Mark Strand (1934 - 29 November 2014) Photo nd © Mary Noble Ours |
Estaba en la bañera cuando Jorge Luis Borges tropezó con la puerta. “Tenga cuidado, Borges”, grité. “El suelo es resbaladizo y usted está ciego.” Luego, mientras me enjabonaba el pecho, le dije: “Borges, ¿alguna vez se ha parado a pensar en lo que hay de implícito en una afirmación como ‘Traduzco a Apollinaire al inglés’ o ‘Traduzco a De la Mare al francés’? ¿Es decir, que tomamos la obra fuertemente idiosincrásica de un individuo y la vertemos a una lengua que pertenece a todos y a nadie, un sistema de significados lo bastante general como para permitir no sólo malentendidos sino que se ponga en duda la posibilidad misma de permitir algo más?”
“Sí”, me dijo, con aire resignado.
“¿Entonces no piensa”, le dije, “que es mejor dejar la traducción de poesía a aquellos poetas que sean dueños de un inglés que ellos mismos se han forjado, y que los profesores de lengua, que se sienten responsables de la lengua no en sus alteraciones sino en su totalidad monolítica, son los peores traductores? ¿No sería mejor concebir la traducción como una transacción entre idiomas individuales, entre, digamos, el italiano de D’Annunzio y el inglés de Auden? Si lo hiciéramos, podríamos acabar con esas discusiones irrelevantes sobre quién ha hecho una traducción correcta y quién no.”
“Sí”, dijo. Parecía entusiasmarse.
“Digamos, pues”, le dije, “que si la traducción es una suerte de lectura, la asunción o transformación de un idioma personal en otro, ¿no sería posible entonces traducir una obra escrita en la propia lengua de uno? ¿No sería posible traducir a Wordsworth o Shelley a Strand?”
“Descubrirá usted”, dijo Borges, “que Wordsworth se niega a ser traducido. Es usted quien debe ser traducido, quien debe convertirse, por mucho tiempo que le lleve, en el autor de El Preludio. Esto fue lo que le sucedió a Pierre Menard cuando tradujo a Cervantes. Él no quería componer otro Quijote (lo que sería fácil), sino el Quijote. Su admirable ambición era producir páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes. El método inicial que concibió era relativamente sencillo: aprender bien el español, abrazar de nuevo la fe católica, guerrear con los moros y los turcos, olvidar la historia europea entre 1602 y 1918, y ser Miguel de Cervantes. Componer el Quijote a comienzos del siglo diecisiete era una empresa razonable y necesaria, tal vez inevitable; a comienzos del veinte era casi imposible.”
“No casi”, le dije, “sino totalmente imposible, pues a fin de traducir uno debe dejar de ser.” Cerré los ojos un segundo y me di cuenta de que, si dejaba de ser, nunca podría saberlo. “Borges...” Estaba a punto de decirle que la fuerza de un estilo debía medirse por su resistencia a ser traducido. “Borges...” Pero cuando abrí los ojos, él y el texto al que había sido llamado llegaron a su término.
En La vida continua
Luego en El clima de las palabras V
Luego en El clima de las palabras V
Traducción de Jordi Doce
Mark Strand (Prince Edward Island, Canadá, 1934) es uno de los principales poetas estadounidenses. Autor de una decena de poemarios, obtuvo en 1999 el Premio Pulitzer con Blizzard of One (1998; Ventisca de uno). Este ensayo, originalmente publicado en su libro de poemas The Continuous Life (1990; La vida continua), ha sido recogido con posterioridad en The Weather of Words (Alfred A. Knopf, 2001; El clima de las palabras), reciente compendio de su obra crítica. En España han aparecido dos notables muestras de su poesía: Aliento, edición de Julián Jiménez Heffernan, 4 Estaciones, Lucena, 2004; y Sólo una canción, selección, traducción y prólogo de Eduardo Chirinos, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2004. Precisamente en el volumen de Pre-Textos se incluye una traducción de esta, la sección quinta del ensayo, aunque mi lectura se aparta en varios puntos de la de Chirinos.
Texto original en inglés
I was in the bathtub when Jorge Luis Borges stumbled in the door. “Borges, be careful,” I yelled. “The floor is slippery and you are blind.” Then, soaping my chest, I said, “Borges, have you ever considered what is implicit in a phrase like “I translate Apollinaire into English”? or “I translate de la Mare into French”? that we take the highly idiosyncratic work of an individual and render it into a language that belongs to everyone and to no one, a system of meanings sufficiently general to permit not only misunderstandings but to throw into doubt the possibility of permitting anything else?”
"Yes," he said, with an air of resignation.
"Then don’t you think," I said, "that the translation of poetry is best left to poets who are in possession of an English they have each made their own, and that language teachers, who feel responsibility to a language not in its modifications but in its monolithic entirety, make the worst translators?
Wouldn’t it be best to think of translation as a transaction between individual idioms, between, say, the Italian of D’Annunzio and the English of Auden? If we did, we could end irrelevant discussions of who has and who hasn’t done a correct translation.”
"Yes," he said, seeming to get excited.
"Say," I said. "If translation is a kind of reading, the assumption or transformation of one personal idiom into another, then shouldn’t it be possible to translate work done in one’s own language? Shouldn’t it be possible to translate Wordsworth or Shelley into Strand?"
"You will discover," said Borges, "that Wordsworth refuses to be translated. It is you who must be translated, who must become, for however long, the author of The Prelude. That is what happened to Pierre Menard when he translated Cervantes. He did not want to compose another Don Quixote – which would be easy – but the Don Quixote. His admirable ambition was to produce pages which would coincide – word for word and line for line – with those of Miguel de Cervantes. The initial method he conceived was relatively simple: to know Spanish well, to re-embrace the Catholic faith, to fight against the Moors and Turks, to forget European history between 1602 and 1918, and to be Miguel de Cervantes. To compose Don Quixote at the beginning of the seventeenth century was a reasonable, necessary, and perhaps inevitable undertaking; at the beginning of the twentieth century it was almost impossible.”
"Not almost impossible," I said, "but absolutely impossible, for in order to translate one must cease to be." I closed my eyes for a second and realized that if I ceased to be, I would never know.
"Borges…" I was about to tell him that the strength of a style must be measured by its resistance to translation.
"Borges…" But when I opened my eyes, he, and the text into which he was drawn, had come to an end.
Mark Strand, Translation, from The Continuous Life (Knopf, 1990)
Fuente Entre Gulistan y Bostan
Vía Zoopat