Señoras y señores:
Uno de los primeros versos del Evangelio según San Juan dice, si no me equivoco, "El Espíritu sopla dondequiera". Y ahora a esta cita voy a agregar otra que parece más diversa, y sobre todo asaz diversa del tema que voy a tratar, que es la poesía y el arrabal. Se trata de una cita de Bernard Shaw. A éste le preguntaron: "¿Usted cree realmente que el Espíritu Santo ha escrito la Biblia?", y Bernard Shaw contestó: "No sólo la Biblia, sino todos los libros que vale la pena releer." Es decir, para Bernard Shaw, el Espíritu Santo es lo que antiguamente llamaban la Musa. Recordemos aquella tradicional invocación de Homero: "Canta, oh Musa, la cólera de Aquiles." O, ya que soy argentino, recordemos aquel pedido del gaucho Martín Fierro: "Pido a los santos del cielo que ayuden a mi pensamiento", etcétera. Y nuestra mitología moderna, no mucho más clara y ciertamente menos hermosa, prefiere hablar no de la Musa y del Espíritu, sino de la subconsciencia o del subconsciente colectivo, lo cual no contribuye a aclarar las cosas.
Pues bien, a todo esto me ha llevado el tema de la conferencia de hoy, aparentemente tan lejano: la poesía y el arrabal. Voy a explicarme. El proceso histórico argentino, ese proceso que ha sido abreviado esta mañana por Sergio Moreno Torres en una conferencia admirable, ese proceso, como todos los procesos históricos, es un proceso complejo. Aunque nuestra historia es breve, ya que podemos hacerla brotar de aquella lluviosa mañana de mayo de 1810; o también podemos pensar en las dos fracasadas invasiones inglesas que fueron rechazadas, no por las autoridades coloniales, sino por los habitantes de la ciudad de Buenos Aires (y ese hecho sirvió para que sintiéramos que podíamos ser algo, algo que no podíamos precisar pero que presentíamos: ser argentinos). Luego vino la revolución, vino aquella guerra de independencia en que colombianos y argentinos compartieron la gloria. Luego, otros hechos. Las sangrientas guerras civiles, la guerra contra el Brasil, la primera dictadura, la reorganización del país, la guerra entre Buenos Aires y las provincias, la gradual conquista del desierto —que en la provincia de Buenos Aires duró hasta 1880. La guerra con el indio en el norte, que fue posterior, y luego tenemos la segunda dictadura, la inolvidable para tantos argentinos revolución de 1955.
Y, además, una literatura. Una literatura que empieza con los románticos, con Lafinur, con Echeverría, y luego llega a la poesía culta de... —pero al decir estos nombres no quiero omitir otros—: Ezequiel Martínez Estrada y Enrique Banchs. Y a todo esto podemos agregar también los complejos destinos humanos, las generaciones humanas, esa suerte de rutina humana y acaso divina del nacimiento, del estudio, del amor, de la desventura, de las enfermedades, que son una forma de la muerte, y luego de la muerte. Es decir, tenemos un proceso bastante complejo como el de todas las naciones. Y, a priori, quién hubiera dicho que hay ciertos acontecimientos que hubieran podido inspirar una literatura no indigna de estudio. Digamos, la guerra de la independencia, por ejemplo, o el minucioso destino de cualquier hombre argentino, ya que yo creo que a todo hombre le ocurren todas las cosas esenciales, que son las únicas que importan. Y, sin embargo, al estudiar la literatura argentina vemos que hay dos cosas fuera, digamos, de la dicha o desdicha personal, que parecen haber inspirado a los escritores, y esas dos cosas son la llanura y el arrabal: o, si ustedes prefieren, el gaucho y el compadrito. Por eso dije al principio que el Espíritu sopla dondequiera.
La literatura es muy misteriosa, no sabemos cómo se produce, tiene sus preferencias y sus relaciones secretas; o, como una cortesía mexicana, dijo Alfonso Reyes, simpatías y diferencias —que es, como ustedes saben, el nombre de uno de sus libros. Y, antes de hablar del arrabal, querría, a riesgo de repetirme, decir algunas palabras sobre el otro tema, el tema del gaucho, tan importante en nuestras letras desde los diálogos de Bartolomé Hidalgo hasta las novelas de Ricardo Güiraldes y de Acevedo Díaz. Porque ese tipo humano, ese tipo de pastor ecuestre, ese tipo de domador de caballos, para decirlo con las últimas palabras de la Ilíada, y de este tropero de hacienda a través de regiones desiertas, es un tipo que se ha dado realmente en toda América, digamos desde Nebraska o Montana hasta los confines australes del continente. Ha habido diferencias étnicas. Ese hombre, ese hombre arquetípico, ha llevado diversos nombres; se ha llamado o se llama cowboy, vaquero, llanero, yagunzo, guaso, gaucho... gaucho... pero su destino de riesgo y de soledad ha sido más o menos el mismo, con rasgos diferenciales de escasa importancia. Ahora bien, ese personaje ha dado, en el norte, el western, que no debemos despreciar, y ha dado en la República Oriental del Uruguay y en la República Argentina la poesía gaucha. Es decir, estamos aquí ante un fenómeno literario.
Preguntar por qué se dio la literatura gaucha en la región del Plata es una pregunta difícil; puede deberse al hecho de que hombres de la ciudad convivieron, durante la guerra, y durante los veraneos también, con el gaucho: ésa sería una razón. Tendríamos también otra razón de orden filológico: el hecho de que no hay, contrariamente a lo que afirman los autores de diccionarios de argentinismos, un dialecto gaucho, sino más bien una entonación gauchesca del común idioma español.
Lo cierto es que los argentinos, más allá de nuestras convicciones, nos sentimos de algún modo identificados con el gaucho, y no creo que eso ocurra en otras regiones. Por ejemplo, en la literatura de los Estados Unidos, el cowboy es un personaje bastante lateral y subalterno; y desde luego un americano del norte puede sentirse identificado con el Middle West, con la época feudal del sur antes de la guerra de secesión; con New England, la erudita, lectora y escritora. En cambio los argentinos —aunque desde luego queramos que esto ocurra— sentimos cierta identidad con el gaucho. Y tenemos un caso muy curioso en Domingo Faustino Sarmiento, que ciertamente abominaba del gaucho; y este Sarmiento crea para las memorias de las venideras generaciones la figura del caudillo gaucho riojano de Facundo Quiroga, que tuvo dos circunstancias afortunadas: una fue que lo asesinaron en una galera, lo cual se presta a la pintura, y otra fue que Sarmiento, que lo aborrecía, escribió su biografía. Bueno, algo parecido ocurre con el arrabal, al cual llego: al fin —dirán ustedes.
Ahora, el arrabal de Buenos Aires no es un arrabal especialmente pintoresco, o que tenga rasgos diferenciales importantes; sobre todo el arrabal de lo que podríamos llamar el mito del arrabal. Ni siquiera era muy pobre; era menos pobre que las villas miseria que ha creado la industria. En un país ganadero y un poco agrícola, la pobreza no podía ser muy grande. Cuando yo era chico, por ejemplo, recuerdo que, fuera de algunas zonas un poco perdidas al sur del Riachuelo, el arrabal no era de ranchos de lata sino de casas de material. No era especialmente pintoresco tampoco, fuera de algunas esquinas pintadas de rosa o de verde; había cierta diferencia en la indumentaria, pero no muy grande tampoco. Quiero decir que lo importante del arrabal en la literatura argentina es más bien la importancia que esa literatura le ha dado, además de otro rasgo al cual me referiré más tarde. Ahora, ¿cuándo empezó esa literatura argentina del arrabal?
El arrabal, que no se llamaba así antes, por ejemplo mi abuelo no hablaba del arrabal, ni mi padre tampoco, sino de las orillas, y al decir las orillas pensábamos menos en las orillas del agua, en lo que se llamaba El Bajo, desde Palermo hacia un poco más allá del barrio de las bocas del Riachuelo, no: pensábamos ante todo en las orillas de la tierra; porque esa metáfora que confunde la llanura con el mar es una metáfora natural, no una metáfora artificiosa. Es decir, pensábamos en esas vagas, pobres y modestas regiones en que iba deshilachándose Buenos Aires hacia el norte, hacia el oeste y hacia el sur. Esas regiones de casas bajas, esas calles en cuyo fondo se sentía la gravitación, la presencia de la pampa; esas calles ya sin empedrar, a veces de altas veredas de ladrillo y por las que no era raro ver cruzar un jinete, ver muchos perros. Nada de esto era muy pintoresco, pero ahora quizá lo sea, porque ya lo vemos, no a través de la realidad, sino a través de la imaginación de quienes lo han contado.
Decía Mr. Coole, refiriéndose al silver progress memorial, que una de las maravillas de la literatura es que lo imaginado por un hombre llegue a ser parte de la memoria de otros. Y así las orillas un tanto grises —nada pintorescas, por cierto— de Buenos Aires, sin embargo, han atraído a los escritores. No se ha escrito hasta ahora, que yo sepa, un libro sobre el arrabal y la literatura en Buenos Aires, como tenemos, por ejemplo, un libro de William Alzaga sobre la pampa en la literatura argentina, que empieza con Echeverría y llega a Güiraldes y llega más allá también. Si yo tuviera que escribir ese libro —que ciertamente no escribiré porque me queda poco tiempo, y prefiero dedicar ese tiempo al estudio, a la filología, y a mis imaginaciones personales, que a los trabajos eruditos para los cuales me incapacitan no sólo mi casi segura ceguera sino mi plena haraganería—, empezaría ese libro con Hilario Ascasubi, que fue uno de los primeros poetas gauchescos. Y lo hago porque en los versos de Hilario Ascasubi, escritos durante la primera tiranía, la de Don Juan Manuel de Rosas, ya está la voz del compadrito, ya está el tono del compadrito. Y él mismo emplea esa palabra en una larga estrofa, que no recuerdo, pero en la cual un hombre le dice al fin a una mujer: "Mi alma, yo soy compadrito." Pero ésa está sobre todo, yo creo, en estrofas breves, como ésta en que Ascasubi se refiere al cielito; el cielito era la música popular de Buenos Aires, esto lo sabemos por Hidalgo, por el mismo Ascasubi, y por una referencia de Mitre, en que habla del cielito que el porteño hace oír. Pues bien, Ascasubi dice:
Vaya un cielito rabioso
cosa linda en ciertos casos
en que anda un hombre ganoso
de divertirse a balazos
Ahora bien, esta entonación —y creo que lo principal, lo esencial en la poesía es la entonación, no las ideas— es exactamente la entonación de ciertas coplas populares del compadrito, es decir, del plebeyo de Buenos Aires, o mejor dicho de las orillas de Buenos Aires, porque su situación económica no le permite vivir muy cerca del centro, aunque las orillas estaban muy cerca del centro. He repetido unos versos de Ascasubi. Ahora oirán ustedes unas coplas populares y verán que la entonación es la misma:
Yo soy del barrio del norte
soy del barrio de Retiro
yo soy aquel que no miro
con quien tengo que pelear
y a quien en milonguear
ninguno se puso a tiro
O:
Soy del barrio Monserrate
donde relumbra el acero
lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero
O:
Hágase a un lao, se lo ruego,
que soy de la Tierra ‘el Fuego
... es decir, los alrededores de la penitenciaría nacional. Ustedes ven que la entonación es la de Ascasubi. Creo que estas coplas le hubieran gustado a Ascasubi.
Y luego llegamos a un escritor, no sé si justa o injustamente olvidado, pero del cual procede, si no me engaño, el sainete. Hablo de un compadrito que tenía nombre de compadrito: se llamaba Nemesio Trejos. Y frecuentaba, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, creo, setenta y tantos (yo tengo mucha facilidad para el olvido, pero sobre todo para el olvido de fechas. Ahí mi memoria se ha especializado, digamos), bueno, él frecuentaba un almacén en el cual se reunían payadores, guapos, gente del hampa, que se llamaba El Almacén de la Milonga, y que estaba situado —esta topografía es para argentinos— en la esquina de Charcas y Andes, es decir, Charcas y José Evaristo Uriburu, diremos ahora, no muy lejos de lo que Lugones llama el barrio galante. Hay una página admirable de Lugones, en su historia de Sarmiento, en la cual él se refiere al compadrito y al arrabal: lo hace de paso, pero lo hace, como todo lo suyo, de un modo insuperable; habla de la peligrosa topografía de esta región. Mi madre me ha hablado de una zanja que había en la calle Viamonte. La calle Viamonte era la calle de las casas malas por aquella época, que luego se trasladaron a la calle Junín, y luego más o menos hubo algunas en cada barrio, y creo que ya van a centrarse en el Bajo. El hecho es que este Nemesio Trejos fue uno de los tertulianos de este almacén, y Lugones ha tenido la piedad, digamos, de conservar el nombre de uno de ellos: el Tigre Flórez. Y habla de esa gente que vivía peleando con la policía o esquivándola, vivían matándose en duelos oscuros, muriendo en una esquina cualquiera, y además —como Ovidio, dice Lugones— cantando las tristezas del amor y del destierro. Este Nemesio Trejos frecuentó ese almacén, encontró allí el tema para los primeros sainetes, y luego vienen otros que ya lo siguen. Tenemos a Pacheco, tenemos a Vacarezza, tenemos obras como El arroyo Maldonado, y ahí se crea lo que alguno ha llamado la mitología del compadre, con las exageraciones y énfasis que eran acaso inevitables, ya que los autores de esos sainetes tenían que acentuar los rasgos diferenciales del habla del compadrito, puesto que sus piezas serían representadas ante un público culto. En cambio el compadrito al hablar, o al tocar la guitarra, no necesitaba acentuar esos rasgos que los demás poseían. Además, un hombre inculto no puede saber cuáles son las palabras incultas para acumularlas artificialmente, como lo han hecho después casi todos los autores de letras de tangos. Es decir, el hombre de pueblo habla con espontaneidad, intercala alguna palabra en lunfardo, acaso sin saber que esa palabra está en lunfardo, pero no las acumula artificiosa y jocosamente como tantos otros —Contursi, Discépolo— lo han hecho después.
Desde luego que ya tendríamos para esa conjetural historia de la poesía y del arrabal —que ojalá no se escriba, porque las historias de la literatura suelen ser tediosas— ya tendríamos el nombre de Ascasubi y el de Nemesio Trejos. Y a ésos tendríamos que agregarle otro no menos importante: el de Eduardo Gutiérrez. Leopoldo Lugones ha escrito que Eduardo Gutiérrez —esto lo escribió en 1916, quizá muchas novelas actuales confirmarán su opinión— sigue siendo nuestra única posibilidad de novelista, malgastada en nuestra eterna dilapidación de talento. Es verdad que Gutiérrez no escribió sobre el compadrito, pero escribió sobre el gaucho, especialmente sobre el gaucho pendenciero y cuchillero. Luego, los hermanos Podestá —uruguayos— difundieron o aumentaron la difusión de las novelas de Eduardo Gutiérrez, mediante sus representaciones circenses, especialmente el Juan Moreira. Yo vi una de las últimas representaciones de los Podestá, que se hizo en un circo que estaba en la calle Artes —los argentinos notarán que soy un hombre viejo, porque debería decir Pellegrini y Corrientes, que se representaba en la pista del circo—. Porque Moreira, el Martín Fierro, diremos, de esa pieza, el gaucho noble perseguido por la policía entraba en el escenario a caballo, y luego bajaba del caballo para pelear con los policías.
(Un hecho curioso es que, salvo en la República Oriental y en Entre Ríos, la pelea entre estos hombres ecuestres ha sido siempre a pie; tanto es así que se dice "una de a pie" por una pelea o una discusión. Ahora, esto puede deberse al armamento; puede deberse al hecho de que todos usaban cuchillo y de que muy pocos tenían una lanza a mano. Sin embargo, me contaron hace poco que Guillermo Hoyos, famoso cuchillero de origen irlandés —ya el nombre de Guillermo indica algo extraño, y Hoyos puede ser algún Hoss o Hess deformado, era tropero, y trabajaba en la estancia de un señor que vivía cerca del Arroyo del Medio. Este señor notó que entraban ladrones en la estancia y robaban ovejas. Y había un mangrullo en la estancia. Si les digo que un mangrullo es un dichadero, habré explicado lo desconocido, por lo más desconocido. Pero creo que basta pensar en una estructura alta, muy endeble, desde la cual puede verse, desde lejos, la llegada de las tropas de hacienda. Y este señor, a principios de siglo, vio que entraba gente extraña en la estancia, le avisó a Hormiga Negra —que entre los intervalos de pelear con la policía era un buen peón de estancia y un buen tropero— que había entrado gente a la estancia; entonces Hormiga Negra encintó una lanza, montó a caballo y lanceó a tres de los que habían entrado; luego, los otros escaparon, y el patrón le hizo una reconvención a Hormiga Negra. Le dijo: "¡Pero cómo! ¡Has lanceado a tres! ¡Pero qué es esto!" Entonces el otro, humildemente y con la lanza aún ensangrentada en la mano, le dijo: "Perdón, patroncito, se me fue la mano...")
Pues bien, el compadre, o por lo menos el compadre que yo he conocido, solía ser carrero, cuarteador, matarife; por eso, entre todos los barrios de Buenos Aires, el de El Corrales fue el más famoso por su compadraje. Todo ocurría cerca de la Plaza Constitución, después en el Parque de los Patricios. El compadre era lector de Eduardo Gutiérrez, cuando sabía leer; y cuando era analfabeto, lo cual es más común, era espectador de los Podestá. Es decir, no se veía sí mismo como un compadre, se veía como una suerte de gaucho, y además era, en muchos casos, un hombre ecuestre [...] Nosotros lo veíamos heroico a Juan Moreira. Y recuerdo el caso análogo del Noi, malevo del barrio del Abasto, barrio de aquel Charles Gardés —más conocido como Carlos Gardel, ¿no?— Recuerdo que el Noi, saliendo de una casa mala, tuvo un cambio de palabras con un muchacho, le dio una distraída bofetada —las bofetadas entonces no eran para derribar a un hombre, eran simplemente para ponerlo en su lugar o para iniciar una pelea verdadera, ya que se hablaba de peleadores de puños con cierto desprecio, ya que el boxeador no arriesga la vida al pelear. Pues bien, el Noi ya es viejo, ya famoso, ya con una constelación de muertes, digamos, abofeteó distraídamente a ese muchacho, que no sabía con quién se las había, y que sacó un revólver y lo mató. Y luego ese muchacho tuvo que mudarse del barrio porque la gente lo aborrecía y lo despreciaba, porque quién era él para matar al Noi —como quién era el sargento Chirino para matar a Juan Moreira—.
Y ahora que he hablado de estos personajes, voy a llegar a uno que conocí personalmente; voy a llegar a otro de los inventores poéticos del arrabal. Me refiero a Evaristo Carriego. Evaristo Carriego era un muchacho de los que llamamos allá familia bien, muy venida a menos. Era hijo de un doctor, Evaristo Carriego, que tiene que haber sido muy valiente, porque el doctor Carriego en la Legislatura de Paraná, durante la dictadura de Urquiza —Urquiza era un hombre que, con la pierna volcada sobre el recado, veía, tomando mate, degollar a filas de prisioneros. Bueno, pues, en vida de Urquiza, algún adulón propuso que en Paraná le hicieran una estatua a Urquiza. El doctor Carriego dijo que ese acto era un acto de adulación y que las estatuas sólo debían erigirse a muertos y no a vivos. Y el doctor Carriego sabía que estaba jugándose la vida, o más precisamente la garganta al decir esas palabras. Y sin embargo lo hizo. Carriego era un hombre de escasa cultura. Tenía esa veneración, ciertamente muy justa, por Francia, que tuvieron todos los hombres de su generación —pensemos en Darío, en Lugones—, pero el hecho es que él sabía muy poco de Francia, fuera de las campañas napoleónicas. Recuerdo, en las sobremesas de los domingos en mi casa, que él y mi padre nos explicaban la batalla de Austerlitz, o la batalla de Viena, o la última batalla, la de Waterloo, ayudándose con los cuchillos, los tenedores, los vasos, las tacitas de café, las copas que habían quedado, para mostrarnos cómo habían sido aquellas batallas. Y, además, Carriego fue un gran lector de Dumas. Uno de sus poemas se titula, precisamente, Leyendo a Dumas. Y lo leía en español, no sabía francés. Y en aquella época —estoy hablando de 1910— no saber francés era casi como no saber leer y escribir: todos sabíamos francés. No quiero decir que lo habláramos correctamente o que pudiéramos tener una conversación en francés; quiero decir algo mucho más importante: todos podíamos gozar directamente de la literatura francesa. La memoria de los hombres de aquella generación estaba llena de versos de Racine, de Musset, de Hugo, y luego, cuando triunfa el modernismo, de versos de Verlaine y de Baudelaire.
Y ahora vuelvo a lo que dije al principio. In my end is my beginning, en mi fin está mi principio. (Ya Heráclito había dicho que en la circunferencia el principio se confunde con el fin, pero la frase es abstracta, y María Estuardo se mostró mejor escritora, mejor literata que Heráclito cuando hizo grabar esa sentencia, que luego utiliza Eliot en un poema, en un anillo. Porque el anillo viene a ser un ejemplo de la inscripción. El anillo es circular, y el anillo está hablando y diciendo en mi fin está mi principio.) Quiero volver a la épica. No sé si con razón o sin ella, pero —esto ya lo sabía Aristóteles— la historia es menos verdadera que la poesía... la poesía, o la poesía argentina, ha querido ver en el compadrito, y sobre todo en el guapo —personaje, ya lo he dicho, común a toda América— y en el suburbio —que se da en todas las ciudades de América también—, ha querido buscar allí, con o sin justificación histórica, su necesidad de la épica.
Hace cerca de cuarenta años yo cometí la imprudencia de escribir un cuento titulado El hombre de la esquina rosada, cuyo tema es ése: el desconocido que provoca a un desconocido, el desconocido que llega de un barrio lejano a un barrio perdido en el oeste de Buenos Aires, y desafía a otro a pelear con él. Ahora, cuando escribí ese cuento lo hice con un propósito visual, porque me había impresionado lo visual de muchos cuentos de Stevenson y de Chesterton. Y pensé que sería curioso aplicar la materia orillera a esa técnica, esa técnica que quiere que cada cosa ocurra de un modo vívido; es decir, que todas las cosas ocurran de un modo vívido; es decir, que todas las cosas ocurran como un ballet (y hace unos tres o cuatro años se ha hecho un ballet con ese argumento de El hombre de la esquina rosada). Ahora bien, en ese cuento yo necesitaba que la provocación fuera brusca. Y así, el corralero entra en el salón de baile y provoca bruscamente al guapo local, que se llama, creo, Rosendo Suárez.
Bueno, cuando escribí ese cuento sabía, porque lo había presenciado muchas veces, que eso era históricamente falso. Las provocaciones nunca se hacían así. Llegaba el desconocido, se acercaba respetuosamente al hombre que iba a desafiar, lo colmaba de elogios, y luego esos elogios eran tan copiosos que se habían convertido en burlas, y luego lo desafiaba a pelear. Yo he asistido personalmente a una escena de ésas. Un amigo mío, de cuyo nombre no quiero acordarme, estaba escribiendo una historia de la milonga y del tango, y yo lo llevé a casa de mi amigo, caudillo de la parroquia de Palermo, Don Nicolás Paredes, que tenía bien cumplidos los setenta años. Paredes nos recibió con mucha cortesía, trajo la guitarra, se negó a tocarla antes que la tocara el visitante. Después dijo: "Yo también toco un poquito." Tomó la guitarra, tocó mejor que el musicólogo que lo visitaba, felicitó al musicólogo por su conocimiento de la guitarra, y entonces el musicólogo dijo: "Bueno, pero es que yo me he criado en Cañuelas" (que es un pueblo de la provincia de Buenos Aires). Ahora, en cuanto mi amigo dijo "yo me he criado en Cañuelas", o no, creo que dijo "yo soy de Cañuelas", comprendí que algo había ocurrido en el universo, que ahí empezaba algo que yo no alcanzaba a entender. Porque inmediatamente el viejo Paredes cambió, y me dijo, con una especie de temblor en la voz: "¡De Cañuelas! ¡De Cañuelas había sido el hombre!" Y luego me explicó: "En mi tiempo, cuando llegaba alguien de Cañuelas, los más guapos se aporroneaban." Y luego siguió hablando el musicólogo, y Paredes a cada rato lo interrumpía para decirme, sotto voce: "¡El hombre es de Cañuelas!", con un tono aterrado. Y esto habrá durado quizá tres cuartos de hora, o una hora. Y luego el viejo nos pidió disculpas por dejarnos un momento, fue al fondo de la casa y volvió con dos puñales: Y yo noté, y notó naturalmente el musicólogo, que uno de los puñales le llevaba un palmo al otro. "Y bueno —le dice— elija su arma y hágale un tajo a este pobre viejo." Y al decirle eso fue acercando la cara a la del otro. El otro, naturalmente, le dijo que no tenía ningún deseo de estropear una noche tan agradable como ésa. Entonces Paredes se encogió de hombros y dijo: "Pero cómo, ¿y no había dicho que era de Cañuelas?" Y entonces volvió y nos convidó con asado y con aguardiente, y después, cuando yo quise comentar el incidente con él, dijo que el otro tocaba muy bien la guitarra y era muy valiente. Pero yo comprendí que todo eso correspondía a una época. Correspondía, sin que Paredes se lo hubiera propuesto, a una época en la que un hombre no podía decir —y creo que eso ocurre aquí ahora—, en ciertos ambientes no podía decir yo soy de tal barrio o de tal pueblo, porque eso era poner a los otros en inferioridad, era desafiar a los otros.
En fin, podría contarles historias innumerables de desafíos. Y otra, que no sirve para ser contada, porque duró tres o cuatro minutos, y concluyó con la muerte de uno de los hombres. Y la muerte es terrible, pero no encierra una anécdota como las que he contado.
Conferencia pronunciada en el el auditorio de la Universidad de Antioquía, Colombia, en 1963.
Publicada originalmente en Letras Libres