Anotación
Traducir es imponer un sistema de analogías. Así algún lector observará que simpatiza con alguna de esas funciones, reiteradamente. No de otra manera es posible anular el viejo estigma que sobre la traducción se ha querido advertir en la historia de los libros. ¿Acaso estamos, pues, ante el problema del todo y la parte? Ciertamente no puedo saber si mi lectura de Voltaire, por ejemplo, es menos meritoria por la interminable glosa que la puebla, en español, o por la afortunada y graciosa nasalización en el francés original. Tampoco es posible afirmar que la mayéutica de Sócrates es menos valedera en alemán que en el cirílico del Norte o en el mexica de los guerreros mesoamericanos que Bernal Díaz del Castillo ha pergeñado en su historia. El pensamiento es identidad a pesar, y no debido al lenguaje del orador o del plebeyo. La precisión sería, en todo caso, obra de la colaboración entre los lectores y el autor. Borges, no obstante, es uno de los maestros de la precisión. Tal vez sea así porque un libro no es la suma de sus páginas sino un particular momento estético que aparenta lo diverso por los accidentes. ¿Cómo olvidar que cada poeta ha escrito el mejor verso en alguna latitud desconocida de sus opera omnia? Por eso en su literatura es imposible obviar el uso interminable del epíteto y el adverbio, pues el problema de la parte y el todo implica el de la atribución y la predicación, el cual es un asunto filosófico aún más esencial que el tiempo, y que ninguna gramática o fraseologismo pueden agotar. Ni la noche de los persas, entonces, ni la muerte escarlata en la espada de Tamerlán, ni las grebas del hoplita o la taciturna música de Nietzsche podrían ser sentidas más que la letra a cuya imagen mental refiere lo intuitivo, subjetivamente. Pienso que ésta es una verdadera constante en la literatura, y que la resolución del relativismo tendría que unificarse en la imaginación. Por eso toda búsqueda es el interminable retorno a uno mismo. Admitido lo anterior, el autor sería menos el hacedor que la singularísima forma de un proceso de reconocimiento pues un autor es todos los autores. Este es el misterio principal del arte: tornar en perdurable aquello imaginado, allende la naturaleza individual de quien lo haya entrevisto como sueño. De esa manera publicar no es esencial: la única literatura desemboca en el anonimato. Sólo así cierto poeta menor puede volverse eterno. Esta relampagueante ironía justifica tanto la modestia como el hecho filosófico. Ahora, en cuanto a la re-traducción al español que aquí propongo, valga anotar sencillamente que la piadosa exhumación a aquel francés en pluma de Jean-Pierre Bernès adolece de inmediata sinceridad, la cual es una grata sorpresa y una suma de erratas, pero también es la oportunidad de congraciar a Borges con el mundo.
Miguel Blumenbach
Junio de 2016
El último prólogo de Borges
Aunque no estoy seguro de haberla concebido he dedicado mi vida a la literatura. No me atrevería a completar una definición ya que permanece siempre secreta y cambiante en cada uno de los versos que escribo o que sueño. La veo como una serie infinita de recuerdos sobre el lenguaje y, particularmente, sobre la imaginación.
Los símbolos matemáticos no comportan ningún tipo de inquietud o misterio. En cambio, los símbolos del lenguaje escrito, las palabras, parecen poseer vida propia; su sentido es constante pero el entorno en que son dispuestas cambia de manera imprevisible. El lenguaje es menos un mapa riguroso que un árbol de bifurcaciones poco conocidas…
En un poema o cuento el sentido importa poco; lo que nos interesa es lo que inspira en el espíritu del lector tal o cual palabra dichas con cierto orden o cadencia.
Imaginemos, por ejemplo, que estoy por escribir alguna pieza narrativa y que dos argumentos me son revelados. Mi razón entiende que el primero es superior y el segundo decididamente mediocre aunque me atrae por su ambigüedad. En ese caso me decido por el segundo.
Cada página nueva es una experiencia arriesgada que nos compromete; cada palabra es la primera palabra que pronunció Adán. Este libro está hecho de libros. No sé hasta qué punto pueda recomendar su lectura continua de principio a fin; tal vez sea más lícito abordarlo y escapar de él por azar tanto como mi mano, por ejemplo, juega con las hojas de una enciclopedia como en la Anatomía de la melancolía de Burton.
Al comenzar el siglo XVII Bacon observó que, de la misma manera en que existen crónicas de reyes, repúblicas y guerras, así no deberían faltar las del arte y la ciencia. Ese sabio consejo ha sido tomado incontablemente en consideración. Conozco escritores que traman su literatura en función de la historia de la literatura; antes de escribir una sola línea buscan y disponen en la clasificación de las corrientes algún lugar conveniente; Eliot dejó escrito que importa menos saber lo que nos agrada que lo que el siglo prefiere (a esto le llama ebriedad de historia).
¿Será necesario explicar que soy el menos histórico de los hombres? Los hechos de la historia me tocan tanto como los de la geografía o la política pero creo estar más allá de esas tentaciones.
A thing of beauty is a joy forever, ha escrito John Keats, inolvidablemente. Para adentrarnos en el goce de una obra cualquiera hace falta situarla en el contexto de su gestación histórica. Existen, sin embargo, como quería Keats, pequeñas felicidades que son singulares y eternas. Existen versos que podrían ser admirables tanto si fueran escritos esta mañana como si lo fueran en la antigüedad. Recuerdo ahora tres de ellos que ofrezco al lector. La primera es la sentencia latina Lux umbra Dei. Ignoro el nombre de su autor pero se encuentra citada en el capítulo postrero del libro Urn Burial de Browne. Esta es la segunda: El Himalaya es la sonrisa de Shiva. Las terribles montañas son la sonrisa de un Dios que es a su vez terrible. Por lo demás no sé quién ha urdido esta ejemplar inscripción.
El tercero es un verso de Gerard Manley Hopkins: Mastering me God, giver of breath and bread, que me parece el día de hoy ser el más extraño de la literatura y que tal vez lo sea. Podríamos continuar sin fin esta enumeración.
Este libro recopila eso que nosotros bien podríamos llamar mi obra aunque decir obra me parece una exageración. Jamás me he propuesto escribir una obra en el sentido en que lo era la de Flaubert o Wordsworth; sencillamente me he limitado a breves aventuras secretas. Recuerdo algunas con nostalgia: en prosa pienso en Borges y yo y, en verso, en Everness, acaso en razón de su vasto y cruel título. No es inverosímil imaginar que alguna antología del porvenir recupere estas piezas, aunque confieso que jamás he estado preocupado por su posible valor. Cada línea ha sido escrita para satisfacer la urgencia de un día y su elaboración me ha prodigado un gran placer que evoco no sin una magia cotidiana.
Como Coleridge, siempre he sabido desde mi infancia que mi destino sería literario. No sabía entonces, no podía sospechar -como pensaba Emily Dickinson- que publicar no es esencial en el destino de un escritor.
Como Coleridge, siempre he sabido desde mi infancia que mi destino sería literario. No sabía entonces, no podía sospechar -como pensaba Emily Dickinson- que publicar no es esencial en el destino de un escritor.
Jorge Luis Borges
Ginebra, 19 de mayo de 1986
* Borges dictó este último Prólogo a Jean-Pierre Bernès
para sus Oeuvres complètes (Paris, Editions Gallimard, La pléiade, 1986)
Esta versión castellana: Miguel Blumenbach [+]
Image: Borges avec son éditeur, Jean Pierre Bernés, à Paris en février 1978
Photo Pepe FernándezEsta versión castellana: Miguel Blumenbach [+]
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)