25/4/17

Jorge Luis Borges por José Bianco






Alguna vez Borges me contó que su padre era un hombre letrado, liberal, amplio de espíritu, a quien impacientaban un poco ciertos miembros de su familia, muy convencionales y católicos, de una piedad excesivamente apegada a las minucias. Sospecho que Borges ha heredado de su padre buena parte de su talento y originalidad.
Mi relación con Borges se hizo más asidua a través de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Tantas veces he comido con Borges en casa de ellos, primero en Coronel Díaz, después en Santa Fe, después en Aguado, y por último en Posadas, donde viven actualmente, en la misma casa donde lo conocí. Cuando entré a trabajar a Sur, en mayo de 1938, pocas cosas me daban más alegría que las colaboraciones de Borges. Me parecía, en cierto modo, que justificaban la revista. Recuerdo que a consecuencia de una operación en la que estuvo a punto de morir (en aquella época no existían los antibióticos) Borges temió por su integridad mental. Durante la convalecencia y después, ya curado, decidió abordar un género nuevo, escribir algo completamente distinto de lo que había hecho hasta entonces; que no se pudiera decir: “Es mejor o peor que el Borges de antes”. Así nació su primer cuento fantástico de inspiración metafísica: “Pierre Menard, autor del Quijote”. Borges estaba tan preocupado por el texto que acababa de entregarme –quizá ni él mismo se daba cuenta clara del resultado de su talento–, que a la mañana siguiente me llamó para saber qué me había parecido. Le dije la verdad: “Nunca he leído nada semejante”, y me apresuré a publicarlo, encabezando el número 56 de Sur.
Sé que Borges no lo considera el mejor de sus cuentos; a mí, sin embargo, me parece uno de los más atractivos. Proponerse escribir íntegramente el Quijote con las mismas palabras de Cervantes, pero cuatro siglos después, y por un literato francés que es su antítesis, ¿a quién, sino a Borges, se le podía ocurrir esa idea? Me llevé el cuento a casa, lo leí y releí aquella noche, y mientras lo leía, admirado, asombrado, no podía dejar de sonreír. “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos –dice Borges– pero el segundo es casi infinitamente más rico.” Y Borges coteja un párrafo de Cervantes con otro de Menard:
“‘... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir’.
Redactada en el siglo diecisiete –continúa Borges–, redactada por el ‘ingenio lego’ Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio (el subrayado es mío), escribe:”
Y Borges repite el párrafo. Después:
“La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él no es lo que sucedió: es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir– son descaradamente pragmáticas.”
¿No eran explicables mi admiración y mi asombro?
Hacia 1958 Borges escribió versos con metro y rima. Soy bastante anticuado en materia de poesía y ya por entonces el verso libre, salvo algunas excepciones, empezaba a fatigarme. Auden dice que el poeta no debe escribir versos libres hasta los cuarenta años, es decir hasta que no llegue a la plenitud de la vida. Borges piensa lo mismo. Recientemente, en un diálogo con Jorge Cruz, dijo que cuando escribió Fervor de Buenos Aires cometió el error, tan común entre los jóvenes, de suponer que el verso libre a la manera de Walt Whitman era el más sencillo. Después comprendió que era el más difícil. Es fácil imaginar con qué júbilo recibí cuatro sonetos de Borges. Este Borges, en cierto modo nuevo, aparecería en Sur antes que en ninguna otra publicación. No fue posible. Sur era por entonces una revista bimensual. Un poema de Borges, también con metro y rima, un poema que después se haría famoso, “Límites”, apareció quince días antes en el Suplemento Literario de La Nación. Ahora voy a reproducir los dos últimos tercetos del primer soneto que me dio Borges, un soneto cuya inspiración conocía y que por eso, acaso, tanto me conmovió. Se llama “Una brújula”:
Detrás del nombre hay lo que no se nombra;
hoy he sentido gravitar su sombra
en esta aguja azul, lúcida y leve,
que hacia el confín de un mar tiende su empeño,
con algo de reloj visto en un sueño
y algo de ave dormida que se mueve.

Una mañana, varios años antes, yo había ido a casa de Borges no sé con qué motivo, quizá para consultar la Enciclopedia Británica, y la señora de Borges me hizo quedar a comer. Cuando terminó el almuerzo, Borges me condujo hasta su cuarto y abrió un cajón del escritorio. Adentro había una barrita de lacre rojo y una brújula. El lacre rojo y la brújula eran en verdad fascinantes, mágicos. Inspiraban una suerte de veneración. Después Borges cerró el cajón del escritorio. Entonces comprendí por qué se había limitado a mostrármelos, sin decir una palabra.

En  ABC Madrid, 21 de junio de 1986, pág. 55Bajo el título El estimulante ejercicio de la paradojaLuego en Bianco, José: Ficción y reflexiónMéxico, Fondo de Cultura Económica, 1988Y en Página 12, Buenos Aires, 10 de febrero de 2008José Bianco, Victoria Ocampo saludando a doña Leonor Acevedo y Jorge Luis Borges. Fotografía Acervo Victoria Ocampo



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