Existen, sin embargo, como quería Keats, pequeñas felicidades que son
singulares y eternas. Existen versos que podrían ser admirables tanto si fueran escritos
esta mañana como si lo fueran en la antigüedad.
(Prólogo de Borges para sus obras completas en francés en Gallimard, 1986,
retraducido al castellano por Miguel Blumembach)
Así piensa Borges el pasado, en imperfecto y subjuntivo, no como lo que fue o lo que pudo haber sido, sino como lo que aún está por ser. No sólo nuestros versos y argumentos, los escritos y los que están por escribir, han sido ya imaginados por otros en otros tiempos, y serán sin duda escritos mil y una veces en otros tantos inciertos futuros, sino que, en justa correspondencia, nos necesitan, y es nuestra presencia actual, nuestra voz, lo que sostiene el pasado de la humanidad toda, la corriente amplísima y abierta de la cultura que fuera. No sólo un soñante mítico nos imaginó, y acaso seamos su sueño, sino que el sueño es una puerta con dos caras o caminos, sin que haya razón para pensar que una es la dueña soñante de la otra. Como en los precursores de Kafka, basta lo dicho por un hombre para que toda la historia de la humanidad sea reescrita, una y otra vez, en infinitas variaciones que, por un lado, nos hurtan el protagonismo de la autoría, soberbia y vana, que es la seguridad óntica del sujeto vivo, y, por otro, nos traen a la vida imaginada que sólo sucede en el mar sin hollar de la cultura, donde cada símbolo resume a todos los demás, y así queda en ellos resumido.
Uno de los Borges de los que hay noticia murió en Ginebra, hoy hace treinta años, pero ya había muerto muchas veces antes. Otros, no. Imagino con cierto orgullo que debería avergonzarme que uno de ellos fuera yo, pues también yo soy el hombre que debe pensar de nuevo todos los versos y argumentos. Todas las estrellas del firmamento, que quisiera caldeo o babilonio, como mi nombre, asistieron a mi nacimiento. Todas las miradas de todos los hombres del mundo están fijas en mí, sin que ellos o yo necesitemos pensarlo. Toda la magna historia del símbolo llega hasta esta página que habla sus palabras y dice lo que ellos nos dieron que pensar. Morir es algo que nos sucede de continuo, algo que nos sucede desde siempre y algo que seguirá sucediéndonos hasta que el último hombre expire, sin que importe cuál sea la última palabra, que todas acabarán en él, dichas de una sola vez, en síntesis mágica que bien pudiéramos imaginar ahora, pues todas se encontrarán allí para no ser nunca más repetidas.
Sólo existe lo que es repetido, y así existiremos aún no sólo en las palabras y sus hombres, sino mientras el polvo diminuto y cansado del planeta siga su marcha, ya sea convertido en desierto indeterminado y múltiple, o en roca concreta y dura.
Morir no es nada nuevo. Tampoco imaginarse polvo, irrelevante y sin número, hijos míticos del tiempo de la cerámica, cuando los ancestros que aún somos pensaron un dios con las manos metidas en el barro dando forma a una pareja en semejanza suya.
Hoy, que supe la noticia de una muerte, la cual lloro, me he sentido morir un poco y me siento seguir viviendo, sin que esto importe nada a la palabra, que es donde habita la magia y el sueño del que aún despertaremos tantas veces antes del final adivinado.
Baltasar Fernández Ramírez, en De lirios posmodernos