En un artículo destinado a abolir o a desanimar el culto de Flaubert en Inglaterra, John Middleton Murry observa que hay dos Flaubert: uno, un hombrón huesudo, querible, más bien sencillo, con el aire y la risa de un paisano, que vivió agonizando sobre la cultura intensiva de media docena de volúmenes desparejos; otro, un gigante incorpóreo, un símbolo, un grito de guerra, una bandera. Declaro no entender esta oposición; el Flaubert que agonizó para producir una obra avara y preciosa es, exactamente, el de la leyenda y (si los cuatro volúmenes de su correspondencia no nos engañan) también el de la historia. Más importante que la importante literatura premeditada y realizada por él es este Flaubert, que fue el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir.
La antigüedad, por razones que ya veremos, no pudo producir este tipo. En el Ion se lee que el poeta “es una cosa liviana, alada y sagrada, que nada puede componer hasta estar inspirado, que es como si dijéramos loco”. Semejante doctrina del espíritu que sopla donde quiere (Juan, 3: 8) era hostil a una valoración personal del poeta, rebajado a instrumento momentáneo de la divinidad. En las ciudades griegas o en Roma es inconcebible un Flaubert; quizá el hombre que más se le aproximó fue Píndaro, el poeta sacerdotal, que comparó sus odas a caminos pavimentados, a una marea, a tallas de oro y de marfil y a edificios, y que sentía y encarnaba la dignidad de la profesión de las letras.
A la doctrina “romántica” de la inspiración que los clásicos profesaron,[22] cabe agregar un hecho: el sentimiento general de que Homero ya había agotado la poesía o, en todo caso, había descubierto la forma cabal de la poesía, el poema heroico. Alejandro de Macedonia ponía todas las noches bajo la almohada su puñal y su Ilíada, y Thomas de Quincey refiere que un pastor inglés juró desde el púlpito “por la grandeza de los padecimientos humanos, por la grandeza de las aspiraciones humanas, por la inmortalidad de las creaciones humanas, ¡por la Ilíada, por la Odisea!”. El enojo de Aquiles y los rigores de la vuelta de Ulises no son temas universales; en esa limitación, la posteridad fundó una esperanza. Imponer a otras fábulas, invocación por invocación, batalla por batalla, máquina sobrenatural por máquina sobrenatural, el curso y la configuración de la Ilíada, fue el máximo propósito de los poetas, durante veinte siglos. Burlarse de él es muy fácil, pero no de la Eneida, que fue su consecuencia dichosa. (Lempriére discretamente incluye a Virgilio entre los beneficios de Homero.) En el siglo XIV, Petrarca, devoto de la gloria romana, creyó haber descubierto en las guerras púnicas la durable materia de la epopeya; Tasso, en el XVI, optó por la primera cruzada. Dos obras, o dos versiones de una obra, le dedico; una es famosa, la Gerusalemme liberata; otra, la Conquistata, que quiere ajustarse más a la Ilíada, es apenas una curiosidad literaria. En ella se atenúan los énfasis del texto original, operación que, ejecutada sobre una obra esencialmente enfática, puede equivaler a su destrucción. Así, en la Liberata (VIII, 23), leemos de un hombre malherido y valiente que no se acaba de morir;
La vita no, ma la virtú sostenta
quel cadavere indomito e feroce
En la revisión, hipérbole y eficacia desaparecen;
La vita no, ma la virtú sostenta
il cabaliere indómito e feroce.
Milton, después, vive para construir un poema heroico. Desde la niñez, acaso antes de haber escrito una línea, se sabe dedicado a las letras. Teme haber nacido demasiado tarde para la épica (demasiado lejos de Homero, demasiado lejos de Adán) y en una latitud demasiado fría, pero se ejercita en el arte de versificar, durante muchos años. Estudia el hebreo, el arameo, el italiano, el francés, el griego y, naturalmente, el latín. Compone hexámetros latinos y griegos y endecasílabos toscanos. Es continente, porque siente que la incontinencia puede gastar su facultad poética. Escribe, a los treinta y tres años, que el poeta debe ser un poema, “es decir, una composición y arquetipo de las cosas mejores” y que nadie indigno de alabanza debe atreverse a celebrar “hombres heroicos o ciudades famosas”. Sabe que un libro que los hombres no dejarán morir saldrá de su pluma, pero el sujeto no le ha sido aún revelado y lo busca en la Matiere de Bretagne y en los dos Testamentos. En un papel casual (que hoy es el manuscrito de Cambridge) anota un centenar de temas posibles. Elige al fin, la caída de los ángeles y del hombre, tema histórico en aquel siglo, aunque ahora lo juzguemos simbólico o mitológico.[23]
Milton, Tasso y Virgilio se consagraron a la ejecución de poemas; Flaubert fue el primero en consagrarse (doy su rigor etimológico a esta palabra) a la creación de una obra puramente estética en prosa. En la historia de las literaturas, la prosa es posterior al verso; esta paradoja incitó la ambición de Flaubert. “La prosa ha nacido ayer”, escribió. “El verso es por excelencia la forma de las literaturas, antiguas. Las combinaciones de la métrica se han agotado; no así las de la prosa.” Y en otro lugar; “La novela espera a su Homero”.
El poema de Milton abarca el cielo, el infierno, el mundo y el caos, pero es todavía una Ilíada, una Ilíada del tamaño del universo; Flaubert, en cambio, no quiso repetir o superar un modelo anterior. Pensó que cada cosa sólo puede decirse de un modo y que es obligación del escritor dar con ese modo. Clásicos y románticos discutían atronadoramente y Flaubert dijo que sus fracasos podían diferir, pero que sus aciertos eran iguales, porque lo bello siempre es lo preciso, lo justo, y un buen verso de Boileau es un buen verso de Hugo. Creyó en una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de la “relación necesaria entre la palabra justa y la palabra musical”. Esta superstición del lenguaje habría hecho tramar a otro escritor un pequeño dialecto de malas costumbres sintácticas y prosódicas; no así a Flaubert, cuya decencia fundamental lo salvó de los riesgos de su doctrina. Con larga probidad persiguió el mot juste, que por cierto no excluye el lugar común y que degeneraría, después» en el vanidoso mot rare de los cenáculos simbolistas.
La historia cuenta que el famoso Laotsé quiso vivir secretamente y no tener nombre; pareja voluntad de ser ignorado y pareja celebridad marcan el destino de Flaubert. Éste quería no estar en sus libros, o apenas quería estar de un modo invisible, como Dios en sus obras; el hecho es que si no supiéramos previamente que una misma pluma escribió Salammbó y Madame Bovary no lo adivinaríamos. No menos innegable es que pensar en la obra de Flaubert es pensar en Flaubert, en el ansioso y laborioso trabajador de las muchas consultas y de los borradores inextricables. Quijote y Sancho son más reales que el soldado español que los inventó, pero ninguna criatura de Flaubert es real como Flaubert. Quienes dicen que su obra capital es la Correspondencia pueden argüir que en esos varoniles volúmenes está el rostro de su destino.
Ese destino sigue siendo ejemplar, como lo fue para los románticos el de Byron. A la imitación de la técnica de Flaubert debemos The Old Wives’ Tale y O primo Basilio; su destino se ha repetido, con misteriosas magnificaciones y variaciones, en el Mallarmé (cuyo epigrama El propósito del mundo es un libro fija una convicción de Flaubert), en el de Moore, en el de Henry james y en el del intrincado y casi infinito irlandés que tejió el Ulises.
Notas
[22] Su reverso es la doctrina “clásica” del romántico Poe, que hace de la labor del poeta un ejercicio intelectual.
[23] Sigamos las variaciones de un rasgo homérico, a lo largo del tiempo. Helena de Troya, en la Ilíada, teje un tapiz, y lo que teje son las batallas y desventuras de la guerra de Troya. En la Eneida, el héroe, prófugo de Trova, arriba a Cartago y ve figuradas en un templo escenas de esa guerra y, entre tantas imágenes de guerreros, también la suya. En la segunda Jerusalén, Godofredo recibe a los embajadores egipcios en un pabellón historiado cuyas pinturas representan sus propias guerras. De las tres versiones, la última es la menos feliz.
En Discusión (1932)
Luego en OOCC Tomo I (1923-1949)
Bueno Aires, Emecé, 1996
Foto: Borges retratado por Jerry Bajer
Agencia EFE, enero de 1961