repaso desapasionado permite descubrir que su obra relevante ocupa un período, si bien prolífico, no muy dilatado: desde 1937 hasta 1953, cuando publicara Historia de la Eternidad, Ficciones, El Aleph y Otras Inquisiciones. Después fue la ceguera; antes, el sinuoso recorrido que le permitió decantarse, descubrir que la lírica, que era su empuje, le respondía mejor en la prosa, y que la prosa, finalmente, le permitiría alcanzar ese personaje obsesivo, llamado Borges, al que el vigor de Leonor Acevedo, su madre, le llevaba la comida a la boca.
Para decirlo de otro modo, Borges, que vetusto daba esa impresión de estar más allá de bienes o males, necesitó de un enconado aprendizaje para alcanzar una obra luminosa. Antes de Historia de la Eternidad, sus escritos, si bien gratifican porque desnudan las endebleces de un escritor que se está acerando, son descartables. Eran las insistentes incursiones de poeta habilidoso pero menor, las gratuidades de un prosista demasiado afectado, como en Historia Universal de la Infamia.
Si se las repasa, y se las conjuga con sus inquinas y devociones, se puede aquilatar cuánto sufría a sus predecesores y contemporáneos. Así como para dar con la narrativa tuvo que calumniar a la novela, género que no se le daba, manifestó aborrecimiento por Quiroga, en quien estaba la concentración que Borges necesitaba para incursionar en el cuento. Necesitó también afirmar su desestima por Darío y Herrera y Reissig (a quien en su momento vindicó como maestro de los ultraístas y cuyos afectados modernismos no fueron superados por los versos borgeanos) y mercadear— para combatir a los maestros que lo sofocaban —a Chesterton o a De Quincey, que fueron escritores infinitamente menores que él mismo cuando por fin, en silencio, decantando implacable a partir del inglés y del latín (hay giros de Séneca y Tito Livio que se reiteran en Borges) mejoró definitivamente el lenguaje para que todos tuviéramos con qué escribir.
En ése, su período de esplendor, el castellano pasó a ser otra cosa. Sin embargo, nadie se enteraba: incontables carlos argentinos daneris recibían los aplausos de las beatrices de turno en tanto que Borges no lograba hacerse oír, prodigando columnas en la revista El Hogar y designado Inspector de animales domésticos por la administración peronista. En "El Aleph" se respira la intensidad de su resentimiento, la obsesión por negar al "Georgie", como lo llamaban —tratando de dar cuenta de lo que consideraban sus excentricidades— y construir al autor que finalmente su paciencia y longevidad le permitieron construir en mitad de la ceguera.
Era sexagenario cuando le llegó el reconocimiento internacional y, a partir de éste, la admiración en Argentina. Si bien en lo estrictamente literario nada aportó que ya no hubiera escrito, tuvo para agregar el chisporroteo de su figura, la difusión de sus obsesiones y la perplejidad de descubrirse siendo mucho más de lo que siquiera hubiera deseado, responsable de conjeturar sobre un mundo convulso al que ni siquiera podía ver y en un rubro, como la política, que nunca se le había revelado de forma apropiada.
Tal vez por eso, muy poco antes de morir, trató de poner las cosas en su lugar, estirando su trazo recurrente de ser otro, pero también el mismo. En un poemita, publicado en La Nación, mejoraba un fervor añejo: «Beatriz / Beatriz Elena / Beatriz Elena Viterbo. / Soy yo / Borges».
Poco después, en Ginebra, en junio de 1986, Borges, un hombre como todos, hecho de resentimientos y lealtades, que alcanzó a escribir como casi nadie y que había acompañado desde su penumbra gran parte del siglo, se mudó al reino de los muertos, legando en cuatro títulos una lección inevitable para quienes pretendan ingresar a la literatura. El resto, si bien bastante menos memorable, no es silencio. Unas mil páginas testimonian el prolongado itinerario de cierta obsesión llamada Borges.
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 87 Fuente
Foto: Borges en un Café de París, 1980 (s-a)
¡Excelente!
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