29/7/15

Jorge Luis Borges: Las pesadillas y Franz Kafka







Aventuro esta paradoja: componer sueños es una disciplina literaria de reciente inauguración. Es verdad que de Luciano de Samosata a Quevedo (o si se quiere, de Isaías al Dante) muchos escritores han simulado la relación de un sueño, pero sus diversas ficciones no guardan el menor parecido con lo que nuestra mente suele expedir en las madrugadas confusas. A menos de pensar que la vida onírica de Quevedo fue tan superior a la nuestra como su vigilia genial, todo nos deja suponer que sus sueños eran ejercicios de sátira que no pedían otra cosa a su nombre que la oportunidad de congregar personas incoherentes o la de cortar el relato en cuanto la invención propendía a languidecer. No son visuales, y muy contadas veces son mágicos; son más bien oratorios, moralistas, chascarrilleros. Advertir que alguien los soñó, no puede ser sino un artificio retórico. En cuanto a los "soñadores" proféticos —Isaías, Ezequiel, San Juan el Teólogo, Dante, John Bunyan—, su estilo continuado y autoritario en nada se parece al de nuestros sueños. Eliot (Selected Essays, página 229) insinúa que la calidad de los sueños contemporáneos es inferior, porque les atribuimos un origen visceral o sexual, y que si los creyéramos divinos, observarían el decoro y el orden que ahora, indiscutiblemente, les falta; la conjetura es más inteligente que verosímil. 

Sea lo que fuere —y descontando determinadas visiones de Swedenborg y Blake, que deben ser auténticas—, el primer sueño literario con ambiente de sueño es quizá el famoso de Wordsworth, en su poema discursivo The Prelude, ejecutado en el verano de 1805. Resumo aquí el resumen que da De Quincey. El soñador, el presoñador, está leyendo el Don Quijote en la playa, y bajo la opresión del sol cenital, se queda dormido, fija la vista en las arenas. Esos pormenores no son inútiles: preparan y justifican el sueño. Éste, por deformación natural, hace de la playa un Sahara, y del ecuestre y benévolo Don Quijote un árabe de lanza, que viene desde lejos en dromedario. Se acerca el árabe y Wordsworth nota en sus facciones la agitación del miedo. En la mano tiene dos libros: uno, los Elementos de Geometría, de Euclides; otro, que es un libro y no lo es, porque también semeja un caracol, y es ambas y ninguna de las dos cosas. El árabe le advierte que se lo ponga al oído; Wordsworth obedece, y oye una voz en un lenguaje extraño pero indudable que profetiza la aniquilación inmediata del mundo por obra de un diluvio. Gravemente, el árabe corrobora que así es y que su divina misión es la de enterrar esos libros: el primero, "que mantiene amistad con las estrellas, no molestado por el espacio y el tiempo", y el otro, "que es un dios, muchos dioses". Se trata, en suma, de rescatar de la ruina general de la humanidad la poesía y las matemáticas. El horror cunde por el rostro del árabe; Wordsworth mira a su espalda y divisa una gran luz en el horizonte. El árabe pronuncia que son las aguas que ya están ahogando el planeta. Dicho esto, huye, y el poeta se despierta aterrorizado, a la serena vista del mar. 

Es imposible no admirar muchos rasgos del ensueño anterior —la lanza que une las imágenes del manchego y del árabe, la ambivalencia de caracol y de libro, la compañía de ese objeto mágico y de un libro escolar, la profecía que está a cargo de aquél y no del jinete, el agua dilatada en diluvio, la inundación que se manifiesta al principio en el pavor de un rostro y, al fin, como una luz en el horizonte—; pero esa misma continuidad de la fábula parece rebasar infinitamente los atolondrados recursos de un soñador. Los sueños (dice Spiller) son el plano más bajo del pensamiento. De ahí lo inverosímil de esa arquitectura exquisita; de ahí también la dificultad de crear sueños, vale decir, episodios encantadores, pero que puedan sin violencia atribuirse a un estado caótico. Alice in Wonderland, de Lewis Carroll —1865—, adolece también de esa falta. En cambio, el Réve parisién, de Baudelaire —aquel de un infinito país atónico, de metal, de mármol y de agua, negro y pulido—, parece menos imposible, en razón de su misma simplicidad.

Tampoco los sueños de Kafka son continuados; cada uno de ellos apareja una sola intuición. Tienen clima y traiciones de pesadilla. Antes de resumir alguno, quiero señalar el desdén que suelen profesar los psicólogos por ese tigre y ángel negro de nuestro sueño: la pesadilla. Para casi todos, no es otra cosa que "un accidente aislado, el episodio de una indigestión o el síntoma de una afección distante de los centros nerviosos", (Paul Groussac, El viaje intelectual, página 257). Suelen abundar de tal modo en su posible origen visceral o respiratorio, que no reparan en su peculiar ambiente de horror, diverso no ya de los otros sueños, sino —cualitativamente— de los instantes atroces de la "realidad". De cuanto he leído sobre ese tema, sólo han quedado en mi recuerdo las observaciones de Coleridge, en las notas para su conferencia de marzo de 1818. Éste declara que las imágenes de la pesadilla no son la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro abdomen. El malestar genera la esfinge, no la esfinge el horror. No rebato la distinción de Coleridge y aun estoy listo a sospechar una acción recíproca de esas fuerzas —las imágenes invocadas por la opresión, la opresión definida por las imágenes—, pero ella no basta a dilucidar el peculiar horror de la pesadilla. ¿No la podremos atribuir a la misma bastardía del sueño, al temor de la mente semidespierta que sabe que trafica con fantasmas y no con realidades? Lo atroz de las figuras de la pesadilla, ¿no está en su falsedad? Su horror incomparable, ¿no es el horror de sabernos bajo el poder de un proceso alucinatorio? Ese clima es precisamente el de los relatos de Kafka.

La N. R. F. ha publicado en 1933 una versión de su novela El proceso, libro que me atrevo a juzgar menos extraordinario que los cuentos recopilados bajo el nombre general Ein Landarzt (Un médico de campaña), no traducido aún. Todos son breves: alguno no rebasa las cinco páginas. Dos propósitos tengo al insistir sobre esa brevedad: uno, el de animar la curiosidad del lector, asegurándole unos gastos frugales de atención y de tiempo; otro, el de evidenciar que cada relato puede limitarse a una idea, apenas "aprovechada" por el narrador. Es notorio que el proyecto de un libro suele aventajar a su ejecución; Kafka, en cada uno de los cuentos del Landarzt, ha escrito ese proyecto, sin mayor adición de pormenores circunstanciales o psicológicos. Resumo uno de aquellos resúmenes, en la seguridad de que algo se pierde, pero no todo. El nombre es Eine kaiserliche Botschaft (Un mensaje imperial). Está escrito en segunda persona. El héroe, el nada heroico y resueltamente pasivo héroe de la fábula, se identifica de ese modo con el lector, como en los versos vocativos de Whitman. El argumento es éste. El emperador —cualquier emperador— está agonizando. Para que todos puedan asistir a su muerte, las paredes interiores del palacio han sido derribadas. El emperador aguarda el final en su lecho de muerte y lo cerca una muchedumbre casi infinita. Antes de fallecer, el emperador hace un signo y un servidor tiene que inclinarse sobre él para recoger sus últimas órdenes. El emperador murmura un mensaje urgente para el más ignorado de sus súbditos, que habita el extremo opuesto de la ciudad. Inmediatamente el servidor se pone en camino. Es infatigable y altísimo y tiene sobre el pecho una estrella, símbolo de su misión imperial. Todos se apartan frente al hombre y la estrella. Pero la turba es tan numerosa que el mensajero nunca llegará al jardín del palacio. Aunque llegara, jamás acabaría de atravesar el infinito ejército respetuoso que está de guarnición. Aunque lo atravesara, jamás podría atravesar la ciudad en que vives, llena también de una muchedumbre infinita. El mensajero nunca llegará y es inútil que lo esperes en la ventana. Ahora mismo avanza con rapidez entre los hombres que se apartan ante la estrella, pero tú vivirás y morirás sin haber recibido el mensaje.

Algún perverso lector interrogará: ¿Se trata de un símbolo? Yo, apasionadamente, juzgo que no. Nada en el mundo es incapaz de una interpretación simbólica; ni siquiera los sueños (cf. el almanaque de los mismos y la tesis de Freud), ni aun aquellas rocas imitativas que procuran distraer al espectador con el perfil de Napoleón o de Lincoln. Es harto fácil denigrar los cuentos de Kafka a juegos alegóricos. De acuerdo; pero la facilidad de esa reducción no debe hacernos olvidar que la gloria de Kafka se disminuye hasta lo invisible si la adoptamos. Franz Kafka, simbolista o alegorista, es un buen miembro de una serie tan antigua como las letras; Franz Kafka, padre de sueños desinteresados, de pesadillas sin otra razón que la de su encanto, logra una mejor soledad. No sabemos —y quizá no sabremos nunca— los propósitos esenciales que alimentó. Aprovechemos ese favor de nuestra ignorancia, ese don de su muerte, y leámoslo con desinterés, con puro goce trágico. Ganaremos nosotros y ganará su gloria también.



En Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Primera publicación en La Prensa, 2 de junio de 1935
Foto: Borges en su departamento en Buenos Aires
21 de noviembre de 1980

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