Era, como yo, un autodidacto ajeno al rigor azaroso de los exámenes y a esa contradictio in adjecto, la lectura obligatoria. Leía por placer, y sólo interrogaba los textos que realmente le interesaban, los que nos acompañarán hasta el fin. Durante más de medio siglo fuimos amigos. Con frecuencia suelo olvidar las circunstancias en las que conozco a las personas; recuerdo, sin embargo, mi primer encuentro con Carlos Mastronardi y nuestra primera conversación en la librería de Samet, en Avenida de Mayo y Salta. Hablamos sobre alguien que era, digamos, paisano de los dos, sobre Evaristo Carriego, el entrerriano que descubrió las orillas de Buenos Aires, y que era nuestro vecino en el barrio de Palermo. Mastronardi me dijo después que lo había llevado a conversar conmigo el hecho de que yo había alcanzado, siquiera de niño, a conocer a Carriego. Un poema suyo, que no sé si llegó a publicarse, evoca la figura de su coprovinciano con estos versos memorables: "Trabajó con dulzura de los barrios./ Yo soy el respetuoso de sus pasos".
Mastronardi, como todos los hombres de mi generación, empezó a escribir bajo el influjo barroco de Lugones. En aquella época lo atacábamos a Lugones precisamente porque sentíamos el poderío y la gravitación de Lugones. Pensábamos que escribir bien era escribir como Lugones, olvidándonos de la sentencia de Kipling, que dice que hay 99 modos de escribir versos y que cada uno de ellos es justo. Para nosotros, el único modo era el modo de Lugones, y buscábamos las sorpresas de la metáfora, las sorpresas del adjetivo, las sorpresas del verbo. Mastronardi jugó a ese juego y luego fue puliendo su estilo. El barroquismo, con los años, lo condujo a un estilo simple y llano que, en su caso, fue como el ápice del barroquismo.
Pocos hombres conservaron la soledad con la minuciosidad de Mastronardi. Era un inseparable amigo de la noche que sabiamente abusó de la noche y del café, que tanto se le parece a la noche. Para vivir eligió la avenida de Mayo; acaso una de las zonas más tristes de Buenos Aires. Como Auguste Dupin, el primer detective de la literatura policial, que de noche recorría las calles de París en compañía de sus amigos, Mastronardi recorría las calles de Buenos Aires buscando ese estímulo intelectual que sólo puede dar la noche de una gran ciudad.
Mi memoria está poblada de recuerdos compartidos con Mastronardi. Caminatas interminables por las orillas de Buenos Aires, donde veíamos, con asombro de trasnochadores, amanecer una mañana. Recuerdo nuestras discusiones sobre temas literarios; sobre Paul Valéry, a quien yo nunca he podido admirar como sin duda lo merece ese gran poeta, que Mastronardi admiraba. Pero creo que lo admiraba menos por su obra que por la imagen la tónica que tenía de él, por la idea del ostinato rigore de que habla Leonardo da Vinci. Y eso fue lo que Mastronardi puso en su admirable obra. Yo he visto versiones sucesivas de Luz de provincia, publicadas con un año de diferencia, y creo no ser caricatural al decir que en la segunda versión había un punto y coma, en la tercera el punto y coma era sustituido por un punto y seguido, en la cuarta se volvía a ese punto y coma. Todo esto, que contado así puede parecer irrisorio, lo llevó a nuestro poeta a esa gran obra que lo inmortaliza.
Con Mastronardi profesamos una curiosa amistad. Una amistad que no necesitó de la frecuencia; a veces pasamos un año sin vernos, pero eso no significaba una sombra en nuestro trato. Nos sentíamos amigos y podíamos serlo sin frecuentarnos, sin confirmaciones, sin dudas de ninguna especie.
Carlos Mastronardi fue uno de los pocos que lograron que en estos melancólicos tiempos, el nombre de argentino sea todavía honroso. El empeño que otros ponen en ser famosos, el empeño que otros ponen en esas mismas miserias que se llaman la promoción o la publicidad, Mastronardi lo puso en pasar casi inadvertido, en esa vida umbrátil que recomendaban los estoicos.
Carlos Mastronardi nació en Gualeguay, Entre Ríos, en 1901, y murió en Buenos Aires, en 1975.
En El País, Madrid, 21 de febrero de 1986, p. 11 Y en La voz del interior y Clarín, Buenos Aires, 17 de abril de 1986, Suplemento Cultural, pp.1-2
Imagen: desde la izquierda, Mastronardi, Lanuza, Borges y Mosquera Montaña
En el Café Tortoni de Buenos Aires, 1973, fotografía exhibida en el local.