Hoy hablaremos del cuento Raselas, príncipe de Abisinia. Este cuento no constituye lo más característico de Johnson. Harto más característica es su carta al conde de Chesterfield.157 0 unos artículos de The Rambler,158 o el prólogo del Diccionario, o el prólogo de su edición crítica de Shakespeare. Pero [Raselas] es la obra más accesible, ya que anda por ahí una versión de Mariano de Vedia y Mitre,159 y es además de muy fácil lectura: puede leerse en una tarde. Johnson la escribió, según dicen, para pagar el entierro de su madre, la escribió después de haber redactado el diccionario, cuando era ya el hombre de letras más famoso de Inglaterra, pero no era un hombre rico. Empezaremos por el título: Raselas, príncipe de Abisinia. Y recordaremos así un rasgo significativo: que una de las primeras, acaso la primera publicación de Samuel Johnson fue una traducción del Viaje a Abisinia del jesuita portugués Lobo, que Johnson no ejecutó directamente sino a través de una versión francesa.160 Lo importante para nosotros ahora es el hecho de que Johnson tenía noticias precisas sobre Abisinia, ya que había traducido un libro sobre ese país. Y sin embargo, en su novela breve o cuento largo Raselas no usa en ningún momento su conocimiento de Abisinia. Ahora, no debemos pensar en una distracción de Johnson o en un olvido. Esto sería del todo absurdo tratándose de un hombre como Johnson. Debemos pensar en su concepto de la literatura —un concepto tan ajeno del nuestro, contemporáneo— y debemos detenernos en él. Hay, por lo demás, un capítulo del mismo Raselas en el cual uno de los personajes, el poeta Imlac, expresa su concepto de la poesía. Y evidentemente, ya que Johnson —que fue tantas otras cosas— nunca fue un creador de caracteres, Imlac expresa en este capítulo —titulado «De la naturaleza de la poesía»— el concepto que Johnson tenía de la poesía, de la literatura en general, podemos decir. El príncipe Raselas le pregunta al sabio poeta Imlac qué es la poesía, cuál es su índole, e Imlac le dice que la función del poeta no es contar las rayas del tulipán o detenerse en los diversos matices del verde, del follaje. El poeta no debe tratar de lo individual, sino de lo genérico, ya que el poeta escribe para la posteridad. Dice que al poeta no debe importarle lo local, lo propio de una clase humana, de una región, de un país. Que ya que la poesía tiene esta alta misión de ser eterna, el poeta debe ocuparse, no de los problemas —desde luego Johnson no usa la palabra «problemas», que en aquel tiempo se aplicaba específicamente a las matemáticas—, que no debe ocuparse de lo que inquieta a su época sino que debe buscar lo eterno, las pasiones eternas del hombre, y luego temas como la brevedad de la vida humana, las vicisitudes del destino, la esperanza que tenemos de la inmortalidad, los vicios, las virtudes, etcétera.
Es decir, Johnson tenía un concepto de la literatura que difiere totalmente del contemporáneo, del nuestro. Ahora la gente siente instintivamente que cada poeta se debe a su nación, a su clase, a las inquietudes contemporáneas. Pero Johnson tiraba a algo más alto. Johnson pensaba que un poeta debe escribir para todos los hombres de su siglo. Por eso en Raselas, fuera de haber una referencia geográfica —se habla del origen del padre de las aguas, el Nilo, hay alguna referencia geográfica al clima—, aunque todo ocurre en Abisinia, podría ocurrir en cualquier otro país. Y esto, lo repito, Johnson no lo hizo por negligencia o por ignorancia, sino porque esto correspondía a su concepto de la literatura. No debemos olvidar, además, que Raselas fue escrito hace más de doscientos años, y que en ese lapso de tiempo los hábitos y las convenciones de la literatura han cambiado enormemente. Hay por ejemplo una convención literaria que Johnson acepta y que ahora nos resulta incómoda: la del monólogo. Sus personajes abundan en soliloquios, y esto no lo puso Johnson porque creía que la gente fuera dada al monólogo, sino como un modo cómodo de expresar lo que sentía y, al mismo tiempo, de expresar su propia elocuencia, que era grande. Recordemos el ejemplo análogo de los discursos de las obras históricas de Tácito. Ahí, naturalmente Tácito no suponía que esos bárbaros hubieran dirigido esos discursos a sus tribus, pero los discursos eran un modo de expresar lo que esas gentes pudieron sentir. Y los contemporáneos de Tácito no los aceptaban como documentos históricos, sino como piezas retóricas puestas para facilitar la comprensión de lo que Tácito estaba describiendo. El estilo de Raselas, al principio, corre el peligro de parecemos un poco pueril y demasiado adornado. Pero Johnson creía en la dignidad de la literatura. Luego, nos resulta lento, es un estilo moroso. Pero al cabo de ocho o diez páginas, esa lentitud nos resulta —o me ha resultado a mí, en todo caso, y a muchos lectores— agradable. Hay una tranquilidad en su lectura y debemos habituarnos a ella. Y luego a través de la fábula, Johnson se va abriendo camino. Sentimos la melancolía, la gravedad, la sinceridad, la probidad, que son fundamentales en Johnson, a través de la fábula, que es bastante tenue, desde luego.
Ahora, la fábula de Raselas es ésta: el autor supone que los emperadores de Abisinia habían separado del resto del reino, cerca de las fuentes del Nilo —el padre de las aguas, como lo llama—, un valle llamado «the Happy Valley», el valle venturoso, que estaba rodeado por altas montañas. El único acceso que ese valle tenía al mundo era una puerta de bronce, continuamente vigilada, y además muy fuerte y muy maciza. Era realmente imposible abrirla. Y luego supone que de ese valle ha sido excluido todo lo que puede entristecer a los hombres. En ese valle hay praderas y bosques que lo rodean, es fértil, hay un lago y en el centro del lago, una isla en que está el palacio del príncipe. Y ahí viven los príncipes hasta que muere el emperador, y entonces le toca al primogénito ser emperador de Abisinia. Y mientras tanto el príncipe y los suyos viven entregados a los placeres, desde luego, no sólo a los placeres físicos, de los que se habla poco en el texto —Johnson era un autor que respetaba al lector, recordemos aquello de «El lector francés/ debe ser respetado» de Boileau, que se aplicaba a todos los lectores de la época— [sino también] a los placeres intelectuales, a los placeres de las ciencias y de las artes. Ahora, en esta idea de un príncipe condenado a un cautiverio feliz hay un reflejo, probablemente ignorado por el propio Johnson, de la leyenda del Buddha, que habría llegado a él en la historia de Barlaam y Josafat,161 que está tomada como tema en una de las comedias de Lope de Vega: la idea de un príncipe a quien se lo educa en medio de una felicidad artificial. La leyenda del Buddha, podemos recordarlo, se puede cifrar así: había un rey en la India, unos cinco siglos antes de la era cristiana, contemporáneo de Heráclito, de Pitágoras, a quien le es revelado por medio de un sueño de su mujer que ésta dará a luz a un hijo, que ese hijo puede ser emperador del mundo, o puede ser el Buddha, el hombre destinado a salvar a los hombres de la infinita rueda de las reencarnaciones. El padre, naturalmente, prefiere que sea emperador del mundo y no redentor de la humanidad. Y sabe que si el hijo conoce las miserias de la humanidad, renunciará a ser rey y será el Buddha, el redentor —la palabra Buddha significa «despierto»—. Y entonces resuelve que éste viva recluido en un palacio sin saber nada de las miserias de la humanidad. El príncipe es un gran atleta, un arquero, un jinete. Tiene un harén populoso y llega a los veintinueve años. Cuando cumple esa edad, sale a dar una vuelta en coche y llega a una de las puertas del palacio, que da al norte. Y entonces ve un ser que no ha visto nunca, una persona rarísima cuyo rostro está surcado por las arrugas, está encorvado, se apoya en un báculo, camina con paso vacilante, el pelo es blanco. [El príncipe] pregunta quién es ese ser extraño, apenas humano, y el cochero le dice que es un anciano, y que con el andar de los años él será ese anciano, y que todos los hombres lo serán o lo han sido. Luego él vuelve a su palacio, muy turbado por ese espectáculo, y al cabo de un tiempo hace otro paseo, por otro camino, y se encuentra con un hombre yacente, muy pálido, demacrado, quizá con la blancura de la lepra. Pregunta quién es y le dicen que es un enfermo, y que él con el tiempo será ese enfermo, y que todos los hombres lo serán. Luego hace su tercera salida, al sur, digamos, y sucede algo más raro. Ve varios hombres que llevan a un hombre que parece dormido, pero que no respira. Pregunta quién es y le dicen que es un muerto. Es la primera vez que él oye la palabra «muerto». Y hace una cuarta salida y se encuentra con un hombre viejo pero robusto que viste un hábito amarillo y pregunta quién es. Y le dicen que es un asceta, un «yoga». La palabra «yoga» tiene la misma raíz que «yugo», que significa una disciplina, y que ese hombre está más allá de toda la adversidad del mundo. Y entonces el príncipe Siddhartha huye de su palacio y decide buscar la salvación, llega a ser el Buddha, enseña la salvación a los hombres. Y según una versión de esta leyenda —ustedes me perdonarán esta digresión, pero la historia es hermosa—, el príncipe, el cochero y los cuatro personajes que ve, el anciano, el enfermo y el asceta son la misma persona. Es decir, él ha tomado diversas formas para cumplir con su destino de Bodhisattva, de pre-Buddha. Hay un eco de esa palabra en el nombre de Josafat. Ahora, algún eco de esa leyenda tiene que haber llegado a Johnson, porque el principio de esa leyenda es el mismo: tenemos a un príncipe recluido en el cautiverio del Happy Valley, del «Valle venturoso». Y ese príncipe llega a cumplir veintiséis años —puede haber un eco de los veintinueve de la leyenda del Buddha—y siente la insatisfacción de ver que todos sus deseos están colmados. En cuanto quiere algo, lo tiene. Esto produce en él un estado de desesperación. Se aparta del palacio, de los músicos y de los placeres, sale del palacio y va a caminar solo. Entonces ve a los animales, a las gacelas, a los ciervos. Más arriba, en la ladera de la montaña, están los camellos, los elefantes. Y piensa que estos animales son felices, porque les basta desear algo y, una vez que han satisfecho sus necesidades, se tienden a dormitar. Pero en el hombre hay como un anhelo infinito, una vez satisfecho todo lo que puede desear, querría desear otras cosas, y él no sabe qué son. Luego él conoce a un inventor. Este inventor ha inventado una máquina para volar. Eso le sugiere al príncipe la posibilidad de embarcarse en esa máquina, huir del Valle venturoso y conocer directamente las miserias de la humanidad. Hay luego un pasaje un poco jocoso que Alfonso Reyes cita en su libro Rilindero, como si aquí estuviera prefigurada la ficción científica de nuestros días, la obra de Wells o de Bradbury, porque luego el inventor se lanza desde una torre en su rudimentario avión, se da un golpe espantoso, se rompe una pierna, y entonces el príncipe comprende que debe buscar otras maneras de huir del valle. Habla entonces con Imlac, el poeta cuyo concepto de la poesía ya hemos discutido, habla con su hermana, que está cansada como él de la felicidad, de la satisfacción inmediata de todos los deseos, y resuelven huir del valle. Y aquí la novela se convierte de pronto en un relato psicológico. Porque Johnson nos dice que durante un año el príncipe estaba tan contento con haber tomado la decisión de evadirse del valle, que ya esa resolución le bastaba, que no hizo nada para ponerla en ejecución. Todas las mañanas pensaba: «Voy a evadirme del valle», y entonces se entregaba a los banquetes, a la música, a los placeres de los sentidos y de la inteligencia, y así pasaron dos años.
Y una mañana comprendió que había estado viviendo simplemente de la esperanza. Entonces se puso a explorar las montañas, a ver si encontraba algo, y encontró finalmente una caverna por la cual se descargaban las aguas de los ríos en el lago. Y acompañado por Imlac la exploró y vio que había un lugar, una especie de grieta, por la cual él podía evadirse. Al cabo de tres años de tomada la decisión, él, su hermana, Imlac y una dama de la corte llamada Pekuah resuelven dejar el valle feliz. Sabían que les bastaba escalar el círculo de montañas para estar a salvo, porque nadie conocía ese pasaje entre las rocas. Efectivamente, aprovechan una noche para escaparse, y al cabo de algunas vicisitudes —muy pocas, porque Johnson no estaba escribiendo una novela de aventuras sino que estaba reescribiendo su poema sobre la vanidad de las esperanzas humanas— se encuentran del otro lado de las montañas, al norte. Luego ven un grupo de pastores y, al principio —éste es un rasgo humano muy verosímil—, el príncipe y la princesa se asombran de que los pastores no caigan de rodillas delante de ellos. Porque aunque quieren mezclarse con el común de la humanidad, aunque quieren ser hombres como los otros, están naturalmente acostumbrados a las ceremonias de la corte. Luego se dirigen al norte, donde todo les llama la atención, la misma indiferencia de las gentes. Ellos llevan joyas escondidas, porque en el palacio están los tesoros de los reyes de Abisinia. Además, en el palacio hay columnas huecas llenas de tesoros. Hay además espías para vigilar a los príncipes, pero éstos han logrado escaparse. Y luego llegan a un puerto sobre el Mar Rojo.
Y el puerto, las naves, les llaman poderosamente la atención. Tardan meses en embarcarse. La princesa al principio está aterrada. Pero su hermano e Imlac le dicen que ella ha tomado una decisión, y navegan. Aquí uno espera que el autor intercale tempestad, para divertir a los lectores. Pero Johnson no está pensando en eso. Además, es notable el hecho de que Johnson haya escrito ese libro, tan de estilo lento y musical, ese libro en el cual todos los períodos están como equilibrados, no hay ninguna frase que termine de un modo brusco, hay una música monótona pero muy diestra, y esto es lo que escribió Johnson pensando en la muerte de su madre, a quien quería tanto.
Y finalmente llegan a El Cairo. El lector entiende que El Cairo viene a ser como una metáfora, una imagen de Londres. Se habla del comercio de la ciudad, de la princesa y del príncipe, que están como perdidos entre esas muchedumbres humanas que no los saludan, que los codean, que los hacen a un lado. E Imlac vende algunas de las joyas que han llevado, compra un palacio y se establece allí como mercader, y conoce a las personas más considerables de Egipto, es decir de Inglaterra, porque todo este ropaje oriental lo tomó Johnson de Las Mil y Una Noches, que había sido traducido a principios del siglo XVIII por el orientalista francés Galland.162 Pero hay poco de color oriental, esto no le interesaba a Johnson. Luego se habla de las naciones de Europa. Imlac dice que ellos, comparados con las naciones de Europa, son bárbaros. Que las naciones de Europa tienen medios para comunicarse. Habla de las cartas que llegan en poco tiempo, habla de los puentes, vuelve a hablar de las muchas naves. Ellos ya han viajado en una de Abisinia a El Cairo. Y el príncipe le pregunta si los europeos son más felices. E Imlac le contesta que la sabiduría y la ciencia son preferibles a la ignorancia, que la barbarie y la ignorancia no pueden ser fuentes de felicidad, que los europeos son ciertamente más sabios que los abisinios, pero que él no puede afirmar, por el comercio que ha tenido con ellos, que sean más felices. Luego asistimos a diversas conversaciones con filósofos. Uno de ellos dice que el hombre puede ser feliz si vive según las leyes de la naturaleza, pero no puede explicar cuáles son esas leyes. El príncipe comprende que, cuanto más converse con él, menos entenderá al filósofo de la naturaleza. Se despide cortésmente de él, y luego le llegan noticias de un asceta, un hombre que hace catorce años vive en la Tebaida,163 en la soledad. Y resuelve ir a visitarlo. Al cabo de varios días —creo que el viaje se hace en camello— llegan a la caverna del asceta. La caverna ha sido dispuesta en varias habitaciones. El asceta los convida con carne y con vino. El mismo es un hombre frugal, y se alimenta de legumbres y leche. El príncipe pide que cuente su historia. El otro le dice que ha sido militar, que ha conocido el tumulto de las batallas, la vergüenza de las derrotas, el goce de las victorias, que llegó a ser famoso y que luego vio que por intrigas cortesanas le daban un cargo más alto a un oficial menos experto y menos valiente que él. Y entonces fue a buscar el retiro, y desde hace muchos años vive solo ahí, entregado a la meditación. Y el príncipe —este cuento es una parábola, es una fábula del hombre que busca la felicidad— le pregunta si es feliz. El filósofo le responde que la soledad no le ha servido para alejarse de la imagen de la ciudad, de sus vicios y sus placeres. Que más bien antes, cuando él tenía sus placeres a su alcance, él se saciaba y pensaba en otra cosa. Pero en cambio ahora, que está viviendo en la soledad, lo único que hace es pensar en la ciudad y en los placeres a los que ha renunciado. Les dice que es una suerte que ellos hayan llegado esa noche, porque él ha tomado la decisión de volver al día siguiente a El Cairo. Sale de la soledad. El príncipe le dice que cree que está equivocado. El otro le dice que claro, naturalmente, para él la soledad es nueva, pero que ya lleva catorce o quince años de soledad, que está harto y entonces los dos se despiden y el príncipe va a visitar la gran pirámide. Y Johnson dice que la pirámide es la obra más considerable que han ejecutado los hombres. La pirámide y la Muralla China. Dice que a ésta podemos explicarla: de un lado tenemos un pueblo temeroso, pacífico, muy civilizado, y del otro hordas de jinetes bárbaros que podrían ser detenidos por la muralla. Se entiende por qué la muralla fue construida. En cuanto a las pirámides, sabemos que son un monumento sepulcral, pero para conservar a ese hombre no se necesita esa vasta estructura.
Luego el príncipe y la princesa, Imlac y Pelcuah, llegan a la entrada de la pirámide. La princesa se aterra —el temor es el único rasgo suyo que vemos en la novela—, dice que ella no quiere entrar, que adentro pueden estar los espectros de los muertos. Imlac le dice que no hay razón alguna para suponer que a los espectros les gusten los cadáveres, y que ya ha venido ahí. Le pide que entre. Él, en todo caso, entra primero. La princesa accede a entrar. Y luego llegan a una cámara espaciosa y ahí hablan sobre el fundador de las pirámides. Y dicen: «Aquí tenemos un hombre omnipotente sobre un vasto imperio, un hombre que sin duda disponía de todas las satisfacciones posibles. Y sin embargo, ¿a qué llega? Llega al tedio. Llega a la tarea inútil de hacer que miles de hombres acumulen una piedra sobre otra hasta construir una pirámide inútil». Aquí podemos recordar a Sir Thomas Browne,164 un buen escritor del siglo XVII, autor de una frase que ustedes conocen: «el espectro de la rosa», «the ghost of a rose».165 Esa frase fue, creo, inventada por Sir Thomas Browne. Y el sabio Imlac, al hablar de las pirámides dice: «¿Who can’t have pity on the builder of the pyramids?» La frase anterior es «¿Quién puede no compadecer al constructor de las pirámides?» Entonces el príncipe dice: «¿Quién cree que el poder, el lujo, la omnipotencia, pueden hacer felices a los hombres? Y a éste le digo: mira la pirámide y confiesa tu insensatez».166
Luego visitan un convento. En el convento conversan con los monjes, y los monjes les dicen que están acostumbrados a una vida áspera, que saben que su vida será áspera pero que no tienen la certidumbre de que será feliz. Se habla también del amor, de las vicisitudes de la ansiosa e incierta felicidad del amor, y después de haber conocido así el mundo, de haber visto a los hombres y sus ciudades, el príncipe, Imlac, la princesa y Pekuah, la dama de la princesa, resuelven volver al valle feliz, donde no serán felices pero no serán más desdichados que fuera del valle.
Es decir, toda esta historia de Raselas es realmente una negación de la felicidad de los hombres y ha sido comparada con el Cándido de Voltaire.167 Ahora bien, si nosotros comparamos página por página, línea por línea el Cándido de Voltaire y el Raselas de Johnson, notaremos inmediatamente que el Cándido es un libro mucho más ingenioso que Raselas, pero que el propio ingenio de Voltaire sirve para desmentir su tesis. Leibniz,168contemporáneo de Voltaire, había proclamado la teoría de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y a esto se lo llamó en sorna «optimismo». La palabra «optimismo», que ahora utilizamos para significar «buen humor», fue una palabra inventada para ir contra Leibniz. Este creía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y hay una parábola de Leibniz en que imagina una pirámide. Esa pirámide no tiene base, pero sí ápice. Cada uno de los pisos de la pirámide corresponde a un mundo, y el mundo de cada piso es superior al piso que está debajo, y así infinitamente, porque la pirámide no tiene base, es estrictamente infinita. Y entonces Leibniz hace que su héroe viva una vida entera en cada uno de los pisos de la pirámide. Y al fin, al cabo de infinitas reencarnaciones, llega al ápice. Y cuando llega al último piso, tiene una impresión parecida a la felicidad, cree que ha llegado al cielo, y entonces pregunta: «¿Dónde estoy ahora?» Y entonces le explican que está en la Tierra. Es decir que nosotros estamos en el más feliz de los mundos posibles. Ahora, desde luego, este mundo está lleno de desdichas, creo que basta un dolor de muelas para convencernos de que no somos habitantes del Paraíso. Pero esto lo explica Leibniz diciendo que eso equivale a los colores oscuros que hay en un cuadro. Él nos inventa una ilustración tan ingeniosa como falaz. Dice que imaginemos una biblioteca de mil volúmenes. Cada uno de esos volúmenes es la Eneida. Se pensaba que la Eneida era la obra más alta —o la Ilíada si ustedes prefieren— de la literatura humana. Esa biblioteca consta de mil ejemplares de la Eneida. Ahora, ¿qué prefieren ustedes, una biblioteca con mil ejemplares de la Eneida—o de la Ilíada, o de cualquier otro libro que a ustedes les guste mucho, porque lo mismo es para el ejemplo— o prefieren una biblioteca en la cual hay un solo ejemplar de la Eneida y obras de escritores tan inferiores como cualquier contemporáneo nuestro? Entonces el lector contesta naturalmente que prefiere la otra biblioteca, de temas variados. Y entonces Leibniz le contesta: «Pues bien, esa otra biblioteca es el mundo». En el mundo tenemos seres perfectos y momentos de felicidad tan perfectos como el de Virgilio. Pero tenemos otros tan malos como la obra de Fulano o Mengano, no tengo por qué especificar el nombre.
Pero este ejemplo es falso, porque el lector puede elegir entre los libros, pero si a nosotros nos toca ser la obra deleznable de Fulano de Tal, quién sabe si somos muy felices. Hay un ejemplo parecido de Kierkegaard.169 Él dice que vamos a suponer un plato riquísimo. Todos los ingredientes de ese plato son riquísimos, pero para los ingredientes de ese plato es necesario que haya una gota de acíbar, por ejemplo. Y ahora bien, dice: «Cada uno de nosotros es uno de los ingredientes de ese plato, pero si a mí me toca ser la gota de acíbar, ¿voy a ser tan feliz como el que es la gota de miel?» Y Kierkegaard, que tenía un sentimiento religioso profundo, dice: «Desde el fondo del Infierno agradeceré a Dios ser la gota de acíbar que es necesaria para la variedad y la concepción del universo». Voltaire no pensaba así, pensaba que en este mundo hay muchos males, que los males son más que los bienes, y entonces escribió el Cándido como demostración del pesimismo. Y uno de los primeros ejemplos que él elige es el del terremoto de Lisboa, y dice que Dios permitió el terremoto de Lisboa para castigar a los habitantes por sus muchos pecados. Y Voltaire se pregunta si realmente los habitantes de Lisboa son más pecadores que los habitantes de Londres o de París, que no han sido juzgados dignos de un terremoto de justicia divina. Ahora, lo que podría decirse en contra del Cándido ya favor de Raselas, es que un mundo en el cual existe el Cándido, que es una obra deliciosa, llena de bromas, no es un mundo tan malo, ya que permite el Cándido. En cambio, se puede pensar que Voltaire está jugando con la idea de que el mundo es terrible. Porque seguramente, cuando escribió el Cándido, él no sintió el mundo como terrible. Estaba mostrando una tesis y estaba divirtiéndose mucho al mostrarla. En cambio, en el Raselas de Johnson sentimos la melancolía de Johnson. Sentimos que para él la vida era esencialmente horrible. Y la misma pobreza de invención que hay en el Raselas hace que el Raselas sea más convincente.
Ya veremos por el libro que daremos la próxima vez la profunda melancolía de Johnson. Sabemos que él sentía la vida como horrible, de un modo que no pudo sentirla Voltaire. Es verdad que Johnson también tiene que haber derivado un considerable placer en el ejercicio de la literatura, de su facilidad en escribir largas sentencias musicales, sentencias que nunca son huecas, que siempre tienen un sentido. Pero sabemos que fue un hombre melancólico. Johnson vivía además atormentado por el temor de volverse loco, era muy consciente de sus manías. Creo que comenté la última vez que era común que tuvieran una reunión y que él se pusiera a decir en voz alta el Padrenuestro. Johnson era una persona halagada por la sociedad, pero sin embargo conservaba deliberadamente su rusticidad. Estaba por ejemplo en una gran comida, tenía a un lado a una duquesa, del otro lado a un académico, y cuando comía —sobre todo si la comida estaba un poco pasada, a él le gustaba la comida un poco pasada— se le hinchaban las venas de la frente. La duquesa le hacía una observación cortés, y él le contestaba apartándola con la mano y emitiendo un gruñido cualquiera. Era un hombre que, digamos, aceptado por la sociedad, la desdeñaba. Y en su obra literaria hay, como en la obra literaria de Swinburne, muchas plegarias. Una de las composiciones a las que él usaba entregarse era a las oraciones, en las cuales le pedía perdón a Dios por lo poco que había soportado, por las muchas insensateces y locuras que había hecho en su vida. Pero todo esto, el examen del carácter de Johnson, vamos a dejarlo para la otra clase, porque las intimidades de Johnson están reveladas menos por él —que trató de ocultarlas y que no se quejó de ellas— que por un personaje extraordinario, James Boswell, que se dedicó a frecuentar a Johnson y a anotar día por día todas las conversaciones de Johnson, y ha dejado así la mejor biografía de toda la literatura, según dice Macaulay.170 De modo que dedicaremos nuestra próxima clase a la obra de Boswell y al examen del carácter de Boswell, tan discutido, negado por unos y alabado por otros.
Lunes de noviembre de 1966
Notas
157 Cuando Johnson iniciaba el proyecto del diccionario, le envió un folleto al entonces ministro Lord Chesterfield anunciando su plan, pero éste no fue bien recibido. Siete años después, sin embargo, al haber completado Johnson su tarea, Lord Chesterfield publicó en el periódico World dos ensayos en los que lo felicitaba. Johnson contestó publicando una carta en la que le recordaba al ministro su actitud anterior y le decía, entre otras cosas, que: «No es un mecenas, Milord, quien mira con desdén a un hombre que lucha entre las olas para salvar su vida y cuando lo ve llegar salvo a la orilla lo colma de atenciones».
158 The Rambler, algo así como «El divagador», era un periódico de ensayos, cuadros morales y análisis de costumbres que Johnson fundó y editó por varios años.
159 Johnson, Samuel. La historia de Raselas, príncipe de Abisinia. Traducción y prólogo de Mariano de Vedia y Mitre. Colección «Vértice». Editorial Guillermo Kraft Limitada, Buenos Aires, 1951.
160 El manuscrito que relata las experiencias del Padre Lobo en Abisinia, escrito originariamente en portugués, permaneció inédito hasta que fue traducido al francés por el Abad Legrand. La traducción de Legrand fue publicada en 1728 bajo el siguiente título: Voyage historique d’Abissinie du R.P. Jerome Lobo de la Compagnie de Jesús; traduit du Portugais; contínuée et augm. de plusieurs dissertations, lettres et memoires par M. Le Grand. Samuel Johnson realizó su traducción al inglés, A Voyage to Abyssinia by Father Jerome Lobo, a partir de esta versión.
161 «Barlaam y Josafat» es una adaptación cristiana de la leyenda del Buda, escrita en griego en el siglo VII por un monje llamado Juan, del monasterio de Sabbas, cerca de Jerusalén. Esta obra tuvo gran difusión en la Edad Media, y ha influido sobre varios autores entre los que se cuentan, además de Lope de Vega, Raymundo Lulio y Don Juan Manuel.
162 Antoine Galland, erudito y orientalista francés (1646-1715). Es conocido por su versión de Las Mil y Una Noches, titulada Mille et une Nuits, que adaptó al francés en traducción libre de manuscritos sirios. Borges critica y compara las diversas traducciones de esta obra en el ensayo «Los traductores de las 1001 noches», del libro Historia de la eternidad (1936). Borges incluyó asimismo una selección de la traducción de Galland como el volumen 52 de la colección Biblioteca personal de Hyspamérica.
163 Una de las tres divisiones del Antiguo Egipto, llamada también Alto Egipto, cuya capital era Tebas. A fines del siglo III, los primeros ermitaños cristianos se refugiaron en los desiertos del oeste de esa región, escapando de la persecución de los romanos.
164 Sir Thomas Browne, escritor inglés (1605-1682). Escribió su obra Religio medici alrededor de 1635. Otras de sus obras son: Pseudodoxia epidemica (1646), Urn Buríal (1658) y la abajo mencionada The Garden of Cyrus (1658).
165 Esta frase se encuentra en uno de los párrafos finales de la obra The Garden of Cyrus, de Sir Thomas Browne. En el pasaje, el autor comenta lo decepcionantes que son las imágenes de las plantas que aparecen en los sueños y nota que al soñar el sentido del olfato se empobrece también: «Además Hipócrates ha hablado tan poco y los maestros oneirocríticos han dejado descripciones tan pobres de plantas, que hay poco incentivo para soñar con el mismo Paraíso. Tampoco servirá la más dulce delicia de los jardines de consuelo en los sueños, en los que el empobrecimiento de ese sentido da la mano a aromas deleitables y aunque en la cama de Cleopatra, puede difícilmente causar algún placer el conjurar al fantasma de una rosa». (The Garden of Cyrus, cap. V.)
166 En el capítulo 33 de Raselas, príncipe de Abisinia.
167 François Marie Arouet, llamado Voltaire, escritor francés (1694-1778).
168 Gottfried Wilhelm Leibniz, filósofo y matemático alemán (1646-1716).
169 Sören Kierkegaard, filósofo y teólogo danés (1813-1855)
170 El comentario de Macaulay es en realidad un cumplido de doble filo. En su ensayo de 1831, Macaulay afirma que Boswell era «un pesado, débil, vanidoso, cargoso y parlanchín», nada más que un imbécil que resultó tener buena memoria. A pesar de ello, de su encuentro con Johnson surgió la mejor biografía jamás escrita. «No estamos seguros de que haya en toda la historia del intelecto humano un fenómeno más extraño que este libro» —afirma Macaulay—. «Muchos de los más grandes hombres que han vivido han escrito biografías. Boswell fue uno de los hombres más insignificantes que han vivido y a pesar de ello les ha ganado a todos.»
170 El comentario de Macaulay es en realidad un cumplido de doble filo. En su ensayo de 1831, Macaulay afirma que Boswell era «un pesado, débil, vanidoso, cargoso y parlanchín», nada más que un imbécil que resultó tener buena memoria. A pesar de ello, de su encuentro con Johnson surgió la mejor biografía jamás escrita. «No estamos seguros de que haya en toda la historia del intelecto humano un fenómeno más extraño que este libro» —afirma Macaulay—. «Muchos de los más grandes hombres que han vivido han escrito biografías. Boswell fue uno de los hombres más insignificantes que han vivido y a pesar de ello les ha ganado a todos.»
En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín
Buenos Aires © María Kodama, 2000
Foto de Borges por Víctor Aizenman
en Manuscritos y originales de Jorge Luis Borges
Buenos Aires s/f