Tuyo fue el ejercicio generoso
de la amistad genial. Era el hermano
a quien podemos, en la hora adversa,
confiarle todo o, sin decirle nada,
dejarle adivinar lo que no quiere
confesar el orgullo. Agradecía
la variedad del orbe, los enigmas
de la curiosa condición humana,
el azul del tabaco pensativo,
los diálogos que lindan con el alba,
el ajedrez heráldico y abstracto,
los arabescos del azar, los gratos
sabores de las frutas y las aves,
el café insomne y el propicio vino
que conmemora y une. Un verso de Hugo
podía arrebatarlo. Yo lo he visto.
La nostalgia fue un hábito de su alma.
Le placía vivir en lo perdido,
en la mitología cuchillera
de una esquina del Sur o de Palermo
o en tierras que a los ojos de su carne
fueron vedadas: la madura Francia
y América del rifle y de la aurora.
En la vasta mañana se entregaba
a la invención de fábulas que el tiempo
no dejará caer y que conjugan
aquella valentía que hemos sido
y el amargo sabor de lo presente.
Luego fue declinando y apagándose.
Esta página no es una elegía.
No dije ni las lágrimas ni el mármol
que prescriben los cánones retóricos.
Atardece en los vidrios. Llanamente
hemos hablado de un querido amigo
que no puede morir. Que no se ha muerto.
En Historia de la noche (1977)
Foto: Manuel Peyrou, Silvina Ocampo y Borges (s-d) Vía y vía