GEORGES CHARBONNIER: La primera entrevista de esta serie fue un panorama de Jorge Luis Borges. Las que siguen estarán consagradas a la literatura en general.
Sabemos que la revista L’Herne dedicó recientemente a Jorge Luis Borges un número especial; no sabríamos recomendar lo suficiente a nuestros oyentes la consulta de esta obra.
Hoy, nos remontaremos a muchos años atrás, al período que sucedió a la guerra de 1914-1918, y pediremos a Jorge Luis Borges que nos precise el sentido de una palabra poco conocida en Francia, la palabra «ultraísmo».
Jorge Luis Borges, la palabra «ultraísmo» nos intriga. Sabemos que esa palabra designa un movimiento literario, un movimiento literario sudamericano. Sabemos que, cronológicamente, este movimiento tiene lugar poco después del período europeo dadá, pero no sabemos qué es el ultraísmo. ¿Qué es, pues, el ultraísmo?
JORGE LUIS BORGES: Creo que lo mejor sería ignorar totalmente el ultraísmo. Se trata de un movimiento literario que tuvo su origen en España: se quería imitar a poetas, qué diré yo, del género de Pierre Reverdy. Se quería imitar a Apollinaire, al chileno Huidobro. Una teoría, que hoy encuentro totalmente falsa, quería reducir la poesía a la metáfora y creía en la posibilidad de hacer nuevas metáforas.
Y bien, yo creí, o intenté creer, en este credo literario. ¡Ahora lo encuentro falso de toda falsedad! No veo ninguna razón para suponer que la metáfora sea el único artificio literario posible, cuando lo cierto es que hay otros. Y, después, también se hizo lo mismo en Buenos Aires.
G. C.: La palabra metáfora conoció la misma fortuna en Francia. Hace tres o cuatro años, revistas, artículos y ensayos estaban llenos de ellas. La moda cambió. La metonimia remplaza a la metáfora.
J. L. B.: ¡No creo que se gane mucho con el cambio!
G. C.: ¡Desde luego!
J. L. B.: Así, pues, hicimos un movimiento literario. Negábamos la rima. Queríamos negar la música del verso. Sólo queríamos encontrar nuevas metáforas. Desgraciadamente para nosotros, había ya en Buenos Aires un poeta, Leopoldo Lugones. Leopoldo Lugones había publicado un libro en 1909. Era un hombre bastante joven para nosotros —en efecto, éramos de 1920. Lugones había predicado y practicado la misma idea: la de renovar las metáforas.
Creo que este movimiento no tiene ninguna importancia o, lo que es otra forma de decir lo mismo, que sólo es importante para los historiadores de la literatura. Lo que es una manera de ser insignificante, según yo.
No creo que sea posible encontrar nuevas metáforas. Creo que hay metáforas que corresponden a afinidades verdaderas entre las cosas. Podríamos citar un montón de metáforas en que se trata de la vida y el sueño, de la muerte y el dormir, del tiempo y del río, de las estrellas y los ojos, de las mujeres y las flores. Diría que estas metáforas, estos lugares comunes, estas trivialidades si se quiere, son verdaderas metáforas. Todo hombre en un momento determinado de su vida piensa, o siente más bien, de esta manera. Cuando se quiere hacer nuevas metáforas, se inventan afinidades que no existen. No se obtiene otro resultado que pasmar o irritar un poco al lector.
Creo que el ultraísmo hizo su época. Estoy un poco avergonzado de haber firmado sus manifiestos. En cuanto a negar la música del verso, encuentro que se trata de un error evidente. Creo que la música es la esencia del verso, es decir, la correspondencia entre la emoción y el sonido del verso. Lo mismo diría de la prosa. En cuanto a la rima: no veo qué razones hay para renunciar a un medio tan agradable como la rima.
En todo caso, esta historia del ultraísmo corresponde a una época muy lejana. Yo era ultraísta en 1921. Estamos en 1964. Si aún quedan colegas de esa época le dirán exactamente lo que yo digo. Esa época era muy divertida para nosotros. Nos divertimos mucho creyéndonos revolucionarios, pensando que la poesía empezaba en nosotros, pensando que si encontrábamos bellas metáforas en Shakespeare o en Hugo era, evidentemente, porque eran precursores nuestros. ¡Precursores nuestros! Eran otras épocas. Sería necesario olvidarlas.
Todo esto podría servir, más o menos, para los exámenes de literatura argentina o española, pero no tiene ninguna importancia. Los «creacionistas», etc. En el caso de los poetas que intentábamos imitar, diría que Apollinaire es a veces un gran poeta, pero más bien a pesar de sus teorías. En todo caso, creo que las teorías literarias no tienen ninguna importancia. En esa época, ese poeta, que seguramente era un gran poeta, dijo que el tiempo de la rima había pasado. Tenía razón en cuanto a sí mismo, puesto que podía hacer admirables versos libres. Si Hugo hubiera dicho lo mismo, se habría equivocado, porque él podía rimar de una manera que me parece muy bella.
Las teorías en sí mismas no tienen, para mí, ninguna importancia. Lo importante es lo que se hace con ellas y esto depende del genio de cada poeta. Es inútil discutir una teoría estética. Es preciso ver a qué objeto ha servido.
G. C.: Anecdóticamente, regreso al ultraísmo…
J. L. B.: Sí, ¿por qué no?
G. C.: ¿Cómo se manifestó —anecdóticamente— el ultraísmo?
J. L. B.: Se manifestó a través de poemas muy cortos, escritos de una manera voluntariamente ingrata o prosaica, y en cada línea había una metáfora generalmente viciosa, ¡no sé por qué razón hacíamos tantas metáforas sobre la luna! Después se descubrió que Lugones o Laforgue ya las habían hecho. También teníamos una vaga idea de ser modernos: de vez en vez había ascensores o aviones en nuestros poemas. No muy numerosos, pero todo esto, creo yo…
G. C.: ¿Tenían relaciones con el movimiento dadá europeo?
J. L. B.: Sí, sí, pero me parece que el movimiento dadá era más interesante. Correspondía a una idea, digamos, de nihilismo, de desesperación de la literatura. Quedamos muy decepcionados cuando supimos —después— que los dadaístas no eran verdaderos escépticos. Por ejemplo, cuando discutíamos sobre la paternidad del dadaísmo, pensábamos que el verdadero dadaísta habría debido decir: «Pero, sí, evidentemente, eres tú el inventor del verdadero dadaísmo y no yo». En fin, supimos que los dadaístas eran escritores tan profesionales como los demás, igualmente celosos, igualmente vanidosos.
G. C.: Cada uno de ellos gastó treinta años reclamando la paternidad del dadaísmo: «Soy yo quien lo inventó de verdad».
J. L. B.: Sí, es decir, para demostrar que no eran escépticos. Si hubieran sido verdaderos dadaístas habrían dicho: «No, no, yo no he inventado nada, ¡eres tú quien lo ha hecho!».
G. C.: Ésta ha sido la actitud de Picabia. Picabia decía: «¿Dadá? No lo conozco, de ninguna manera estoy en él». Pero era el único que mantenía esta actitud. Los demás tenían verdaderos museos dadá…
J. L. B.: Bien cierto. Verlaine hizo el simbolismo. Cuando se le hablaba del simbolismo, decía: «¿El simbolismo? No sé alemán». Encontraba que el simbolismo era algo pedante. Creo recordar que a los simbolistas los llamaba «cimbalistas». Es decir ¡no se interesaba por las teorías! Igualmente, cuando atacó la rima, lo hizo en versos rimados. Recuérdelo usted:
Oh! qui dira les torts de la Rime
Quel enfant sourd ou quel nègre fou
Nous a forgé ce bijou d’un sou
Qui sonne creux et faux sous la lime?*
Al atacar a la rima, mostraba que podía manejarla con toda facilidad.
G. C.: Los ultraístas, con la edad…
J. L. B.: Se han vuelto otra cosa.
G. C.: ¿Se volvieron hacia el surrealismo?
J. L. B.: No, no en Argentina, que yo sepa. Creo que mi generación se volvió más bien hacia la poesía regular, hacia lo clásico, o hacia el romanticismo. Y cuando llegó el surrealismo, se lo miró con cierta desconfianza. Hubo surrealistas en nuestro país, pero no eran estos mismos, eran jóvenes que nos veían un poco como a viejos pomposos, a nosotros, los viejos que fuimos ultraístas en nuestra época. Sin duda, esto es inevitable.
G. C.: ¿La aparición del surrealismo es reciente en Argentina? Si no la aparición, ¿por lo menos la consideración de la existencia del surrealismo?
J. L. B.: Creo que hay algunos surrealistas, pero perdí la vista hace unos diez años, tengo mis deberes, en fin, mi trabajo de director de la Biblioteca Nacional, mi cátedra de Biblioteca inglesa y norteamericana en la Universidad, estudio el anglosajón, me atrevo a estudiar el noruego para leer textos escandinavos, las eddas y las sagas, tal como leo las elegías y la poesía heroica sajona y quiero escribir de vez en cuando. De ninguna manera estoy al corriente de la literatura más joven.
G. C.: Aquí el surrealismo no es ya una literatura joven.
J. L. B.: No, evidentemente.
G. C.: De ninguna manera.
J. L. B.: De acuerdo, pero en América del Sur las cosas llegan siempre con retraso; se recibe muy lentamente las aportaciones literarias.
G. C.: La guerra fue un toque de agonía para el surrealismo.
J. L. B.: Sí, evidentemente. Pero tengo la impresión de que cuando yo tenía, digamos, veinte o veinticinco años, en Buenos Aires, hablo de lo que conozco, en Montevideo, que también conozco bien, y en Madrid, la literatura podía ser una pasión. Éramos grupos de jóvenes. Nos reuníamos hacia las 11 de la noche, el sábado, y podíamos hablar de literatura, hablar en pro o en contra de las metáforas y la rima, hasta el amanecer. Podíamos discutir también de filosofía. Hablábamos mucho de la existencia o de la inexistencia del yo, del tiempo, de Dios, de la inmortalidad, del universo, del infinito, etc., ¡y todo esto era apasionante para nosotros! Podíamos discutir hasta el amanecer de todas estas cosas.
Creo que ahora la pasión de un joven sería más bien la política. Personalmente, la política me interesa bien poco. Desde luego, estoy contra todos los estados totalitarios. Fui contrario al nazismo. Estoy contra el comunismo. Estoy contra la dictadura que acabamos de sufrir. Se trata de convicciones personales, pero tampoco demasiado interesantes para mí. Es un poco como decir: «No estoy en pro del canibalismo, no». Lo declaro, pero no puedo hablar mucho tiempo de ello.
Creo que ahora, para los jóvenes, la política puede ser una pasión. Mientras que en mi época —todo ello le parecerá a usted un juego muy viejo— la literatura podía ser una pasión. No sólo las cosas de las que he hablado —metáforas, rimas, etc.—, sino también las posibilidades mismas del lenguaje, las relaciones posibles del lenguaje con el universo, con la experiencia humana: todo ello nos apasionaba. No sé si todo esto es válido todavía. Puedo equivocarme. Quizá, en este momento, cenáculos de jóvenes, en las ciudades que he mencionado, están a punto de discutir, con un vocabulario evidentemente distinto, con citas distintas, estos mismos problemas. Esto no es imposible.
G. C.: Hace treinta años podían ustedes alimentar una pasión por la literatura. Supongo que sus homólogos actuales son capaces de alimentar la misma pasión.
J. L. B.: Sí, pero no sé si estos homólogos tienen cenáculos como nosotros. Tengo la impresión —que puede ser falsa— de que casi ya no hay cenáculos. En todo caso, en Argentina, nosotros, los escritores, estamos evidentemente interesados en la literatura: es nuestra vida, es nuestro destino. Pero ya no nos reunimos para discutirla. Cada quien hace su obra en casa y discute sus problemas consigo mismo. En la soledad.
Sé que hay grupos de amigos. Por ejemplo, he hablado con frecuencia de literatura con Adolfo Bioy Casares, Carlos Mastronardi, Manuel Peyrou, con Mujica Láinez, Marisa Vásquez, que me acompaña en este momento, pero esto no significa que haya cenáculos literarios. En mi tiempo sí los había. Cenáculos que contaban, qué diré yo, con quince o veinte personas que se reunían expresamente para hablar de literatura. Seguimos hablando de literatura, pero ya no en forma bien organizada.
G. C.: No, de acuerdo. Aquí hablamos siempre mucho de literatura, pero la organización es menor. Es algo que yo creo extremadamente feliz. Permite más libertad. Entre las dos guerras, la literatura fue violentamente organizada y regida, no por los poderes públicos sino por algunos escritores autócratas…
J. L. B.: Esto ya no existe.
G. C.: No.
J. L. B.: Creo que esto hizo daño. Creo que una de las causas de la riqueza de la literatura inglesa es que nunca ha habido, en Inglaterra, movimientos literarios. Heine decía que todo inglés es una isla. Creo que esto puede aplicarse también a los hombres de letras: cada quien hace su obra; hay muy pocos manifiestos y escuelas. Hubo prerrafaelitas, etc.; lo que hicieron bien nada tiene que ver con el movimiento en sí.
Creo que los movimientos literarios, los cenáculos, las escuelas, son propias del periodismo, de la propaganda, más que de la literatura misma. No sé si tengan una influencia bienhechora. Quizá sí para los escritores muy jóvenes que tienen necesidad de hablar de literatura y que no encuentran un ambiente hospitalario para ello. Ahí son buenas las escuelas. Si no, creo que son útiles para los historiadores de la literatura. Lo mismo diría de la división de los escritores en generaciones.
Y además, repito, creo que las convicciones de un escritor, aun las convicciones estéticas, no son muy importantes. Lo importante es lo que hace. Dado un grupo de escritores con las mismas teorías: las obras son muy distintas. Es suficiente con pensar en los simbolistas, por ejemplo, o en los poetas que se llamaban cubistas. Eran bien distintos irnos de otros, sobre todo cuando hacían cosas valederas. Creo que fue Flaubert quien dijo —y exageraba—: «Si un verso es bueno, pierde su escuela. Un verso de Boileau vale un buen verso de Hugo». Evidentemente exageraba. Pero también tiene algo de verdad.
Si una cosa está lograda, lo está para todo el mundo, aparte de todas las discusiones estéticas. La obra se vuelve clásica, es decir, más allá de toda discusión.
Pero evidentemente no se puede hablar sin simplificar, y no se simplifica sin deformar las cosas. La verdad siempre es más compleja. Aventuro simplemente estas ideas que me han venido a la mente para responder a sus preguntas. Las aventuro con timidez. Simplemente.
* «¿Quién de la Rima dirá los males? / ¿Qué niño sordo, qué loco negro / nos ha forjado tan falsa alhaja / que si la liman nos suena a hueco?» («Art poétique», en Jadis et naguère [traducción de Luis Guarner]).
Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Foto: Georges Charbonnier, producer to France Culture,
academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)