Si tomamos las dos grandes categorías en las que podría dividirse por convención aproximada la literatura en general –la de los aristotélicos y la de los platónicos–, Borges pertenece sin duda a la segunda. Es decir, a esa categoría de escritores y poetas que entre un objeto y la idea de un objeto prefieren cantar a esta última. En suma, no a lo real, sino a su conceptualización o su quintaesencia: como, para que nos entendamos, el Stil Novo no cantó a la mujer, sino a su transfiguración; los Trovadores no cantaron al amor sino a su ideal; Ariosto no cantó a las armas y los caballeros sino a sus fantasmas; Shakespeare no cantó al teatro del mundo sino al Teatro como divinidad ciega de nuestra vida; Yeats no cantó a su pueblo sino a la imagen mítica que tenía de éste.
En el caso de la modernidad, si hay alguien que supo expresarla como en una declinación gramatical, casi como en un manual con instrucciones de uso, transmitiéndonos el método de esa expoliación de la realidad física en favor de la idea platónica de ésta, fue probablemente Stephane Mallarmé, quien, sabiendo que la carne es triste y habiendo leído todos los libros, anhelaba el Libro Absoluto (quién sabe si no totalmente en blanco), nuestro destino final y nuestra síntesis, que como la esfera divina de Pascal, tiene la circunferencia por todas partes y el centro en ningún lugar.
En el siglo XX, muchos son los grandes escritores que (cada uno a su modo, por supuesto) forman con Borges la tropa de los platónicos: por ejemplo Pessoa, Kafka, cierto Eliot, cierto Montale. Aquellos que, tomando la idea de lo real y, contándola, poetizándola, la elevaron a metáfora de la condición humana. No sé si Borges es un “auténtico” escritor o más bien un filósofo que usó la literatura: pero ésta es obviamente una cuestión irrelevante y hasta un sofisma. Lo cierto es que sus cuentos, algunos de los cuales hoy pueden incluso resultar excesivamente académicos y eruditos, sobrecargados como están con un surtido de simbologías barrocas, teorías esotéricas verdaderas o presuntas, espejos deformantes y viejos libros apócrifos encuadernados en cuero marroquí, mantienen (más aún, van adquiriendo) la ambigua y alarmante fuerza de alegorías. Quien sabe si acaso, obedeciendo inconscientemente al misterioso destino de su desgraciada enfermedad, Borges no nos resulta hoy similar a la figura del vidente ciego que imaginaron nuestros antiguos: un creador de oráculos, en parte aterradores, emitidos en forma de cuentos breves.
Pensemos por ejemplo en el aleph. ¿Habrá alguna vez un punto del universo desde el cual el universo (que además somos nosotros) pueda ser abarcado en su totalidad? Es una extraña idea humana que matemáticos excéntricos, filósofos metafísicos, razonadores capciosos y teólogos heréticos cultivaron con cuidadosa manía y silogismos patéticos. El hecho de haber situado ese lugar privilegiado y absurdo en el sótano de una casa vieja descascarada en las afueras de Buenos Aires, a punto de ser demolida por las excavadoras debido al implacable crecimiento urbano, me parece una empresa genial. El extraordinario y angustioso mar infinito donde el personaje del cuento, recostado sobre el piso desnudo del comedor y con el ojo pegado al periscopio milagroso de aquel submarino ebrio a través del cual accedió a todo el saber, a todo lo que existe y ha existido en la literatura occidental, es comparable sólo al cerco detrás del cual, atravesando la eternidad, las estaciones muertas y la suya presente y viva, Leopardi logró naufragar en el mar del infinito, donde su pensamiento se anega.
Y en este punto la metáfora de ese sublime aleph de subsuelo revela su significado más profundo y melancólico; las aspiraciones son las más ilusorias, ambiciosas, patéticas, las más vanas que tenemos todos; recuperar con la memoria lo que ya no es nuestro: infancias pasadas, amores perdidos, sentimientos disipados; y comprender finalmente todo lo que no nos es dado comprender. El Aleph es un vistazo furtivo permitido por un poeta mediocre dueño de una casona en demolición de la periferia para que podamos ilusoriamente comprender el universo durante no más de diez minutos: el tiempo de un cuento breve o de una parada de subte. El Aleph es finalmente una epifanía joyceana accesible, explicada con un cuento a los pobres de espíritu como nosotros, que se deleitan frecuentando el Luna Park de la literatura, ilusionándose con poder reencontrar lo que perdieron al comprar el boleto del recorrido del tren de los fantasmas.
O, si se prefiere, El Aleph es un fenómeno de feria breve y económico que resume en veinte páginas sublimes la búsqueda proustiana. Muchos son los cuentos de Borges para leer como oráculos aterradores de nuestra condición actual. Y aunque su autor a menudo los adornó con conceptos extraídos de la tradición judeo-cristiana o de la civilización cretense (el poder creador del Verbo, del que todo desciende: la Cábala, el Laberinto, el Minotauro...), creo que se puede afirmar que no serían hoy tan eficaces y tan inquietantes si Borges, astutamente, no hubiera acompañado con sus ojos ciegos y su mirada implacable los descubrimientos y las intuiciones de la ciencia moderna: desde la relatividad hasta el observador inercial de Einstein, desde el teorema de Godel hasta las teorías de los fractales, hasta las de la astrofísica sobre el universo finito que avanza sin embargo de manera infinita pacientemente en la nada. En un mundo donde el objeto va perdiendo cada vez más significado a favor de la palabra que lo señala, en un mundo donde la palabra (el concepto, lo virtual) está volviéndose más real que aquello a lo que la palabra se refiere; en un mundo que se está despojando de materialidad, porque ésta pertenece sólo a las clases más ínfimas, y que concentra su poder en el hecho de “des-corporeizarse” para convertirse sólo en una gigantesca y monstruosa red de palabras e informaciones que servirán exclusivamente a quien sepa usarlas, ¿qué más aterradoramente “realista” que el cuento definido como “fantástico” titulado La biblioteca de Babel? En comparación, los muchachitos con aspiraciones caníbales a los que nuestras editoriales han dado tanto relieve nos parecen pobres habitantes de un período Cromañón olvidable. ¿Y puede haber hoy algo más realista que sus laberintos que apenas hace unos años parecían imaginarios, frente al laberinto on line de situaciones e hilos que envuelven a nuestro globo? ¿Y puede haber algo más atrozmente actual que el Pierre Menard que cuatrocientos años más tarde “compone” un nuevo Quijote reescribiéndolo exactamente igual al original, y al mismo tiempo produce un Quijote distinto? Quizá represente la clonación que amenazadoramente nos acecha y que parece obedecer a la aspiración de nuestra miserable eternidad destinada a lo reproducible. Es la espantosa idea de que el universo es serial, que pertenece a la época de la idea benjaminiana de la reproducibilidad técnica de la obra de arte, y que el buen Dios en definitiva tenía la imaginación limitada. Los replicantes de Blade Runner, que siendo idénticos a los humanos sin serlo tienen las mismas melancolías, somos obviamente nosotros; y la oveja Dolly, que siendo su madre es a la vez ella misma, obedece al mismo concepto.
Pero tampoco falta la alegoría aterradora para aquellos que no hace muchos años, en tiempos de desenfrenado júbilo e insospechado optimismo, nos predicaban a todos que el arte es juego, la vida es juego, el mundo es juego. Para todos ellos, quizá, la vida siga siendo juego, entre otras cosas porque los lugares que querían ocupar fueron ocupados, pero el arte es otra cosa. Todo ahora se está convirtiendo en un juego, pero indescifrable, amenazador e inquietante, como el sistema de ese cuento que se titula La lotería de Babilonia, que no servía para otra cosa que justificar la existencia de quienes la jugaban. Y hay muy poco de qué alegrarse, me parece.
Es difuso el reflejo de Borges en la literatura contemporánea. Los reflejos, no obstante, siempre han existido porque, como sabemos, la literatura se autofecunda. Otra cosa son los epígonos, con frecuencia de calidad en absoluto despreciable, incluso porque algunos aspectos de Borges son fácilmente imitables y reproducibles: la idea combinatoria, la transformación de lo real en geometría, la seducción de las matemáticas y de la ciencia. De todos modos, si en Borges esos conceptos procedían siempre de fuertes ideas filosóficas y teológicas, en sus continuadores se reducen con frecuencia a puro juego combinatorio, al cultivo del ajedrez o las cartas de póker. En suma, a algo instrumental y quizá venal que recuerda el cálculo de las probabilidades y el sistema para jugar a la lotería. Todos hoy conocen el uso de la computadora: Borges se interesa en conocer el alma. Y si ésta eventualmente no existe, Borges comenzó a suponerla, insinuando que quizá sea la nuestra. Por eso lo sentimos tan actual.
Texto e imagen en Revista Ñ
Diario Clarín, 6 de septiembre de 2011
Autoría de Antonio Tabucchi
Versión castellana de Cristina Sardoy