A.: Borges, usted ha manifestado muchas veces que está en contra de toda forma de nacionalismo y que en el planeta deberían suprimirse las fronteras, para que el hombre pase a ser un ciudadano del mundo, patriots to heaven (patriotas del cielo) como quería Herman Melville. ¿Piensa que así desaparecerían muchos de los males que sufrimos en nuestros días?
B.: Yo creo que sí. En el mundo hay, actualmente, un error al que propendemos todos. Un error del que yo también he sido culpable: ese error se llama nacionalismo, y es el causante de muchos males. Todos pensamos, tal vez demasiado, en la parcela de tierra en que hemos nacido, en la sangre de nuestros mayores. Yo, por ejemplo, hasta hace poco, me sentía orgulloso de mis ascendientes militares; ahora no. Ahora ya no me siento orgulloso. Le voy a contar una cosa si usted me permite una pequeña digresión: cuando yo empecé a escribir se me conocía como el nieto del coronel Borges, felizmente ahora el coronel Borges es mi abuelo. Pero como le decía, el nacionalismo es un mal de nuestra época. Los estoicos amonedaron en la antigüedad una palabra de la cual me parece, aún no somos dignos: me refiero a la palabra cosmopolitismo. Yo pienso que debemos ser ciudadanos del mundo, o como traduciría Goethe esa palabra werldburger, que es la misma idea.
A.: Seguramente para los griegos no resultó aceptable esa expresión de los estoicos ya que ellos hacían un culto de la palabra Patria. ¿No, Borges?
B.: Ah, claro, esa idea tiene que haber sido muy extraña para los ciudadanos griegos. Ellos eran hombres, ante todo, de una ciudad: Zenón era de Elea, Eráclito de Efeso [sic, sin H], Alejandro de Macedonia… Ahora yo creo que si nosotros pudiéramos pensar en ser ciudadanos del mundo, o patriots to heaven como usted recordó a través de la expresión de Melville, todo sería mejor en el planeta. Los hombres vivimos insistiendo demasiado en nuestras pequeñas diferencias, en nuestros rencores y eso no está bien. Si hay algo que puede salvar a la humanidad son las afinidades, los puntos de coincidencia que nos unen a los demás hombres, y evitar, por todos los medios, de acentuar las diferencias.
A.: ¿Recuerda usted aquello que decía Quevedo: «Me dices que ves mal el mundo; te digo que ves el mundo»? O sea que cada época tiene lo suyo; tal vez la nuestra no sea ni mejor ni peor que otras épocas, ¿no le parece?
B.: Sí, eso es cierto. Pero me parece que a la nuestra se le fue la mano. Yo estoy recordando ahora un sueño de Wordsworth, que está en el libro segundo de The Prelude; ese sueño fue muy elogiado por De Quincey. Esto ocurrió a principios del siglo diecinueve. Dice Wordsworth que estaba muy preocupado por el peligro que corrían las artes y las ciencias, que se encontraban a merced de un cataclismo cósmico cualquiera. Conversó entonces con un amigo y le expresó su temor; el amigo le contestó que también él lo sentía. Luego Wordsworth le cuenta su sueño, que a mí me parece la perfección de la pesadilla. Dice que estaba en una gruta frente al mar, que era la hora del mediodía, la poderosa hora del bochorno del mediodía, que él estaba leyendo el Quijote, uno de sus libros preferidos, y de pronto el sueño se apodera de él. Se ha quedado dormido frente al mar, entre las arenas doradas de la playa. En el sueño lo cerca la arena negra. No hay agua, no hay mar. Está en medio del desierto, horrorizado, tratando de huir, cuando nota que a su lado hay alguien. Es un árabe de la tribu de los beduinos. En su mano derecha tiene una lanza; bajo el brazo izquierdo tiene una piedra, y en la mano un caracol. El árabe le dice que su misión es salvar las artes y las ciencias y le acerca el caracol al oído; un caracol de extraordinaria belleza. Wordsworth nos dice que, «en un idioma que yo no conocía pero que entendí», le es dado oír la profecía. Una suerte de oda apasionada, profetizando que la Tierra está a punto de ser destruida por el diluvio que la ira de Dios envía. El árabe corroborará que el diluvio se aproxima. Le muestra después la piedra, que es, curiosamente, la geometría de Euclides, sin dejar de ser una piedra. Luego le acerca el caracol, y el caracol es también un libro: es el que le ha dicho esas cosas terribles. En el caracol está representada, además, toda la poesía del mundo, incluso, ¿por qué no suponerlo?, el propio poema de Wordsworth. El árabe le dice: «Debo salvar estas dos cosas, la piedra y el caracol, ambos libros». Vuelve hacia atrás la cara y ve que el rostro del beduino cambia, está lleno de horror. Él mira también hacia donde lo hace el beduino y ve una gran luz, una luz que ya ha inundado la mitad del desierto. Son las aguas del diluvio que van a destruir la Tierra. El beduino se aleja y Wordsworth ve que el beduino es también Don Quijote y que el camello también es Rocinante, y que de igual modo que la piedra es un libro y el caracol un libro, el beduino es Don Quijote y no es ninguna de las dos cosas y las dos cosas al mismo tiempo. Esta dualidad corresponde al horror del sueño. Wordsworth, en ese momento despierta desesperado con un grito de terror, ya las aguas lo están alcanzando.
A.: Es cierto, como usted ha señalado, ese sueño es la perfección de la pesadilla; ahí están los dos elementos esenciales: el horror de lo sobrenatural, y el episodio de los malestares físicos de la persecución.
B.: Sí, sin duda es un modelo de pesadilla. En aquellos tiempos un sueño así, la idea de que un cataclismo cósmico cualquiera destruyera la humanidad era muy rara. Ahora, en cambio, esa idea, ese sueño o esa pesadilla, son muy comunes. Ahora podemos pensar que toda la obra de la humanidad, la humanidad misma, puede ser destruida en cualquier momento por las bombas nucleares. Estamos en manos de insensatos; nuestro destino individual está en manos de individuos así. Por lo tanto, cómo no pensar de esta forma. Usted vio, aquí, en nuestro país, un demagogo convocó a la gente a la Plaza de Mayo y declaró una guerra sin medir las consecuencias. Aunque a mí me dijeron que el culpable habría sido un periodista. Parece que el presidente salía de la Casa de Gobierno y un periodista que lo fue a entrevistar le dijo: «Se dice que los ingleses enviarán la flota; en tal caso, ¿qué actitud se asumirá, señor presidente?». El presidente a su vez interrogó al periodista: «Usted, ¿qué haría?». Y el periodista respondió: «Presentaría batalla, señor presidente». «Eso es lo que haremos nosotros», contestó el presidente. Al otro día se empezó la guerra con Inglaterra.
A.: Pero a pesar de todo, Borges, y en medio de tanta insensatez, como usted bien advierte, se sigue pintando, se siguen escribiendo poemas, se sigue, concretamente, produciendo belleza. Belleza que nos acecha, a Dios gracias, por todas partes. ¿Recuerda aquella plegaria de su maestro, el poeta judeoespañol Rafael Cansinos-Assens?
B.: Claro, ¡cómo no recordarla!: «Oh, Señor, que no haya tanta belleza». ¡Qué lindo, no! Le agradezco que me haya hecho evocar esa plegaria. Es verdad, la belleza está acechándonos, y nada tiene de extraño que encontremos tanta belleza desparramada por diversos idiomas. Yo me siento culpable de no haber estudiado más las literaturas orientales; solo me asomé a ellas a través de traducciones. Pero he sentido el golpe de esa belleza. Recuerdo ahora una línea memorable del poeta persa Jafez: «Vuelo, mi polvo será lo que soy». En esas palabras, breves, precisas, está toda la doctrina de la transmigración. Renaceré otra vez, en otro siglo, «mi polvo será lo que soy».
A.: Chesterton decía que la vida es un milagro, recuerda, y que cotidianamente se producen pequeños milagros que solo si permanecemos atentos y a la espera de ellos, podremos percibirlos.
B.: Chesterton, feliz heredero de Stevenson… El Londres fantástico en el que ocurren las aventuras del Padre Brown y del Hombre que fue Jueves, yo he pensado muchas veces que no existiría si él no hubiera leído a Stevenson.
A.: Bueno, Emerson decía que la poesía nace de la poesía…
B.: Es cierto. Seguramente tampoco Stevenson habría escrito sus Nuevas mil y una noches, si no hubiera leído Las mil y una noches… ¡Qué extraña es la belleza! Browning escribió: «Cuando nos sentimos seguros ocurre algo, una puesta de sol, la muerte de un amigo, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».
A.: Sería magnífico si la belleza fuera como una enfermedad contagiosa, y la gente, cada tanto, se enfermara de belleza, ¿no le parece, Borges?
B.: Sí, sería magnífico. Todos andaríamos perdidos, extraviados, pero no importa, sería magnífico, sin duda. Y la gente, seguramente, viviría sin odio. Para mí vivir sin odio es fácil, ya que nunca he sentido odio.
A.: Pero vivir sin amor creo que es imposible, ¿no?
B.: Felizmente imposible. Yo siempre he vivido enamorado de alguna mujer. No sé, pienso que el amor es un don divino y, como la belleza, el amor también nos acecha por todas partes. A mí me da un poco de vergüenza hablar de mi caso personal, pero la gente siempre espera confidencias y yo no tengo por qué negarle las mías. A mí el amor me hizo comprender mi ceguera, hizo que no me acobardara. Y luego, la ceguera me llevó al estudio del anglosajón y a ese mundo, más rico y posterior, de la literatura escandinava. Más tarde escribí Antiguas literaturas germánicas, estudié las eddas y las sagas y escribí poemas basados en esos temas y, sobre todo, gocé haciendo esas cosas.
A.: Discúlpeme por hacerle esta pregunta, Borges. ¿Qué es para usted la ceguera?
B.: Y, ahora es un modo de vida, un modo de vida que no es enteramente desdichado. Un escritor, y yo creo que en general todo hombre debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento. Todas las cosas nos han sido dadas para un fin y esto un artista lo debe sentir con más intensidad. Todo lo que nos ocurre, incluso las humillaciones, las desventuras, los bochornos, todo nos es dado como material, o como arcilla, para que modelemos nuestro arte.
A.: Mallarmé decía que «El mundo existe para llegar a un libro», y antes, mucho antes, Homero había escrito en el libro octavo de La Odisea, «Que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar».
B.: Bueno, es la misma idea. Yo hablo en un poema de que la humillación, la desdicha, la discordia, nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo. Yo pienso que a mí, por ejemplo, la ceguera me fue dada como un don. Eso yo lo siento así. Eso me ha dado el cariño de mucha gente. La gente siente siempre buena voluntad para con un ciego. Estoy recordando ahora un verso de Goethe; mi alemán es deficiente, pero intentaré recordarlo en el original: «Alies Nahe iverde fern», «todo lo cercano se aleja». Ese verso, Goethe lo escribió refiriéndose no solo al crepúsculo de la tarde sino a la vida. Todas las cosas van dejándonos. Para mí, el mundo visible se ha alejado de mi ojos, seguramente para siempre, pero, también, felizmente, me las ha reemplazado por otras cosas. Mi deber es aceptar, y en lo posible gozar de esas cosas.
A.: Borges, ¿qué opina de las fiestas de fin de año que se celebran en estos días?
B.: Y, la gente obra como si al final de cada año se fuera a terminar el mundo. Es una ilusión colectiva que se fomenta, a veces, o casi siempre, con fines comerciales, y en la realidad no pasa nada. De Quincey decía que toda fiesta pública es triste, ya que la gente está obligada a celebrarla por tratarse de una fecha determinada. Pero yo creo que la felicidad es un fin en sí mismo, más allá de toda celebración. La alegría tampoco es cuestión de brindis o de fuegos de artificio.
A.: Al iniciar ente diálogo yo le pedí un balance: tal vez debería haberle pedido que me hablara de proyectos, de sus proyectos.
B.: Ah, eso hubiera sido mejor, sin duda. Y prefiero hablar de proyectos. Tengo más de ochenta años, quizá puedo morir esta misma noche, pero le puedo hablar a usted de algunos de mis proyectos. Por ejemplo, en el próximo año espero poder hacer un viaje a la India, espero escribir otro libro, espero completar, con su ayuda, la traducción de las fábulas de Stevenson… Bueno, la enumeración sería larga y tal vez sea necesario que yo viva hasta los ciento diez años para cumplir con todas las cosas que quiero.
A.: ¿Cómo acostumbra celebrar el año que se inicia, Borges?
B.: Silenciosamente, como lo hace el tiempo. Voy a la casa de los Bioy, y allí lo pasamos sin barullo, como una noche más, conversando, recordando cosas, bebiendo, eso sí, un poco de sidra. Mi amigo Xul Solar daba un consejo para Año Nuevo. Decía que lo que uno hiciera esa noche era lo que después iba a hacer durante todo el año. Yo he aceptado ese consejo; así que seguramente esa noche escriba algún poema o lea unos versos para que se cumpla el presagio.
En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [24]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto: En el centro Borges y Alifano (sin data) Vía