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Pero, sin embargo Borges, me dice Renzi, se ríe de él. ¿De Groussac? le digo, no parece. Claro, no parece, dice Renzi. Por un lado Borges hace los elogios que le conocemos, dice cosas sobre Groussac. Pero la verdad de Borges hay que buscarla en otro lado: en sus textos de ficción. Y Pierre Menard, autor del Quijote no es, entre otras cosas, otra cosa que una parodia sangrienta de Paul Groussac. No sé si conoce usted, me dice Renzi, un libro de Groussac sobre el Quijote apócrifo. Ese libro escrito en Buenos Aires y en francés por este erudito pedante y fraudulento tiene un doble objetivo: primero, avisar que ha liquidado sin consideración todos los argumentos que los especialistas pueden haber escrito sobre el tema antes que él; segundo, anunciar al mundo que ha logrado descubrir la identidad del verdadero autor del Quijote apócrifo. El libro de Groussac se llama (con un título que podría aplicarse sin sobresaltos al Pierre Menard de Borges) Un enigme littéraire y es una de las gaffes más increíbles de nuestra historia intelectual. Luego de laberínticas y trabajosas demostraciones, donde no se ahorra la utilización de pruebas diversas, entre ellas un argumento anagramático extraído de un soneto de Cervantes, Groussac llega a la inflexible conclusión de que el verdadero autor del falso Quijote es un tal José Martí (homónimo ajeno y del todo involuntario del héroe cubano). Los argumentos y la conclusión de Groussac tienen, como es su estilo, un aire a la vez definitivo y compadre. Es cierto que entre las conjeturas sobre el autor del Quijote apócrifo las hay de todas clases, dijo Renzi, pero ninguna, como la de Groussac, tiene el mérito de ser físicamente imposible. El candidato propiciado en Un enigme littéraire había muerto en diciembre de 1604, de lo cual resulta que el supuesto continuador plagiario de Cervantes no pudo ni siquiera leer impresa la primera parte del Quijote verdadero. ¿Cómo no ver en esa chambonada del erudito galo, me dice Renzi, el germen, el fundamento, la trama invisible sobre la cual Borges tejió la paradoja de Pierre Menard, autor del Quijote? Ese francés que escribe en español una especie de Quijote apócrifo que es, sin embargo, el verdadero; ese patético y a la vez sagaz Pierre Menard, no es otra cosa que una transfiguración borgeana de la figura de este Paul Groussac, autor de un libro donde demuestra, con una lógica mortífera, que el autor del Quijote apócrifo es un hombre que ha muerto antes de la publicación del Quijote verdadero. Si el escritor descubierto por Groussac había podido redactar un Quijote apócrifo antes de leer el libro del cual el suyo era una mera continuación ¿por qué no podía Menard realizar la hazaña de escribir un Quijote que fuera a la vez el mismo y otro que el original? Ha sido Groussac, entonces, con su descubrimiento póstumo del autor posterior del Quijote falso quien, por primera vez, empleó esa técnica de lectura que Menard no ha hecho más que reproducir. Ha sido Groussac en realidad quien, para decirlo con las palabras que le corresponden, dijo Renzi, enriqueció, acaso sin quererlo, mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas.
¿Quién está citando a Borges en este incrédulo recinto? preguntó Marconi desde una mesa cercana. En esta remota provincia del litoral argentino ¿quién está citando de memoria a Jorge Luis Borges?, dijo Marconi y se puso de pie. Déjeme que le estreche la mano, dijo y empezó a acercarse. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida, recitó Marconi. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Porque la literatura es un arte, siguió recitando Marconi y se interrumpió para decir: ¿Puedo sentarme? Porque la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido y encarnizarse con su propia disolución y cortejar su fin. Mi nombre, dijo, es Bartolomé Marconi. ¿Cómo estás, Volodia? Bartolomé, por el padre Bartolomé de las Casas y no por Mitre, patricio que, como usted sabrá bien, aquí en la provincia de Entre Ríos es una mala palabra. Bartolomé, entonces, dijo Marconi ya sentado, por aquel fraile que en 1517 tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo, dijo Marconi, debo mi nombre. En cuanto a mi apellido es una curiosa variación autóctona del inventor del teléfono. ¿Del teléfono o de la radio, Volodia? De la radio, creo, dije. El joven Renzi, dije después, es un joven escritor, lo que se dice, dije, una joven promesa de la joven literatura argentina. Bien, dijo Marconi, estoy desolado y envidioso. En Buenos Aires, aleph de la patria, por un desconsiderado privilegio portuario, los escritores jóvenes son jóvenes incluso después de haber cruzado la foresta infernal de los 33 años. ¿Qué no harían en esa ciudad con Rimbaud o con Keats? Los clasificarían, estoy seguro, en la sub-especie de la nunca demasiado bien ponderada literatura infantil. Para decirlo todo, dijo Marconi, sangro por la herida. Porque ¿cómo podría hacer yo, polígrafo resentido del interior, para integrar, como un joven, a pesar de mis ya interminables 36 años, el cuadro de los jóvenes valores de la joven literatura argentina? Me sirvo un poco de ginebra, dijo Marconi. ¿Volodia? ¿Renzi? No se preocupe, Marconi, dijo Renzi, ya no existe la literatura argentina. ¿Ya no existe?, dijo Marconi. ¿Se ha disuelto? Pérdida lamentable. ¿Y desde cuándo nos hemos quedado sin ella, Renzi? dijo Marconi. ¿Te puedo tutear? Hagamos una primera aproximación metafórica al asunto, dijo: La literatura argentina está difunta. Digamos entonces, dijo Marconi, que la literatura argentina es la difunta Correa. Sí, dijo Renzi, no está mal. Es una correa que se cortó. ¿Y cuándo? dijo Marconi. En 1942, dijo Renzi. ¿En 1942? dijo Marconi, ¿justo ahí? Con la muerte de Arlt, dijo Renzi. Ahí se terminó la literatura moderna en la Argentina, lo que sigue es un páramo sombrío. Con él ¿terminó todo? dijo Marconi. ¿Qué tal? ¿Y Borges? Borges, dijo Renzi, es un escritor del siglo XIX. El mejor escritor argentino del siglo XIX. Puede ser, dijo Marconi. Sí, dijo, correcto. Una especie de realización perfecta de un escritor del ‘80, dijo Renzi. Un tipo de la generación del ‘80 que ha leído a Paul Valéry, dijo Renzi. Eso por un lado, dijo Renzi. Por otro lado su ficción sólo se puede entender como un intento consciente de concluir con la literatura argentina del siglo XIX. Cerrar e integrar las dos líneas básicas que definen la escritura literaria en el XIX. ¿A ver? dijo Marconi. Punto uno, el europeísmo, dijo Renzi. Lo que se sabe, de eso hablábamos recién con Tardewski; lo que empieza ya con la primera página del Facundo. La primera página del Facundo: texto fundador de la literatura argentina. ¿Qué hay ahí? dice Renzi. Una frase en francés: así empieza. Como si dijéramos la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés: On ne tue point les idées (aprendida por todos nosotros en la escuela, ya traducida). ¿Cómo empieza Sarmiento el Facundo? Contando cómo en el momento de iniciar su exilio escribe en francés una consigna. El gesto político no está en el contenido de la frase, o no está solamente ahí. Está, sobre todo, en el hecho de escribirla en francés. Los bárbaros llegan, miran esas letras extranjeras escritas por Sarmiento, no las entienden: necesitan que venga alguien y se las traduzca. ¿Y entonces? dijo Renzi. Está claro, dijo, que el corte entre civilización y barbarie pasa por ahí. Los bárbaros no saben leer en francés, mejor son bárbaros porque no saben leer en francés. Y Sarmiento se los hace notar: por eso empieza el libro con esa anécdota, está clarísimo. Pero resulta que esa frase escrita por Sarmiento (Las ideas no se matan, en la escuela) y que ya es de él para nosotros, no es de él, es una cita. Sarmiento escribe entonces en francés una cita que atribuye a Fourtol, si bien Groussac se apresura, con la amabilidad que le conocemos, a hacer notar que Sarmiento se equivoca. La frase no es de Fourtol, es de Volney. O sea, dice Renzi, que la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés, que es una cita falsa, equivocada. Sarmiento cita mal. En el momento en que quiere exhibir y alardear con su manejo fluido de la cultura europea todo se le viene abajo, corroído por la incultura y la barbarie. A partir de ahí podríamos ver cómo proliferan, en Sarmiento pero también en los que vienen después hasta llegar al mismo Groussac, como decíamos hace un rato con Tardewski, dice Renzi, cómo prolifera esa erudición ostentosa y fraudulenta, esa enciclopedia falsificada y bilingüe. Ahí está la primera de las líneas que constituyen la ficción de Borges: textos que son cadenas de citas fraguadas, apócrifas, falsas, desviadas; exhibición exasperada y paródica de una cultura de segunda mano, invadida toda ella por una pedantería patética: de eso se ríe Borges. Exaspera y lleva al límite, entonces, me refiero a Borges, dice Renzi, exaspera y lleva al límite, clausura por medio de la parodia la línea de la erudición cosmopolita y fraudulenta que define y domina gran parte de la literatura argentina del XIX. Pero hay más, dice Renzi. ¿Querés ginebra? dice Marconi. Dale, dice Renzi. ¿Volodia? Con un poco más de hielo, le digo. Pero hay más, hay otra línea: lo que podríamos llamar el nacionalismo populista de Borges. Quiero decir, dice Renzi, el intento de Borges de integrar en su obra también a la otra corriente, a la línea antagónica al europeísmo, que tendría como base la gauchesca y como modelo el Martín Fierro. Borges se propone cerrar también esta corriente que, en cierto sentido, también define la literatura argentina del siglo XIX, ¿Qué hace Borges? dice Renzi. Escribe la continuación del Martín Fierro. No sólo porque le escribe, en El fin, un final. ¿Querés un cigarrillo? dice Renzi. Esperá. No sólo porque le escribe un final, dice ahora, sino porque además toma al gaucho convertido en orillero, protagonista de estos relatos que, no casualmente Borges ubica siempre entre 1890 y 1900. Pero no sólo eso, dice Renzi, no es sólo una cuestión temática. Borges hace algo distinto, algo central, esto es, comprende que el fundamento literario de la gauchesca es la transcripción de la voz, del habla popular. No hace gauchesca en lengua culta como Güiraldes. Lo que hace Borges, dice Renzi, es escribir el primer texto de la literatura argentina posterior al Martín Fierro que está escrito desde un narrador que usa las flexiones, los ritmos, el léxico de la lengua oral: escribe Hombre de la esquina rosada. De modo que, dice Renzi, los dos primeros cuentos escritos por Borges, tan distintos a primera vista: Hombre de la esquina rosada y Pierre Menard, autor del Quijote son el modo que tiene Borges de conectarse, de mantenerse ligado y de cerrar esa doble tradición que divide a la literatura argentina del siglo XIX. A partir de ahí su obra está partida en dos: por un lado los cuentos de cuchilleros, con sus variantes; por otro lado los cuentos, digamos, eruditos, donde la erudición, la exhibición cultural se exaspera, se lleva al límite, los cuentos donde Borges parodia la superstición culturalista y trabaja sobre el apócrifo, el plagio, la cadena de citas fraguadas, la enciclopedia falsa, etc., y donde la erudición define la forma de los relatos. No es casual entonces que el mejor texto de Borges sea para Borges El sur, cuento donde esas dos líneas se cruzan, se integran. Todo lo cual no es más que un modo de decir, dice Renzi, que Borges deber ser leído, si se quiere entender de qué se trata, en el interior del sistema de la literatura argentina del siglo XIX, cuyas líneas fundamentales, con sus conflictos, dilemas y contradicciones, él viene a cerrar, a clausurar. De modo que Borges es anacrónico, pone fin, mira hacia el siglo XIX. [...]
Respiración artificial, IV, I
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, segunda edición, noviembre 1988
Imagen: Ricardo Piglia, fotografiado en la estación de Constitución en Buenos Aires
en los ochenta por Daniel Mordzinski
Fuente: El País-Babelia