7/11/16

Jorge Luis Borges: Un soneto de Don Francisco de Quevedo







No, no es el del entierro geográfico del grande Osuna, difunto que lloraron los ríos y cuyo velorio fue de volcanes, ni tampoco el consentidamente gracioso del narigón —materia forastera a las letras, porque una incongruencia así fisonómica sólo es visual y no puede alegrarnos de oídas. Otro es el soneto de que hablo y aunque las antologías nunca lo visitaron, lo tengo por una de las más intensas páginas de su autor: es decir, de la literatura mundial. El libro El Parnaso Español y Musas Castellanas lo registra; es de los sonetos a Lisi, en su libro cuarto, y lleva el número XXXI. Reza de esta manera:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra, que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas no de essotra parte en la rivera
Dejará la memoria en donde ardía;
nadar sabe mi llama la agua fría
Y perder el respeto a lei severa.
Alma, a quien todo un Dios prission ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,
Su forma dejarán, no su cuidado;
Serán ceniça, mas tendrá sentido,
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Lo he copiado en su integridad, aunque demasiado bien sé que los tercetos lo abarcan. Es evidente que don Francisco de Quevedo, al sentarse a escribirlo, no tuvo más que la artesana intención de manufacturar un soneto al modo italiano, con las hipérboles ya reglamentarias del género, y que recién a las ocho líneas de petrarquizar, dio en especular y en sentir: riesgo que los entendidos repudian. Tales obreros de la versificación denunciarán también lo ripioso de los finales. Alma mía, agua fría, ley severa, ¡qué ociosidad para adjetivar! Nunca adolecieron de ella los cumplidores de sonetos sedicentes perfectos —José María de Heredia, Samain— que a trueque de evitar el ripio menor, consumaron casi siempre el total: el de catorce líneas, el de un entero soneto inútil y zángano.
¿Qué imperfección es, pues, la de este principio? Es (digo yo) la de cuanta metáfora se ha imaginado para decir la muerte. ¡Tan pudorosas y cobardes son todas ellas frente a la sola horrenda palabra que pujan por tapar!
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra, que me llevare el blanco día
es una perífrasis boba, puesto que la terribilidad del morir no es la de un mero dejarnos sin luz y porque también los ojos se clausuran para dormir: ocupación blanda. ¿Y la alusión al Leteo y a sus aguas todoolvidadoras y sólo desafiables por la pasión? Es (o fue) ingeniosa, pero su actuación en boca no helénica es de falsedad y desvirtúa lo autobiográfico, lo poético.
Es decir, estos ocho renglones preparativos son un compás de espera, un escúcheme, un hacer tiempo casi de cualquier modo mientras la atención del auditorio está organizándose. No los precisaba Quevedo y si incurrió en la haraganería de componerlos, la culpa fue de la costumbre deplorabilísima de imponer tamaño de soneto a toda emoción. El sonetista (apunta don Ricardo Güiraldes) tiene un moldecito de budín en la mano y mete dentro todo lo que se le pone a tiro. Lo cual (añado yo) no quiere decir que los sonetos y los budines no sean manjares muy aceptables, alguna vez. Hay piezas de Enrique Banchs —ya tenemos en casa ejemplos no solamente de equivocación, sino de los otros— que saben reconciliarme con el soneto, con lo descomunal de sus leyes, con su arbitrariedad…
Consideremos, pues, los versos finales. En ellos puede escucharse ¡al fin! la voz de Quevedo, tan ausente de los no favorecidos cuartetos. Los destaco, los redimo de los demás y son el mayor sentir español:
Alma, a quien todo un Dios prission ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su forma dejarán, no su cuidado.
Serán ceniça, mas tendrá sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.
Ésta es abogacía originalísima por la inmortalidad: negocio en que se atareó Quevedo y a cuya probación dedicó las muchas páginas de un tratado que anda en sus Obras póstumas. Lo he recorrido; es discurso en que colaboraron la dialéctica y la dignidad varonil y la convicción y aun alguna vez el sarcasmo, pero su constante objeto es justificar que el alma es entidad separable y puede operar sin las representaciones —fantasmas, escribe el original— de que se abasteció en los sentidos. Es polémica anticipada con Hobbes, y fraileras citaciones latinas la hacen solemne. Imposible ubicar en su área teológica el pensamiento audacísimo de los versos. Si mencioné este opúsculo {Inmortalidad de el Alma, con que se prueba la Providencia de Dios para consuelo, y aliento de los Catholicos, y vergonzosa confusión de los Hereges) es para evidenciar la mucha intimidad de Quevedo con la cuestión.
Quevedo casi no razona; intuye más bien. La intensidad le es promesa de inmortalidad y no la intensidad de cualquier sentir, sino la de la apetencia amorosa y, más concretamente aún, la del acto. El goce, plenitud del ser, rebasa su minuto y afirma que quien alguna vez tanto vivió, ya no se olvidará de vivir y no morirá. La erótica sube a metafísica; los descaros y sábados de la carne son mensajeros de buenas noticias para el espíritu, hospes comesque corporis, invitado y compañero del cuerpo.
Quevedo, hispano íntegramente y seguro de la realidad de las cosas —no de la gasificada cosa en sí que para consuelo de ametafísicos preparó Kant, sino de las caseras cosas individuales— sugiere una supervivencia de lo corpóreo, de las ya para siempre apasionadas venas y médulas. El pensamiento es casi pagano y está, con no amainada grandiosidad, en otro soneto:
Sobre el Sol arderé, y el cuerpo frío
Se acordará de amor en polvo y tierra.
Ese frío —tan insignificativo y haragán, a primera vista— es insinuador, por contraste, de la carnalidad y aun de la satisfacción y ápice de ella, de la que escribió Schopenhauer: La cópula es al mundo lo que la palabra al enigma. A saber, el mundo es ancho en el espacio y viejo en el tiempo y de variedad inagotable en las formas. Todo esto, sin embargo, no es sino la manifestación de la voluntad de vivir y la concentración, el foco de esta voluntad, es el acto generativo {El mundo como voluntad y representación; segundo volumen, capítulo cuarenta y cinco, página 671 de la edición alemana de Eduardo Grisebach).
¿Qué pensar de la abogación de Quevedo? Yo pienso de ella lo que de las sedicentes pruebas dialécticas de que hay Dios, la ontológica, la cosmológica, la moral, la histórica y las que queden: pienso que su única virtud no dudosa es la de convencer a ya convencidos. Para decírsela a fervientes de la inmortalidad, es inmejorable. No le pido más: en trance de Dios y de inmortalidad, soy de los que creen. Mi fe no es unamunesca e incómoda; mis noches saben acomodarse en ella para dormir y hasta despachan realidad bien soñada en su vacación. Mi fe es un puede ser que asciende con frecuencia a una certidumbre y que no se abate nunca a incredulidad. No entiendo a los mecanicistas, incrédulos de que un solo átomo irrepresentable pueda perderse y muy seguros de la escondibilidad final de su yo. Al universo no le permiten escamotear una partícula de materia pero sí una infinitud de almas.
Quevedo no descreyó nunca de la materia, pero ésta le sirvió (lo hemos visto) para argumentar la inmortalidad. Quiero rememorar aquí cierto diálogo. Ocurrió en las medianías del mil cuatrocientos; su escena, un dormitorio oscuro en Ocaña; sus interlocutores, la Muerte y don Rodrigo Manrique, hombre de pelo rojo; su cronista, el capitán don Jorge Manrique. Dijo entonces la Muerte que son tres las posibles vidas del hombre: una, la temporal, perecedera, la que cumplimos entre las prolijidades del tiempo y las del espacio; otra, muy mejor, la de nuestra fama, la que en ajenas bocas vivimos; otra, la de inmortalidad. De don Francisco ya sabemos que obtuvo dos; esperemos que el Señor no le haya sido avaro de la tercera. Ya escribí alguna vez que la negación o dubitación de la inmortalidad es el máximo desacato a los muertos, la descortesía casi infinita.



En El idioma de los argentinos (1928)
Foto: Captura Jorge Luis Borges, imágenes inéditas



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