¿Qué hay en los amarillos de Basaldúa, qué hay en sus tristes lupanares de las afueras, qué hay en sus prostitutas inocentes como animales y en sus compadres de cuchillo y de sexo, qué hay (quisiera saberlo) en todo ese mundo de modestas infamias, de fechorías pretéritas y plebeyas? ¿Qué virtud venenosa puede cifrarse en el hampa de ayer, en la música ignorante de sus milongas, en el mero nombre del Títere, cuchillero del barrio del Maldonado, y de los Iberra, cuatreros del partido de Lomas? (El mayor debía a la justicia más muertes que el menor, pero éste que era codicioso, lo asesinó y se agregó los muertos del otro.)
Una explicación evidente es que el oficio del criminal tiene, como el del marinero y el del soldado, esa dignity of danger, esa dignidad del peligro, que Samuel Johnson admiró y definió. Otra, no excluida por la primera, es que el culto vernáculo del Compadre es una variante del misterioso prestigio que ejerce el mal. Los maniqueos no ignoraban que el hombre está hecho de tiniebla y de luz, de unas centellas de la terra lucida y de barro de la terra pestifera; quizás nuestra parte de sombra goza con figuras del mal —y nuestra parte luminosa, con su ejecución eficiente. (El teósofo alemán Jakob Böhme imaginó también esa dualidad en el centro de Dios.)
Una explicación evidente es que el oficio del criminal tiene, como el del marinero y el del soldado, esa dignity of danger, esa dignidad del peligro, que Samuel Johnson admiró y definió. Otra, no excluida por la primera, es que el culto vernáculo del Compadre es una variante del misterioso prestigio que ejerce el mal. Los maniqueos no ignoraban que el hombre está hecho de tiniebla y de luz, de unas centellas de la terra lucida y de barro de la terra pestifera; quizás nuestra parte de sombra goza con figuras del mal —y nuestra parte luminosa, con su ejecución eficiente. (El teósofo alemán Jakob Böhme imaginó también esa dualidad en el centro de Dios.)
Desde luego, lo anterior no agota el problema. La concepción del mal tolera o exige símbolos imponentes —el sol negro de los alquimistas, la inversa trinidad glacial que llora con sus ojos en el fondo de los círculos infernales, la oscuridad visible y el fuego tempestuoso de Milton, el inestable rey esculpido en fuego que entrevió William Morris y cuya prodigiosa cabalgadura fluctuaba como las apariencias de un sueño, los ejércitos del Tercer Reich o de los mogoles—; tales emblemas nos afectan de un modo inexorable, sin el menor asomo de esa nostálgica indulgencia y vaga ternura que despierta en nosotros la evocación de los orilleros antiguos. "El mar tiene un sabor amargo, porque llena las calles de mercaderes y engendra incertidumbres y falsedades en las almas humanas", escribió curiosamente Platón; el compadre y el gaucho —el plebeyo de las ciudades y el de los campos— han ascendido a símbolos de la época que antecedió en esta república a esos dones marinos. (Parejamente, Dante pudo deplorar la gente nova e i subiti guadagni que habían corrompido a su patria.) También encarnan el hermoso individualismo que, según nos dicen, nos caracterizó, alguna vez. Compadre y gaucho convergen en Martín Fierro, y Martín Fierro es, en la simplificación de la gloria, el hombre que pelea con los partidos, el man versus the State por decirlo con palabras de otro hombre que también peleó solo, el cuchillo perdido contra los sables.
Pero lo básico es tal vez la figuración del compadre como una forma ingenua, y un poco desdichada, del mal. Para Rodion Raskólnikov, por ejemplo, el mal es una sombra de la soberbia, un ejercicio valeroso y consciente de nuestra libertad; para el compadre, es una fatalidad que se acepta, de un modo indiferente, o humilde. Como todos los hombres a morir, el compadre se resigna también a matar, y "desgraciarse" es dar una puñalada definitiva. Lo demás (y en el duro arrabal, esto pudo tener justificación) es mera hipocresía o pedantería. Análogamente, el heresiarca de los sertões, conselheiro, sintió que la virtud es una vanidad, una "quasi impiedade", y el aventurero inglés Alfred Horn declaró, hacia el término de sus días, que hay cosas que persisten en la memoria y una de ellas es la cara del primer hombre que uno ha tenido que matar.
Pero lo básico es tal vez la figuración del compadre como una forma ingenua, y un poco desdichada, del mal. Para Rodion Raskólnikov, por ejemplo, el mal es una sombra de la soberbia, un ejercicio valeroso y consciente de nuestra libertad; para el compadre, es una fatalidad que se acepta, de un modo indiferente, o humilde. Como todos los hombres a morir, el compadre se resigna también a matar, y "desgraciarse" es dar una puñalada definitiva. Lo demás (y en el duro arrabal, esto pudo tener justificación) es mera hipocresía o pedantería. Análogamente, el heresiarca de los sertões, conselheiro, sintió que la virtud es una vanidad, una "quasi impiedade", y el aventurero inglés Alfred Horn declaró, hacia el término de sus días, que hay cosas que persisten en la memoria y una de ellas es la cara del primer hombre que uno ha tenido que matar.
He procurado en esta página investigar el valor simbólico del compadre, pero las lúcidas y sensibles estampas de Basaldúa son, claro está, símbolos de ese símbolo. Hanslick observó que la música es un lenguaje que podemos hablar y comprender, pero no traducir; quizá la observación es aplicable a todos los lenguajes y símbolos —incluso a los verbales.
De las estampas de Basaldúa yo diría que éstas nos dicen algo, un secreto, que a un tiempo es inasible y preciso, perdido en el instante en que lo sabemos y memorable. También yo escribiría que están a punto de decirnos todas las cosas.
Pobres compadres del recuerdo, fundidos en un solo arquetipo, que se eterniza en una pitada o un corte, contra el fondo ya exangüe e inofensivo del tiempo que se fue y que ahora es un entrevero de imágenes, hechas de fuego que no quema y de agua fantasmal que no moja.
1954, Buenos Aires
En Textos Recobrados 1931-1955 (1997)
Cover de la primera publicación:
En Arrabal, por Héctor Basaldúa, con Glosa de Jorge Luis Borges
Ediciones Galería Bonino, Buenos Aires, 1954