Un piso en una antigua casa de la calle Maipú. En la puerta de entrada, simplemente una plaqueta de bronce que dice “Borges”. Adentro: malhumorada ama de llaves entrada en años y en carnes y enorme gato blanco que huye por entre las sillas. La sala, muy amplia y tapizada de anaqueles con libros. Al fondo de la escena, sentadito sobre un sofá, acicalado con su impecable traje gris, recién perfumado y expectante como quien juega a las visitas, el señor Jorge Luis Borges con su bastón busca bultos entre las tinieblas. Se incorpora ante nuestra llega- da pero no nos saluda: está muy preocupado por la pérdida de un botón que se e ha escabullido al incorporarse —“mal agüero”, ha vaticinado cuando lo escuchó rodar—. La corpulenta criada interviene, corre el sillón y el varias veces nominado para el premio Nobel se tambalea y cae sentado sobre el diván. Pero toda esta situación entre grotesca y cruel no parece conmoverlo: nos saluda y comienza la charla.
La conversación intenta orientarse hacia la zona de sus gustos personales. Confiesa Borges que no es muy musical, que suelen conmoverlo los "blues", los “spirituals”, las milongas —él ha escrito muchas— y que, cuando trabajaba en colaboración con Adolfo Bioy Casares, la mujer de éste —la escritora Silvina Ocampo— ponía discos en el fonógrafo, comprobaron entonces que Debussy los deprimía y Brahms los estimulaba. Pero se escurre del tema de los gustos y se refiere a la pérdida de su visión: sucedió en 1955, cuando fue nombrado director de la Biblioteca Nacional y allí,rodeado de esos novecientos mil volúmenes, comentó en un poema: "Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche”.
Se lamenta de no haber aprendido el sistema Braille, porque, como pasa la mayor parte de su tiempo solo, podría quedarse en su casa leyendo y escribiendo. Para no aburrirse, entonces, continuamente está planeando algo —en la actualidad, tiene en preparación cinco libros y salta de uno a otro.
Por momentos, su voz se desvanece y los sonidos se le enredan hasta hacerse silencio. Pero la lucidez aflora y sorprende tanto como deslumbra su prodigiosa memoria. Hay delectación al evocar a sus antepasados. "España significa muchísimo para mí. Tengo mayoría de sangre española.”
La conversación intenta orientarse hacia la zona de sus gustos personales. Confiesa Borges que no es muy musical, que suelen conmoverlo los "blues", los “spirituals”, las milongas —él ha escrito muchas— y que, cuando trabajaba en colaboración con Adolfo Bioy Casares, la mujer de éste —la escritora Silvina Ocampo— ponía discos en el fonógrafo, comprobaron entonces que Debussy los deprimía y Brahms los estimulaba. Pero se escurre del tema de los gustos y se refiere a la pérdida de su visión: sucedió en 1955, cuando fue nombrado director de la Biblioteca Nacional y allí,rodeado de esos novecientos mil volúmenes, comentó en un poema: "Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche”.
Se lamenta de no haber aprendido el sistema Braille, porque, como pasa la mayor parte de su tiempo solo, podría quedarse en su casa leyendo y escribiendo. Para no aburrirse, entonces, continuamente está planeando algo —en la actualidad, tiene en preparación cinco libros y salta de uno a otro.
Por momentos, su voz se desvanece y los sonidos se le enredan hasta hacerse silencio. Pero la lucidez aflora y sorprende tanto como deslumbra su prodigiosa memoria. Hay delectación al evocar a sus antepasados. "España significa muchísimo para mí. Tengo mayoría de sangre española.”
Siempre, Cansinos
Recuerda luego su época ultraísta en Madrid, junto al escritor judeoandaluz Rafael Cansinos-Assens —un poeta olvidado, según Borges—. Cansinos-Assens se había dedicado de lleno al estudio de las lenguas (cierta vez le dijo: "yo puedo saludar a las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos”) y tenía un cenáculo en Madrid —un café con divanes rojos y espejos—, donde los sábados por la noche hacía reuniones que duraban hasta el alba. Cansinos —que había tácitamente prohibido que se hablara mal de otros escritores— llevaba un tema cada vez: ¿y si habláramos de la metáfora?, ¿y si habláramos dela rima?, ¿y si habláramos del verso blanco?
Borges calla y parece perderse en los recuerdos. Pero, tras un sordo ronquido que poco a poco se aclara en palabras, retorna el hilo de su relato y se refiere a sus recientes viajes a España: “Hace un tiempo me dieron ese premio Cervantes. Había mucha gente y un rasgo muy español fue que no dividieron el premio, lo multiplicaron, es decir, parte del jurado había votado con toda razón por Gerardo Diego y otros votaron por mí. Entonces, en lugar de dividirlo, nos dieron a cada uno de nosotros la suma del premio..., un gesto muy lindo, ¿no? Estaba el Rey..., qué raro, siempre que se homenajea a un literato, las frases literarias corresponden a otro, en este caso fue lo mismo. Yo estaba muy emocionado. Apenas pude balbucear unas palabras y el Rey, al despedirse, me dijo: ‘Un joven Rey lo admira’. Qué lindo, ‘un joven rey’, ¿no?, y se le ocurrió a él. A mí no se me ocurrió absolutamente nada”.
Con un nada creíble y pueril asombro, que tiene poco de ingenuidad y todo de picardía, agrega: “Gerardo Diego habló sobre los sonidos de las palabras durante media hora y eligió los menos gratos, yo creo, porque dijo (Borges alza la cabeza e imita el acento español y grave del otro): y ahora llegamos a esas interesantes palabras terminadas en ‘ajo’ en ‘ujo’. Todo el mundo se estremeció, quedó horrorizado, porque yo no creo que sean tan gratas, son horribles, mejor olvidarse de esas interesantes palabras. Y abundó en ello, no sé por qué. Qué gusto tan perverso”.
Y Borges ríe, con una risita cómplice como de quien ha dicho algo inconveniente.
Con un nada creíble y pueril asombro, que tiene poco de ingenuidad y todo de picardía, agrega: “Gerardo Diego habló sobre los sonidos de las palabras durante media hora y eligió los menos gratos, yo creo, porque dijo (Borges alza la cabeza e imita el acento español y grave del otro): y ahora llegamos a esas interesantes palabras terminadas en ‘ajo’ en ‘ujo’. Todo el mundo se estremeció, quedó horrorizado, porque yo no creo que sean tan gratas, son horribles, mejor olvidarse de esas interesantes palabras. Y abundó en ello, no sé por qué. Qué gusto tan perverso”.
Y Borges ríe, con una risita cómplice como de quien ha dicho algo inconveniente.
Vida cotidiana
Todo se interrumpe momentáneamente porque la criada anuncia, a viva voz, que sale a hacer unas compras y deja el teléfono a mano, esto es: da un tremendo empellón al aparato, que se desplaza como sobre patines por el piso y frena junto al sofá. Borges, que no parece sorprendido por este trato tan peculiar, corre el teléfono con el pie y, como si nada hubiese pasado —ni siquiera el tiempo—desde su última frase, comienza a hablar sobre los escritores españoles: "Yo diría que el máximo poeta es Jorge Guillén, para mí no hay ninguna duda. Juan Ramón Jiménez, aunque creo que ahora está un poco olvidado, era a veces un gran poeta. Y Unamuno, desde luego, pero no en ningún libro en particular, sino en su conjunto, que es lo que pasa con muchos escritores: hay una imagen que no está en ninguna obra en particular sino en la memoria de todas ellas”.
Ha regresado el ama de llaves. Con su particular estilo; ha retirado el teléfono, no sin antes enganchar con el cable el bastón, que termina por caerse entre las piernas de Borges.
El poeta se ha puesto sombrío, casi solemne, ya no sonríe y el tono de su voz se ha ido apagando hasta alcanzar un matiz débil y melancólico. Ha llegado el momento de hablar de Argentina y Borges no rehúye el tema. El considera que su país atraviesa el momento más triste de su historia y que casi se añora el tiempo de Rosas o el tiempo de Perón. “Bueno —reflexiona—, el tiempo de Perón va a volver ahora, en los comicios seguramente con el bombo, los platillos, las interjecciones. Estadísticamente, este país es peronista, desgraciadamente y lo digo con mucha tristeza.”
Borges se interrumpe, calla y hace una mueca críptica: “Qué podemos esperar de esa gente...?, ¿qué se puede esperar de una persona que fomentaba que le dijeran (Borges entona algo dela Marcha Peronista y lo hace bastante bien): ‘Perón, Perón, ¡qué grande sos! ¡Sos, el primer trabajador!’. No sé, no sé, trato de pensar en eso, pero estoy pensando continuamente...”.
Ha regresado el ama de llaves. Con su particular estilo; ha retirado el teléfono, no sin antes enganchar con el cable el bastón, que termina por caerse entre las piernas de Borges.
El poeta se ha puesto sombrío, casi solemne, ya no sonríe y el tono de su voz se ha ido apagando hasta alcanzar un matiz débil y melancólico. Ha llegado el momento de hablar de Argentina y Borges no rehúye el tema. El considera que su país atraviesa el momento más triste de su historia y que casi se añora el tiempo de Rosas o el tiempo de Perón. “Bueno —reflexiona—, el tiempo de Perón va a volver ahora, en los comicios seguramente con el bombo, los platillos, las interjecciones. Estadísticamente, este país es peronista, desgraciadamente y lo digo con mucha tristeza.”
Borges se interrumpe, calla y hace una mueca críptica: “Qué podemos esperar de esa gente...?, ¿qué se puede esperar de una persona que fomentaba que le dijeran (Borges entona algo dela Marcha Peronista y lo hace bastante bien): ‘Perón, Perón, ¡qué grande sos! ¡Sos, el primer trabajador!’. No sé, no sé, trato de pensar en eso, pero estoy pensando continuamente...”.
España y Argentina
Como las veces anteriores, Borges resurge como de entre los fantasmas de la melancolía y vuelve a referirse a España: "Tienen que andar mejor las cosas..., ¿no?, en España, desde luego. Por lo pronto, el destape español puede no ser muy agradable, pero..., en fin, está bien que haya un destape. Señores vestidos de Mae West, con grandes sombreros con plumas y nadie se da vuelta para mirarlos, lo cual está bien, ¿no? En España espero que las cosas anden mejor que acá”.
Tras un breve respiro, retorna el tema de la Argentina: "Se dice que hemos tocado fondo: eso es absurdo. El espacio es infinito, el abismo es infinito. Yo me siento muy descorazonado, quiero tanto a mi patria, pero no le veo esperanza. Oí hablar a Alfonsín, que decía: ‘seguiré la política de Hipólito Yrigoyen' ¿Qué puede significar la política de Yrigoyen, depuesto en 1930 ahora? Es insensato: como seguir la política del Negro Falucho o del Día de los Tres Gobernadores. Sin embargo, la esperanza que tenemos es que gane Alfonsín. Y quizá gane, porque cómo se va a votar no por Alfonsín, sino contra el peronismo”.
Tras un breve respiro, retorna el tema de la Argentina: "Se dice que hemos tocado fondo: eso es absurdo. El espacio es infinito, el abismo es infinito. Yo me siento muy descorazonado, quiero tanto a mi patria, pero no le veo esperanza. Oí hablar a Alfonsín, que decía: ‘seguiré la política de Hipólito Yrigoyen' ¿Qué puede significar la política de Yrigoyen, depuesto en 1930 ahora? Es insensato: como seguir la política del Negro Falucho o del Día de los Tres Gobernadores. Sin embargo, la esperanza que tenemos es que gane Alfonsín. Y quizá gane, porque cómo se va a votar no por Alfonsín, sino contra el peronismo”.
Santiago Palacios
En La Vanguardia
Madrid, 29 de noviembre de 1983, pág. 42
Entrevista realizada en Buenos Aires
Vísperas de las elecciones de octubre de 1983
En La Vanguardia
Madrid, 29 de noviembre de 1983, pág. 42
Entrevista realizada en Buenos Aires
Vísperas de las elecciones de octubre de 1983